Desde la casa (Santa Luisa)

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

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Author: Benito Martínez · Year of first publication: 1995 · Source: CEME.
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cartelLa Casa

La paz había vuelto a París, pero no a Francia. La nobleza regresó a sus palacios del Marais, el barrio aristócrata, y acudió, como antes, a la Corte a felicitar a los reyes y a contemplar a Mazarino, más poderoso que nunca. Aunque el salón literario de Mme. Ram­buillet, moría, más que languidecía, desde la muerte del poeta Voiture en 1643, en 1653, otro salón brotó vigoroso, el de Mlle. Scudery. Los aristócratas, muy en particular los con­denados, acudían al salón de esta burguesa a pasar el tiempo galantemente en veladas lite­rarias. También, desde 1653, resurgió, sin la ridiculez de años posteriores, el movimien­to feminista y contestatario de las preciosas.

Los burgueses continuaron sus negocios interrumpidos o ralentizados por la Fronda. El río Sena se abrió de nuevo a balsas arrastradas desde la orilla por caballos o mulas y cargadas de arena, piedras, forraje o abono; a los esquifes, lanchas y barcazas de peque­ños comerciantes y pescadores, y a los barcos de poco calado de los comerciantes adine­rados. Por tierra, viajeros y mercancías de toda clase recorrieron los caminos hacia París.

En las calles sucias y descuidadas, se bajaron las mismas tablas que servían de con­traventanas, de mostrador y de escaparate de las tiendas y aparecieron los mismos tende­retes que en años anteriores; en los mercados centrales y de ganado, resonaban los mis­mos gritos, e idéntica picaresca se desarrollaba a las puerta de las iglesias y de los con­ventos o en las plazas. El Pont-Neuf se abarrotó como de costumbre de gente, tiendas y bullicio, y en la Plaza Dauphine, aparecieron los conocidos titiriteros. Por las noches, se notaba que en los patios o Cortes de los Milagros había crecido el número de truhanes, bribones y vagabundos peligrosos. También, habían aumentado los pobres, las viudas y los huérfanos, o sea, los mendigos. Sin que se dieran a conocer, se habían multiplicado los pobres vergonzantes —los arruinados—.

Los campesinos continuaron explotados y estrujados económica y socialmente, vi­viendo un cristianismo supersticioso y casi animista.

Los parisinos, sin muchas diversiones ni siquiera distracciones, aplacadas las revuel­tas, necesitaban algunas disputas. Religiosos por naturaleza, por educación y por ambien­te social, sin lugares en donde entretenerse, volvieron a las discusiones religiosas, sobre  todo, a los temas que enfrentaban a católicos y jansenistas.

También, la señorita Le Gras volvió a los quehaceres diarios: al gobierno de la Com­pañía y al acompañamiento de las Hijas de la Caridad. Los siete últimos años de su vida son idénticos a los años anteriores a La Fronda. Es como si volviese la misma vida ordi­naria. Pero simultáneamente, son completamente distintos a los anteriores. Más que los cuatro años de la Fronda —ciertamente importantes—, las diferencias las marcaron el ma­trimonio de su hijo Miguel, la edad de Luisa —pasaba de los sesenta—, la profundidad de su santidad, el aumento de Hermanas y la veteranía de la Compañía: más de veinte años

Tanto si se consideran estos años como una continuación de los anteriores o como una etapa diferente, tiene un significado relevante la Casa, el domicilio de la señorita Le Gras y de sus hijas, enfrente de San Lázaro, la vivienda de Vicente de Paúl. Desde la Casa, Lui­sa dirige y organiza la Compañía.

De aquel piso del barrio de Saint-Victor en 1633 y de aquella casa alquilada en el pue­blecito de la Chapelle, se había pasado a dos casitas vulgares, propiedad de los padres paúles en la parroquia de San Lorenzo

El 1 de abril de 1653, la Congregación de la Misión las puso a pública subasta, como ordenaban las leyes, por 17.000 libras. La cantidad era igual a la que habían invertido los paúles en las casitas. La señorita Le Gras pujó hasta 17.650 y la Compañía se hizo pro­pietaria de su vivienda. Estas casitas formaban la Casa, el cerebro de toda la organización y el lugar de referencia de la Compañía. La Casa se reducía, por lo tanto, a dos casitas adosadas. Una de ellas constaba de sótano, planta baja, dos pisos y camarote. En la plan­ta baja, había dos salones y en cada piso dos habitaciones. Suficiente para una familia aco­modada. Tenía, además, establo, patio y pozo. Una riqueza material y humana en unos años en que no había agua corriente en las casas y tan sólo 20 fuentes públicas en todo París.

