I. San Vicente de Paúl
El Espíritu Santo en sus escritos
Como la generalidad de sus contemporáneos, san Vicente de Paúl no pone al Espíritu Santo como centro de su vida ni como dinámica expresa de su espiritualidad. La mayoría de los espirituales de entonces eran teocéntricos o cristocéntricos. Las veces que Vicente acude al Espíritu Santo no nos inducen a clasificarle como un hombre neumatólogo. Un manuscrito de la época nos indica que en los diez últimos años de su vida tan sólo cuatro conferencias tienen como tema al Espíritu Santo -siempre con ocasión de la fiesta de Pentecostés-, sobre las disposiciones para recibir al Espíritu Santo, desear sus efectos y sobre los dones y gracias. Pero sólo están enunciadas y no conocemos su exposición. Conservamos 145 intervenciones suyas a los misioneros: conferencias, repeticiones de oración, capítulos, etc. ; más 98 fragmentos, conservados en Abelly todos menos dos, y 58 máximas que recogió un misionero. Ninguna intervención lleva como tema al Espíritu Santo. Solamente aparece el Espíritu Santo en siete fragmentos y una docena de citas en las conferencias. De todos ellos sólo unos diez trozos encierran cierta importancia para conocer algo la mentalidad del santo acerca del Espíritu Santo. Por otra parte, de las 120 intervenciones conservadas para la dirección y formación de las Hijas de la Caridad, únicamente una tiene como tema al Espíritu Santo, y no en exclusiva, sino compartido con la oración [31 de mayo de 1648, domingo de Pentecostés], y la copista resalta que el tema fue propuesto por Luisa de Marillac. En esta conferencia todas las Hermanas, incluída santa Luisa, dedican una parte al Espíritu Santo. San Vicente, nada. Toda su intervención la dedica a la meditación y contemplación. San Vicente es cristocéntrico con un color berulliano y el «lugar de su teología» es el pobre real de la sociedad. No es extraño, ya que el siglo XVII francés está dominado por la rivalidad entre católicos y hugonotes calvinistas, y por las disputas sobre la gracia y la naturaleza de la Iglesia. La moral ocupaba un tiempo importante a los católicos y a los jansenistas para dilucidar en concreto sobre la práctica rigurosa o !exista de la vida. La irrupción del Espíritu Santo en la Iglesia occidental comenzó con la encíclica Mistici Corporis de Pío XII y se afianzó con la Lumen Gentium del Vaticano II, sin llegar a cuajar completamente. Aún en la actualidad el Espíritu Santo, en cierto modo, está ilvidado en la Iglesia cristiana de Occidente. En nuestra mentalidad hemos suplantado al Espíritu Santo por la persona de Cristo, a pesar de decirnos Jesús que enviaría al Espíritu Santo para que diese testimonio de El, le glorificara y guiase a los hombres a la verdad completa (Jn 16, 13-15). Es la acusación que nos hace la Iglesia cristiana de Oriente.
