Vida de san Vicente de Paúl: Libro Tercero, Capítulo 16

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

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Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.
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Luis Abelly

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Prudencia

Unimos aquí la prudencia a la sencillez, porque Nuestro Señor Jesucristo las puso juntas en el Evangelio, cuando enseñaba a los Apóstoles y, en persona de ellos, a todos los fieles, y particularmente, a los que debían estar ocupados en la dirección de los demás: porque esas dos virtudes están tan conectadas entre sí, que la una sin la otra (como dice San Agustín) es poco o nada aprovechable, porque «Simplicitas enim sine prudentia, stultitia reputatur; et prudentia sine simplicitate ad astutiam vergit» Idem ibidemla sencillez sin prudencia parece necedad, y la prudencia sin la sencillez degenera en astucia y sagacidad; y como es «Non multum distat in vitio, vel decipere posse, vel decipi Christianum». Hieron epist. 13 ad Paulinum de Inst. Monindigno de un cristiano usar de engaño, tampoco le es conveniente dejarse sorprender y seducir por las artimañas de los malvados. Eso es lo que el Sr. Vicente sabía muy bien, y lo que ha practicado excelentemente, habiendo unido en su alma esas dos virtudes en un grado altísimo de perfección.

Ya hemos visto en el Capítulo anterior algunos esbozos de su sencillez; consideraremos en éste algunos rasgos de su prudencia.

Entre las otras virtudes del fiel Siervo de Dios, ésta se ha manifestado con tanto esplendor, que según el común sentir, él ha figurado como uno de los hombres más prudentes y de los más avisados de su tiempo. Esa era la causa por la que acudían donde él en busca de consejo procedentes de todos los lados; por la que le rogaban que se presentara en las Asambleas, donde había que deliberar las cosas más importantes relacionadas con la Religión y la Piedad; y por la que se veía, casi todos los días, acercarse a San Lázaro a personas de todas las categorías, venidas expresamente para recibir sus consejos en sus dudas y dificultades. Los Sres. Nuncios Bagni y Piccolomini le hicieron el honor de venir varias veces a tratar con él unos asuntos muy importantes para el bien de la Iglesia. Muchos eclesiásticos, párrocos, canónigos, abades y también bastantes Prelados de gran mérito le han consultado muy frecuentemente por escrito, cuando no lo podían hacer de viva voz. También muchos Religiosos se han dirigido a él para aconsejarse sobre las reformas y otros asuntos principales de sus Ordenes. Varias personas seglares, de condición y de virtud, que por otra parte eran estimadas como de las más prudentes y sensatas de la ciudad de París, no han tenido dificultad en venir a San Lázaro para recibir sus consejos. En fin, se puede afirmar cabalmente que, en su tiempo, no se trató en París ningún asunto piadoso, que fuera de alguna importancia, en el que no haya tomado parte; y también, con frecuencia, en los asuntos que se trataban en otras Provincias, pues le consultaban por carta acerca de ellos.

Y, ciertamente, no sin razón habían concebido tal aprecio del Sr. Vicente, porque además de que estaba dotado con una inteligencia muy despejada y capaz de grandes cosas, como ya lo hemos hecho notar en el primer Libro, había recibido, por añadidura, de Dios diversas luces y gracias particulares, que daban un maravilloso aumento a su prudencia adquirida, y que atraían la bendición del cielo sobre los consejos que daba a quienes acudían a él.

Pero antes de presentar unos ejemplos más particulares de su prudencia, no estará fuera de lugar que le oigamos a él mismo hablar acerca de esta virtud, y nos trace los rasgos de ella, tales como el Espíritu Santo los había formado en su alma.

Fue en una charla que dio un día a los suyos acerca de este tema, donde les habló de la prudencia en estos términos: «Lo propio de esta virtud es regular y controlar las palabras y los actos. Es ella la que hace hablar prudentemente y al caso, y la que hace que se converse con circunspección y juiciosamente de las cosas buenas por su naturaleza y en sus circunstancias, y la que hace suprimir y retener en silencio las que van contra Dios, o que dañan al prójimo, o que tienden a la propia alabanza, o a algún otro fin malo. Esta misma virtud nos hace obrar con consideración, madurez y por un motivo bueno, en todo lo que hacemos, no solamente en cuanto a la sustancia del acto, sino también en cuanto a las circunstancias, de forma que el prudente obra como se debe, cuando hace falta y por el fin conveniente. El imprudente, por el contrario, no tiene en cuenta ni el modo, ni el tiempo, ni los motivos convenientes; y ahí está su defecto, mientras que el prudente, al obrar discretamente, hace todas las cosas con peso, número y medida».

