«A la tarde, te examinarán en el amor. Aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición», dijo San Juan de la Cruz. Luisa había llegado ya a ese atardecer y sabía que iba a ser examinada en el amor, en sus cuatro amores: en el amor a su hijo y a su familia, en el amor a la Compañía, en el amor a los pobres y en el amor a su director Vicente de Paúl. Había perdido vista, pero no cesaba de escribir cartas. Por ellas, sabemos que se había liberado de su hijo: la sordera de Miguel la apenaba, pero sin destrozarla; se preocupó de poner unión en la familia de su nuera, mas no se manifestaba angustiada; a los Marillac, los quería, pero nunca estuvo atada a ellos; con una paz envidiable, pidió permiso a su superior Vicente para visitarlos en su soledad. Liberada de su familia, poquísimo es lo que escribe de ella en los diez últimos arios de su vida103.
Luisa revivió en los últimos años los tiempos de su madurez. Había roto con la duquesa de Liancourt, entrañable amiga, porque la duquesa se había convertido en una devota jansenista. Otra duquesa, la de Ventadour, sincera, devota, católica, seguía ocupando un lugar en la amistad cordial. Le escribía a Luisa, la visitaba y le había pedido Hijas de la Caridad para sus tierras de Normandía, Ste.-Marie-du-Mont y St.-Pierre-du-Mont y de Lemosin —Ussel—.
No se había liberado ni lo hará nunca del cariño hacia los pobres, especialmente, de los pobres vergonzantes: personas de bien que habían caído en la miseria. Por esto mismo, tampoco querrá liberarse del amor hacia la Compañía, pero sí intentará liberarse del cariño excesivo hacia las Hijas de la Caridad en cuanto personas, pero como a los pobres, siempre estará atada a la Compañía. Tan sólo, en el último año de su vida, procuró liberarse de la ternura que sentía hacia los niños y las Hermanas, como preparándolos para su separación (D 803). Parecía que la Compañía estaba terminada, nada le faltaba en su organización. No obstante, Luisa tenía miedo. Las nuevas jóvenes le parecían menos desprendidas que las primeras. Aunque en cualquier país, todas las Hijas de la Caridad llevaban idéntico vestido —convertido por ello mismo en hábito— por uniformidad, distintivo o pobreza, hubo quien buscó vestir mejor; aunque la comida siempre fue sencilla, alguna enferma pensaba que debía ser tratada como una burguesa; aunque la responsabilidad en las cuentas, siempre fue una continua escrupulosidad, algunas señoras, ciertamente sin motivos serios, sospechaban de ellas «.
El porvenir de la Compañía le daba miedo. Después de tantos años, no la veía firmemente afianzada en lo espiritual. En el año final de su vida, tres veces se lo recalcó a Vicente de Paúl. Varias eran las preocupaciones que roían su alma: que las Hermanas ya no eran estimadas como antes ni tratadas con la misma delicadeza por causa del manejo del dinero. Mayor preocupación le causaba la sospecha de que varias Hijas de la Caridad buscaban ser intelectuales. ¡Sería la destrucción de la Compañía! Porque o bien dejarían de ser las sirvientas de los pobres o bien se formarían dos cuerpos entre ellas: las intelectuales ansiosas de encontrar tiempo y medios económicos para estudiar y las sirvientas que harían los trabajos físicos del servicio. Luisa dio la solución: «que las reglas obliguen siempre a una vida pobre, sencilla y humilde»I05.
Otra de las preocupaciones atañía a su sucesora. Al sentir Luisa que su vida se acababa, pensó de nuevo dejar el cargo para examinar en vida si una «persona de baja condición» era capaz de dirigir la Compañía, o se manifestaría débil o pretenciosa.
A pesar de su ancianidad, su cabeza, como un ordenador personal, todavía conservaba en buen estado un complejo programa de ideas, estructuras y proyectos. Su mente, condicionada por el corazón, organizaba toda una red de comunicaciones con las casas de las Hijas de la Caridad. El trajín de las comunidades nuevas o el ajetreo de las antiguas ni aturdían su cabeza ni desolaban su corazón. Por no fatigar al superior Vicente de Paúl, a quien veía fatigado por tanto trabajo, ella se echó encima más trabajo que lo que acaso su salud le permitía, Más aún, al final de la vida, cuando Vicente de Paúl cayó enfermo y ella se sintió obligada a dirigir sola la Compañía. En enero de 1658, San Vicente se cayó al bajar de la carroza. Ella anciana se convierte en su enfermera por carta. Le dice lo que debe hacer o evitar, le regaña, lo anima y asume su trabajo con las Hijas de la Caridad. Al tiempo que siente debilitar sus fuerzas, el trabajo aumenta en una proporción directa. Luisa hubiera querido hablar con cada una de las casi doscientas Hijas de la Caridad, pero le era imposible. El último lunes de julio de 1656, escribía a Luisa Cristina de Montmirail: «Me gustaría tener más tiempo para hablarle de corazón a corazón, pero han dado ya las diez de la noche». Entonces, se levantaban a las cuatro de la mañana.
