El catolicismo en la Francia clásica. Capítulo 02

Francisco Javier Fernández ChentoEn tiempos de Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: René Taveneaux · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1980 · Fuente: Éditions CDU et SEDES, Paris..
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Capitulo II:
Órdenes, Congregaciones, eremitismo

La Reforma católica se manifestó primeramente por una renovación generalizada en la Iglesia regular. Este movimiento fue, en cierta medida, espontáneo; así  se observa, antes incluso de la ruptura de Lutero con Roma, una brillante floración monástica, de la que fueron manifestaciones más importantes la reorganización de la congregación de Cluny, a finales del siglo XV y principios del XVI, luego la aparición de la congregación de Chezal-Benoît en la diócesis de Bourges. Sin embargo, este primer impulso iba a ser, en gran parte, frenado por el concordato de 1516 que, al conceder al rey la nominación a los beneficios mayores, le reservaba la designación de los abades; de donde debía resultar una extensión generalizada de la encomienda.

La renovación volvió a aparecer, de un modo más sistemático, en la segunda mitad del siglo XVI: fue apoyada por las decisiones del concilio de Trento, pero más aún por la Santa Sede. Varias razones explican el interés concedido a la Iglesia regular por los papas. Observaban éstos primeramente que en Alemania la reforma luterana había nacido, en gran medida, en los conventos: importaba pues, a fin de evitar la vuelta a crisis semejantes, restablecer el respeto a la regla y acentuar la centralización. Los monasterios representaban por otra parte a la Iglesia sabia, por consiguiente la más apta para luchar con armas iguales con los protestantes quienes, con todo empeño, se referían a la letra o al espíritu del cristianismo primitivo: abadías y congregaciones dotarán de hecho, en el siglo XVII, a la exégesis y a la controversia de sus principales artesanos. Por fin Roma tenía más acción sobre los monasterios que sobre las Iglesias diocesanas: muchas eran exentas y escapaban por ello a la autoridad de los obispos; los clérigos regulares constituían de esta forma, por su movilidad y subordinación a la Santa Sede, unas huestes muy señaladas para una política activa de reconquista. Este movimiento no se limitó a Francia, pero allí adquirió una dimensión excepcional y se explica por el gran número de las casas existentes ya y por el hecho de que el reino, terreno de encuentro de los católicos y de los protestantes, constituía una base natural de intercambios y enfrentamientos.

I – La reforma de las órdenes antiguas

1 – Los benedictinos.

No existe, en sentido estricto, una orden benedictina, sino varias órdenes, a su vez fraccionadas en congregaciones monásticas. El carácter común de todas estas familias benedictinas reside, en el siglo XVII, en su tendencia al reagrupamiento y a cierta  centralización: así se desarrollan las congregaciones monásticas. Conviene recordar a este respecto la distinción esencial entre congregaciones monásticas –conjunto de monasterios que forman una federación regional dentro de una orden- y congregaciones religiosas –sociedades de sacerdotes con votos simples como la de los sulpicianos, eudistas o lazaristas. Las congregaciones monásticas postridentinas aparecen en Francia a fines del siglo XVI: la congregación de los exentos, llamada «galicana», nacida en 1580, tuvo una existencia muy breve, lo mismo ocurrió con la congregación de Bretaña  creada en  1604.

La primera congregación monástica con esperanzas de una vida estable y duradera fue la congregación de Saint-Vanne y de Saint- Hydulphe, instituida en Verdun en 1604, a instancias de un monje de la abadía de Saint-Vanne, dom Didier de la Cour, y gracias al apoyo del obispo de la diócesis, Erric de Lorraine. Sin entrar en las circunstancias complejas de la instauración de la reforma vanista, se advertirá simplemente que debió enfrentarse con graves dificultades, venidas de la oposición de los religiosos instalados para siempre en sus privilegios y en su vida relajada. El principio seguido por Didier de la Cour, como también por la mayor parte de los reformadores contemporáneos, fue el de admitir dos comunidades en los monasterios: los defensores de la reforma y los otros, destinados estos últimos a desaparecer por falta de reclutamiento. Se restableció pues la regla benedictina en su rigor primero, comenzando por Saint-Vanne de Verdun y Saint-Hydulphe de Moyenmoutier, luego en otros monasterios después de la aprobación canónica concedida por Roma. La congregación de Saint-Vanne se extendió así a la Lorena después al Franco Condado y a la mayor parte de la Champaña. Para finales del siglo XVII, contaba con cincuenta casas y agrupaba de 500 a 600 monjes. Las primeras constituciones se publicaron en 1610 viviendo aún Didier de la Cour; varios complementos se le añadieron en lo sucesivo, más sin modificación profunda. El principio capital de estas constituciones residía en la gran autoridad devuelta al capítulo general. Reunido anualmente, el segundo domingo después de Pascua, agrupaba a todos los superiores y los conventuales, es decir a los representantes de cada comunidad elegidos por sufragio universal: en total, un poco más de cien personas. Su función esencial era la de tratar delos asuntos, administrativos o financieros de la congregación, pero sobre todo de designar a los superiores para un nuevo año y de distribuir a los religiosos por las diferentes casas. Semejante modo de gobernar debía dar a la congregación su estilo propio. Se detecta en primer lugar la clara voluntad de reaccionar contra el mal del siglo, la encomienda: fin que se perseguía cuando los abades regulares eran despojados de toda autoridad en beneficio de los priores designados por el capítulo; era una transposición de la estabilidad benedictina, del plan de la abadía al de la congregación. Por otra parte la generalización y frecuencia de las elecciones, los debates y las competiciones apasionadas que los preparaban, hacían a la congregación de Saint-Vanne particularmente receptiva a las corrientes ideológicas: el cartesianismo, el jansenismo, el richerismo, más tarde la francmasonería y el presbiterianismo galicano conocieron en ella una gran audiencia. La congregación tuvo una vida intelectual fecunda y brillante; ella constituyó la trama de la Iglesia sabia en el nordeste d Francia y se distinguió en las actividades más diversas del espíritu: historia, controversia, espiritualidad;  ella contribuyó a renovaciones fundamentales en la investigación teológica.

Saint-Vanne debía dar nacimiento a otra familia benedictina que pronto llegó a superarla en efectivos, en extensión geográfica y en su esplendor: la congregación de Saint-Maur –del nombre de un compañero de San Benito- canónicamente creada por un acta pontificia de 1621. Se había pensado primitivamente extender a toda Francia la reforma de Saint-Vanne, pero el rey, el parlamento y la opinión se negaron a admitir que benedictinos franceses fueran puestos bajo la tutela de superiores loreneses; una independencia completa pareció preferible, pero se conquistó por el buen entendimiento con Saint-Vanne. Saint-Maur ganó muchos de los monasterios benedictinos franceses no reformados por Saint-Vanne: solos, algunos siguieron independientes y otros mantuvieron si fidelidad a la antigua congregación de Cluny. En el momento de su mayor expansión, a finales del siglo XVII, Saint-Maur alcanzó cerca de 200 monasterios. En un comienzo las constituciones mauristas fueron las mismas que las de Saint-Vanne, mas pronto las necesidades prácticas impusieron adaptaciones: ésa fue la obra de dom Grégoire Tarisse, primer superior general (1630-1648). A la cabeza de la congregación, el capítulo general, reunido cada tres años, ejerce el poder legislativo y ejecutivo. Su autoridad es soberana: nombra a todas las dignidades (superiores mayores, priores, subpriores…). El superior general, elegido para tres años y reelegible a perpetuidad, es ayudado por dos asistentes; cada una de las seis provincias tiene a la cabeza a un visitador. El superior, los dos asistentes y los seis visitadores componen la dieta, asamblea anual. En cuanto al capítulo general, éste reúne a los miembros de la dieta y a cuatro delegados por provincia elegidos por las dietas provinciales que comprenden a todos los priores y a un conventual por casa. El efectivo del capítulo general no sobrepasa pues los 33 miembros. Todas las provincias tienen su noviciado y su casa de estudio. En cada monasterio, el prior está asistido de un consejo compuesto de dos monjes escogidos por él y de otros dos elegidos por la comunidad; el prior es quien nombra a los diferentes oficiales. Todos los religiosos deben obediencia al superior general. Por su organización interna, la congregación de Saint-Maur se emparenta con la de Saint-Vanne. Como ella, está marcada por la evicción sistemática de los abades y por la voluntad de entregar la totalidad de los poderes a los priores elegidos por el capítulo. Pero Saint-Maur se caracteriza ante todo por su gobierno estable, fundado en una armonía profunda entre el poder central y las autoridades locales. Las elecciones periódicas, pero sin frecuencia excesiva, el modo de escrutinio de dos categorías, la posibilidad de prorrogar al superior genera aseguran a la totalidad de la congregación un equilibrio que contrasta con la gran movilidad de Saint-Vanne. Durante el siglo XVII, Saint-Maur debía asumir un papel eminente en el desarrollo de las ciencias religiosas, particularmente en las técnicas de erudición, la numismática, la arqueología, la paleografía y sobre todo la diplomática caracterizadas por el gran nombre de Mabillon_.Otros monasterios benedictinos seguían asociados a la antigua congregación de Cluny que tomaba el nombre de orden de Cluny pero que, en realidad, era una congregación monástica.

