Vida de san Vicente de Paúl: Libro Tercero, Capítulo 19, Sección única

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

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Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.
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Luis Abelly

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Continuación del mismo asunto

En cuanto a la mortificación externa del Sr. Vicente se puede decir ciertamente que iba al mismo paso que la interna, es decir, que la practicaba perfectamente, y casi sin tregua, pues siempre ha tratado su cuerpo con un rigor muy grande, hasta en tiempos de su extrema ancianidad, y aún en sus enfermedades más graves. Y además de las penitencias y mortificaciones ordinarias (de ellas les hablaremos en seguida), abrazaba y buscaba todas las ocasiones que podía encontrar para hacer sufrir al cuerpo, como ya lo hemos visto en diversos ejemplos en el Libro primero, y particularmente en su forma de vivir durante todo el viaje, que realizó el año 1649, siendo de más de setenta años, o a las abstinencias, las vigilias, el rigor del frío y todas las demás incomodidades a las que se expuso, le causaron la grave e insoportable enfermedad que le atacó en Richelieu. Sobre eso decía, «que se podía practicar la mortificación en toda clase de circunstancias, teniendo el cuerpo en al guna postura penosa, sin por eso lesionar la modestia, privando a los sentidos ex ternos de las cosas que les podrían dar alguna satisfacción, y sufriendo gustosa mente las intemperies e incomodidades del aire. Eso lo sabía practicar muy bien, estando dispuesto a buscar las ocasiones pertinentes; y trató frecuentemente durante los mayores rigores del invierno de exponer sus manos al frío, que, a veces, estaban negruzcas, y las demás partes del cuerpo participaban de la misma incomodidad, ya que no quería tomar otro calzado, ni otra ropa para el invierno que fuera distinta de la del verano.

Durante las grandes y extremas miserias de Lorena, decía muy a menudo: «Este es el tiempo de la penitencia, porque Dios aflige a su pueblo. ¿No nos corresponde a nosotros, Sacerdotes, estar a los pies de los altares para llorar sus pecados? Esa es nuestra obligación; pero, además, ¿no debemos quitar algo de nuestros gastos habituales en la comida para su alivio?» .

Así fue, en efecto. Durante los tres o cuatro primeros años de aquella desolación, redujo a su Comunidad de San Lázaro a comer sólo pan moreno; y antes, durante el asedio de Corbie, al comenzar las guerras entre las dos coronas de Francia y de España, hizo suprimir en la comida una pequeña entrada que se le había dado hasta entonces, y que después no fue restablecida.

¿Es que no es justo—decía— que reduzcamos algo, para compartir y parti cipar de las miserias públicas?

Después de retirar a una Señorita del peligro de perder su honor, la puso en un lugar seguro, y por caridad atendió durante dos años a todo lo que necesitaba, y estaba resuelto a continuar; y le dijo que se hacía todo lo que se podía por su bien, que eso le debía contentar, y que tuviera mucho cuidado en no exponerse a ofender a Dios. Pero al cabo de ese tiempo, seducida por algunos espíritus se marchó de allí. Y cuando vinieron a decirle más adelante al Sr. Vicente que se había perdido miserablemente, él respondió: «Me parece que hemos hecho todo lo que hemos podido para impedir esa desgracia; nos queda rezar y hacer penitencia por ella. ¡Ay! ¡Tiene que costarme!».

El enfermero de la casa de San Lázaro ha dicho que, aunque las enfermedades del Sr. Vicente fueron frecuentes desde el comienzo de la Institución de la Compañía, así como desde que se estableció en San Lázaro, y que dos veces al año era atacado por la fiebre cuartana, a pesar de eso, no pedía nada para su alivio, y no dejaba de trabajar; y por más que había tenido muchas veces las piernas extraordinariamente hinchadas, no dejaba de andar a pie. Y así siguió hasta que la incapacidad le obligó a servirse del caballo.

