5. El problema del Edipo
1. Entrada de Vicente de Paúl en París.- 2. El complejo de Edipo eternizado.- 3. Padre e hijo.- 4. Carta a su madre.- 5. Regresión.- 6. Las cartas traicioneras.- 7. Introversión.- 8. El caso del señor Vicente.- 9- Castas fantasías.- 10. Triunfo sobre el rival.- 11. Consecuencia del ascetismo.- 12. Visita a la casa paterna.- 13. Insólita rudeza con los suyos.- 14. Las reglas de hermandad y los parientes.- 15. Riesgos de la relación con los suyos.- 16. San Lázaro y los parientes de los lazaristas.- 17. Comportamiento de Vicente con sus parientes.- 18. El sobrino bienvenido, no el de señor Vicente; amigos.- 19. Benefactores de la familia del señor Vicente.- 20. La Fronda en el país natal de Vicente de Paúl.- 21. Pariente en las galeras.- 22. La familia y el interés del ego.- 23. Juicio del comportamiento de San Vicente.- 24. El señor Vicente hace su propia defensa.- 25. El señor Duval tiene la palabra.- 26. Apelación a la Biblia: el problema de la salvación.- 27. El complejo de Saúl.- 28. La pobreza: ideal cómplice.- 29. ¿Cinismo o lógica?.- 30. El ejemplo de otros ascetas.- 31. La excepción confirma la regla.- 32. El señor Almerás.- 33. El padre que perturba el principio del señor Vicente.- 34. La carrera del señor Almerás.- 35. Escena dramática del último acto en la vida de San Vicente.- 36. El elegido.- 37. «Nada grandioso sin pasión»: sadismo y dinamismo.
1. Entrada de Vicente de Paúl en París. Enrique IV, con el propósito de romper el férreo cerco con que la casa de Austria rodeaba a Francia –proyecto que debía realizarse solamente con las proezas de Luis XIV.-mantenía en Roma a varios representantes. Éstos debían llevar a cabo una alianza entre Francia y diversas potencia europeas, habiéndose unido católicos y protestantes. El señor Montorio no se preocupaba de proveer una ayuda a Vicente, ni éste de volver a las Landas para pagar prontamente a sus acreedores. Vemos, entonces, a Vicente marchar a París. Que su llegada a la capital sea como mensajero de la alta política, enviado por el Papa ante Enrique IV, no es más que una leyenda, sin ningún documento que la defienda. Por otra parte el señor Vicente permaneció, hasta bastante tiempo después de instalarse en la capital, sin protector ni empleo. Había llegado a París en 1608, y en 1610 envía una carta a su madre con la esperanza de «aprovechar la circunstancia de mi ascenso (que mis desgracias me han privado)», como él escribe. Molesto por no poder devolverle a su madre los servicios que le debe, espera que Dios le concederá la oportunidad, continúa él, de hacer «un honesto retiro para estar el resto de mis días cerca de usted». Pasado el tiempo, veremos qué final tendrá esta fidelidad filial a la madre.
El complejo de Edipo eternizado. El complejo de Edipo, hace constar Freíd, no es exclusivo de los ascetas, sino que todo individuo normal tiene, o ha tenido, este complejo, amor incestuoso hacia su madre, odio mortal hacia el padre y viceversa. En lugar de «amor incestuoso», se debería decir «amor instintivo»: no se pueden tomar los movimientos inconscientes del alma del niño en sentido criminal. Este amor es producto de la naturaleza, una inclinación instintiva, como la de un perro que se encariña con su ama, o la de una perra hacia su amo, de una veneración, que nos muestra que hasta la naturaleza sabe ser platónica. Los animales pueden tener complejos. En efecto, en lugar del padre o de la madre del niño, usted puede poner -en el sentido de «Edipo»- a toda persona del otro sexo que se entregaría al niño, por instinto amoroso, como lo hacen los padres.- Sea como sea, si las excepciones confirman la regla, es por su misma normalidad, como hay que colocar a Vicente bajo la ley del complejo de Edipo. Hemos visto la aversión del niño hacia su padre. Su normalidad le permitirá, llegado el tiempo, la transformación de este complejo en otras perspectivas.
Los complejos de la infancia –constata la psicología- se perpetúan solamente a medida que son alimentados en el curso de la vida; el tiempo cura las heridas. En su aspecto negativo, el complejo de Edipo del señor Vicente debería presentar sus efectos durante toda la vida. Se debe a que el padre fue suplantado por todo un sistema, este ascetismo impuesto a su vida y aceptado, finalmente, únicamente por su consciente. El amor de la madre será borrado: el sistema que ella ha representado le dictará a continuación, bajo la forma de la Mujer, otros conflictos.
Padre e hijo. Bajo el rechazo del hijo a aceptar, a la muerte de Depaul-padre, el legado favorable, se oculta el deseo inconsciente de romper los lazos con la familia. Esta intención se abre paso de nuevo en el hecho de que, en la fecha del contrato de asociación, llevado a cabo entre el señor Vicente y los primeros miembros de su compañía, dona toda su herencia paterna a sus parientes, así como una cantidad de dinero que le debían. –Este suceso nos permite un paréntesis: evidentemente he ahí un testimonio, el único positivo, que el señor Vicente ha pagado también sus famosas deudas en 1605. El antiguo estudiante, al mismo tiempo que salda la deuda con la casa paterna, se libra de ella. El voto de pobreza de los Misioneros no les privaba de la herencia de los padres (8). Vicente no busca sólo favorecer a los suyos, a lo cual está obligado. Inconscientemente, también está interesado en que sus cohermanos tampoco se aprovechen en el futuro de los frutos de su situación, que pagó con sangre de su corazón.
Carta a su madre. Hemos mencionado la carta que Vicente envió a su madre desde París, en la que expresaba su esperanza de pasar el resto de su vida junto a ella. Esta carta estaba dictada por los inconvenientes anteriores, aunque ya disipados en la actualidad, puesto que venía de ser nombrado capellán en la corte. Algunos biógrafos pretenden que se encontraba sin empleo después de la redacción de la carta –opinión sin fundamento. «Algunos días después de haber escrito esta carta, la reina Margarita permitía a Vicente ocupar un puesto entre sus consejeros y capellanes», conjetura el padre Coste en su vida del señor Vicente. En la publicación de los documentos relacionados con el santo, sin embargo, ha admitido el año 1609 como fecha de la entrada del señor Vicente en la corte; la carta dirigida a la madre tiene fecha de 1610. Abelly refiere la colocación de Vicente cerca de la reina, anterior a otros sucesos (1609). La carta a la madre silencia este primer éxito. –Tres meses más tarde Vicente consiguió el cargo eclesiástico tan ansiado para provecho de su madre: era muy insignificante. También estaba convencido de que no era la madre quien se debería aprovechar.
Regresión. Otras estrellas llenarán el horizonte de Vicente. Pero si él tenía, «reprobado ante Dios y ante los hombres», el sentimiento de ser «un miserable pecador», si no se había complacido en este sentimiento, es porque su subconsciente conservaba el recuerdo de la madre, portador del más puro placer presexual, prenda de una felicidad en el futuro. Finalmente, ¿acaso todo amor no es más que el reflejo de la unión de la creación?
En su infancia, Vicente había venerado a la Virgen celestial en su madre: es a la madre, como sistema, a quien iba a venerar, sublimándola, el hombre en la Santa Virgen. Ella, digno polo de las mejores aspiraciones humanas, se presenta como símbolo expresivo de la fuente suprema de la creación.