Existieron en Cluny tentativas de reforma, pero llevaron  a resultados inciertos; sólo una parte de los monjes cluniacenses aceptó la reforma conocida como de la «estrecha observancia», las otras permanecieron en la «antigua observancia». Por qué este fracaso? Porque en Cluny los abades comandatarios –simples pensionados de Saint-Maur o de Saint-Vanne- habían llegado a ocupar un lugar considerable: el abad de la abadía de Cluny actuaba como superior de orden y hasta ejercía sobre el conjunto de las casas su jurisdicción espiritual. Una verdadera reforma implicaba la separación de estos comandatarios: ella resultó imposible.

Richelieu abrigó, a partir de 1627, un plan ambicioso, el de unir en una sola congregación, de la que él sería el superior general, todos los monasterios benedictinos de Francia. En esta empresa Cluny hubiera aportado sus inmensas riquezas y el prestigio de su tradición, Saint-Vanne y Saint-Maur su espíritu de reforma. Varias razones guiaban el proyecto del cardenal. Estimaba la autonomía de los monasterios dañosa a la disciplina religiosa, a la tranquilidad del Estado y al orden público. Obedecía así a su genio simplificador, obsesionado por la unidad: pensaba que una única congregación benedictina en el reino constituiría un todo armonioso, benéfico a la vida espiritual e intelectual. Pero se inspiraba también en un motivo de política eclesiástica: Richelieu tendía a constituir una Iglesia de Francia, muy independiente de Roma y cuyo jefe hubiera sido él. Esta idea del «patriarcado» era por entonces uno de los aspectos esenciales de la política galicana, pero se encontraba con grandes obstáculos. Si la Santa Sede hubiera admitido la supremacía del cardenal sobre todos los monasterios benedictinos –supremacía que se habría sumado a la encomienda que poseía de numerosas abadías- se llegaba a la reunión en unas mismas manos de un poder exorbitante: dueño de la política nacional, artesano esencial de la diplomacia europea, encarnación de la «preponderancia francesa», Richelieu habría dominado, por añadidura, la política religiosa de la cristiandad entera. Roma no podía sino oponerse a estos proyectos: negó su asentimiento a todas las empresas del cardenal quien por otra parte chocó con la oposición de los propios benedictinos, deseando cada congregación conservar su autonomía y temiendo no ser más que un mecanismo  en una política eclesiástica general. Todas esta razones explican el fracaso final de Richelieu. En 1657, Mazarino renovó la tentativa pero limitándola a la unión de Saint-Vanne y de Cluny: fue también él a dar en el fracaso.

Otras órdenes de la familia benedictina se formaron de igual modo; la más importante fue la de los Cistercienses. Tres ramas reformadas aparecieron en la orden del Císter:

Los feuillants constituyeron a finales del siglo XVI una congregación que adoptó el nombre de la abadía de Feuillant, en el actual departamento del Alto Garona; contó en Francia con 31 monasterios.

b) La estrecha observancia, nacida a principios del siglo XVII, sólo cuenta con algunas casas.

Los trapenses fueron reformados a partir de 1662 por Juan le Boutheillier de Rancé, el célebre «abad Tempestad», la abadía de Notre-Dame de la Trappe (en el actual departamento del Orne) se convirtió en un foco espiritual, en un lugar de meditación y retiro muy frecuentado; allí se retiró Bossuet en varias ocasiones.

2 – Los agustinos

Los siglos XVI y XVII quedaron profundamente marcados por el pensamiento de san Agustín. En el curso de las controversias apasionadas sobre la salvación, la teología del «doctor de la gracia» que recordaba el poder infinito de Dios aparecía como la réplica más decisiva al individualismo del Renacimiento. Pero la influencia de san Agustín no se limitó al dominio de la teología: se extendió a la organización y al estilo de vida de las familias religiosas colocadas bajo su patrocinio o que seguían su regla. Esta regla, llamada de san Agustín, no es, en los detalles de su letra, la obra personal del obispo de Hipona: las prescripciones disciplinares fueron dictadas en la Edad Media, pero el espíritu es de san Agustín quien, sin duda, redactó la «exhortación», es decir un conjunto de consejos sobre la vida monástica.

En Francia, los representantes de esta regla son sobre todo los canónigos regulares. Se asiste en el siglo XVII al nacimiento o al renacimiento de diferentes congregaciones de canónigos regulares de las que conviene recordar al menos las más importantes:

a) La congregación de los canónigos regulares de Santa Genoveva o génovéfains fue creada en 1635 por el cardenal de la Rochefoucauld, obispo de Senlis y abad comandatario de Santa Genoveva de París.

b) La unión lorenesa o congregación de los canónigos regulares de Nuestro Salvador  (llamada a veces más simplemente El Salvador) fue instituida por san Pedro Fourier, canónigo de la abadía de Chaumouzey (Vosgos). Sus constituciones fueron aprobadas por Roma en 1628. Por el principio y las modalidades prácticas de su organización, esta reforma recuerda la de Saint-Vanne: en uno y otro caso se procedió a la división de las comunidades en dos grupos, los partidarios y los adversarios de le Reforma, debiendo estos últimos desaparecer por ausencia de reclutamiento, pero la congregación del Salvador fue más estable que Saint-Vanne, ya que la elección de por vida del general garantizaba la continuidad de la obra emprendida. Orientó su apostolado en diversas direcciones: misiones entre protestantes, enseñanza entre las clases pobres, dirección de seminarios.

c) Como las de Saint-Vanne y las del Salvador, la reforma de los premostratenses o norbertinos partió de Lorena. El hecho ilustra la función privilegiada del eje «lotaringio» en la pastoral católica: en efecto, sobre esta banda de tierra que se estira desde Italia hasta los Flandres es donde la Santa Sede articuló un plan de defensa y de reconquista_. La reforma de los premostratenses fue obra de un canónigo de Sainte-Marie-aux-Bois (en el actual departamento de Meurthe-et-Moselle), Servais de Lairieuls, que creó la congregación del antiguo rigor o de Santa María Mayor cuyo centro se estableció en Pont-à-Mousson en una abadía que lleva también el título de Santa-María-Mayor. Nacida en 1630, la nueva observancia contaba, desde finales del siglo XVII, 38 casas situadas en Lorena, Champaña, Picardía, Normandía; se extendió hacia Europa central alcanzando Bohemia y Polonia. El apostolado esencial de los premostratenses era la ayuda prestada al clero parroquial en su ministerio.