Espíritu de la C.M. y de la Compañía
A pesar de todo, el Espíritu Santo estaba presente, de alguna manera, en la vida de Vicente de Paúl y en su espíritu. Ciertamente, la obsesión de san Vicente fueron los pobres y ellos condicionaron su mentalidad y su acción. Si no tiene una ideología ni un sistema intelectual sobre el Espíritu Santo, sí practica una antropología y una visión del pobre que, sin exponerlas, vemos apoyadas en el Espíritu Santo. El fundamento de la actividad vicenciana es el convencimiento de que, tanto las Hijas de la Caridad como la Congregación de la Misión continúan la misión de Jesucristo «Adorador del Padre, Servidor de su designio de amor y Evangelizador de los pobres»: su Regla es Nuestro Señor Jesucristo (Const. HH. C. 1. 5). Aunque san Vicente presenta a Jesucristo como el ideal del misionero y la causa dinámica de su apostolado, sin embargo, declara que, sin la acción del Espíritu Santo, la evangelización de la misión no es ni eficaz ni misionera (IV, 114; VIII, 167). Las circunstancias humillantes de la persona del pobre y la visión de su situación oprimida exigen al misionero y a la Hija de la Caridad tener las mismas entrañas de compasión que mostró Jesucristo. San Vicente los llama revestirse del espíritu de Jesucristo, que no es otro que el Espíritu que procede del Padre y del Hijo: el Espíritu Santo, que se posesiona de ellos como inundó el alma de Jesús, aunque no «con la misma perfección», aclara el Santo (XI, 411). En los continuadores del carisma vicenciano se da una presencia operativa del Espíritu de Jesús, pero no sólo en su actuar, sino también en su ser, en su naturaleza y en su existencia. El Espíritu Santo establece con ellos una relación que implica una especial configuración con Jesucristo. Revestidos del espíritu de Jesús, quienes viven el carisma vicenciano son el reflejo actual y sensible del Jesús de la historia. De acuerdo con la exposición que hace Juan del discurso de Jesús en la última Cena, san Vicente da al Espíritu Santo la misión de prolongar la presencia y la misión de Jesús a través de la historia. La persona de Jesús se hace presente en la presencia del Paráclito. La misión del Espíritu Santo, sin embargo, no está subordinada a la de Jesús, sino que la completa, como escribe expresamente Luisa de Marillac (E 98, n. 262}. Podemos concluir que los continuadores de la obra de san Vicente reflejan el rostro humano del Espíritu Santo entre los pobres.
El Espíritu Santo, que llevó a Jesús al desierto y le ungió para desempeñar su misión de enviado del Padre (Le 4, 1. 18), le llenó de las cualidades y virtudes necesarias para evangelizar a los pobres. Ese mismo Espíritu de Jesús actualiza en los misioneros y en las Hermanas idénticas cualidades, virtudes o disposiciones que les son también necesarias para atender a los indigentes. Y así, por la acción del Espíritu Santo, son continuadores del Enviado del Padre a los humildes. A través de ellos, Jesús se hace presente entre los pobres. De todas las disposiciones de que el Espiritu Santo llenó a Jesús, san Vicente elige para sus fundaciones dos: la caridad perfecta y la adoración-sumisión al Padre, que se convierten así en el espíritus propio de los paúles e Hijas de la Caridad; es decir, en la fuerza dinámica para actuar y en el modelo vital de su existencia. El espíritu es la sangre del vicenciano y las huellas dactilares que deja en todas sus acciones, es su documento de identidad. Son dos aspectos de la espiritualidad vicenciana que los paules expresan con las cinco virtudes de humildad, sencillez, mansedumbre, mortificación y celo por las almas, y las Hijas de la Caridad con sus tres virtudes: humildad, sencillez y caridad (XI, 411s; conferencias del 13. dic. 1658 a los misioneros y del 2, 9 y 24. feb. 1653 a las Hijas de la Caridad). En la medida en que los hijos de san Vicente actúan revestidos del Espíritu de Jesús, son signos de la presencia del Espíritu Santo entre los pobres.
La comunidad
Sin preocuparse de la teología y partiendo de la experiencia de haber fundado la Congregación de la Misión y la Compañía de las Hijas de la Caridad únicamente para los pobres, san Vicente y santa Luisa ponen la comunidad como la forma natural de vivir los misioneros y las Hermanas, como la familia lo es de los hombres. Aunque la comunidad está al servicio y en función de la misión, ni se oponen ni se enfrentan; ambas son la forma única de vivir su vocación. En comunidad se vive la misión y en misión se vive la comunidad. Ciertamente la misión determina su estilo de vida, ya que la comunidad está subordinada, dependiente de la misión: no esntramos en la C.M. para vivir en comunidad sino para misionar a los pobres, pero la comunidad tiene también un fin en sí misma: la vida fraterna de amigos, y unos medios: la unión y la alegría (X1, 29. 103ss. 927ss; SL cc. 115. 124. 200. 420. 528. 611… E. 53. 70, Testamento espiritual). El fundamento y el alma de la vida comunitaria es la vida trinitaria (X, 766s). La vida en la Trinidad es compartida por las tres Personas, al tiempo que la comunión de vida se recoge en la unidad. La diversidad vivida en las Personas se recoge en la unidad de naturaleza respetando la diferencia de Personas. La fuente de la comunión divina y de la vida compartida es el Amor mutuo del Padre y del Hijo, es decir, el Espíritu Santo que completa eternalmente la Trinidad. Con pequeños matices, variados en las palñabras, insiten los fundadores en proponer la unidad trinitaria como modelo de la vida fraterna (IV, 229; XI, 702. 735-737; SL c. 121. 289. 362. 500; E. 47. 53. 55) y considerar al Espíritu Santo como la causa que origina la unión. Seis veces, al menos, san Vicente repite la frase «el Espíritu Santo, que es la unión del Padre y del Hijo, les una también a ustedes» (IV, 229; V, 62. 553; VI, 555; XI, 702. 735).