Los biógrafos recalcan la devoción de Vicente hacia María: es París y Berulle, su primer director, quienes dan forma a esta devoción del hombre convertido.
La madre celestial, siendo frecuentemente el símbolo de la madre del mismo asceta, tendencia regresiva que es, según los psicoanalistas, un trabajo esencial del ascetismo.
Schjelderup pone el ejemplo de San Fracisco de Sales quien, en la búsqueda de una imagen, que pudiera explicar el deseo del alma por encontrarse en la presencia de Dios, pinta al niño en el seno de su madre: «El niño se abraza de tal forma que nos hace creer que el niño, todo él, quiere penetrar en el seno materno o absorberlo todo en sí mismo». Este mismo deseo del subconsciente de encontrarse en el seno de la madre, se refleja en las palabras que dirige el señor Vicente a las Hijas de la Caridad: «¿Nunca han visto a una madre toda legañosa, con un feo rostro, tener a su hijo en brazos? Si la reina lo quiere tomar, él se negará. El niño se agarra al seno de su madre, por más fea que sea… Véanlo, Dios y la naturaleza le enseñan que tiene más agradecimiento a su madre, que a todas las reinas del mundo, porque recibió su vida de ella. He ahí por qué no encuentra nada tan bello, y tiene razón, porque ella es su madre bien amada y su bienhechora». Traicionando una dulce infancia junto a su madre bien amada, Vicente se coloca en esta comparación, muy gustoso, bajo la influencia de Francisco de Sales, a quien acaba de citar unos días antes: «El bienaventurado obispo… me decía un día: Vea usted, señor, cómo un niño encuentra a su madre más agradable y su leche mejor que la de ninguna otra, aunque sea deforme, contrahecha y muy fea, con todo eso la quiere más, porque es su madre, que si fuera la reina».
La Santa Virgen enmascara, ya lo hemos visto, todavía algo más, además de la felicidad perdida del niño al adulto, que ve allí, esta vez conscientemente, el símbolo de la auténtica mujer, prohibida para él en las presentes circunstancias. Esta mujer Vicente la encuentra más de una vez. Con mucha más razón, la reina celestial, completando el papel de un doble símbolo, podemos decir que ella es la racionalización de una intuición de unidad, que parece trascendental, de la cual la madre y el hijo, o dos seres que se aman, no son más que encarnaciones.
6. Las cartas traicioneras. Las dos cartas de aventuras de Vicente constituyen la verdadera «traición» de su subconsciente. Solamente el tono de sinceridad testifica que se trata, probablemente sobre la base de alguna carta proveniente de Turquía, de un acto de introversión y de autismo, consecuencia de complejos. El mentiroso, el fabulador incluso, están en su subconsciente convencidos del derecho que tiene el individuo a exigir la rectificación de su suerte, que no le reconoce el valor de su ego. Ahí está la consecuencia de la fe egocéntrica. «El poeta se comporta, dice Freíd, como un niño que juega: toma su mundo imaginario muy en serio, lo abastece de valores afectivos, al mismo tiempo que lo diferencia claramente del mundo real». El mentiroso infantil o fantasioso no se preocupa mucho por tal diferencia, interesándole más el principio de placer, que el principio de realidad. Una «lógica del sentimiento» garantiza la sinceridad del acento. En cuanto a «los bellos trucos geométricos» de la segunda carta fabuladora de Vicente, recordemos que le ciencia faltaba casi completamente en esta época. Después San Vicente se mostrará en posesión de un sano juicio extraordinario, a pesar de que se dejó seducir, en su juventud, por especulaciones de magia y alquimia.
7.Introversión. La escuela psicoanalítica ve al ascetismo eliminar la ‘libido’ –mejor dicho el ‘élan vital’ según los sucesores de Freíd- de sus complementos naturales, para dirigirse en lo sucesivo, una parte hacia atrás, por regresión, hacia formas infantiles de satisfacción de los instintos, y otra parte hacia el interior, concentrándose en su ego, y con una sobreacentuación de la actividad de la fantasía egocéntrica, por una introversión conciliadora. Las cartas de Vicente sobre Túnez, quien todavía no es asceta, pero cuyo instinto de poner en valor al ego soporta el infortunio, contienen, entre otros ejemplos, los de introversión.
Dice reíd: es más bien el insatisfecho quien sueña, no el hombre feliz. Los deseos insatisfechos son origen de fantasías, y cada una de éstas es la realización de un deseo, una corrección de la realidad poco sonriente. Es fácil encontrar dos tendencias generales de los deseos motores: la ambición y el amor, muy frecuentemente, se confunden los dos. El acto psicológico se adhiere a una impresión actual en el presente, que puede despertar uno de los grandes deseos del sujeto; y partiendo de este punto, recurre a un recuerdo, ordinariamente infantil, en el que este deseo era satisfecho, para crear, en adelante, una situación que se relaciona con el futuro. El poeta tiene su héroe, el cual ocupa el centro de interés. El autor intenta atraerse las simpatías del lector, y parece protegido por una providencia especial. En esta señal tramposa, se reconoce sin dificultad su majestad el ego, héroe de toda fantasía, como de toda novela. Aún existen otros rasgos especiales de estos relatos egocéntricos, que revelan los mismos orígenes. Cuando todas las mujeres de la novela se enamoran del héroe, apenas si hay ahí un reflejo de la realidad; ni tampoco cuando los otros personajes de la novela se dividen, de una manera muy acentuada, en buenos y malos, es decir: en amigos y enemigos o rivales del héroe: del yo-mismo. Goethe, curándose con sus Werther, de sus penas de amor, nos ofrece el ejemplo clásico del poder de un acto enmascarado de psicoanálisis primitivo. La ensoñación ya lo manifiesta, así como la mentira presuntuosa, que tiene como objetivo rehabilitar el ego rebajado por la realidad.
El caso del señor Vicente. El instinto del ego y el amor sexual se encuentran también como motores de las cartas fabuladores de Vicente. Su concepción salta a los ojos. El suceso reciente, que había halagado la ambición del soñador, fue la abjuración del ministro Guillermo Gautier, Vicente mediador, encomendándose al vice-legado Montorio en Aviñón. Surgieron vagos recuerdos amorosos, algunas jovencitas de su pubertad. Un recuerdo de la infancia que satisfizo los deseos ambiciosos, fue el tiempo de los estudios, con todo un grupo de protectores. Sin embargo, esclavitud para Vicente, a quien se le empujó a elegir una carrera no de su agrado.
Algunos pequeños detalles: el anciano turco se encuentra en la búsqueda de la piedra filosofal. Es el propio inconsciente de nuestro intelectual meridional, quien estaba en ello: al final, para no fracasar. Vicente cautivo, trabaja con la azada, como sus hermanos lo habían hecho en los campos de su padre. En el nombre de la inviolabilidad del héroe, los amos que Vicente encuentra son «muy humanos y tratables». No existe, hasta Cervantes, quien no conceda a su héroe, el soldado Saavedra, siempre una buena suerte, mientras que él mismo se exasperaba realmente, en inútiles tentativas de huída, siendo torturado por no haber denunciado a sus compañeros. –Continúa el sueño del futuro de Vicente, sueño convertido en obsesión: un cargo eclesiástico. Cargo eclesiástico de fantasía, no respondiendo la realidad a esta corrección de su brutalidad.