3 – Los mendicantes

Se da el nombre de órdenes mendicantes a familias religiosas creadas en su mayor parte en el siglo XIII y cuyo estilo de vida contrasta con el de las antiguas órdenes: éstas vivían enclaustradas, lejos del mundo, inclinadas a la oración, el estudio, los trabajos sabios; los mendicantes por el contrario ejercían entre los hombres lo esencial de su apostolado, como directores espirituales, predicadores y animadores de obras. Las principales familias de mendicantes fueron las de los carmelitas, dominicos y  franciscanos.

Los carmelitas conocieron una evolución profunda cuya línea general corresponde a una orientación hacia una vida más contemplativa y más austera. La reforma de los carmelitas es de origen español: fue obra de santa Teresa de Ávila y de san Juan de la Cruz; la congregación de los carmelitas descalzos o descalzados fue creada en 1568. Después de las carmelitas, los carmelitas obtenían en 1611 la autorización de establecerse en París: sus casas se multiplicaron rápidamente por el reino.

Los dominicos o jacobinos (llamados así por su iglesia de la calle Saint-Jacques) habían constituido, ya desde 1514, una congregación de Francia. No conocieron reforma institucional profunda; lo que se constata en ellos es la especialización cada vez más sobresaliente hacia las funciones intelectuales: se consagran al estudio, a profundizar en teología, a la controversia antiprotestante. Los dominicos se establecen preferentemente en las ciudades universitarias; sus grandes centros intelectuales fueron los conventos parisinos del suburbio Saint-Germain y de la calle Saint-Jacques. Los nombres más célebre de la orden en el siglo XVII fueron el de Nicolás Coeffeteau, controversista notable que fue primero prior de Saint-Jacques, sufragáneo de Metz luego y luego obispo de Marsella, y sobre todo el de Noël Alexandre, autor de una Histoire dogmatique de l’Ancien Testament y de una Théologie morale muy célebres en la época; Alexandre fue un galicano tenido a veces, pero quizás equivocadamente, como jansenizante_El término de franciscano es una expresión genérica que designa las numerosas ramas de a familia espiritual salida de san Francisco. La multiplicidad de las reformas franciscanas se explica sobre todo por la dificultad de interpretar y de aplicar el voto de pobreza absoluta impuesto por el fundador a sus discípulos: cada vez que ciertos conventos se encontraban a la cabeza de instituciones que implicaban la posesión o la manipulación de dinero, aparecía una nueva reforma. Así se dieron los observantes, los conventuales, los capuchinos, los mínimos…La evolución de estas diferentes ramas franciscanas fue bastante distinta de la de los dominicos. Mientras que éstos se entregaban cada vez más al apostolado intelectual, los hijos de san Francisco se orientaban hacia los cometidos de la pastoral popular: predicaciones en los campos, controversia pero despojada de todo aparato docto, peregrinaciones, obras de carácter social. Al consagrarse a exaltar la devoción mariana y el culto de los santos, los franciscanos asumieron por lo general el aspecto más afectivo de la Reforma católica; encarnaron asimismo un aspecto político por el «espíritu de Liga», fundado en el deseo del control de lo espiritual sobre lo temporal y que se prolongó durante todo el siglo XVII. A diferencia de los dominicos, los franciscanos se instalaban en los pueblos o aldea donde constituían pequeñas comunidades. La «geografía franciscana» manifiesta a menudo, por la localización de los conventos, la voluntad de obstruir el desarrollo del protestantismo.

4 – Las antiguas órdenes femeninas

Se renovaron para aplicar los decretos del concilio de Trento, no llegando a significar las reformas ni una revolución, ni siquiera una novedad, sino simplemente una vuelta al respeto de las constituciones o de las reglas. Con ellas se trataba de recordar en particular: la necesidad de observar estrictamente la clausura, la imposibilidad de ser abadesa antes de los cuarenta años de edad y ocho años de profesión, la prohibición de acumular, la obligación de un examen estricto de las vocaciones individuales por el obispo o su representante –esto para reaccionar contra una presión abusiva de las familias-, el deber de transferir al interior de las ciudades los conventos que no encontraban ya en los campos condiciones de seguridad suficientes. Fuertes resistencias se vieron a veces porque las religiosas habían adquirido la costumbre de mezclarse con la gente o de permitirles entrar en sus casas. Con todo, las principales órdenes se reformaron, con lentitud en algunos casos debido a la fuerte oposición.

Las benedictinas se reformaron en un espíritu comparable al de Saint-Vanne y de Saint-Maur, pero sin agruparse en congregaciones.

Las carmelitas adoptaron la regla de santa Teresa de Ávila, introducida en Francia a partir de 1603; en 1644 disponían ya de 44 monasterios en el reino.

Entre las cistercienses, varios movimientos de reforma partieron de diversos puntos de Francia: así las de Feuillant, las bernardinas de la preciosa sangre… Pero la reforma más célebre fue la de Port-Royal, introducida entre 1608 y 1625 en la casa de Port-Royal des Champs por la joven abadesa, Angélica Arnauld, de diecisiete años a la sazón. En 1625, Port-Royal des Champs fue transferido a Port-Royal de París, de fundación muy reciente; pero veintidós años más tarde, la Madre Angélica volvió a los Champs con una decena de sus hermanas. Port-Royal asumió un papel muy importante en la vida religiosa e incluso política de Francia cuando un personaje muy conocido, Jean Duvergier de Hauranne, abad de Saint-Cyran, comenzó a predicar y a confesar allí: desde entonces se convirtió en el centro francés del movimiento llamado más tarde «jansenista». No existe ninguna constante absoluta en cuanto a procedencia social de las monjas. Se ha de notar sin embargo que en el siglo XVII las órdenes contemplativas proceden sobre todo de las ciudades y de los medios distinguidos; las órdenes activas del campo, de los campesinos acomodados.

II – Órdenes nuevas. Congregaciones y compañías de sacerdotes. Los tiempos modernos se caracterizan por la aparición de nuevas familias religiosas.

1 – Origen y espíritu de las creaciones nuevas

Uno y otro están determinados, en gran parte, por la coyuntura histórica. En primer lugar por las transformaciones sociales: las estructuras señoriales o feudales se difuminan, mientras que se desarrolla la burguesía y se generalizan los progresos de la urbanización. De donde la necesidad de adaptar la vida del claustro. Los grandes institutos monásticos estaban concebidos para sociedades estables: abadías y prioratos eran unidades religiosas y económicas a la vez, en las que el trabajo de la tierra alternaba con la oración, el estudio y el ejercicio de coro; elevación de espíritu y actividad temporal se expresaban entonces a ritmos inmutables. En adelante, por el contrario, se impone un estilo de vida religiosa más suave, más móvil conforme a las necesidades de una sociedad más diversificada: así las necesidades en materia de educación se amplían porque el burgués desea instruirse o instruir a su hijos para permitirles acceder a funciones de mando; de ahí la aparición de órdenes o congregaciones que dedican lo esencial de su apostolado a escuelas o colegios. Estas familias religiosas exigían una regla nueva o renovada, concediendo menos a la vida contemplativa y a las celebraciones litúrgicas y más a la pastoral exterior.

Además, las transformaciones sociales y, especialmente el ascenso de la burguesía, habían favorecido el individualismo en todas sus formas: intelectual, moral económica…

Ahora bien, la formación religiosa tradicional, nacida de una situación de cristiandad, estaba de acuerdo con las grandes visiones cósmicas expresadas por las Sumas teológicas de la Edad Media. Se necesitaba un espíritu nuevo conforme a las exigencias del siglo, orientado no ya sólo al mundo creado, sino al individuo. A la solución de estos problemas iban a entregarse nuevas familias religiosas: jesuitas, oratorianos, lazaristas, eudistas, sulpicianos…

Finalmente, a estas razones ideológicas y sociales se añaden los imperativos del estado de hecho: la cristiandad está en adelante dividida, existen en el reino comunidades católicas, otras protestantes, de donde el auge de la controversia, de la apologética, de la predicación, de las obras doctas. Las nuevas órdenes o congregaciones responden a estas necesidades. Deben, a este fin, ser más móviles, más disponibles, de manera que permitan una concentración de los hombres allá donde resulte necesaria. Así se constituye una geografía dinámica de los establecimientos religiosos: pequeñas casas se congregan en pequeños frentes, en contraste con las grandes abadías de antaño, asociadas a vastos dominios, a su vez ligados a un plan de roturación o de valoración económica. La centralización se acentúa y se lleva a cabo con provecho de Roma: a menudo estas nuevas familias encarnarán el espíritu ultramontano, por oposición a las antiguas, más acogedoras a las ideas galicanas. De ahí procederán ya sordas rivalidades ya enfrentamientos declarados.