La otra casita era más pequeña: planta baja y un piso. La planta baja tenía cocina y sa­lón y en el piso, había dos habitaciones revocadas y con cielo raso. A esta casita, perte­necía un granero con cubierta de teja. Había también un cobertizo y detrás un huerto. To­do estaba rodeado por un muro con un portón grande de entrada, dando el aspecto de pro­piedad particular’.

Lo que pudo ser suficiente en los primeros años, en 1653, era a todas luces insuficiente. En otoño de este mismo año, se derrumbó una parte del muro y fue la ocasión para me­terse en reformas un tanto ambiciosas. Luisa proyectó unos planos con idea de completar las necesidades futuras, aunque las obras se harían «poco a poco, para no pedir prestado mucho a la vez». Pudo ser en esta época o tres años más tarde, cuando pensó edi­ficar un nuevo pabellón. Pero se puede asegurar que la idea ya le había pasado por la ca­beza. Luisa era previsora y calculaba lo más barato; para no empeñarse demasiado, con un plan meditado, pensó ir construyendo una Casa que satisficiera las necesidades futu­ras. Se pidieron los permisos y, sin oposición de los vecinos, el ayuntamiento autorizó las obras.

Luisa tuvo que aunar otra vez inteligencia, práctica y actividad Ahora o tres años más tarde, cogió un papel y escribió un borrador:

«Seguido del horno, la escuela y detrás, la sala para curar enfermos y después, la puerta grande. Además, una cuadra, si se puede, donde esté el establo, el gallinero y una cochinera; un pozo o fuente, si se puede, y una fosa [pozo negro de la época]. Encima, a continuación del recibidor, hacer un dormitorio.

Encima del dormitorio, la enfermería y encima de la enfermería, el granero.

Hay que encontrar medio de ir a todos esos lugares altos por la escalera grande del edificio viejo. Y si se puede hacer, pegado al dormitorio, un despacho o habitación pequeña».

Administradora prudente, preguntó si resistirían las paredes y cuánto costaría el ma­terial y los albañiles. Pasados a limpio los apuntes, se los envió a un arquitecto, recor­dándole que, a pesar de su categoría y de la pena que le causaría, «era absolutamente ne­cesario que el edificio tuviese aspecto aldeano y fuera lo menos ostentoso posible». Para lograr tal efecto, convendría emplear «piedras ennegrecidas».

A pesar del supuesto disgusto, el arquitecto aceptó la propuesta. Hizo, a su vez, algu­nas aclaraciones y calculó el presupuesto: 18.000 libras. Comenzaron las obras y se fueron pagando con lo que aportaban las Hijas de la Caridad y con los donativos que enviaba la Providencia, según escribió Sor Maturina Guérin. Tan espiri­tual como realista, San Vicente —el devoto de la Providencia— se lo atribuyó «a Dios y a la buena administración de la señorita». Cuando no había dinero, se paraban las obras. En 1656, se decidió terminar definitivamente las obras con un nuevo pabellón. Ciertamente, a principios de 1658, las obras estaban terminadas y el nuevo edificio fue habitado en Pascua de 1658.

Ya sólo, faltaba llevar el agua tan necesaria como la casa. Sin embargo, era más di­fícil lograr la licencia de una fuente que de un edificio. La ciudad, y de una manera más escandalosa los arrabales, tenía una raquítica red de agua potable; era tan escasa que «no era suficiente para abastecer las fuentes públicas». Además, la casa de las Hijas de la Caridad estaba cerca de una de estas fuentes. Luisa pidió influencias a las señoras de la Caridad, como a la señorita de Lamoignon o a otra amiga, la señorita Danse, Dama de Ana de Austria, quien se lo pidió a la reina en presencia de la señora de Brienne, y la reina les dijo que lo dieran por hecho. Sin embargo, no tuvieron agua corriente en la Ca­sa hasta 1659 y, según escribió a Luisa el señor Bassancourt, gracias a la influencia de la señora Tronson.

Organización de las comunidades

Luisa sentía que se hacía vieja. Le costaba leer y escribir porque su vista se debilita­ba, le era penoso comer pues tenía escasa la dentadura. Y sin embargo, cuanto más enve­jecía, mayor era el trabajo. Su cuerpo hubiera necesitado ser remozado como la Casa, desde donde organizaba las comunidades.