Castas fantasías. En cuanto a las mujeres de la carta, la «buena mujer anciana de Toulouse», de la que Vicente habría heredado, sin duda no era una señora Warens, ni una señora Chatelet, fuera ella real o no. Abelly puede concluir de la primera carta de Vicente que la mujer «había tenido aprecio por la virtud». Aunque los dos años de eclipse no hayan transcurrido en una isla de rosas, sino en especulaciones tanto prácticas como quiméricas –de nuevo la introspección- conocemos la franqueza abstracta con la que Vicente confiesa sus pecados. La rutina se mezcla con la convicción en las palabras de este director de almas, «el miserable pecador de este mundo». Si las Hijas de la Caridad tienen motivo de dudar, dice, ¿qué motivos tendrá él? etc. O bien recurre a los consejos de San Basilio: «Se trata de olvidar la vida pasada, dice a los sacerdotes, de otro modo uno pensará en los devaneos que tuvo, o en los cariños que ha tenido… Hay que olvidar, pues, los malos pasos, para renunciar muy bien a todas las peligrosa trampas de la pobre juventud». Vicente se humilla por todas las viles acciones del pasado: «¡Oh Señor!, ayúdanos a arrancar… de la memoria el recuerdo de las personas, que uno ha conocido con demasiada familiaridad» etc. La idea flotante de la esclavitud se presta, una vez más, en las cartas de la cautividad, a la interpretación popular de la esclavitud bajo el pecado.
«Dios realiza siempre en mí una creencia de liberación», leemos en la carta, «por las continuas oraciones que yo le dirigía, también a la Santa Virgen María, por cuya sola intercesión creo firmemente haber sido liberado». El recuerdo de una madre cuya diligencia sin recompensa se personifica en la diosa de los cielos, se ha convertido en el ángel guardián del hijo.
Sin duda Vicente encontró la carne, pero no encontró la mujer para él y digna de él.
El subconsciente de Vicente también le inspira fantasías castas en la carta tunecina, como son las del Goethe de los «renunciantes» o de «Ifigenia», no alcanzando aún el amor de la Señora von Stein. –El tono de una carta dirigida a un benefactor debe ser ciertamente irreprochable. Pero ¿qué decir de la mujer turca del renegado? Aunque ella fuera tocada por la gracia y, como resultado de su intervención a favor de la libertad de su esclavo y de la salvación de su marido, poco merecedor de la condenación eterna, reservada a un alma infiel, su hechizo desaparece completamente. ¡Olvido ingrato del cuentista! He ahí un rasgo que recuerda las alucinaciones que sufre un joven, por ejemplo la alucinación de la mujer, fragmentaria como consecuencia de la castidad del sujeto, fenómeno éste constatado por el psicoanálisis. La Turca representa, en la imaginación del fabulador, la idea flotante del amor sexual y presexual a la vez: no carece tampoco de rasgos de la madre de Vicente, ésta también olvidada por mucho tiempo.
Triunfo sobre el rival. En su carta, en la persona del renegado, le interesa a Vicente triunfar sobre el padre, transformado en símbolo de todo lo que entorpece el desarrollo de su vida instintiva. He ahí el complejo de Edipo, aún no curado. – El éxito del fabulador en el mundo de las mujeres no ha sido total: ni en la carta tampoco. No obstante, no le deja al renegado más que una de las tres mujeres, en tanto que hace que las otras dos se interesen por el cautivo. Una de ellas, greco-cristiana, mujer culta, «lo amaba en gran manera»; la otra, ya lo sabemos, lo libera de la esclavitud. «Como tenía curiosidad por conocer nuestra forma de vida, cuenta Vicente, venía a verme todos los días al campo donde yo trabajaba y después me pedía, que cantar alabanzas a mi Dios…en lo que sentía tanto placer, que me maravillaba grandemente. No dejó de decirle a su marido, por la tarde, que se había equivocado al abandonar su religión, que le parecía extraordinariamente buena, por algunos cánticos que yo había cantado en su presencia; en lo cual, decía, había sentido un placer tan divino, que no creía que el paraíso de sus padres y el que ella esperaba, fuera tan glorioso, ni acompañado de tanta alegría, como el placer que sintió mientras yo alababa a mi Dios… Su marido me dijo por la mañana…» etc. Así era de fácil. Es ella quien le dice a su esclavo, reconociendo su triunfo: la felicidad del paraíso, perdido para este sacerdote, que lo es a su pesar, desaparece en comparación con la gloria celestial. –Ingenuamente, este cuento de hadas parece otorgar a la generosa mujer, al menos, el paraíso de sus padres.
La carta se permite la posesión espiritual de las mujeres del renegado. En su persona, Vicente golpea este sistema «padre», que abarca hasta en los Comet, toda esta sociedad envidiable, que se le concedía, a él, más que el ascetismo. El triunfo es perfecto: separación del renegado de sus mujeres, su enclaustramiento en «el austero convento de los Fate ben Fratelli, y a mí… algún cargo provechoso», concluye el fabulador. He ahí la expiación por haber hecho a Vicente hombre de Iglesia, el desquite que se toma contra aquellos de los que no había podido ser el amigo, sino solamente el protegido. –La dulce figura femenina que domina la carta, encarnación de todos los mejores recuerdos y sueños de Vicente, termina por pertenecerle toda a él, transformándose en la Santa Virgen intercediendo por el cautivo –ella, símbolo de la felicidad de los hombres, del contacto de la personalidad con el valor semi-trascendental. Si no es prudente jugar con el fuego, Vicente lo hace con el fuego del alma: presagia ya el sortilegio platónico del amor de su propia edad madura.
Consecuencia del ascetismo. El ascetismo puede ser la sobrecompensación de una vida instintiva muy acentuada. Sin embargo hay que darse cuenta del hecho de que, el ascetismo de Vicente, originalmente, no estaba en su elección. Pero también es cierto que su ascetismo, con todo y transformándose en la rehabilitación heroica de su instinto del ego, no ha dejado a veces, de impregnar de sadismo sus relaciones con el mundo, como veremos a continuación.
Visita a la casa paterna. El complejo de Edipo será la causa que separará a Vicente de su familia. –La figura de la madre ha perdido rápidamente su encanto particular: a él no le queda más que la cristalización de una fe egocéntrica en sí mismo, racionalización y des-sublimación de una fe concebida intuitivamente, cuyo objeto se llama Dios. Su familia apenas si le falta a Vicente. La única visita que hizo a su casa, después de largos años de ausencia, en 1623, muestra todavía un corazón accesible.
Realiza esta visita después de haber tenido la aprobación de algunos consejeros; no se hospeda con los suyos, sino en la casa cural. Esto podría extrañar, pero ésta era la costumbre entre los eclesiásticos en viaje. Vicente mismo nos cuenta su encuentro con los suyos: «Habiendo pasado ocho o diez días con ellos para informarme sobre el estado de su salud y alejarlos del deseo de acaparar bienes, hasta decirles que no esperaran nada de mí y que aunque tuviera cofres de oro y de plata, no les daría nada, porque un eclesiástico que posea algo, se lo debe a Dios y a los pobres; el día que me fui tuve tanto dolor de dejar a mis pobres padres, que no paré de llorar a lo largo del camino y casi lloré sin parar. A estas lágrimas sucedió la idea de ayudarlos y llevarlos a una mejor vida, de dar a uno esto, a éste otra cosa. Mi corazón enternecido les distribuía lo que yo tenía y lo que no… Estuve tres meses en esta pasión inoportuna de promover a mis hermanos y hermanas; era el peso continuo de mi pobre espíritu». Pero termina así: «En medio de todo esto, cuando estaba un poco libre, pedía a Dios que le fuera grato librarme de esta tentación, y tanto se lo pedí que, finalmente, se apiadó de mí; me quitó estos cariños con mis parientes; y aunque hayan estado pidiendo limosna y aún estén mendigando, Dios me concedió la gracia de encomendarlos a su providencia y de considerarlos más felices que si estuvieran bien acomodados». –Fin del acto «la madre» en el drama de la vida del señor Vicente. Pero la cura de este dolor, que le causó la miseria de los suyos, no fue, pues, más que el fruto del olvido, fianza transitoria del equilibrio interior. No sorprende que de esto nazca un complejo psíquico. Solapadamente esperará su tiempo en los recovecos del alma. No tardará en reventar bajo la forma del complejo denominado de Saúl, llevándolo a la persecución de aquello que el subconsciente más aprecia.