2 – La Compañía de Jesús.

La existencia canónica de la Compañía data de la primera bula de aprobación de Roma el 25 de setiembre de 1540. Las constituciones, establecidas en 1547, fueron en su totalidad redactadas por Ignacio de Loyola y no sufrieron en lo sucesivo más que algunos retoques o adiciones. Sus rasgos esenciales se refieren a la organización de los poderes y la formación de los hombres.

a) La organización de los poderes. En derecho, la Compañía es una orden de clérigos regulares y una orden mendicante en el sentido de que ni los particulares ni la corporación entera pueden poseer rentas fijas; hay que hacer excepción no obstante para los colegios. A la cabeza de la Compañía se sitúa el prepósito general elegido de por vida por la congregación general que designa al mismo tiempo a cuatro asistentes: cada uno de ellos se ocupa de una «asistencia», es decir de una agrupación de provincias, pero los asistentes no disponen más que de una autoridad consultiva. El general nombra a todos los provinciales y a los superiores de los grandes establecimientos, sin duración fija, fundamentando sus decisiones en un simple intercambio epistolar. El poder legislativo está en manos de la congregación general constituida por los provinciales y por los delegados en número de dos por provincia: es elegida por las congregaciones provinciales compuestas de los superiores mayores y de los profesos más antiguos. La congregación general no es periódica: no se reúne de hecho más que para designar a un nuevo general, pero puede ser convocada, bien por el papa, bien por el general.

Los jesuitas están divididos en varias clases bien distintas. Los «escolásticos» son los aspirantes al sacerdocio: al cabo de dos años de noviciado, pronuncian tres votos sencillos y perpetuos (pobreza, castidad, obediencia). Dos años de estudios literarios y científicos constituyen el juniorado; éstos van seguidos de tres años de filosofía y de cuatro años de teología, interrumpidos frecuentemente por una regencia cumplida en un colegio. El jesuita se ordena de sacerdote al final de su tercer año de teología, es decir hacia la edad de treinta años; es sometido entonces a un tercer año de noviciado, el «tercer año» dedicado a una repetición total de los Ejercicios espirituales. En este momento se coloca la admisión a los votos solemnes; los jesuitas que han cumplido todo este ciclo se dividen en dos clases: los «profes»  a quienes se reservan los altos cargos y que pronuncia un voto especial de obediencia al papa, y los «coadjutores espirituales». Tal es la economía de un sistema a la vez democrático, monárquico y aristocrático. Democrático por el derecho de sufragio de todos los profes a la designación de los miembros de la congregación general. Monárquico por el papel devuelto al general, elegido de por vida y todo poderoso: es quien da la unidad al conjunto. Aristocrático también: este carácter se ve en la selección tan estricta en los distintos niveles, en el mundo de elección a muchos grados, en lo que se llama la «consulta», es decir el pequeño consejo como el de los asistentes ante el general, pero que se repite en cada grado jerárquico, por último en la distinción entre profes y coadjutores espirituales.

b) La formación de los hombres. Las constituciones no llevan consigo solamente un aspecto institucional; tienen un fin psicológico, moral y espiritual; intentan plegar la voluntad individual al espíritu de la orden. De esta forme, está fija, en sus detalles más precisos cada una de las etapas espirituales o de las tareas prácticas impuestas a los novicios, el tiempo que consagrar a los Ejercicios, las obras pastorales que llevar a cabo, los cuidados domésticos que respetar…; antes de los votos se dedican ocho días al retiro;  durante el noviciado un control estricto se ejerce sobre las lecturas y la correspondencia. Durante el noviciado también, tres maestros de conciencia dirigen al jesuita: el superior a quien conviene abrirse en todo, el confesor y el síndico cuya misión es señalar las limitaciones. Por último cada candidato se beneficia  de una formación larga y metódicamente llevada; es también objeto de interrogatorios previos muy precisos. La orden no preconiza ninguna de las penitencias en uso en las antiguas familias monásticas, pero conviene ceñirse a todas aquellas que dicten los confesores y los superiores. Se requiere sobre todo mantenerse en un estado de disponibilidad y de obediencia absolutas.

No se prevén ni ejercicios de coro ni de cantos, ni grandes oficios litúrgicos. Cosa igualmente nueva: en una sociedad y en una época en que la función y el «rango» encuentran siempre una traducción vestimentaria, ningún vestido particular se requiere. Únicamente cuentan a los ojos de los jesuitas la actividad apostólica y la formación del individuo, estando ésta además al servicio de aquélla; de donde el mayor espacio dedicado a la meditación, a la oración mental, a la introspección. A modelar las almas y las voluntades deben servir los Ejercicios Espirituales de san Ignacio; pero se trata de una educación, no de una ascesis practicada por sí misma; confesor y superiores deben vigilarlo. El sexto capítulo de las Constituciones precisa que se ha de evitar dejarse apartar del espíritu de estudio por «devociones y mortificaciones excesivas».

Esta formación muy exigente explica la eficacia apostólica y pastoral de los jesuitas. A esta razón se ha de añadir además otra de orden exterior, y que tiene su origen en los privilegios numerosos y extensos aplicados a la Compañía por diversos papas, en particular por Paulo III, Julio III, Pío IV y Pío V. Así: la exención de la jurisdicción episcopal, el derecho de predicar, de distribuir los sacramentos en todo lugar sin permiso del obispo o del párroco, la facultad de absolver a los herejes, el poder de dar los grados universitarios –concesión de extrema importancia pues chocaba con el monopolio de facto de la universidad. Los jesuitas pudieron de este modo desplegar una actividad múltiple e introducirse en diversos dominios en los que ocuparon pronto un lugar de predilección; en la controversia donde lucharon no sólo contra los protestantes sino contra los bayanistas y más tarde contra los jansenistas; en la educación en la que sus colegios  formaron a la mayor parte de los hijos de la burguesía y de la aristocracia y donde muy pronto suplantaron las viejas estructura escolares; en la dirección de las almas al servicio de la cual pusieron a numerosos teólogos, moralistas, casuistas y espirituales; en la política finalmente donde no sólo buscaron  asegurarse la dirección de conciencia de los príncipes, sino donde sirvieron los planes de Roma, convirtiéndose en los apóstoles de la «Europa católica».

c) La oposición a la Compañía. Se las vieron también con oposiciones muy fuertes y de formas múltiples. En el clero secular en primer lugar. los obispos veían con frecuencia con malos ojos este instituto inspirado de un ultramontanismo funcional y tendente por eso mismo a reducir la autoridad de la jurisdicción diocesana; esta hostilidad debía incrementarse después de 1640, con la expansión del jansenismo y las controversias a las que iba a dar lugar. Por otro lado los primeros éxitos de los jesuitas se fundaban a menudo en la carencia del clero parroquial, pero a medida que este clero en adelante formado por los seminarios se muestre más apto para asumir plenamente su ministerio, que atraviesan su existencia hasta finales del siglo XVII. Una oposición parecida se presenta en la universidad, envidiosa al ver a una rival arrebatarle la colación de los grados. Pero las reservas más graves se manifestaron en la alta magistratura, guardiana de los principios de la supremacía del Estado: los legistas no consideraban sin inquietud esta fuerza internacional inmiscuyéndose entre los príncipes y suplantando a sus consejeros naturales. Los jesuitas representaban a sus ojos una peligrosa empresa de dominio de lo espiritual sobre lo temporal. Por último una hostilidad difusa pero fuertemente anclada existía respecto de ellos: Se les reprochaba confusamente su poder, su espíritu de dominio, el lujo de sus iglesias.