Luisa de Marillac poseía dotes organizadoras admirables: tenía una inteligencia fuera de lo común para trazar un organigrama, era realista cuando planificaba objetivos reali­zables según las circunstancias, conocía perfectamente las posibilidades de sus hijas, sin cultura y con una religión popular, y no ignoraba sus alcances limitados en una sociedad y en una Iglesia que consideraban a las mujeres como personas de segunda clase. Era emo­tiva, y la afectividad es imprescindible cuando se organiza a personas. Es decir, era una mujer dotada para animar y acompañar a las Hijas de la Caridad, como partes de unas es­tructuras.

Su sistema comenzaba por determinar los cauces para dar efectividad a la planifica­ción: comprometió a los misioneros paúles para que hicieran las Visitas Canónicas, diri­gieran a las Hijas de la Caridad y las confesaran en determinados momentos; introdujo los directores espirituales para las comunidades; pero el cauce más usado fue la correspon­dencia.

Ciertamente, el P. Lamberto, amigo entrañable y colaborador servicial, había muer­to en Polonia. San Vicente conocía la amistad santa que se profesaban. Frecuentemente, le daba noticias del P. Lamberto5. En marzo de 1653, le comunica que el P. Lamberto ha muerto en Polonia. La noticia fue terrible. Luisa manifestó su dolor en varias cartas a las Hermanas y a Vicente de Paúl. Pero después de marchar a Polonia, otros misioneros ha­bían asumido la atención a las Hijas de la Caridad: Alméras, Berthe, Dehorgny, Four­nier, etc.

También, es cierto que, a veces, los directores espirituales no resultaron como lo pen­só ella; por ejemplo, en Nantes y, en algunos momentos, en Nanteuil, Chars y Chantilly, pero en otras circunstancias y en otras comunidades, como en Angers, el Abad de Vaux y el señor Ratier fueron de una ayuda inconmensurable. Es verdad asimismo, que muchas cartas se perdieron, pero es evidente que las cartas «no sólo, eran insustituibles para or­ganizar una comunidad, era la misma organización contenida en un papel, y aún hoy sor cofres donde se guarda su sistema y que abrimos para conocerlo o estudiarlo. Con las car­tas, se hizo presente en las comunidades, encauzándolas y dirigiéndolas. Por eso, la co­rrespondencia, en su mayoría, son cartas de organización y dirección».

Hay algunas cartas que las escribía como un descanso en las fatigas. Con este fin, re­novó las relaciones con Sor Juliana Loret. Con ella, se distraía hablando de las cosas de las amas de casa. Pero tampoco con su amiga, pudo prescindir de organizar el servicio que consideraba deficiente. Consciente de su influencia, le sugería que para atender a los pue­blos de los alrededores le era imprescindible un caballo o un asno. Así, un poco cabal­gando y otro poco a pie, el servicio sería más eficaz. También, le insistió que enseñara el arte de la enfermería a su compañera Juana para cuando ella tuviera que salir. Esto sucedía en enero de 1653; luego, desaparece la correspondencia con Chars hasta ve­rano de 1657. Es que Sor Juliana dejó Chars.

Sin embargo, en 1654, se abre una nueva correspondencia con Fontenay-aux-Roses cerca de París, a donde había ido destinada Sor Juliana. Las cartas, como si fueran llama­das telefónicas de hoy día, vuelven a lo de siempre: asuntos caseros o ayuda para resol­ver algunas dudas: la manera de colaborar con el médico y las condiciones para acoger a una pensionista. Luisa parece una madre dando consejos a una hija que se le ha casado. ¡Qué humana y simpática se nos presenta en alguna carta!: «Te envío un celemín de ex­celentes guisantes. Los he comprado de los mejores, porque las habas con vaina están de­masiado caras, sin embargo, ya las encontraremos y os las enviaremos. Estos guisantes no tienen necesidad de ser cribados. Si Dios quiere, te compraremos los ramilletes, cuando vayamos a la feria de Saint-Germain. También, te enviaremos un bacalao; hay que lavar­lo bien y rasparlo y luego ponerlo a secar, y después, cortarlo en trozos y a medida que lo vayas haciendo, ponerlo a remojo. El agua en que lo lavas es muy buena para la colada». Como en Chars, le manifiesta su confianza, enviándole a una Hermana sin haber terminado los Ejercicios Espirituales, con el consejo de instruirla. Sin dejar de ser cari­ñosamente detallista, la invita a venir a París.

Tampoco, las cartas que envió a Varize llevan rigidez organizativa, sino calor espiri­tual: la grandeza de ser Hija de la Caridad y la obligación de un servicio espiritual. Me­nos aún, están ceñidas por el entendimiento sino teñidas de corazón las cartas que envió a Sor Juana que vivía sola en Etampes, el infierno de la miseria. Compadecida de su so­ledad, la consuela y anima a servir y a vivir como Hija de la Caridad, aunque esté sola.