La Iglesia
Vicente de Paúl, como es natural, confiesa el mismo concepto de Iglesia que había proclamado el Concilio de Trento (1545-1563) y que Belarmino había enseñado, reafirmando su aspecto externo frente a los hugonotes calvinistas que consideraban una doble Iglesia: la visible y la invisible, y resaltaban como la única verdadera y exclusiva de los elegidos, la Iglesia invisible. Sin embargo, la idea que a veces expone san Vicente sobre la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia es desconcertante.
San Vicente piensa que Jesucristo, al fundar la Iglesia, le dio unos principios de los que no puede prescindir en su andadura terrena, y concibe igualmente a la Iglesia encarnada en cada sociedad y condicionada por la cultura y la historia de cada época. No se extraña, por tanto, de que las circunstancias históricas arranquen a la Iglesia de un lugar o sean la señal de que Dios traslada la Iglesia de Europa a Asia o a Africa. La Iglesia de Cristo es una Iglesia en la tierra y en la historia «compuesta de elegidos y réprobos» (III, 37. 143. 167; XI, 243-246. 431). Aunque parece identificar Iglesia con Reino de Dios, no propugna una Iglesia espiritualista, para llevar únicamente las almas al cielo alejada del mundo y hasta rechazándole. La Iglesia de san Vicente se esfuerza en dar la felicidad a los hombres también aqui en la tierra, en lucha contra las injusticias y en tensión, como meta última ciertamente, hacia la escatología. Vicente de Paúl llegó a la conclusión de que la Iglesia no es verdadera si no es la Iglesia de los pobres y que, si no se evangeliza a los pobres, la Iglesia no es universal.
Fue un hereje calvinista quien se lo hizo comprender en 1620 en Montmirail y en pocas palabras: los pobres no son evangelizados «¿y quiere usted convencerme de que esto está bajo la dirección del Espíritu Santo?» (XI, 727). Como respuesta, san Vicente nos deja tres conclusiones en una frase: que la Iglesia es, ante todo, carismática -del Espíritu Santo-; que la señal que pone el Espíritu Santo para dar credibilidad a su Iglesia es la evangelización a los pobres; y que el Espíritu Santo ha instituido la Congregación de la Misión como una de esas señales: «iQué dicha para nosotros, los misioneros, poder demostrar que el Espíritu Santo guía a su Iglesia, trabajando como trabajamos por la instrucción y la santificación de los pobres!» (Xl, 730).
El Espíritu Santo guía a su Iglesia especialmente por medio de la jerarquía y de «los concilios canónicos y santas asambleas» que El preside (Xl, 431). Los sacerdotes ocupan un lugar preeminente en la esencia de la Iglesia. Su mala vida destruye Iglesia; de ahí que el Espíritu Santo se esfuerce en convertirlos y su acción en ellos sea abundante. ¡Qué dicha para la casa de San Lázaro poder dar Ejercicios a ordenandos!. «El Espíritu Santo desciende aquí continuamente» sobre los sacerdotes «atraídos por el movimiento del Espíritu Santo» (XI, 712. 714), exclamó en una conferencia a los misioneros. El Espíritu Santo ilumina y fortalece también «a cada uno de los fieles en particular». No se puede profundizar más en el pensamiento de san Vicente, ya que unas veces parece indicar que los fieles pertenecen a la iglesia y otras que son Iglesia.