Muchas veces ocurría que, por enfermedad o por cualquier otro impedimento, se hallaba atacado y casi agotado de sueño, pero en lugar de reparar esa falta con un poco de reposo, con frecuencia se aprovechaba de esa ocasión para mortificarse, manteniéndose de pie, o poniéndose en alguna postura difícil, y haciéndose otras violencias para no dormir. Han dicho que nunca ha rebajado nada de sus vigilias por su mucha edad, levantándose siempre a la hora habitual de la Comunidad, aunque se acostase el último; y así, se le veía entre los primeros en la iglesia en cualquier tiempo. Allí se mantenía de rodillas sobre la tierra durante la oración, sin que quisiera permitir jamás que le pusieran una estera bajo sus rodillas, y, de ordinario, pasaba todas las mañanas más de tres horas, parte en la iglesia, incluso durante el rigor de los inviernos más duros, para hacer allí su oración y para celebrar la Santa Misa; y parte en la sacristía, para hacer sus preparaciones y acciones de gracias antes y después de la celebración de la Misa. Indudablemente no tenía muchas razones para gustarle mucho la cama, porque se acostaba sobre un áspero jergón, sin colchón y sin cortina, ni cortinajes, y en una habitación sin chimenea. Así estuvo toda su vida, incluso en las enfermedades más graves, salvo los tres o cuatro años últimos, en que se le obligó a ir a una habitación pequeña, donde había una chimenea, porque necesitaba del fuego para curar sus piernas; y desde entonces toleró que se le pusiera cortina alrededor de la cama, continuando siempre, a pesar de todo, acostándose solamente sobre el jergón.

Finalmente, era tan enemigo de su cuerpo, que el difunto Sr. Cardenal de la Rochefoucauld, como conocía su modo de vida, le escribió un día, rogándole que se moderara en sus penitencias y austeridades para conservar su salud y su vida, pues Dios quería servirse de él para el bien de la Iglesia.

Por lo que toca a la mortificación de los sentidos, la practicaba casi continuamente, y en toda clase de ocasiones. Cuando iba por la ciudad, o cuando iba de viaje, en lugar de entretener su vista sobre el campo o sobre la diversidad de los objetos que se ponían a su alcance, habitualmente llevaba los ojos clavados en un crucifijo que llevaba consigo, o los mantenía cerrados para ver sólo a Dios.

Al pasar, una tarde, de uno de los edificios de San Lázaro a otro, vio en el cielo cohetes y otros fuegos artificiales voladores, por estar de fiestas en la ciudad de París; pero inmediatamente retiró los ojos, y pasó de largo, diciendo: ¡ Bendito sea Dios!.

No se le vio nunca coger una flor, ni llevar ninguna para recrearse con su aroma; al contrario, cuando se veía en un sitio donde había malos olores, como en los Hospitales, o en casa de los enfermos pobres, el deseo que tenía de mortificarse le hacía sentir agradable aquella incomodidad.

Como usaba de la lengua sólo para alabar a Dios, recomendar la virtud, combatir el vicio, instruir, edificar y consolar al prójimo, del mismo modo, no abría sus oídos sino a las conversaciones que incitaban al bien, y le molestaba oír otras; y evitaba, cuanto podía, escuchar cosas inútiles y atender a todo lo que podía deleitar el oído, y que no alimentaba al alma.

En cuanto al gusto, lo tenía tan mortificado, que no mostraba qué clase de comida prefería; incluso, parecía que iba a comer a disgusto; sólo comía para satisfacer la necesidad, y guardando todo el decoro posible, comiendo las cosas que le presentaban a la vista de Dios y con mucha modestia. Había acostumbrado de tal manera a los suyos con su ejemplo, que algunos externos de todas clases y condiciones, que habían comido en el refectorio, quedaron muy edificados, como lo han declarado ellos mismos, admirando que en un acto que, de suyo, parece llevar a la disolución, se guardaba semejante recogimiento, y una modestia y moderación tan grande.