Insólita rudeza con los suyos. Alejándose de la familia, Vicente dejó la santa pobreza como herencia para sus hijos. –Algunos biógrafos(43) se asombran de la brusquedad que muestra, por ej. durante el infortunio de las guerras hacia sus parientes en el desamparo- un santo que, al mismo tiempo, fue reconocido como «el padre de la patria». Parece que la madre –se concluye- no vivió mucho tiempo después de la visita cuasi canónica del hijo. Esto atenuaría un poco la impresión de dureza de este último. – Es bajo la presión del complejo de Saúl como Vicente va a sistematizar su actitud negativa hacia los suyos.
Las reglas de hermandad y los parientes. Las reglas de las dos congregaciones del señor Vicente, estrictas respecto a los parientes, eran un poco menos cuando se trataba de la madre. Se le permitía a un sacerdote ir a socorrer a su madre, en estado de extrema necesidad, como última vez y bajo la condición de volver lo más pronto posible. Un sacerdote puede recibir a su madre en su casa para alimentarla con sus bienes particulares, si los tiene. –Sólo «el afecto inmoderado hacia los parientes» es desaprobado por la regla de la comunidad. ¡Cuántas veces, siguiendo a San Agustín, se ha recurrido en la Iglesia a la diferencia que existe entre el amor ordenado y el amor desordenado! El doctor angélico insiste en el amor sin deseo, el amor de amistad, y el antiguo libro La imitación de Cristo hasta ruega a Dios para que nos libre de las malas pasiones y los afectos desordenados. –El superior de los lazaristas declara: «Los cánones dicen que los padres y las madres que se encuentran en necesidad extrema, tienen derecho a reclamar a sus hijos… para que les socorran y los hijos hasta pueden abandonar la congregación, después de pedir el permiso… que lo obtengan o no… ellos pueden pues… ir a asistirlos y después volver». Pero el señor Vicente reconoce que, a menudo, los padres fingen necesitar a los hijos: «…No es la necesidad presente lo que les presiona, sino el temor del futuro, porque no tienen confianza en Dios». Un lazarista había solicitado la asistencia para su anciano padre: le fue permitido abandonar la Compañía. «Es así como se deben amar», enseñan (desde 1624) las Meditaciones del padre Busée, recomendadas por el señor Vicente a sus hijos espirituales, «moderar sus pasiones, dominar sus sentidos desordenados, abrazar todo lo que hay de despreciable y de penoso,- en esto consiste la voluntad de Dios». –En resumen, dice Vicente, quien dice un misionero… dice un hombre que no tiene apego a otra cosa más que a lo que le une a Dios más íntimamente». –»Jamás en su enfermedad», se expresa un misionero haciendo el elogio de un cohermano muerto en el espíritu de la compañía, «no me habló ni del padre, ni de la madre, ni de su hermana, ni de su Patria, pues estaba despegado de sus parientes y de su país». En todas partes el señor Vicente advierte a sus hijos del «afecto desordenado» hacia los padres y de las tentaciones para ir a visitarlos.
Riesgos de las visitas frecuentes de los suyos. El santo, pues, tiene experiencias descorazonadoras: » Forman parte de los intereses de la familia», dice de los miembros de la compañía que han perdido su vocación por visitar a sus padres, «en sus sentimientos de adversidad o de prosperidad, en sus inútiles dolores o en sus vanas alegrías; y ahí se han enredado, como una mosca que ha caído en los hilos de la araña, de donde no puede librarse». En los primeros años de la congregación una Hija de la Caridad fue autorizada para asistir a la boda de su hermano, lo cual dio motivo al superior de arrepentirse de dar el permiso. Podía alegar como ejemplo a varios sacerdotes, que la congregación perdió al principio, por la tolerancia al permitirles ir con los suyos. Habiendo ido a visitar a sus padres, «habían vuelto totalmente cambiados y transformados en inútiles para la sociedad». Para apartarlos de esta intención, su padre les dice con toda elegancia, que desconfíen de las quejas de los parientes. «… se le ha dicho», escribe a un lazarista ansioso por ir a visitar a su familia, «que una de sus hermanas apostató de la fe, lo cual me afectó mucho: pero no me explico cómo sucede esto, pues me cuesta trabajo creer que ocurrió así, y temo que el enemigo de la paz de su alma haya inspirado este pensamiento a aquellos que desean verle en su país, para convencerle de que vaya… Sí, pero me dirá usted, quizá yo haga volver a esta querida hermana al seno de la Iglesia. Usted tiene razón, señor, al decir ‘quizá’, porque usted tiene motivos para dudar y pensando sacar provecho usted mismo, pueda ser, que se haga daño a usted mismo. Nuestro Señor veía a sus padres en Nazaret, quienes tenían necesidad de su ayuda y a los cuales les podría aprovechar y, sin embargo prefirió dejarlos en el peligro en lugar de visitarlos, viendo que no degustaría a su Padre, y queriendo dar este ejemplo a la posteridad y enseñar a la Iglesia cómo actuar en caso semejante. He admirado muchas veces esta forma de actuar de Nuestro Señor en San Francisco Javier, quien pasó muy cerca de sus padres sin visitarlos, cuando se marchaba a la India». Lo verdadero se mezcla con la exageración en la argumentación, cuando el señor Vicente escribe a otro sacerdote: «Si se le reprocha, que usted está más obligado ante las almas de sus más cercanos que de los extraños, diga audazmente que una misión que dará en su parroquia, les hará más bien durante un mes o tres semana, que lo que usted les haría viviendo con ellos durante toda su vida. La razón es porque la familiaridad disminuye el aprecio». O también disminuye el ánimo: «Entonces uno es incapaz de hacerles algún bien».
San Lázaro y los parientes de los lazaristas. El señor Vicente no solamente prohíbe a sus misioneros invitar a sus padres y amigos a sentarse a su mesa –ni a aquellos que vienen de lejos, ni a su madre, -sino que está prohibido hasta pedirlo, bajo el riesgo de ser excluidos ellos mismos. «El refectorio no es un merendero». Los pobres se reúnen a las puertas de San Lázaro: sin contar la abundante asistencia en tiempos de guerras, se ayudaba todos los días a algunas familias indigente del vecindario, que venían a buscar las raciones colocadas en la puerta. Los mendigos que transitaban encontraban allí, a toda hora, pan o dinero. Además, tres veces en la semana, a una hora señalada, todos los mendigos que se presentaban, de ordinario varios centenares, a veces hasta seiscientos, allí recibían el plato de cocido. Durante la Fronda, escribe el señor Vicente refiriéndose al trigo conservado en los graneros de San Lázaro: «Vale más prestar con creces al buen Dios, dando limosnas a los pobres». En efecto, luego podrá escribir al señor Portail: «Por poco trigo que haya, que se distribuya todos los días 3 ó 4 sextarios* a dos o tres mil indigentes; esto nos da la esperanza de que Dios no nos abandonará». Parece que sólo por el parentesco pueden quedar excluidos de la limosna. Vicente es, incluso, poco consecuente en esto. Exhortando a las Damas de la Caridad a hacer lo imposible en perseverar en las buenas obras asegura, citando las promesas de los Proverbios: «Se provea a su familia de bienes temporales». Sin embargo, a su propia familia le faltó lo necesario.