La acción del Espíritu Santo en las personas
San Vicente califica a los misioneros y a las Hijas de la Caridad como eclesiales o sociales, según se mire desde dentro de la Iglesia o desde fuera: realizan una misión eclesial-social en favor de los pobres; lo llevan en sus entrañas: «No me basta con amar a Dios, si no lo ama mi prójimo» (XI, 553). Pues bien, el Espíritu Santo es el animador del misionero y de la Hermana (IV, 112; VIII, 167). Jesús ya había anunciado que sería el Espíritu del Padre el que hablaría por boca de los discípulos (Mt 10, 20). En la misma conferencia del 12 de diciembre de 1658, en la que explica la misión como esencia de la Congregación de la Misión, aclara que el misionero es persona individual que debe interiorizar su vida para vivir la santidad y, si no la alcanza, «des misionero?. No, falta a lo principal, que es su propia perfección» (XI, 385; cf. Mt 5, 48). A pesar de las debilidades, si uno se introduce en el interior de una persona, descubre «que es templo del Espíritu» (III, 584; cf. 1 Cor 3, 16s). El cristiano camina en seguimiento de Jesús y el misionero se compromete a continuar su misión, a representarle ante los pobres. Si le representa se compromete así mismo a asumir sus rasgos, «a imitar a nuestro Señor… a conformarse con El en su comportamiento, en sus acciones, sus tareas y en sus fines» (XI, 383). Esta imitación persona a persona es obra únicamente del Espíritu Santo. A El se los atribuye Vicente de Paúl: «El Espíritu Santo es el que ha dado las luces esparcidas por toda la tierra, que han iluminado a los santos, ofuscado a los malvados, disipado las dudas… y mostrado los caminos por donde la Iglesia en general y cada uno de los fieles en particular pueden caminar con toda seguridad» (XI, 431), «el Espíritu de la verdad os guiará hacia la verdad completa», dijo Jesús (Jn 16, 13).
San Vicente recalcaba que el Espíritu Santo mueve los corazones y arrastra a las virtudes (III, 472). Durante todo el seguimiento estamos guiados por el Espíritu del Señor. . A cada acción del Espíritu Santo hay que responder. Sin acción no hay respuesta y sin respuesta no hay vida de Dios. A las acciones del Espíritu Santo en el hombre, san Vicente las llama inspiraciones (VIII, 351; IX, 495. 567). Dos son los momentos cruciales de la acción del Espíritu Santo en el vicenciano: oración y desprendimiento. El Espíritu Santo asume la función trinitaria de iluminar el entendimiento y mover la voluntad. Hay que examinar bien si los fenómenos sobrehumanos de la contemplación son no inspiración del Espíritu Santo (suspiros), que son los únicos verdaderos. La oración veradera es un don del Espíritu Santo, su animador; y si no es presencia del espíritu Santo, sencillamente es vanagloria y pavoneo (XI, 780). San Vicente no considera aceptable la oración que no se refleja en la vida; conforme a la doctrina de la época, a una oración verdadera hay que exigirle conclusiones prácticas. El hombre de oración, llevado por el Espíritu Santo, se esfuerza, y lo recalca con atención, por alcanzar el desprendimiento (XI, 341).
La acción del Espíritu Santo como resumen de vida
Aunque sea pequeña la aportación que hace san Vicente sobre el Espíritu Santo a las páginas de sus obras completas, manifiesta, sin embargo, un convencimiento serio sobre la influencia de la tercera Persona en la misión de sus fundaciones, sobre la necesidad que del Espíritu Santo tienen las comunidades y cada uno de sus miembros. Sin añadir ninguna novedad a la doctrina espiritual corriente en aquellos años, hay que resaltar un párrafo de una carta, que escribió sólo diez meses antes de morir, sobre un tema tan importante como son los ejercicios a ordenandos, que se daban por primera vez en Roma. Encierra un resumen de la vida vicenciana: «Pero, como (los ejercicios)es obra del Espíritu Santo, es necesario que la compañía se vea animada por él y cada uno en particular se llene de su gracia. A eso hemos de tender. Hemos de obrar de manera que tengamos ese espíritu y que obremos según sus inspiraciones, para merecer la gracia de que él bendiga nuestras obras; si no, sería abusar de él» (VIII, 167).