Por todas estas razones, la opinión francesa estaba, en el siglo XVII, sensibilizada hasta el extremo con respecto a la Compañía: se la necesitaba y se tenía el sentimiento de que ella constituía una fuerza irremplazable, pero al mismo tiempo era considerada como un peligro para la independencia o las libertades de la nación. Estos movimientos contradictorios se dan cita en particular en la clase de toga. Una oposición semejante de formas múltiples se cristaliza al final del siglo XVI y comienzo del XVII. La universidad presentaba a los jesuitas procesos interminables, acusándoles en particular de enseñar una moral disoluta y colocar la obediencia a un general extranjero por delante de la obediencia al rey. Tales ataques eran señales eran señales nada equívocas del ascenso del nacionalismo: en su naturaleza profunda se emparentaban con los enfrentamientos apasionados entre «políticos» y ligueros. Hubo de esta forma, en abril de 1594, un proceso célebre en el que el abogado de la universidad fue Antoine Arnauld –el padre del «gran Arnauld»- conocido por sus sentimientos galicanos y antiligueros. Pronunció un discurso muy violento contra los jesuitas, culpándoles del intento de querer dar muerte al rey. Esta acusación de enseñar el buen fundamento del regicidio se repetirá a lo largo del siglo XVII. Al día siguiente, otro abogado, Louis Dollé, pleiteó a favor de los párrocos de París que reprochaban a los jesuitas ser un peligro para la religión. La condena sólo pudo evitarse gracias a la intervención de Enrique IV.  Una ocasión nueva de conflicto iba a presentarse al final de este mismo año de 1594. El 27 de diciembre, Jean Chastel intentó asesinar al rey asestándole una cuchillada en el rostro. Pues el tal  Chastel había sido alumno de los jesuitas: investigando en el colegio de Clermont, se halló en casa de un Padre un curso sobre el tiranicidio; la muerte reciente de Enrique III por Jacques Clément había sacado este problema a la luz del día. El parlamento decidió expulsar a los jesuitas fuera del reino. Ellos encontraron refugio en Lorena con el duque Carlos III, pero no pudieron regresar a Francia hasta 1603, después de largos manejos entre el rey y el papa. Conocieron entonces un desarrollo considerable: el final del reinado de Enrique IV fue el momento de las creaciones más numerosas de colegios. Nuevas dificultades surgieron con el atentado de Ravaillac en 1610. El partido católico «español» fue considerado como responsable del crimen ; un proceso resonante se abrió  a los jesuitas que debieron firmar cuatro artículos reconociendo las libertades galicanas y la independencia absoluta del rey de Francia.

En la segunda mitad del siglo, los mismos temas de acusación se repetirán en la literatura polémica: el ascenso del galicanismo, sus alianzas, temporales primero durables luego, con el jansenismo, hicieron con frecuencia difícil la vida de la Cpmpañía y llevaron finalmente a sus supresión en 1764. Verdaderos odios pues estuvieron a veces subyacentes en las querellas de ideas. Se han de tener presentes en el ánimo estas oposiciones de diversas naturalezas para comprender ciertas alianzas (la del parlamento y la de la universidad, la de la clase de toga y  de los jansenistas) y para explicarse el giro pasional de conflictos cuyo origen es de orden puramente teológico.

3 –Las compañías de sacerdotes y las congregaciones religiosas

Se llama compañía de sacerdotes a agrupaciones de sacerdotes aprobadas por la Iglesia en las que sólo se pronuncia votos simples y en las que a veces no existen siquiera los votos. Estas compañías o congregaciones ofrecen pues, en sus modalidades prácticas, un compromiso entre clérigos seculares y clérigos regulares: sus miembros tienen un estilo de vida muy parecido al estado monástico pero no conocen ni los mismos compromisos, ni la misma centralización, ni reglas tan imperativas. Numerosas compañías de este género aparecen o se desarrollan en el siglo XVII.

a) Los Padres de la doctrina cristiana o doctrinario, aparecidos en Italia en 1560, se establecen en Francia con César de Bus; se constituyen en congregación reconocida por Roma en 1598. Los doctrinarios se consagran esencialmente a la enseñanza de la catequesis a los niños y a los adultos.

b) Los sacerdotes de la Misión o lazaristas constituyen una congregación fundada por san Vicente de Paúl en 1625. Se llaman «lazaristas» porque establecidos en París en el priorato San Lázaro y «sacerdotes de la Misión» porque el primer fin asignado por su fundador era organizar misiones en los campos abandonados: muchos misioneros se instalaban así durante una quincena de días en una parroquia y se dedicaban a su renovación religiosa por la predicación, el catecismo, las visitas a domicilio. Los lazaristas se entregan igualmente a otras obras: en particular a la preparación al sacerdocio; a petición de ciertos obispos fundan y dirigen seminarios. Dedican también una parte de su actividad a distribuir los socorros espirituales a los galeotes y a los cristianos esclavizados (en África, en Madagascar, en China…). A la muerte de san Vicente de Paúl en 1660, la congregación contaba con seiscientos veintidós sacerdotes.

c) Los eudistas forman una congregación instituida por san Juan Eudes que fue sacerdote del Oratorio de 1623 a 1643 y predicó numerosas misiones populares. La indigencia espiritual de los laicos, sobre todo de la población rural, le reveló la urgencia imperiosa de la formación sacerdotal; abandonó entonces el Oratorio y fundó la congregación de Jesús y de María cuyos miembros, «sacerdotes misioneros» o «eudistas», viven en comunidad, se consagran a las misiones y a la formación del clero.

d) Los sulpicianos están agrupados en una compañía fundada en 1641 por M. Olier, párroco de San Sulpicio (de ahí su nombre). Fue aprobada en 1644, sus miembros se dedican igualmente a la enseñanza de los seminarios.

d) El Oratorio, creado en Italia en el siglo XVI por Felipe de Neri, pasó a Francia gracias a Pedro de Bérulle que más tarde fue cardenal. Esta personalidad excepcional no limitó su actividad a los asuntos de su congregación: Bérulle fue capellán de Enrique IV sobre quien ejerció una influencia considerable, más tarde él se hizo cabeza del «partido devoto» que preconizaba la Europa católica contra la Europa nacional de Richelieu; fue sobre todo una de los grandes renovadores de la espiritualidad francesa donde se manifestó su influencia por la audiencia  incrementada sin cesar con las tesis «cristocéntricas».

El  Oratorio es una congregación secular, una simple asociación de sacerdotes sin votos y casi sin vida en común: es un espíritu más que una institución. La congregación del Oratorio de Francia fue fundada en 1611 y aprobada canónicamente con el nombre de Oratorio de Jesús por Paulo V en 1613. Desde sus comienzos, el Oratorio tuvo por fin esencial la santificación del clero. Pedro de Bérulle y los primeros oratorianos dieron numerosos retiros a ordenandos o jóvenes sacerdotes; estos retiros eran de una duración variable (de una semana a tres meses); de esta costumbre nacieron los primeros seminarios y nada más aparecer,  es decir después de 1613, muchos obispos se los confiaron a los oratorianos. Ellos mismos fundaron en 1620 en París el seminario de Saint-Magloire, en la vieja abadía benedictina de este nombre situada en la calle Saint-Jacques; se convirtió en el seminario oficial del arzobispado de París. Saint-Magloire fue siempre un hogar intelectual brillante, marcado a finales del siglo XVII con influencias jansenistas. La actividad del Oratorio debía manifestarse en tres dominios: los seminarios; los colegios cuyo espíritu se diferenció del de los jesuitas  por el lugar otorgado a las ciencias de observación y al conocimiento de las civilizaciones extranjeras; la investigación teológica y la espiritualidad donde se perpetuó la tradición cristocéntrica instaurada por Bérulle.