Comportamiento de Vicente con sus parientes. Al comienzo de la carta que conocemos como escrita en París por el joven Vicente a su madre, siente todas las preocupaciones del mundo por los suyos y su casa. También anhela que su hermano envíe a estudiar a alguno de sus hijos, lo cual se hizo después. El remitente aspira, todavía, a un futuro feliz para todos los suyos. Pero, no tardando la dicha en serle favorable, Vicente deja plantados a los suyos. El tono iba a cambiar más todavía. Más de cuarenta años después Vicente escribe al canónigo Saint Martin en Daz: «Le estoy agradecido por el cuidado que usted tiene por mi sobrinito, por el cual, le confieso, Señor, nunca he querido que fuera eclesiástico, y aún menos he tenido la idea de educarlo para este fin. Coste supone que el joven estudió tal vez, a pesar de todo, y llegó a ser sacerdote. Sin embargo, los documentos respectivos dicen claramente, no sobrinito, sino «sobrino del señor Vicente, y el mismo Coste admite en otro lugar, al mencionar la fecha de la muerte, en 1678, de este mismo eclesiástico, que se trata del sobrino del santo. Es cierto que el hijo de Luisa de Marillac, a quien se le quiso ver sacerdote, le proporcionó al señor Vicente un ejemplo desalentador, y esto fue con tanto mayor motivo que le permitió encomiar a una pobre muchacha que era, por decirlo de algún modo, madre adoptiva de buenos sacerdotes.
Un día, uno de los sobrinos de Vicente había llegado a París, para pedir consejo a su tío sobre un compromiso de matrimonio. Éste, que enrojeció por este pariente mal vestido, quiso llevarlo a su habitación a escondidas. Pero, imponiéndose la humildad, se arrepintió y lo acogió como a un gran señor, presentándolo a los sacerdotes como «el más honrado (honorable) de la familia». Al cabo de algunos días, el tío despidió al necesitado, objeto de una atención humillante, quien tuvo que hacer a pie las ciento cincuenta leguas, como había venido. Se le dieron seis escudos, confiesa el santo, (diez, dice Abelly, optimista), limosna de la hermana del general Gondi: la única limosna que el señor Vicente pidió para su familia. El joven llevaba una carta de su tío al señor Saint-Martin, esposo de Catalina de Comet, carta en la que se le rogaba a éste proporcionar vestidos a los hermanaos y sobrinos de Vicente y mandar reparar un costado de la casa, que amenazaba derrumbarse. El tono de la carta es menos bondadoso hacia la familia indigente: «Le ruego, escribe el señor Vicente, que si algún otro de mis parientes tuviera deseos de venir a visitarme, háganle volver, porque no teniendo forma de hacerle bien, sufrirá mucho y sin ningún provecho». –En una conferencia que dirige a sus sacerdotes, el señor Vicente, en ese momento ya un anciano, se pone derrotillas pidiendo perdón por el sufrimiento que les había causado en otro tiempo, porque uno de sus parientes pobres hubiera comido en la casa durante un cierto tiempo.
El sobrino bienvenido, no el de Vicente; amigos. El acento es muy distinto cuando el señor Vicente escribe sobre el sobrino de uno de sus sacerdotes, campesino y padre de familia. Aunque el tío está ausente, el sobrino recibe un cordial recibimiento en San Lázaro, «donde no ha estado más que dos veces veinticuatro horas», anota el señor Vicente… «Me ha abrazado más de seis veces y besado en el rostro con tanta cordialidad, que me ha parecido todo corazón», continúa encantado, aunque el abrazarse estuviera contra su costumbre(88). Concluye: «Me ha dejado muy regocijado por su buen humor y porque estaba acompañado de piedad y de temor de Dios».
Los benefactores de la congregación son, a veces, la excepción de la regla de no invitar a extraños a la mesa de la comunidad. El señor Vicente pregunta a Luisa de Marillac si el presbítero de Vaux no debe ser invitado a San Lázaro. Eminentes obispos se hospedaban en la comunidad durante su estancia en París. Además, qué exquisito lenguaje el del señor Vicente, en su correspondencia con los ilustres, atestiguado por la única y amable carta que le dirige el comendador de Sillery, caballero de Malta y embajador en múltiples ocasiones. «No dudo en absoluto», le escribe a su «muy apreciado», su «único padre», «que, conociendo como usted, el corazón de vuestro pequeño hijo, que usted haya querido, por vuestra carta tan amble y tan cordial, colmarlo de tantas delicadezas, y de vuestra exuberante bondad que, aunque en el aspecto de la cordialidad él no cede a nadie, usted le obliga, al menos, a rendirle armas y a conocerlo, así que hace muy gustoso en esto y en todo, por su maestro y superior. Y en verdad, habría que ser muy tosco y muy rústico, para no deshacerse totalmente en un deseo de una caridad tan amorosamente ejercida por parte de un padre tan digno y tan bondadoso hacia un hijo, que no le sirve más que para darle pesar». Pocos años más tarde, el comendador debía abandonar el mundo, bajo la dirección del señor Vicente, para colocarse entre los santos del siglo, obrero celoso y activo, mecenas magnánimo y piadoso.
Benefactores de la familia del señor Vicente. Habiendo sido multado un hermano de Vicente, éste escribe a un benefactor, el señor Fonteneil, vicario general de Burdeos: «Aún me siento abrumado por la caridad que usted ha practicado y aún continúa practicando con mi pobre hermano». Le pide que lo ayude de nuevo, prometiendo devolverle lo que le debe. Le invita a la casa de la congregación: «En adelante mírenos usted, señor, como a personas sobre las que ha adquirido un absoluto y soberano poder; disponga de nosotros como guste y háganos la caridad, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, de hospedarse en nuestra casa, cuando venga a esta ciudad en otoño». La compañía de los lazaristas tiene también obligaciones ante este hombre poderoso. En efecto, se tiene la impresión de que el tono cordial de la carta es, por lo menos, motivado por la caridad que el amigo ha tenido con los parientes de Vicente. Hablando de éstos, la carta continúa: «En cuanto a lo que me han dicho, que él (-el hermano-) tiene la intención de venir a esta ciudad para verme, yo le ruego, señor, de hacerle volver, tanto por causa de su edad avanzada, cuanto porque, cuando él esté aquí, no podré darle nada, no teniendo el estado de ánimo para poder darle cualquier cosa. Me dirijo al bondadoso señor Fonteneil como al corazón de mi corazón y como a aquel que venero más de lo que puedo expresar»(98). Algunos años más tarde se renuevan los agradecimientos por la protección a otro pariente de Vicente. Evidentemente, a Vicente le resulta más fácil tratar con cariño a los extraños que a los suyos, los cuales pueden convertirse en pesados, no haciendo caso a lo que se les dice.
La Fronda en el país natal de Vicente de Paúl. La Fronda fue dura en el país natal de San Vicente. Los partidarios tanto de la Fronda, como del rey, imponían un yugo insoportable sobre la maltrecha población de las cercanías de Dax. Un marqués de la región había socorrido a uno de los parientes de Vicente de Paúl, y éste se lo agradece, «como si este favor me lo hubiera hecho a mi persona», le dice. Sin embargo continúa pensando que la angustia de su pariente ya habrá pasado: «No le recomiendo más a este pobre hombre». El canónigo Saint-Martin también se preocupaba por los problemas de las gentes necesitadas. Quizá Vicente encontró una ayuda o auxilio semejante a los cuervos de Elías. Algunos biógrafos especulan otra vez sobre la bonanza de los parientes de la madre de Vicente, como supuestos benefactores de la familia. Beneficencia insuficiente y, ¡ay! apócrifa.