II. Santa Luisa de Marillac
El Espíritu Santo viene a la vida de Luisa por un camino distinto del que tomó para llegar a san Vicente. La presencia del Espíritu Santo en su vida espiritual es una consecuencia de su vida humana, es fruto de una experiencia personal interna. por ello, cuando habla de El se refleja un tono personal íntimo, a veces psicológico, con una penetración ontológica en la esencia divina.
Pentecostés
Tampoco el Espíritu Santo ocupa el centro en la espiritualidad de Luisa de Marillac. Lo que le impresiona es la grandeza de la divinidad y, en una época extensa, por influencia de Vicente de Paúl, el seguimiento de Jesucristo. Pentecostés es una fecha que puntualmente se repite en la vida interna de santa Luisa. Comenzó en 1623, el 4 de junio. Ese día acabó la Noche de purificación mística que duraba dos años, y Dios le clarificó su destino: le comunicó el encuentro con un nuevo director, Vicente de Paúl, y le reveló un nuevo estado de vida, diferente del religioso y del seglar; pero sobre todo -y en este momento era lo más importante para ella- la tranquilizó en sus angustias. Da la sensación de que, de inmediato, esto fue lo único que quedó grabado en su alma. Nos causa extrañeza que Luisa no lo considerara una gracia del Espíritu Santo. Extraña más aún que en los autógrafos de esos años que, de una manera más vivencial pueden mostrarnos su vida interior, nada diga de esa Noche ni señale la gracia: el Acto de Protesta, la Oblación a la Virgen, el Reglamento de Vida y la primera carta; todos, escritos en los cinco años siguientes, no dejan translucir la más pequeña huella que indique una devoción singular al Espíritu Santo. Su presencia en la primera espiritualidad de Luisa es de paso, su vida es el abandono en Dios. Luisa es teocéntrica; años después, por influjo de Vicente de Paúl, se mezclará con la imitación de Jesucristo.
La gracia que recibió aquel día parece olvidada rápidamente y no volverá a recordarla en sus escritos hasta los años que van de 1642 a 1645. Nada escribe sobre ella en los Ejercicios de 1628 a 1631 (SL E 10, 23). En los Ejercicios de 1622, sobre la vida de Jesús, tiene que meditar el misterio de la Ascensión; qué menos que «perseverar en la espera del Espíritu Santo», pues desconoce «el momento de su venida», pero, y esto es su obsesión,»para abandonarse enteramente en Dios… y renunciar voluntariamente a todo para seguirle» (a Jesús) (SL E 22). Hasta 1642 ¡diecinueve años después! no aparece el Espíritu Santo, a pesar de escribir una carta la víspera de Pentecostés de 1640 (SL E 75, c. 127, 128). La víspera de Pentecostés de 1642 sucedió un accidente que la marcó profundamente: el suelo de una sala se desplomó segundos después de salir Luisa. Allí se iban a reunir señoras de las Caridades pertenecientes a lo más alto de la sociedad. Haberse suprimido la reunión fue una gracia que impidió muchas muertes, según san Vicente, y le impresionó tanto que mandó a Misioneros e Hijas de la Caridad dar gracias a Dios. Pero hasta tres años más tarde, Luisa no interpretó por escrito el significado que guardaba para ella la fiesta de Pentecostés.
Pentecostés sí fue una parte de su espiritualidad, pero no expresamente por la acción del Espíritu Santo, sino «por todas las gracias señaladas que Dios ha hecho a su Iglesia»; es decir: «Dios dio a Moisés la ley escrita y a la Iglesia su ley de amor» sobre todo, -y es la primera vez que podemos leerlo- porque puso, escribe, «en mi corazón una ley (su santo amor) que nunca ha salido de él, a pesar de todas mis maldades…, hace ya 22 años, y que me ha hecho tan feliz por ser de El en la manera gue sabe su caridad (san Vicente)» (SL c. 127, 128, 345). Hacia 1652 Luisa va acomodando conscientemente al Espíritu Santo en su espiritualidad, y va a marcar un camino para el tiempo en que espera su venida: desprenderse de todos los afectos terrenos, como una preparación para recibirlo.