4 – Las nuevas congregaciones femeninas.

Responden a la voluntad de mezclar más íntimamente a las mujeres con las actividades exteriores del apostolado: esta tendencia no es absolutamente nueva ya que, desde el siglo XII, las mujeres ocupaban un lugar importante en los servicios hospitalarios y en la distribución de los cuidados a los enfermos. Pero, en el siglo XVII, este papel se desarrolla por razón de las circunstancias y muy en particular de los estragos de la guerra de Treinta años, a causa también de un sentido más acentuado de las necesidades sociales. El deseo se generaliza de formar a una mujer más instruida, más comprometidas en las actividades del mundo y en el apostolado; tal vez el papel asumido por las mujeres en la expansión y en la consolidación de la Reforma protestante ha tenido también una influencia indirecta sobre el catolicismo. Desde este punto de vista, las creaciones nuevas destacan una etapa importante en la «promoción de la mujer». Su realización conoció sin embargo graves dificultades: se refieren al hecho de que, en el espíritu del concilio de Trento, se entendía reducir los abusos reforzando las reglas del claustro, cuando las formas nuevas del apostolado implicaban para las monjas una apertura más grande al mundo exterior. Para resolver esta contradicción,, el rigor de los principios fue, de hecho, templado por adaptaciones locales.

La necesidad de remediar los sufrimientos corporales y morales dio nacimiento a  muchas congregaciones hospitalarias. La de las Hijas de la caridad, fundada en 1634 por el Sr. Vicente y Luisa de Marillac, proliferó rápidamente en Francia y al otro lado de las fronteras: en todo lugar y tiempo, pero especialmente durante la guerra de Treinta años y en las provincias más afectadas, ofreció admirables testimonios de caridad evangélica.

Otras congregaciones se entregaron a la enseñanza femenina, en particular la congregación de Nuestra Señora y las ursulinas.

La congregación de Nuestra Señora, fundada en Lorena por san Pedro Fourrier y la Madre Alix Le Clerc, fue aprobada por roma en el año de 1628. Las religiosas de la congregación son canonesas regulares que siguen la regla de san Agustín. Sus casas se implantaron primeramente en Lorena y en los Trois Évêchés, luego en el este de Francia, por último en el extranjero.

Las ursulinas son originarias de Italia : su fundadora, Angela de Merici o Ángela de Brescia había puesto su instituto bajo el patrocinio de santa Úrsula de donde el nombre de ursulinas dado a sus miembros, fue introducido en Francia a finales del siglo XVI por Francisca de Bermond: se constituyó en el reino, no de una, sino de una decena de congregaciones de ursulinas (en París, Lyon, Burdeos, Dijon…) representando en total, para el siglo XVII, 350 casas en las que más de 9.000 religiosa se consagraban a la educación. Se ha puesto con bastante justicia en paralelo su enseñanza y la de los jesuitas; la comparación hace referencia no a las materias enseñadas –las mujeres, en esta época, conocían raramente las lenguas antiguas y no estaban iniciadas en las humanidades clásicas- sino por el hecho de que las ursulinas preparan a sus alumnas para su misión y su acción en el mundo; ellas desarrollan en sus casas a la vez la cultura religiosa, literatura o artística, el sentido pedagógico. Las ursulinas formaron a la mayor parte de las jóvenes de la burguesía en la Francia del Antiguo régimen.

Muchas de estas familias religiosas –órdenes o congregaciones, pero de una manera más particular, los franciscanos y los jesuitas- no limitaron su actividad pastoral a la renovación interior: participaron activamente en las misiones exteriores. Su esfuerzo de apostolado llegó a tres dominios geográficos  esenciales: el Próximo Oriente, América del Norte y las Indias. Gracias al apoyo de Richelieu y del Padre  Joseph, los capuchinos organizaron, en colaboración con jesuitas, dominicos y carmelitas misiones en las principales ciudades del Levante; trabajaron en un dominio amplio desde  Grecia a Persia. En el Canadá, los comienzos de la evangelización fueron dirigidos, al precio de enormes dificultades, por los jesuitas, en el transcurso de los primeros decenios del siglo XVII. En 1658, esta tierra de colonización fue erigida en vicariato apostólico, y éste a su vez transformado quince años más tarde en diócesis de Québec; el primer vicario y obispo, François de Montmorency-Laval, dio origen allí, con la ayuda de los sulpicianos, a las primeras estructuras cristianas, en particular, en 1667, el seminario, cuna de la futura universidad. En indochina y China, los primeros misioneros –jesuitas y sacerdotes seculares – lograron ganar para el cristianismo a una parte de la clase más elevada y la más instruida. Pero la creación esencial asociada al apostolado del Extremo Oriente, fue en 1664, la fundación, aprobada por el rey, de la sociedad y del seminario parisiense de las Misiones extranjeras. Su fin primordial no era la conversión  de los paganos, sino la constitución de Iglesias indígenas; estas dos instituciones abren una era nueva en la historia del apostolado; están en el origen de la preponderancia misionera de Francia.

III.  Renovación del eremitismo

El ejemplo del retiro al desierto, propio de los anacoretas de Egipto, o de Siria, acompaña a la Iglesia a lo largo de su historia; esta voluntad de ruptura con el mundo se afirma no obstante, según las épocas, con intensidades diversas. El siglo XVII, particularmente en sus primeros decenios, constituye uno de los tiempos fuertes del eremitismo. Éste no tiene sin embargo, en sentido estricto, nacimiento institucional: ningún reformador, ninguna autoridad religiosa, le han otorgado su carta de existencia canónica, ni siquiera fijado sus reglas espirituales. Se trata de un movimiento espontáneo, salido de un conjunto de fundaciones, de iniciativas personales y de experiencias místicas aparecidas poco después de 1590, ha crecido con un vigor fresco hasta los alrededores de 1635, es decir hasta la entrada de Francia en la guerra de Treinta años, ha proseguido, pero de forma más estacionaria a través de todo el siglo XVII e incluso del XVIII. ¿Cuál es el origen del movimiento? Es difícil  fijarlo con precisión; su aparición a finales del siglo XVI es no obstante un índice rico en significación; el eremitismo está, de hecho, ligado con el término de las guerras de religión. Es, a su manera, una prolongación y una consecuencia del fenómeno de la desmovilización cuya importancia fue siempre tan grande en las sociedades del antiguo régimen; es revelador que la aceleración del movimiento en 1595 corresponda exactamente a la desaparición de la Liga. La sabia diplomacia de Enrique IV, coronada años más tarde por la publicación del edicto de Nantes,  ponía fin al gran sueño de restauración católica. Con la disolución del ejército, la cruzada conocía un parón brutal: la huida al desierto, el rechazo de una sociedad fundada en el compromiso fue para estos luchadores, prendados del absoluto, la única respuesta  conforme a su ideal. Esta respuesta se imponía con tanta mayor fuerza cuanto más exaltaba la controversia a los Padres del desierto como a los testigos más auténticos de la pureza de la fe. Más tarde, la Fronda tendrá, en igualdad de circunstancias, efectos parecidos y dará un impulso al eremitismo. Es en este clima de fiebre, de desconcierto y de esperanzas rotas cuando tuvo origen el movimiento y su auge. Su geografía responde a sus orígenes y a su finalidad: los ermitaños se implantaron sobre todo en Lorena, en Alsacia, en Franco-Condado, en Saboya, en el Comtat Venaissin, en Rosellón. Se trata de un fenómeno de «márgenes», asociado estrechamente y como orgánicamente a «frontera de catolicidad». El historiador del eremitismo, Jean Sainsaulieu, advierte con razón, que si se divide Francia en cuatro cuartos según el meridiano de París y el paralelo de Moulins, la densidad de implantaciones aparece con todos sus contrastes: el cuarto con mucho el más nutrido el es el de Nordeste, el menos nutrido el de Suroeste, quedándose los otros dos cuartos empatados, el Macizo Central, con toda su extensión, la menos poblada. Estas proporciones siguen inmutables  hasta la Revolución francesa. Pero a esta permanencia geográfica  se asocia una gran diversidad en el reclutamiento de los eremitas.