El canónigo Saint-Martin escribió a Vicente desde Pouy diciéndole que su familia estaba en situación de mendicidad. El obispo de Dax, en viaje a París, dice a Vicente, según testimonio del mismo Vicente: «Sus pobres parientes la están pasando muy mal; si usted no se compadece de ellos, sobrevivirán a duras penas». Algunos de ellos habían sido asesinados durante los disturbios, otros fueron despojados de sus bienes(104). Un amigo del señor Vicente, el señor Dufresne(106), le dio un día cien monedas de oro para sus parientes, suma que el santo pensaba utilizar en fundar una misión en Pouy. Con ocasión de la miseria durante la Fronda, Vicente sin embargo, estuvo muy contento, asegura Abelly, de poder entregar la suma a sus parientes, único regalo que les llegó de su parte.
Pariente en las galeras. El capellán de las galeras del rey, que fue un día el señor Vicente, besaba las cadenas de los feroces galeotes y extranjeros. Pero no disimula su pensamiento poco simpatizante ante un pariente condenado a las galeras, que había llevado su causa ante el parlamento de París: «…Si usted tiene alguna esperanza en mi ayuda», le escribe, «le manifiesto que no le daré ninguna. Prefiero contribuir a su salvación aconsejándole una buena reconciliación, para que se prepare mejor a la muerte». He ahí el lenguaje del resentimiento y de la ambición ultrajada, no el de un santo, como lo vemos en otra carta, escrita cinco años antes. –En esta carta no se trata de parientes. Hay que obrar amable y humildemente, dice el santo. «Hasta los forzados no se conquistan de otra manera; y cuando me ha tocado hablarles secamente, todo lo he echado a perder; y, al contrario, les he alabado por su resignación, cuando les he compadecido en sus sufrimientos, cuando les he dicho que eran bienaventurados por pasar su purgatorio en este mundo, cuando he besado sus cadenas, he compadecido sus dolores y testimoniado aflicción por sus desgracias, entonces es cuando me han escuchado, es cuando han dado gloria a Dios y cuando se han preparado para salvarse».
La familia y el interés del ego. Habiendo librado a los misioneros de todo lazo familiar, el señor Vicente, sin embargo, acusa a la familia de exigencias sobre ellos. «No somos, dice, los unos para los otros tan hermanos, que demuestran tanta, es decir, mucha más estima y caridad como nuestros hermanos carnales, los cuales, generalmente, no buscan más que sus intereses». Aquí no parece más que rivalizar con los intereses de los mundanos, a ejemplo de su maestra de vida espiritual, Santa Teresa, que dice: «Ustedes pueden confiar más en aquellos que les aman únicamente por él (Dios) que en todos sus parientes; aquellos no les fallarán nunca. Ustedes encontrarán, aún en aquellos que menos imagináis, padres y hermanos. Solamente esperan de Dios su recompensa y se desviven por ustedes. Los parientes, por el contrario, como esperan nuestra recompensa, viéndoos pobres e imposibilitados de darles el más pequeño favor, pronto se olvidan de socorreros». Sólo los niños y los jóvenes han tratado a los santos como iguales y sólo nuestro egocentrismo se sorprende al verlos en el círculo de nuestras amistades.
Juicio del comportamiento de San Vicente. No hay nada sorprendente si algunos biógrafos modernos de Vicente se escandalizan de su conducta «rigurosa» con su familia; «quizá es la única equivocación de un gran santo», dice Rediré, al no encontrar en su enseñanza sobre la familia más que imprecaciones.
El señor Vicente hace su propia defensa. El mismo señor Vicente parece molesto por esta severidad hacia su propia familia; él defiende su actitud. El canónigo y el obispo de Dax acababan de hablarle, en un tono desgarrador, sobre la situación de sus parientes, sin haber hallado la compasión que buscaban. «Parte de ellos fueron muertos durante la guerra; los que quedan viven de la limosna», le referían. El señor Vicente inicia esta súplica: «Pero ¿qué puedo hacer? No puedo darles los bienes de la casa, porque no me pertenecen; si, por otra parte, pido a la Compañía que tenga a bien buscar algo con qué socorrerlos, ¡vaya ejemplo que les daría! ‘dirán: mira, el señor Vicente ha hecho esto, ¿por qué no haremos nosotros lo mismo? Él ha ayudado a sus parientes con los bienes de la casa’. Ahí tiene lo que dirán y con razón, y ya tenemos el escándalo entre nosotros. Añada a esto que la mayoría de la compañía tiene parientes pobres y a quienes también habría que socorrer. Ahí tienen, señores, ahí tienen, hermanos míos, el estado en que se encuentran mis pobres parientes: ¡en la mendicidad, en la mendicidad! Y yo mismo, si Dios no me hubiera dado la gracia de ser sacerdote y e encontrarme aquí, así me encontraría también». ¿No es éste el grito triunfante de su subconsciente? La desdicha de su juventud atormentada ha sido transformada en favor de la Providencia. El padre que había convertido a su tierno hijo en un clérigo, ahí es castigado, ahí queda renegado imaginario del joven, rival en la posesión de la mujer; ¡helo enviado, una vez más, al convento Fate ben Fratelli! Es el complejo de Edipo que emerge, incurable, alimentado por las fatigas de un ascetismo consecuente y heroico.
El señor Duval tiene la palabra Defendiendo él solo, la contienda del problema de la ayuda a los parientes, el señor Vicente se siente impulsado a dirigirse a su asesor, el señor Duval, doctor por la Sorbona, para consultarle si podía dar al pobre sobrino una menudencia del dinero de la Compañía. La respuesta fue que esto se podía hacer solamente con el consentimiento de la misma. No es seguro que esta consulta no fuese más bien, una suplicación, una justificación y fijación del propio pensar del superior, cuya conciencia, más psicológica, le intrigaba.
Apelación a la Biblia: el problema de la salvación. El señor Vicente, una vez más, acude a la Biblia, al Evangelio, para justificar su hostilidad con los lazos familiares. Escribe una larga carta a un sacerdote que deseaba abandonar la Compañía, para llevar ayuda a su padre. «Nuestro Señor, escribe Vicente, conociendo la maldad que hay en la obsesión de los padres sobre aquellos que ya los han abandonado para seguir a Jesús, no quiso… que uno de sus discípulos fuera a sepultar a su padre, ni que otro fuera a vender sus bienes, para darlo a los pobres». –Hay otros textos en la escritura de los cuales no se preocupa el santo, por ejemplo: I Timoteo 5,8: «Quien no se preocupa de los suyos, especialmente de los que viven con él, ha renegado de la fe y es peor que el que no cree». (Trad. De la Biblia latinoam.). Se podría continuar con los ejemplos positivos.