La espera del Espíritu Santo
Luisa sintió muy a menudo la fuerza y la presencia del Espíritu Santo en la oración contemplativa y en el servicio de los pobres, pero la experiencia neumática no se la atribuye expresamente al Espíritu Santo sino a la divinidad, cuando la mística se considera obra directa del Espíritu de Dios. No obstante, indagaba la menor indicación del Espíritu para cumplir su voluntad, y se inquietaba cuando no la descubría. Siempre que meditaba el misterio de la Ascensión, llegaba a la certeza de la ignorancia sobre el momento de su venida. Tenía miedo a que llegara y no se diera cuenta. Este era el gran problema para Luisa: la espera. La espera requiere una preparación que comprende: una espera continua y atenta como María y los apóstoles; una espera constante y tranquila, sin angustias; un abandono total en Dios, y ponerse en estado de no resistencia. De las cuatro disposiciones la dominaban las dos últimas. Le preocupaban las disposiciones necesarias a su alma para que el Espíritu divino la pusiese «en disposición conveniente para hacer la santa voluntad de Dios, que debe ser su único deseo». Luisa resumió todas las disposiciones en una sola: no poner resistencia al Espíritu Santo, y descubrió en la no resistencia tres puntos: estar dispuesta a obedecerle; reconocerse verdaderamente pobre, impotente y necesitada, y estar «enteramente despegada de toda criatura y de Dios mismo, en cuanto a los sentidos…; desprenderse hasta de la presencia visible de Jesús». Así en una desnudez total el «ardor del amor consumirá los impedimentos a las operaciones divinas… y dará fuerza para obrar por encima de las potencias humanas». Es lo que llaman operaciones sobrehumanas, experimentadas siempre por los místicos. (SL E 871).
En mayo de 1657 Luisa hizo los Ejercicios Espirituales entre la Ascensión y Pentecostés. Aunque son pocos papeles en forma de resúmenes para que los leyera su director Vicente, se pueden considerar como el abecedario de su doctrina neumatológida y de su experiencia vital del Espíritu divino. Acaso más que en el Espíritu Santo se centra en la Trinidad. Escribe que toda la oración fue contemplativa y no discursiva. Estos Ejercicios muestran la espiritualidad de una mujer madura; su lenguaje es prieto y suelto, al mismo tiempo, es seco y florido algunas veces. Tiene frases de amor místico en un espíritu sereno y enamorado que medita en una mezcla equilibrada pensamientos de la escuela renanoflamenca y del vicencianismo. Aunque es una preparación para la venida del Espíritu Santo, medita en armonía sincera sobre la voluntad de Dios, Jesucristo y la acción del Espíritu de Dios en cada persona, en la Iglesia y en la Trinidad. El Espíritu Santo está continuamente presente en el pensamiento de Luisa, pero muy pocas veces habla con El. Le gusta más dirigirse a la divinidad o al Padre o a Jesús o a la Trinidad. El Espíritu Santo muy frecuentemente aparece tan sólo como un tercero en un diálogo entre dos. Sin embargo, insistentemente se habla de su presencia y de su acción. El lo invade todo, aunque parezca que se olvida de El. La razón de todas las páginas es su venida y su obra.
Recepción del Espíritu Santo
Los Ejercicios de 1657 son un tratadito sobre la recepción del Espíritu de Dios: impotencia de recibirlo si no se desprende de ella misma; daños que se siguen de ello; medios o disposiciones necesarios para recibirlo, y señales indicadoras de haber participado y haberlo recibido.
Luisa domina la teología tradicional. El bautismo nos incorpora a la Iglesia y a Jesucristo. Para poder vivir como cristianas, además de las virtudes, en el bautismo se nos infunden los dones. Pero es el Espíritu divino quien tiene la misión trinitaria de activar los dones; si los dones no se activan, la vida humana es un desorden, como ella lo ha experimentado. No se contenta con meditar la acción del Espíritu, se detiene en El. Lo considera como una gracia y donación de la divina Persona a los hombres. El hombre, al recibir este «fuego ardiente del divino amor», queda herido en una contemplación mísitica: «¿Hay algo más excelente en el cielo y en la tierra que este tesoro? ¿Cómo vivir irracionalmente después de haberse entregado toda entera para prepararse a este bien infinito? ¿No debería yo desear morir, ¡oh Dios mío!, al recibirlo? Vivir tanto como Tú quieras, pero de tu vida que es toda de amor. ¡Que no pueda derramarme desde este mundo en el océano de tu Ser divino!. Al menos, ¡si fuera tan dichosa de recibirlo! ¡Cómo tengo que desearlo, y de todo corazón! No más vida que para ir por este camino; no más satisfacción que la de amar y querer tu beneplácito» (SL E 98).