A pesar de tanta agitación, encontraba tiempo para atender a alguna sicología complicada, como a Sor Juana Lepeintre, ahora en Salpetriére), o para consolar a Sor Nicolasa de Nanteuil porque la calumniaban, o para corregirla porque en su angustia se había enfrentado al inocente párroco, un hombre de Dios. No se olvidó de Sor Clara en Roche-Guyon para que fuera a París a hacer los Ejercicios espirituales, pero hasta que le llegara el turno, debía catequizar a los niños y a las mujeres sin avergonzarlas (c.674). Ni en la vejez perdió humor, y así entre guasona y seria escribe a Sor Andrea de Liancourt que le había pedido la fe de bautismo: que no se atormentase si descubría que «su edad estaba más adelantada de lo que pensaba, ya que la muerte hace lo mismo, acercándose más pronto de lo que creemos».
Como en los años de su madurez física, también ahora, estaba atenta a los disgustos de las Hermanas. Sor Ana, destinada en Las Casitas, tuvo sus diferencias con el párroco, su confesor, y pidió autorización para confesarse con otro sacerdote. El párroco y la Hija de la Caridad quedaron tan amigos, pero algunos de los administradores, enterados de las desavenencias, culparon al párroco y quisieron demostrarle su disgusto en la junta siguiente. Luisa no lo permitió y escribió al señor Beguin, uno de los administradores, disculpando al sacerdote. Es una carta fina y delicada, íntegra y ecuánime, impregnada de esa sagacidad suya que no la abandonará nunca.
Ante todo, defiende a la Hija de la Caridad: ha cambiado de confesor para mejor desempeñar su deber y lo ha hecho con la autorización de «nuestro muy honorable Superior», Vicente de Paúl, que es quien tiene la jurisdicción sobre ella, «después de humillarse» ante el párroco. Pero tampoco, culpa a éste, que ha accedido «generosamente», pues es un hombre «de virtud y edificante». Por eso, no se le puede humillar; sería irrespetuoso con su carácter sacerdotal y destruiría la autoridad que debe mantener «para la gloria de Dios y el bien de las almas encomendadas a su cargo».
Pero la vida se le escapaba. Al igual que a su director, San Vicente, las enfermedades comunes a toda la gente encontraban menor resistencia en su cuerpo gastado. En mayo de 1656, todos creían que se moría, y en septiembre, se cayó al levantarse por la mañana y con fiebre, tuvo que guardar cama durante un mes. Su resistencia venció la enfermedad pero se convenció que el final de su vida estaba cerca. Sola, en su despacho, añadió un codicilo hológrafo a su testamento. Definitivamente, dejaba todos sus bienes a su hijo sin condición alguna para que él dispusiera al final de su vida como quisiera. Su hijo era ya todo un señor con una hija de seis años; ya podía fiarse de él.
Convencida de que el designio eterno era que caminase en la tierra acompañada del sufrimiento, el último regalo que hizo a su querido director fue un Jesús coronado de espinas para que su ejemplo le aliviara los dolores de su enfermedad. Pero también, ella sufría las enfermedades en su cuerpo lentamente, y lentamente, la llevarán hasta el encuentro definitivo con la divinidad.
Los últimos meses de su vida parecían un retorno a los comienzos, tanto a la espiritualidad como al servicio, cuando joven recorría los pueblos, visitando las Caridades y animando a las Señoras en su dura tarea. En una de sus últimas cartas, le pidió a Sor Margarita Chétif que le diese cuentas «del estado de la Caridad» de Arras. Quería saber «si las Señoras la gobernaban como en París, si había oficialas [miembros de la Junta Ejecutiva], y si se cambiaban a su tiempo; [pues] es una cosa necesaria sin la cual es difícil que subsistan la Compañía de Señoras y su trabajo».