Los propios discípulos del señor Vicente discuten con él sobre este punto: «…El Hijo de Dios», les dice, «lo ha dicho bien claro que, para renunciar a sí mismo, tiene que odiar a sus padres, pero esto se entiende, si quieren impedirnos de seguirlo… Además, no se trata de odiarlos propiamente, sino solamente comportarse como si se les odiara, quiero decir abandonarlos, desobedecerlos, etc., cuando quieren impedirnos obedecer a Dios y seguir a Nuestro Señor Jesucristo… en este caso hay que renunciar al afecto de los padres». –Un sacerdote le objetó: «Pero, señor, Nuestro Señor no se comportó así, Él permaneció siempre con San José y la Santa Virgen; Él mantenía una relación con sus parientes». –»Sí, dice el señor Vicente, pero estos santos parientes tenían su pensar y sus deseos subordinados a los del Divino Niño. Y nuestros padres, por el contrario están, a menudo, tan alejados de esta sumisión a los designios de Dios, que nos quieren impedir seguirlo, y entonces es necesario odiarlos y abandonarlos». Todavía una objeción: «Pero ellos no se comportan así». –»¡Tanto mejor!», respondió el santo, «es importante para ellos amar a Nuestro Señor, no porque ellos sean buenos, sino para que se purifiquen con el fin de que nosotros seamos mejores». Hermoso ejemplo puesto que, para el asceta, a menudo no se trata más que de su propia salvación. Veamos otro ejemplo: es necesario reglamentar el comportamiento por el bien de la familia, dice el señor Vicente, «que la pasión no nos arrastre a ir a visitarlos, porque, bajo la excusa de alcanzar su salvación, dejamos la nuestra al azar, abandonamos el puesto donde Dios nos quiere y, en lugar de renunciar a los parientes, vamos en su búsqueda, abandonamos a Nuestro Señor por ellos, y entonces caemos en la indignación de la que nos ha prevenido con estas palabras: Quien ama a su padre y a su madre más que a mí, no es digno de mí». –Las palabra de Dios a Abraham: «¡Abandona tu tierra y a tus parientes!» son música para los oídos del señor Vicente. «Y el santo patriarca lo hizo inmediatamente», testifica el santo. «¡Oh, qué obediencia! Y ¡oh bondad de Dios! Es así como tú nos has querido enseñar, que nuestro país y nuestros padres son obstáculos para nuestra perfección».
Tratando de desviar a su pequeño sobrino del deseo de entrar en el estado eclesiástico, Vicente dice, entre otras cosas, en la carta citada anteriormente, dirigida al canónigo Saint-Martin: «A este pobre niño le conviene más dedicarse al oficio de su padre, en lugar de tratar de alcanzar una profesión tan elevada y difícil como la nuestra, en la cual la perdición parece inevitable, para quienes se atreven a entrar sin haber sido llamados». Refiriéndose a sí mismo, anota: «Por mi parte, si yo hubiera sabido lo que era esto, cuando tuve el atrevimiento de entrar en el seminario, como lo he sabido después, hubiera preferido más trabajar la tierra que comprometerme en un estado tan terrible…; y cuanto más viejo me estoy haciendo, más me afirmo en este sentimiento, porque descubro todos los días lo lejos que me encuentro de la perfección en que debería estar». A parte su profunda humildad, su sentimiento del ego encuentra en el tema de la salvación un triunfo supremo.
Desde luego, para este problema de la salvación, Vicente racionaliza una vez más, por una reacción de compensación, su antiguo problema sexual de juventud: éste sigue siempre sin solución.
El complejo de Saúl. No olvidemos que es el complejo llamado de Saúl el que tiene importancia en la actitud que toma San Vicente sobre este problema: ‘servidor de Dios – familia propia’. Sin tener conciencia de ello él mismo, este mundo de su niñez es el mundo de su corazón: ha estado encantado. Vicente no odia más que porque ama. Los sollozos de su marcha solitaria, después de su última visita a su país natal (v. más arriba), han sido sofocados, pero jamás calmados: ellos constituyen, en adelante, la llaga incurable del «trauma» en su alma. Consideremos además el hecho de que por el sadismo, el subconsciente encuentra una manera de posesión de lo que ama.
La pobreza: ideal cómplice. Si los parientes son pobres por su condición, dice el señor Vicente con experiencia, «se pondrán bien contentos, al poder vivir sin trabajar». Continúa: «Aunque esto ocurra, debemos contentarnos de pedir a Dios por ellos y colaborar, con los medios que podamos, en su consuelo y alivio, con el fin de que amen y sirvan a Dios». Sin embargo, en parte por feliz regresión, en parte por el sadismo inconsciente, la misma pobreza de los paisanos, que él quiso legar en herencia a los suyos ya no le parece un mal. El superior de los «pordioseros»ve ahí su ideal: ella (la pobreza) era en otro tiempo, el marco de la felicidad del tiempo presexual. ¡La pobreza! «Cuál debería ser la belleza de tal virtud, que San Francisco la llamaba su señora» –esto es lo que él pide: «… Ésta ha sido la virtud del Hijo…, quiso se nuestro maestro en ella… ¡Oh! Si Dios nos concediera la gracia de correr la cortina, que nos impide ver tal belleza; si, por su gracia, levantara todos los velos que el mundo y nuestro amor propio nos arrojan ante los ojos, ¡ay! señores, en primer lugar, quedaríamos embelesados de los encantos de esta virtud, que ha arrebatado el corazón y el cariño del Hijo de Dios».
Cinismo o lógica. Nuestro asceta coloca, con toda natalidad, el amor por los parientes en el mismo plano que el amor sexual, que le está prohibido. Aquello que, en otros labios, sería cinismo, no lo es tal en los de un asceta. El mismo San Vicente explica las reglas a los sacerdotes: «…Hay algo grandioso en esta regla hecha según el Evangelio, el cual excluye del número de los discípulos de Jesucristo a todos aquellos que no odien al padre y a la madre, hermanos y hermanas, y que, siguiendo esta regla, nos exhorta a renunciar a los afectos desordenados a los parientes. Oremos a Dios por ellos y, si les podemos servir en caridad, hagámoslo, pero permanezcamos firmes contra la naturaleza, que nos desviará, si puede, de la escuela de Jesucristo. ¡Ánimo!».
El ejemplo de otros ascetas. Otros ascetas se encuentran en la misma situación que San Vicente. Llama a Santa Teresa «la gran maestra de la vida espiritual»: también ella se sorprende del daño que causa el trato con los parientes. Hay grandes beneficios en alejarse de los parientes, cuando se ha abandonado el mundo, enseña la santa. –Santa Chantal, entrando en la Visitación de San Francisco de Sales se dirige por encima de su joven hijo, quien se arroja sobre el umbral para retener a su madre: bañada en lágrimas continúa, sin embargo, sin vacilar, el llamado de Dios.- San Jerónimo, que no llora, dice: «¡Aunque tu madre, los cabellos sueltos y desgarrados los vestidos, te llame a su amor maternal con el que ella te cuidó; aunque hasta tu padre, echado en el umbral, te conjure, tú, marcha valientemente por encima de tu padre, apresúrate, sin lágrimas, bajo la bandera de Cristo! No hay otro amor de hijo, que el ser implacable en estos asuntos».
Schejelderup pone en evidencia, en relación con el sadismo de los ascetas frente a la madre y los más cercanos de la infancia, que se trata, a menudo, de una huída de los deseos incestuosos frente a la madre. El sadismo de San Vicente hacia los suyos, en este aspecto, es más bien, una agresión interesada del subconsciente, deseo de venganza del ego, anteriormente humillado. Mas todo sadismo oculta un momento de desasimiento, perversión o reacción de compensación de la sexualidad. El ejemplo de un San Fulgencio que dice, que quien ha aprendido a no respetar el dolor de su madre, podrá sobrellevar fácilmente cualquier carga, no presenta solamente la huída del estado incestuoso del espíritu, sino además un intento de idealizar, por medio de la religión, las reacciones del sujeto, amenazado en su santa confianza en sí mismo. Éste es el caso de Vicente de Paúl.