Con una frase llena de ternura y melancolía, promete traerla a París: Cuando vengas, «en­contrarás muchos cambios en las Hermanas, habiéndonos quitado nuestro Señor buen nú­mero de ellas; por lo cual, me hace desear que no difiera venir, tan pronto como el señor Vicente se lo mande». Amor, no cabe duda, pero también realismo. Sabe que vivir sola es duro y también que se puede apegar a un modo suelto y libre de vida, o encariñarse al lu­gar; por eso añade: «Cuide no faltar, pues es la obediencia la que da el mérito a todas nues­tras acciones».

Las comunidades de Angers y de Nantes ya estaban organizadas. Ella misma había ido a organizarlas. En 1653, las dos comunidades seguían su rumbo rutinario. Angers siguió regocijando a Luisa. La vida y el trabajo de las Hermanas, animadas por Sor Cecilia An­giboust, cautivaban a todo el mundo.

Las autoridades, convencidas de su eficacia, pidieron Hermanas también para el Hos­pital de Encerrados [Hospital General]. Luisa se las prometió para cuando tuviera más Her­manas. Para no alborotar a la comunidad, le indicó al Abad de Vaux que no se lo dijera, pensando que inmediatamente pedirían ser destinadas al nuevo hospital.

Nantes, por el contrario, seguía preocupándola y dándole disgustos. La causa no nacía únicamente de la suspicacia de los administradores, también las Hermanas, —sospechaba Luisa— eran culpables de las desavenencias, teniendo que abandonar la Compañía una de ellas. Tenían culpa las Hermanas porque a los administradores les molestaba que, habien­do «un número exagerado de Hermanas», no cesaban de contratar «a mujeres de fuera» pa­ra hacer los trabajos duros «como recoger, cambiar y hacer la colada… y el fregado».

Luisa ya no era una mujer temerosa, estaba curtida por los sufrimientos y la vida; la experiencia la había madurado. Ante la huida de una Hermana, no se culpó a sí misma, al contrario, consoló y animó a la comunidad: «cosas parecidas hemos visto que nos hacían creer que obraba la divina Providencia». ¡Cómo ha asimilado la doctrina vicen­ciana!

En el verano, ocurrió un acontecimiento con dos lecturas diametralmente opuestas. En la conferencia que el P. Dupont, director de las Hijas de la Caridad, tuvo en noviembre de 1675 sobre las virtudes de Sor Marta Dauteuil, las Hermanas recordaron que ésta «des­pués de haber permanecido alrededor de dos años en Nantes, como había necesidad de una Hermana en Hennebont, el señor Vicente mandó a la Hermana Sirviente de Nantes que enviara allá a una de sus compañeras, a lo que se opusieron los señores administra­dores del hospital. Viendo lo cual, Sor Marta, tocada de compasión al ver a las Hermanas [de Hennebont] necesitadas de ser aliviadas y que la Hermana Sirviente [de Nantes] no podía cumplir las órdenes de los superiores, tomó la resolución de irse a Hennebont». Sor Marta era una Hija de la Caridad maravillosa y estimada por todos: administradores, per­sonal, enfermos y visitas.

Durante la conferencia, las Hermanas completaron el incidente: los administradores de Nantes no soportaron que se fuera la Hermana. Con idea de hacerla volver, escribieron a Hennebont, acusándola de ladrona y denigrándola en su fama. La comunidad y la Junta del hospital de Hennebont no cayeron en la trampa. Aquí, permaneció doce años aprecia­da y querida.

En la conferencia, se respira un vaho de aprobación de la decisión que tomó Sor Mar­ta. Sin embargo, por otras fuentes más directas, sabemos que Santa Luisa condenó su pos­tura. Consideró que «marcharse de Nantes sin permiso de los superiores» era una falta muy grave. De genio pronto, y rápida en tomar decisiones, Luisa la expulsó de la Compañía. Seguramente, con el consentimiento de San Vicente. Es cierto que Luisa tenía prontos y era rápida en tomar decisiones. Lo dijo San Vicente en la conferencia que siguió a su muerte. También, sabemos que a alguna Hermana le infundía respeto. Pero no es posible que tomara tal decisión sin el consentimiento de Vicente de Paúl.

Cuando la carta de expulsión llegó a Hennebont, el fundador y administrador del hos­pital, Luis Eudo Kerlivio, director espiritual además de la comunidad, detuvo la expulsión y convenció a Luisa de la buena voluntad de la Hermana. La maravillosa Marta Dauteuil permaneció en la Compañía y llegó a ser Ecónoma General.

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