Luisa conoció a través de los años la labor caritativa y eficaz que hacían las Caridades de los pueblos. Era la salvación de los pobres. Estaba convencida de ello. Cuando compuso el primer reglamento de las Hijas de la Caridad, les presentó como uno de sus fines «procurar que los pobres estén bien atendidos en los pueblos por las buenas Hermanas [Señoras] de la Caridad».
Las Señoras de la Caridad estaban dentro de su corazón; ella lo fue de la Caridad de San Nicolás de Chardonnet, y San Vicente le dijo un día que ella era una de las más importantes Damas de la Caridad de los niños abandonados, aunque no pertenecía a la Caridad del Gran Hospital.
Las Damas la querían y Luisa correspondía. Le habían ayudado mucho en momentos difíciles que nunca se olvidan: cuando buscaba trabajo para su hijo y cuando necesitó intermediarios para contratar con la familia de la joven que sería su nuera.
Las Damas y ella estaban embarcadas en la misma aventura en que las había comprometido el seguimiento de Jesucristo: liberar a los pobres.
La misión, que le había encomendado el decreto eterno de Dios, estaba cumplida. Luisa ya no era necesaria. Jesús crucificado, el esposo amado, la llamaba y Dios la esperaba en el océano inmenso de su divinidad. El 4 de febrero de 1660, cayó enferma de gravedad. Un año antes, había muerto la compañera y amiga leal de la primera época, Bárbara Angiboust. De aquellos años, quedaban poquísimas Hermanas. Las nuevas generaciones llevaban el peso de la Compañía. Luisa lloró a Bárbara en su interior y manifestó su dolor en cartas, en misas y en una conferencia sobre sus virtudes. Al mismo tiempo que Luisa y cerca de ella, el P. Portail, el Director comprendido y amado, también se moría. El mismo día, el 12 de febrero, los dos amigos recibieron la Unción de los enfermos y el Viático, pero él se adelantó y murió el 14 de febrero.
La noticia de su enfermedad atrajo hasta su lecho a su hijo, a su nuera y a su nieta de nueve años. Aunque hacía años que se había desprendido de su hijo, había llegado el momento de hacerlo clara y definitivamente. Luisa lo hizo con dignidad: después de recibir la Unción y el Viático, se dirigió a su hijo: «Ruego al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, por el poder que ha dado a los padres y a las madres de bendecir a sus hijos, que os dé su bendición y os desprenda de las cosas de la tierra y os una a Él. Vivid como buenos cristianos»107. Sin embargo, la fiebre bajó. Parecía que, como otras veces, aquella anciana, toda energía, había vencido de nuevo a la enfermedad. Las Hijas de la Caridad se lo atribuyeron a las reliquias que había tocado de San Carlos Borromeo y de San Francisco de Sales. Pero no; tan sólo, fue un descanso de tres semanas. El 9 de marzo, la enfermedad mortal se le presentó en forma de gangrena o tumoración en el brazo izquierdo. Cantidad de Señoras de las Caridades fueron a visitarla. De nuevo, se le permitió comulgar. El 14 de marzo, la duquesa de Ventadour se alojó en casa de Luisa para acompañarla en los últimos momentos; ella tuvo en sus manos un cirio encendido mientras un misionero paúl hacía la recomendación del alma. En estos momentos tristes, pero sinceros, entregó a sus hijas lo que se ha llamado su testamento espiritual: «Queridas Hermanas, sigo pidiendo a Dios su bendición para vosotras y le ruego que os haga la gracia de perseverar en vuestra vocación para servirlo de la manera que Él pide de vosotras. Tened mucho cuidado del servicio a los pobres; y, sobre todo, de vivir todas en una gran unión y cordialidad, amándoos unas a otras, para imitar la unión y la vida de nuestro Señor; y pedirle a la Virgen Santa que sea vuestra Madre».
Luisa estaba desprendida de todo, menos del cariño a Vicente de Paúl —así lo creía él—. Vicente sabía que en el fondo Luisa no se había separado del anonadamiento y del desprendimiento absoluto en los que tanto insistía la Escuela Abstracta que había seguido Luisa durante muchos años en su juventud. Él, su director, debía ayudarla a este desprendimiento total: Luisa le pidió que fuera él quien la ayudara a morir santamente, pero Vicente, enfermo, no acudió a pesar de vivir a menos de treinta metros, la anchura de la calle. Luisa le pidió siquiera un papel escrito por él con una frase que la consolara; tampoco, se lo dio. Le envió un misionero con el encargo de anunciarle «que ella iba delante y que él esperaba verla pronto en el cielo». Y así, vacía, desprendida de todo lo creado, murió hacia las once y media del 15 de marzo de 1660. Era lunes de pasión.