Luisa de Marillac estaba dotada de un entendimiento que penetraba con facilidad en la metafísica de las esencias. Se siente cómoda examinando el papel del Espíritu en la esencia divina -no dice Trinidad, aunque se refiere a ella-. Construye una armonía de unión entre el Espíritu de Dios y el espíritu humano. «La divinidad no puede ser honrada plenamente en toda la eternidad más que por su misma gloria». Con su estilo característico de saltar de una idea a otra sin explicarla, afirma que es el Espíritu Santo quien causa esa gloria que honra a Dios plenamente, ya que es «la perfecta unión de los Tres en la unidad». Para Luisa la máxima perfección de Dios consiste en su simplicidad y en su amor. De ellas recibe su mayor honor. Simplicidad y amor que la teología tradicional atribuye al Espíritu Santo, como causa de las operaciones ad intra. Esta simplicidad se proyecta en el espíritu humano, siguiendo el agustinismo de la época. Construye un raciocinio perfecto: En el estado de justicia-santidad original el hombre estaba totalmente ordenado con su sicología unida en las potencias. En esta unidad el hombre daba a Dios una gloria análoga a la que Dios se da a sí mismo. Con el pecado el hombre rompió su unidad sicológica, y roto y desordenado se hizo impotente para glorificar a Dios. El Espíritu Santo restituye al hombre, en cierto modo, al primer estado de unidad interior. Se apoya, para explicarlo, en el ejemplarismo agustiniano: el hombre creado a imagen de Dios es un reflejo de la Trinidad en «sus tres excelentes facultades de las que dos están referidas a la tercera que es la voluntad». Cada Persona divina actúa en cada una de las facultades. El Espíritu Santo opera en la voluntad para que las otras dos obren unidas a ella «perfectamente, de modo que no exista en el alma ningún desarreglo, lo que la devolvería siempre a la excelencia de su primer estado en la creación, haciéndola partícipe de aquella gloria primera, que honra la gloria eterna de Díos, después de la gloriosa redención del pecado» (SL E 98). Es una premisa lógica al punto central de toda su espiritualidad: «que el designio de la Santa Trinidad era que el Verbo se encarnase desde la creación del hombre, para hacerle llegar a la excelencia del ser que Dios quería dar por la unión eterna que quería tener con él, como la más admirable de sus operaciones exteriores».
Con una peculiaridad de su estilo, de no atenerse al esquema fijado, sino escribir según le vienen las ideas a la mente, escribe sobre la Iglesia y el testimonio que de Jesús daría el Espíritu Santo. Al razonar manifiesta su pensamiento nórdico: la trinidad sobrepasa la distinción de personas, recogiéndose en la unidad de su naturaleza; por ello, aunque sabe distinguir la doctrina, su lenguaje suena a identidad entre Dios, Padre y Trinidad.
En 1648 Luisa concibe la Iglesia como plenamente constituida por Cristo y a ella es enviado el Espíritu Santo por el Padre y el Hijo. Es el concepto de Iglesia que había explicado Belarmino. La labor del Espíritu Santo parece que se reduce a iluminar y a fortalecer a los apóstoles en el anuncio del Evangelio: «Les hacía decir y enseñar con eficacia la grandeza y el amor de Dios» (Conf. del 31 de mayo de 1648). Nueve años más tarde ve sin acabar la fundación de la Iglesia que había iniciado Jesucristo. Cristo comenzó la fundación y la Trinidad la acabará, primero consolidando la certeza de las verdades que el Verbo encarnado había enseñado; segundo, dándole el poder de obrar maravillas para que penetre en las almas el testimonio verdadero que deben dar del Verbo; y tercero, la santificaba por los méritos del Verbo encarnado.