1 –Orígenes sociales de los ermitaños

En el siglo XVII, los campesinos y los artesanos –tejedores, zapateros, toneleros…- iban a la cabeza numéricamente, ya que las guerras hacen con frecuencia al noble indisponible. Hay también clérigos que se hacer ermitaños. Sin embargo ey tipo espiritual y social más acabado del ermitaño proviene de las guerras de religión: es el cruzado, rebelde a todo compromiso, incapaz de adaptarse a la vida tranquila de una sociedad sin ideal. Salido del clan liguero, el más célebre es Pierre Séguin, llamado el «recluso de Nancy»; su vocación nació en el castillo de Blois en la noche de Navidad de 1588, delante de los cadáveres de sus jefes asesinados, el duque y el cardenal de Guisa; después del asesinato de Enrique III, se había puesto al servicio de Felipe II, aprendió el español y «se hizo, en medio de estos oficiales ultramontanos, un alma española». Fue de los que sostuvieron valientemente la candidatura de Felipe II al trono de Francia. Después de la victoria del Bearnés, vivió cinco años en Bruselas con el duque de Feria, embajador de España, después se asentó cerca de Nancy adonde le había llevado sin duda algún asunto que arreglar  con los Guisa; debía quedarse allí treinta y un años, de 1605 hasta su muerte en 1636. Otro ermitaño, Pierre Denis, conoció un destino parecido: instalado en la ermita de Arbois, vivió de 1606 a 1648 en el corazón de aquel Franco Condado arruinado por los combates de la guerra de Treinta años.

Sucede que el campo contrario suscita vocaciones parecidas. Hacia 1590, un compañero de Enrique IV, presente en las batallas de Arques y de Ivry, se convierte y se retira a la colina que domina el pueblo de Hâcourt-en-Lorraine (Haute-Marne); funda allí una ermita cuya irradiación se extiende por toda la región, lleva en ella una vida austera, y recibe al rey como amigo y allí muere en 1645.

Muchos jefes militares, anónimos o cargados de gloria, han poblado así las ermitas; François Aymé fue el primer ermitaño en Nuestra Señora de Loreto en el refugio de Médonville (Vosges); el marqués Charles de Brion (1647-1728), paje de Luis XIV, fue oficial de la guardia francesa, luego lugarteniente del ejército del Rinantes de entrar en la soledad, primero en la ermita de Lormond cerca de Burdeos, y después en París.

De una manera general, la nobleza, particularmente la de las familias de toga, conoce una representación cada vez más amplia en este mundo de los anacoretas, muchos de los cuales son hijos de procuradores, de tesoreros de Francia,  de abogados o de consejeros en una corte soberana, testimonio de una categoría social tallada según los métodos de la oración mental y deseosa de buscar lejos del mundo, como lo hará en otros tiempos en el jansenismo, el encuentro con el «Dios escondido».El movimiento alcanzó una expansión tal que parecerá, en ciertos momentos, deseable de canalizarlo agrupando a los ermitaños en compañías. La idea de esta federación les vino, al principio del siglo XVII, a obispos reformadores como Geoffroy de la Martonie en Amiens, Sébastien Zamet en Langres o Jean des Porcelets de Maillane en Toul, y a antiguos soldados eremitas como el Hermano Jean-Baptiste y el Hermano Michel Legrand, que fue lugarteniente de caballería, herido durante la guerra de Treinta años, y retirado, a  mediados de siglo a la soledad de Vitrimont, próximo a Lunéville. Uno y otro introdujeron en el mundo de los solitarios a la vez una jerarquía y reglas de servicio: al primero se debe la congregación de Saint-Jean-Baptiste, al segundo el instituto de los ermitaños de Saint-Antoine. Se crearon también, en diferentes regiones de Francia, compañías o congregaciones de ermitaños cuyo marco fue siempre diocesano y cuya mayor parte se mantuvo hasta la Revolución francesa: se trata de asociaciones laicas y no clericales en los términos del derecho; no comportan vida en común de más de dos o tres. A veces de una agrupación  de hecho no implicando ni fundación, ni base canónica, ni regla: es el caso de los solitarios de Port-Royal que fueron a su modo ermitaños. Estos grupos de ermitaños de contornos jurídicos inciertos fueron no obstante excepcionales y rara vez verdaderos éxitos, tan rebelde se muestra el eremitismo, en su naturaleza profunda, a toda forma de vida comunitaria. Sin embargo el ermitaño, incluso solitario, no traza en su fantasía el itinerario espiritual; en la sociedad de órdenes del siglo XVII, la Iglesia concebía mal y no toleraba una vida religiosa plenamente independiente, sin estatuto ni control jerárquico; por eso, con bastante frecuencia, los obispos dieron a los eremitas una regla estricta y rigurosa en su carta misma. La de Pierre Séguin, a la que el obispo de Toul, Jean des Porcelets de Maillane concedió en 1618 la aprobación canónica, constituye un ejemplo. Entre levantarse a las 3h 15m y acostarse por la noche a las 9h 15m, el ermitaño no debía conocer en ningún momento la ociosidad. Su tiempo se repartía entre el trabajo manual, la actividad intelectual y la meditación. Cada día recitaba el oficio de la Virgen, comulgaba cada domingo y observaba escrupulosamente las reglas del ayuno prescritas por la Iglesia limitando su alimento cotidiano a una ligera colación de alguna fruta y cuatro onzas de pan. Cada viernes recitaba el Miserere y el Pater, infligiéndose la disciplina. Dormía sin desvestirse, en una estera, con una sola manta. Nunca salía de su celda y no recibía en ella a ninguna visita; su propio confesor no tenía derecho a penetrar en ella más que en la proximidad de la muerte.

2 –El mensaje eremítico

Parecida austeridad llevaría a pensar que los ermitaños consagraban cada instante de su vida a la penitencia y a la ascesis. De hecho, la gama de sus actividades se muestra muy extensa. Muchos de ellos se entregan a las obras de asistencia. Algunos se instalan en cementerios y aseguran la custodia del santuario y de las tumbas; ocasionalmente se hacen enterradores, y se convierten en servidores de la población sepultando gratuitamente a los pobres y a los apestados. Se sienten tan perfectamente en su propia casa que algunos utilizan  como jardín  esta residencia de los muertos. En Aix en 1676, la oficina de policía da «orden al ermitaño de arrancar las legumbres que ha sembrado en el cementerio y de entregar al escribano la llave  de éste»; en el pueblo de Challerange, en la Argona, el párroco informa al arzobispo de Reims que «el cementerio está en mal estado». El ermitaño que ha hecho de él su residencia, añade,  se empeña, a pesar de las prohibiciones reiteradas que le he hecho, en convertirlo en su huerto y en plantar sus legumbres en los mismos lugares donde yo he enterrado cuerpos. Suplico a su Excelencia que dé órdenes.» Pero otro se entregan más por completo a los vivos y se hacen curanderos: recogida de simples, cuidados prodigados en tiempo de epidemia, fabricación de jarabes o de ungüentos constituyen sus especialidades esenciales. Con frecuencia este ejercicio de una  medicina elemental se acompaña de virtudes taumatúrgicas: establecidos en algún poblado o, más habitualmente, junto a una fuente milagrosa, conservan creencias o prácticas, llegadas del fondo de los tiempos, perpetuando así, cristianizándolas costumbre paganas. Sus talentos son diversos, pero siempre reputados eficaces. Algunos curan las enfermedades mentales: en Saint-Paul-d’Arnave, cerca de Tarascon-sur-Ariège, dos ermitaños cuidan a los epilépticos y a los locos acostándolos en una piedra; llevan registro de sus curaciones. Otros acometen la esterilidad: así, en Pont-sur-Meuse, cerca de Commercy, los ermitaños reciben a las mujeres deseosas de ser madres y les hacen invocar a santa Lucía; se trata en efecto de un reviviscencia del culto de Junon Lucine, diosa del parto. El lugar era muy conocido y frecuentado: recibió incluso la visita de Ana de Austria. Otros ermitaños están asociados a «santuarios de tregua» donde la Virgen concede a los hijos  nacidos muertos la gracia de volver algunos instantes a la vida, de manera que reciban el sacramento del bautismo.