«La prudencia y la sencillez tienden al mismo fin, que es hablar bien y obrar bien en presencia de Dios; y como la una no puede estar sin la otra, Nuestro Señor las ha recomendado juntas a las dos. Sé muy bien que encontrarán diferencia entre estas dos virtudes, por distinción de razonamiento, pero, en verdad, hay entre ellas un grandísimo nexo, tanto por su sustancia, como por su objeto. Por lo que toca a la prudencia de la carne y del mundo, como ella tiene por blanco y por fin la búsqueda de honores, de placeres y de riquezas, es totalmente opuesta a la prudencia y a la sencillez cristiana, que nos alejan de esos bienes engañosos para hacernos abrazar los bienes sólidos y perdurables, y son como dos buenas hermanas, y tan necesarias para nuestro progreso espiritual, que el que sepa servirse de ellas como conviene, amontonará indudablemente grandes tesoros de gracias y méritos. Nuestro Señor practicó las dos excelentemente en varias circunstancias, y, en particular, cuando le presentaron aquella pobre mujer adúltera, para que la condenara; porque, como no quería hacer el oficio de juez en aquella ocasión, y tampoco la quería liberar: El que esté —dijo a los judíos— sin pecado de entre vosotros, que le tire la primera piedra. En eso practicó excelentemente las dos virtudes: la sencillez en el plan misericordioso que tenía de salvar a aquella pobre criatura, y de hacer la voluntad de su Padre; y la prudencia, en el medio que empleó para lograr su buen propósito. Igualmente, cuando los fariseos lo tentaron, preguntándole, si era lícito pagar tributo al César, porque, por un lado, él quería mantener el honor de su Padre y no causar ningún perjuicio a su pueblo; y, por otro, no quería oponerse a los derechos del César, ni tampoco dar pretextos a sus enemigos, para que dijeran que favorecía los tributos y los monopolios. Entonces, ¿qué es lo que les responderá para no decir nada fuera de propósito, y para evitar toda sorpresa? Pide que le enseñen la moneda del tributo, y enterándose por la boca misma de los que se la presentaban, que era la imagen del César la que estaba grabada, les dijo: Pues dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. La sencillez aparece en esta respuesta por la relación que existe entre ella y la intención, que Jesucristo tenía en su corazón, de dar al Rey del Cielo y al de la tierra el honor que les conviene; y la prudencia también se encuentra en ella, haciéndole evitar sabiamente la trampa, que aquellos malvados le tendían para sorprenderle».

«Es, pues, propio de la prudencia regular las palabras y las acciones. Pero aún tiene otro oficio, que es el de elegir los medios apropiados para llegar al fin, que uno se propone, que no es otro que ir a Dios; ella escoge los caminos más rectos y más seguros que conducirnos allí. No hablamos aquí de la prudencia política y mundana, que sólo tiende a resultados temporales, y, a veces, injustos, y sólo se sirve de medios humanos muy dudosos y muy inciertos. Hablamos de la santa prudencia, que Nuestro Señor aconseja en el Evangelio, y que nos hace elegir los medios propios para llegar al fin propuesto por El, que, como es divino, es preciso que esos medios sean proporcionados y estén en relación con él. Podemos elegir los medios proporcionados al fin que nos proponemos de dos maneras: o por sólo nuestro raciocinio, que muchas veces es débil; o bien, por las máximas de la fe, que Jesucristo nos enseñó, las cuales son siempre infalibles, y que podemos usar sin temor alguno de engañarnos. Por eso, la verdadera prudencia somete nuestro razonamiento a esas máximas y nos da por regla inviolable juzgar siempre de todas las cosas como Nuestro Señor ha juzgado de ellas; de forma que siempre podemos preguntarnos a nosotros mismos: ¿Cómo juzgó Nuestro Señor de tal y tal cosa? ¿Cómo se portó en tal o cual circunstancia? ¿Qué dijo y qué hizo en tal o cual materia? Y así adaptamos toda nuestra conducta según sus máximas y sus ejemplos. Así que, señores, tomemos esta resolución, y vayamos seguros por el camino real en el que Jesucristo será nuestra guía y nuestro conductor; y acordémonos de lo que dijo, que el cielo y la tierra pasarán pero sus pa labras y sus verdades no pasarán jamás».