Ni a lo largo de la historia la Iglesia está terminada. El Espíritu continúa la labor del establecimiento de la Iglesia, asumiendo las funciones de Jesucristo. Ésta es otra nota de la evolución de su pensamiento. En 1648 el Espíritu empuja hacia Dios, en 1657 el Espíritu asume la misma misión de Jesucristo: «El Espíritu Santo, por su amor unitivo, se le asociaba (al Verbo encarnado) para producir los mismos efectos de su delegación, dando testimonio a los hombres de la verdad de su divinidad y de hombre perfecto». Luisa de Marillac comprende bien que el Espíritu Santo no anula al Hijo. Le presenta con la función de prolongar la presencia y la acción de Jesús en el mundo, como la extensión de la persona de Jesús y de su presencia entre nosotros. Sin saberlo aplica la idea de San Ireneo, de que Jesús y el Espíritu Santo son las dos manos del Padre en la tierra. El Espíritu divino lleva a plenitud la obra de Cristo para que los hombres vivan como «hombres racionales», liando también ellos testimonio de Jesús con «obras perfectas de verdaderos cristianos», gracias a la fuerza del Espíritu. Los cristianos, guiados por el Espíritu de Dios, se sienten obligados a construir la Iglesia en la que brille la presencia de Jesucristo resucitado.
Comunidad y pobres
Tanto en la visión de la comunidad como de los pobres, Luisa sigue las enseñanzas y las mismas comparaciones de Vicente de Paúl, su director y superior: las Hijas de la Caridad deben vivir unidas a imitación de la Trinidad, Como enseñaba el santo; el Espíritu, que es amor, hace la unión de las Hermanas como realiza la unión en la Trinidad (SL E 53). Entregada sin descanso a los pobres, no es frecuente en ella unir la acción del Espiritu con el servicio a los pobres, pero tampoco lo ignora, pues el Espíritu Santo viene a ella «para ser más fiel que nunca a Dios en el servicio que debe a los pobres».
Conclusión
Santa Luisa de Marillac fue una contemplativa excepcional que experimentó la acción y la presencia del Espíritu Santo en muchos momentos de la oración a lo largo de su vida hasta llegar al Desposorio místico (SL E 16). En los primeros años, sin embargo, arrebatada por la divinidad, su espiritualidad se centra en ésta y no en el Espíritu de Dios. Es en los últimos años de su vida cuando descubre o, mejor, reconoce la acción del Espíritu Santo en su contemplación y en su vida y le dedica momentos largos de su vida y, como para pagar una deuda, páginas hermosas en ideas y sentimientos.
Bibliografía
Fuentes y biografía: ver los artículos Vicente de Paúl y Luisa de Marillac.
Estudios: G. COLUCCIA, Espiritualidad vicenciana, espiritualidad de la acción, CEME, Salamanca 1979.- C. J. DELGADO, Luisa de Marillac y la Iglesia, CEME, Salamanca 1982.- B. MARTINEZ, La señorita Le Gras y santa Luisa de Marillac, CEME, Salamanca 1991.- ANALES, 99 (abril-junio 1991).- CLAPVI, 71(abril-mayo-junio) 1991.- P. A. FANZANA y A. VERNASCHI, en ANNALI, 96 (gennaio-giugno 1989) 47-78.- R. P. MALONEY, El camino de Vicente de Paúl, CEME, Salamanca 1993.- H. MCEHLEN, El Espíritu Santo en la Iglesia, Secretariado trinitario, Salamanca 1974.- K. RAHNER, Experiencia del Espíritu, Narcea, Madrid 1978.- Y.-M. CONGAR, El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1983.- F.-X. DURRWELL, El Espíritu Santo en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1986.- L. BOFF, La Trinidad, la sociedad y la liberación, Paulinas, Madrid 1987.
1 Comments on “Espiritualidad vicenciana: Espíritu Santo”
Quiero agradecer el trabajo a Chento y los vicencianos que trabajan esta web VICENCIANA.
Con cierta frecuencia acudo a esta página para la lectura y reflexión sobre los temas expuestos, así como para el trabajo de temas determinados que trabajamos en Comunidad.
Gracias por vuestra tarea y ¡adelante!
sor Carmen.