Estos privilegios milagrosos confieren naturalmente al ermitaño un papel pastoral: a veces se hace intercesor en las peregrinaciones; con mayor frecuencia todavía, en predicador y aquel solitario retirado del mundo tiene naturalmente tendencia  a juzgar sin indulgencia a este mundo cargado de pecados. Su palabra atrevida, vehemente, libre de toda censura eclesiástica, fustiga con vigor a las autoridades mejor establecidas. Esta forma de «profetismo popular», no dejó de inquietar al poder alguna vez, hasta el punto que ciertos ermitaños fueron asimilados a brujos: al principio del reinado personal de Luis XIV, en 1663, el hermano Simón Morin fue quemado vivo en París como «fanático visionario».

La acción espiritual de muchos de ellos fue no obstante profunda. Aquí también, conviene evocar el caso de Pierre Séguin que fue un director de conciencia celoso y tradujo para sus fieles las obras de la gran mística española, la de Teresa de Ávila, de Luis de Granada, de Arias de Sevilla o de Juliana Morel; creó de esta forma una especie de «sociabilidad espiritual» adhiriéndose y prolongando la de los franciscanos.

¿Cuál fue exactamente la irradiación de estos ermitaños? ¿En qué medios sociales se ejerció su influencia? El estado actual de los estudios permite difícilmente precisarlo. Únicamente el aspecto negativo del problema aparece con plena claridad: el ermitaño suscitó una desconfianza luego reticencias y a veces una hostilidad declarada.

3 – El antieremitismo

Existe un antieremitismo, impreciso en sus contornos, pero poderoso. Una reacción de este tipo tiene raíces profundas: no se trata solamente en efecto de las incompatibilidades de humor o de las inevitables fricciones entre el solitario y su vecindad. El ermitaño no ocupaba su puesto orgánico en la sociedad de su tiempo y aparecía como la negación del orden clásico: cercano al monje por su género de vida, ignoraba sin embargo los privilegios clericales; instalada un poco al azar, en el campo, en los cementerios o en la linde de los bosques, su modesta celda no se beneficiaba de ninguna fundación: muchos obispos dejaron incluso de dar ninguna regla  al ermitaño. Éste es por ello una señal de contradicción: a los ojos de las autoridades diocesanas es un franco tirador sin mandato y, para os monjes, una especie de «giróvago». Algunos espirituales, y de los más grandes,  miran con preocupación a este «hombre solo»: cuando en 1638, Saint-Cyran impone un retiro a los dos hermanos Le Maitre, Isaac y Simón,  les asigna una residencia común, pensando «que sería mejor para el bien de estos dos hermanos que estuvieran juntos». Ése fue el origen del famoso grupo de los «solitarios» a quienes se llamaba en el origen los «ermitaños» de Port-Royal. Otros se mostraban más desconfiados todavía y acusaban a los ermitaños de sostener, en un siglo de reforma, antiguas creencias sacadas del fondo pagano. Estas razones explican la hostilidad de los obispos y de los poderes públicos-

En el episcopado, guardián del «aparato eclesiástico», la oposición al eremitismo, de tradición antigua, pues ya viva en la Edad Media, se amplía con la consolidación de la Reforma católica, es decir después de 1630. Muchos concilios provinciales dictan a su respecto una legislación represiva. En 1631, el arzobispo de Arles publica la lista de los proscritos: «Los ermitaños  cuyos nombres se citan deben retirarse de Arles y de la diócesis dentro de ocho días.» Otros prelados actúan de la misma manera. Un poco más tarde, en 1650, el capítulo de Beaune se opone a los gastos de mantenimiento de la ermita de Pommard, en función desde el siglo XV y se niega a nombrar a nuevos ocupantes. En los último decenios del siglo XVII, la hostilidad se vuelve más activa y se transforma con frecuencia en verdadera persecución: muchos prelados se distinguen en esta caza del ermitaño, en particular los obispos de Metz, Georges d’Aubusson de la Feuillade (1668-1697), Henri du Cambout de Coislin (1697-1732), y el arzobispo de Reims, Charles Maurice Le Tellier (1671-1710). Unas palabras del primero revelan claramente las razones de la oposición a los ermitaños: son «falsos devotos, no hallándose unidos a ninguna compañía que se cuide de su conducta». Un poco más tarde, en 1711, en los últimos años del reinado de Luis XIV, Coislin escribirá a uno de sus párrocos: «El obispo ha sabido para su gran sorpresa que hay en el arciprestazgo varios falsos ermitaños. Sabéis, Señor, cuáles son en este asunto mis intenciones y mis prohibiciones; no se ha de permitir a nadie y avisarme de los que se nieguen a marcharse, con el fin de yo tome las medidas necesarias para hacerles someterse a ellas.» El ermitaño aparece como aislado, un «asocial» en el edificio lógico de la civilización clásica.

A las competencias de la autoridad eclesiástica, el poder civil añada otras de carácter ideológico o político. Por su libertad de de lenguaje, el ermitaño parece a veces sospechoso, si no peligroso. Luis XIV se mostraba  es verdad muy tolerante, en un principio, con respecto a los ermitaños, pero con la condición de que eviten tomar partido en el terreno teológico o espiritual: su estilo libre, un tanto anárquico, se acomodaba mal a esta  moderación. El eremitismo por otra parte ha florecido en los confines del reino o en las provincias recientemente conquistadas –Tres Obispados, Franco- Condado- donde el espíritu de catolicidad teñido a veces de resurgencias ligueras hace del ermitaño a la vez un marginal y un opositor, a quien los intendentes consideran por lo general con inquietudes de reprobación. Es debido a la simpatía de una opinión pública agradecida por los servicios prestados que el ermitaño se sostiene en el siglo XVII. Otra cosa sucederá con la difusión de las «Luces» y el racionalismo triunfante, cuando muchos lo verán como el «ignorante», obsesionado por lo maravilloso, afecto a las «supersticiones», como testigo de una «Edad Media» condenada.

Un tal cúmulo de reformas ilustra la renovación de la vida religiosa y le marca con muchos caracteres. En primer lugar una cohesión más fuerte en las familias monásticas, que se manifiesta de varias formas: en las órdenes antiguas por la a parición de congregaciones nuevas destinadas a llevar remedios al aislamiento de los monasterios, así en Saint-Vanne y en Saint-Maur. En las órdenes nuevas la centralización está desde el principio más afirmada; el hecho es patente en los jesuitas. El resultado se traduce, en la mayoría de los casos, por una nota ultramontana más afirmada: Roma mantiene con mayor firmeza que en otros tiempos órdenes y congregaciones. Otro carácter afecta a las relaciones con el mundo; mientras que los monasterios antiguos buscaban el aislamiento, los religiosos multiplicaban en adelante los contactos con el exterior. Las antiguas abadías eran los santuarios de una contemplación intemporal; las nuevas órdenes se esfuerzan por el contrario en ir al siglo: la ruptura entre la Iglesia y la actualidad inmediata, lejos de ser tenida como un ideal, es considerada como un mal que proscribir. En aparente contradicción con este acercamiento al mundo, un movimiento de retirada se afirma en la expansión del eremitismo, forma del individualismo espiritual propio para abrazar directamente, más allá de las instituciones y de las jerarquías,  la presencia del «Dios escondido».

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