«Bendigamos a Nuestro Señor, Hermanos míos, y tratemos de pensar y juzgar como El, y de hacer lo que El recomendó con sus palabras y con sus ejemplos. Entremos en su espíritu para entrar en sus operaciones, porque no es todo hacer bien, sino hacer bien el bien a imitación de Nuestro Señor, de quien se dijo: Bene omnia fecit. Que hizo bien todo. No, no basta con ayunar, con observar las Reglas, con ocuparse en las funciones de la Misión; sino que hay que hacerlo en el espíritu de Jesucristo, es decir, con perfección, por los fines y con las circunstancias que El mismo la hizo. La prudencia cristiana consiste, pues, en juzgar, hablar y obrar, como la Sabiduría eterna de Dios, revestida de nuestra carne, ha juzgado y obrado».

He ahí cuáles eran los sentimientos del Sr. Vicente relativos a la virtud de la prudencia, y he aquí cuál ha sido el uso que ha hecho de ellos. En primer lugar, cuando se trataba de deliberar sobre algún asunto, o de dar algún consejo o solución, antes de abrir la boca para hablar, e, incluso, antes de ponerse a pensar en las cosas que le proponían, elevaba siempre su espíritu a Dios para implorar su luz y su gracia: en ese momento se le veía de ordinario levantar los ojos al cielo, y, después, los tenía cerrados por algún tiempo, como consultando a Dios antes de responder. Si se trataba de algún asunto importante, quería siempre que se tomara el tiempo para encomendarlo a Dios y para invocar la ayuda del Espíritu Santo, y como él se apoyaba únicamente en la Sabiduría Divina, y no en la prudencia particular, también recibía del cielo gracias y luces, que, a veces, le ayudaban a descubrir cosas, que el espíritu humano, a solas, no hubiera sabido nunca penetrar. Decía, a este propósito, que donde la prudencia humana fallaba y no veía nada, allí empezaba a asomar la luz de la Sabiduría Divin.

Cierta persona le pidió un consejo: si debía retirarse de un empleo, para poder dedicarse solícitamente a su salvación. Le respondió que no debía escuchar ese pensamiento, y que se trataba sólo de una tentación. Como fuera importunado, por tres veces, por la misma persona, para dejar su empleo, le respondió siempre, que se trataba de una tentación, y que si quería tener un poco de paciencia y resistirla con un poco de ánimo, saldría de ella victorioso. Y en efecto: después de haber seguido su consejo, ha reconocido y confesado más tarde, que era el espíritu maligno el que le tentaba, al cual se había resistido; y habiéndose sometido al parecer del Sr. Vicente, todas sus penas se desvanecieron.

Una Señora de condición había abrazado un estado de vida contra el parecer del Sr. Vicente, y se vio obligada, unos meses más tarde, a abandonarlo, y reconoció cabalmente, que hubiera hecho mucho mejor, si se hubiera atenido a los consejos de un hombre tan sabio y tan inteligente.

Su prudencia llegaba hasta una previsión singularísima de las cosas que debían suceder. De modo que cuando le proponían algún asunto que parecía bueno, útil y, en cierto modo, necesario, su espíritu vislumbraba el futuro, y preveía las consecuencias y los inconvenientes. Eso es lo que ha sucedido en varias ocasiones: en ellas hizo conocer la fuerza de su espíritu y las luces con las que estaba iluminado; y donde los demás no veían ninguna dificultad, su prudencia le hacía prever varias y juzgar de antemano lo que era más conveniente hacer, o no hacer.

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