La noticia de la muerte de Luisa conmovió a las Hermanas y a las Señoras de las Caridades. Cuenta Gobillon que esa misma tarde y al día siguiente muchas señoras pasaron delante de su lecho para «tener el consuelo de verla aún después de muerta» (ps.182-183). La enterraron el día 17, miércoles de Pasión.
«Aunque ella había escogido su sepultura en un cementerio cercano a San Lázaro, con el beneplácito de San Vicente… y había dispuesto por testamento que no se hicieran más gastos que los que se hacían en el entierro de sus hijas y que fuera sencillo como el de ellas», el párroco de San Lorenzo pidió a Vicente de Paúl y lo logró que se la enterrara en la capilla de la Visitación de la parroquia, donde ella solía hacer sus rezos. Tampoco, se atuvieron a lo dispuesto en el testamento sobre los gastos del funeral ni las Hijas de la Caridad, ni las Damas, ni sus familiares. El funeral, sin alardes, ni pompas, ni lujos, fue solemne: Misa cantada, con asistencia del párroco, a petición de los familiares. Asistieron además, presbíteros en el coro, 18 portadores y cuatro acólitos; se tocaron las campanas, se usaron ornamentos de terciopelo y el ataúd se cubrió con un lienzo de terciopelo negro. El mismo día, se celebraron siete misas rezadas. El total de los gastos subió a 21 libras, diecinueve sueldos que pagaron las Hermanas más diecisiete libras que pagó su hijo Miguel. Sin contar otros gastos dejados, sin factura, a la voluntad de los familiares.
Sí aceptaron su deseo de poner una cruz sencilla de madera con la frase escogida por ella misma, Spes unica, única esperanza, y la colocaron enfrente, por fuera del lado del cementerio, en el muro que la separaba de la tumba en donde estaban enterradas tantas Hijas de la Caridad que habían muerto en la Casa.
Al día siguiente de morir, Vicente de Paúl envió una carta-circular a todas las comunidades de Hijas de la Caridad, anunciando su muerte y la del P. Portail. Sor Francisca Paula Noret, Sor Bárbara Bailly y Sor Maturina Guérin se encargaron de anotar los rasgos más sobresalientes de la señorita Le Gras.
Cuatro meses después, restablecido Vicente de Paúl, el 3 y el 24 de julio, se tuvieron dos conferencias sobre sus virtudes. A lo largo de las conferencias, descubrimos los puntos siguientes:
El golpe de la muerte fue terrible para las Hijas de la Caridad.
Todas, entre sollozos algunas, le aplicaron las virtudes de una santa y a San Vicente se le escapó que lo era. En ningún momento de las conferencias, las Hermanas expusieron ningún fenómeno extraordinario en la tumba de la santa, sin embargo, acaso mentalidad o sucesos de la época, Gobillon escribe: «Sucede de tiempo en tiempo algo como un vapor suave que extiende un olor parecido al de las violetas o los lirios. Hay gran número de personas que pueden atestiguarlo. Y lo más sorprendente es que las Hijas de la Caridad que vienen a orar a su tumba, vuelven a veces tan perfumadas de este olor que lo llevan a las Hermanas enfermas en la enfermería de la Casa». El mismo Gobillon lo ha experimentado.
Como lo había dicho en la carta-circular, Vicente de Paúl intentó durante las conferencias, tranquilizar y animar a las Hermanas: que la Compañía seguiría, que es de Dios y Él la guía y que todo debía seguir igual.
El 24 de mayo, Vicente de Paúl comunicó a Sor Margarita Chétif que había nombrado Director General al P. Dehorgny en lugar del P. Portail. En la conferencia del 27 de agosto, nombró a Sor Margarita Chétif Superiora General y sucesora de Luisa de Marillac, y como consejeras a Sor Juliana Loret, Luisa Cristina y Felipa Bailly. Sor Juliana Loret, la amiga de Luisa, era la Asistenta. Vicente de Paúl concluyó: «Todo está en orden. Bien, hijas mías, demos gracias a Dios»