Nunca se levantaba de la mesa sin haberse mortificado en algo, ya bebiendo, ya comiendo; así es como recomendaba a los demás que hicieran lo mismo. Y estaba tan poco apegado a lo que tomaba como alimento, que un día, habiendo vuelto muy tarde de la ciudad, y como el cocinero se hubiera retirado ya, le presentaron por descuido dos huevos totalmente crudos, que hallaron en la cocina cerca del fuego, pensando que estaban cocidos; los tomó sin dar muestras de que se había dado cuenta, muy lejos de quejarse, o de devolverlos para hacerlos cocer. Y no se habría sabido nunca esto, si el cocinero no hubiera preguntado al día siguiente al Hermano, que se había quedado para atender al Sr. Vicente, si había hecho cocer los huevos que él había dejado junto al fuego. Y éste respondió que no, porque creía que ya estaban cocidos. En su extrema ancianidad le insistían que tomara por las mañanas un poco de caldo, y como uno de los Sacerdotes le insistiera mucho un día para hacerle tomar un caldo que le presentaba: Usted me tienta, señor —le dijo— ¿ No será el demonio quien le insta a que me persuada a alimentar así este cuerpo des graciado, y este ruin carcamal? ¿Es eso justo? ¡Dios le perdone! Por fin, consintió pasado algún tiempo en tomar por las mañanas a modo de medicina una especie de caldo hecho a propósito, no con carne, sino con achicoria silvestre muy amarga y un poco de cebada descascarillada, sin grasa, ni mantequilla, ni aceite. En una palabra, se trataba tan mal en su alimentación, que varias veces sucedió, que, por haber comido muy poco, a la noche se mostraba con una gran debilidad, y se veían obligados a llevarle un pedazo de pan seco, pues no quería otra cosa para satisfacer simplemente la necesidad.

Por lo que toca a otras austeridades y mortificaciones externas que solía usar, las ha ocultado todo lo que ha podido; pero, a pesar de todo, varias personas se dieron cuenta de que practicaba grandísimos rigores con su cuerpo. El Hermano que le atendía durante su enfermedad ha encontrado en diferentes ocasiones en su habitación cilicios, brazaletes y cinturones de cobre con puntas, que los tenía ocultos, y de los cuales se servía frecuentemente, y, además de eso, tomaba todos los días una ruda disciplina al levantarse. Acerca de esta última uno de la Compañía, cuya habitación estaba junto a la de él, y de la cual no estaba separada más que con unas tablas de madera, ha manifestado que la había oído diariamente por espacio de doce años, más o menos. Pero no contento con esta disciplina habitual y regular, solía tomar otras extraordinarias con frecuencia en diversas ocasiones: como una vez, entre otras, que le informaron de cierta especie de desorden ocurrido en una casa de su Congregación. Por ese motivo se dio durante ocho días dos veces la disciplina cada noche, y después de aplicar inmediatamente los medios para poner remedio a dicho desorden, obtuvo muy felizmente un buen resultado. El mismo lo declaró más adelante a una persona de confianza, alegándole como razón, que sus pecados eran la causa del mal que había sucedido, y que era justo que hiciera por ello penitencia.

Acabaremos este Capítulo con los sentimientos que manifestó un día a su Comunidad a propósito de las cruces y mortificaciones.

«Nuestro Señor —les dijo— amó tanto el estado de tribulación y de sufrimiento, que quiso pasar por él, y se hizo hombre para poder sufrir. Todos los Santos han abrazado ese mismo estado, y a quienes Dios Nuestro Señor no ha 750 enviado enfermedades graves, ellos mismos buscaron las ocasiones para afligir sus cuerpos y hacerlos sufrir a modo de castigo. Testigo, San Pablo, que decía, hablando de sí mismo: Castigo corpus meum et in servitutem redigo. Castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre. Eso es lo que debemos hacer nosotros, que disfrutamos de una salud perfecta, castigarnos a nosotros mismos, y afligirnos ante los pecados que hemos cometido, y los que se cometen en el mundo contra su Divina Majestad. Pero ¿qué? El hombre es tan ruin y desgraciado, que no solamente no se castiga a sí mismo, sino que sufre más a menudo de la cuenta con impaciencia el estado de enfermedad y de aflicción en el que Dios quiere ponerle, aunque eso sea por su bien».

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