La excepción confirma la regla. Vicente no se permite más que una sola excepción de respetar el amor familiar, otra vez exclusivamente de manera polémica. Inconscientemente, le interesa demostrar, sobre todo a sí mismo, la excelencia de la obediencia a ese Dios, que exige abandonar todo para seguirle, pero que también da la recompensa. A este argumento inconsciente se une la consideración habitual del señor Vicente hacia las personas del mundo: es un poco el antiguo protegido de los grandes señores, a merced de la crítica de sus reacciones. –He ahí la historia de la excepción del señor Vicente.
El señor Almerás. El señor Almerás, pariente de una de las primeras auxiliares de Vicente de Paúl, la señora Goussault, presidenta de la asociación de Damas de la Caridad, era uno de los mejores apoyos de la Misión. Su hermana era superiora de las Salesas. El padre Almerás, hijo de maestro-contable y consejero en el gran consejo a lo veinticuatro años, en 1637, abandonó todo para hacerse lazarista- su familia, su posición social, sus esperanzas, a pesar de la oposición de los suyos. El joven sacerdote sacrificó su salud a su vocación, sacrificando todo. No debió ver a su padre más que una vez en diecisiete años, con ocasión de caer éste enfermo.
El padre que perturba el principio del señor Vicente. Un día su padre se quejó amargamente, porque su hijo había salido de viaje sin despedirse. La salud del sacerdote exigía un cambio de aires y debía visitar las casa de la Compañía. En esta ocasión el señor Vicente escribió al señor Portail, su primer colaborador: «Saludo a mi señor Almerás y le ruego pedir perdón a su señor padre, por él y por mí, porque no fue a despedirse, por lo que está más enfadado contra mí de lo que puedo explicarle». Así, pues, el señor Vicente atestigua aquí una consideración excepcional. Más de una vez, teniendo en cuenta la autoridad de la gente de mundo en la opinión pública, su instinto de superior lo protege de disgustar a las «personas de nobleza y de virtud». –El señor Vicente presenta también, en una extensa carta, sus disculpas al señor Almerás padre. «…Partió por la mañana, sin que yo le hiciera ninguna observación respecto a la obligación filial, que tenía de ir a recibir sus recomendaciones», escribe el señor Vicente inocentemente; y pienso que él juzgó lo mismo; al menos no me dijo nada al respecto. Así vea usted, señor, que mi falta no fue voluntaria, sino por falta de la reflexión que debía haber hecho»- Se tendrá en cuenta la salud del viajero: «La vida de su respetable hijo es muy apreciada, señor, y también vuestra satisfacción», confirma la carta y termina con estas palabras: «…Éste es nuestro humilde comportamiento respecto a vuestro hijo, a quien honro como bien sabe Dios, y aprecio más que a mí mismo…». ¿El señor Vicente tiene en perspectiva la eminente carrera del hijo en el futuro? ¿Esta correspondencia arranca, como una iluminación que viene de Dios, la promesa interior de Vicente, de hacer del hijo de este pobre padre cristiano su propio sucesor como superior general? Nosotros sabemos que su ambición era capaz de recompensar majestuosamente una falta reconocida.
El padre le devuelve una noble respuesta: «Cuando reflexiono en qué forma y con qué conformidad acepté la vocación de mi hijo, sin que los afectos naturales me hayan impedido de confiarlo en sus manos, que desde hace diez años no he exigido ninguna visita, ni ninguna de las obligaciones que los hijos deben a sus padres…., declaro delante de Dios, que escudriña los corazones, que no hallo nada que censurar en los designios que usted tiene sobre mi hijo. Y habiendo puesto en las manos de Dios y en las vuestras la primera y única vez que se lo llevé la autoridad paternal que yo ejercía sobre él, para convertirlo a usted en su señor absoluto, no puedo, ni debe revocar la ofrenda que hice de él voluntariamente». El señor Vicente debió quedar impresionado con tales palabras, escritas por un alto personaje: eran palabras adecuadas para definir una resolución, quizá inconsciente, pero de primera importancia para el futuro.
La carrera del padre Almerás. Este famoso viaje del hijo fue el comienzo de su carrera. Para comenzar, fue nombrado, en 1647, superior de la casa de Roma, que había venido a visitar. Esta vez no había lugar para el entusiasmo: el señor Vicente escribe, en la víspera de la toma de posesión del padre Almerás de su nuevo cargo, al superior de la casa: «Confieso que los superioratos de nuestras casas no está debidamente ocupados; pero tenga presente que esto sucede a las compañías nacientes… La gracia imita a la naturaleza en muchas cosas, la cual hace nacer brutos y desagradables, pero con el tiempo los perfecciona». Finalmente, el señor Vicente nombraría al padre Almerás su sucesor, como superior general de las dos congelaciones gemelas, los sacerdotes de la Misión y las Hijas de la Caridad. Este nombramiento –secreto del santo- es bastante sorprendente desde el punto de vista práctico y no está exento de cierto aspecto dramático.
Escena dramática del último acto en la vida de San Vicente. El padre Almerás estaba continuamente enfermo. En 1660 cae enfermo Richelieu; se cree ya muerto. El señor Vicente lo recuerda. Esto sucede en verano; hacia el otoño el mismo San Vicente estaba enfermo, ya moribundo. «… usted hará un servicio a Dios cuidándose y curándose», le escribe al padre Almerás. «Se lo ruego muy humildemente. Pero ¿esto depende de mí?, Me dirá usted. Sí, así me parece, señor, en tanto que esto depende del reposo y de los remedios que tiene en su poder, y sobre todo del buen querer de Dios, quien no le negará las fuerzas del cuerpo y del espíritu, necesarias para los designios, que tiene sobre usted en la compañía, si usted se las pide por medio de su Hijo Nuestro Señor». –Refiriéndose a su hijo, este término «designio» es el que empleó anteriormente el padre del padre Almerás en la citada carta dirigida al señor Vicente(161). Aquel a quien se esperaba llegó a París tres días antes de la muerte de su superior. Almerás estaba tan agotado por el viaje, que fue necesario llevarlo inmediatamente a la enfermería, sin que intentase hablar con el padre, a pesar de su ferviente deseo. Pero el señor Vicente estaba impaciente por verlo. Muy pronto, por la mañana, se hizo llevar a la enfermería, donde mantuvo con su heredero un largo y último coloquio. Pero, ante el asombro que sintió el padre Almerás más tarde, se comprobó que el santo no le había dejado sospechar el acto de suprema confianza con que quiso hacerle objeto.
El elegido. El nombramiento del señor Almerás no parece, en absoluto, haber cambiado a quien más merecía este honor.
El superior, de edad avanzada, había intentado, ya lo hemos visto, resolver positivamente el problema de la confianza en la Providencia –ante sus propios ojos y ante los de este viejo padre honorable que, para reunirse ¡por fin! con su hijo, se hizo lazarista en 1657, a la edad de ochenta y un años. Fue aceptado por excepción, contrariamente a las reglas, y murió el año siguiente. El señor Vicente, principalmente favoreciendo al hijo, se había impuesto una penitencia subconsciente en sobre compensación por la brusquedad hacia sus propios parientes.
«Nada grandioso sin pasión»: sadismo y dinamismo. Sin embargo, «nada grandioso sin pasión». Al precio de este sadismo, se han formado los héroes sociales. Los actos de sublimación, aunque no tengan éxito, frecuentemente, sin dejar rastro, no son en el fondo, más que la apuesta para beneficio de la energía de los instintos, con miras a los valores eternos.