Vicente de Paúl: Espíritu y formación

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Rearden Myles · Year of first publication: 2003 · Source: Vicente de Paúl....
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De todos los carismas del P. Vicente, el más importante era su capacidad de promover el crecimiento espiritual de los demás, de dirigirles y de aconsejarles usando su gran capacidad de escuchar atentamente. Adquirió la destreza en la dirección de espíritus por experiencia de su propia dirección, con guías tales como Francisco de Sales, el P. Berulle, el P. Duval y varios otros directores de los ejercicios espirituales que practicó.

Su secreto fue saber obedecer más bien que mandar. La obediencia fue su actitud predominante sea cuando buscaba dirección, o se confesaba o hacia otras cosas. Además el P. Vicente sabía escuchar muy bien. Por eso fue llamado a ser director espiritual de muchas personas tales como Santa Juana Francisca Chantal, Santa Luisa de Marillac, del moribundo Rey Luis XIII, del P. Antonio Portail y del P. Antonio Durand. De hecho estos dirigidos suyos, que crecieron a su sombra, aprendieron, a su vez, a ser directores de otros que vinieron a ser sus discípulos.

En la dirección de sus comunidades el P. Vicente resumió la dirección a una lista de virtudes o cualidades donde se concentra el espíritu de cada una de ellas. Así, a los misioneros, les inculca las virtudes que él llama «las cinco máximas evangélicas»: sencillez, humildad, mansedumbre, mortificación y celo. De la misma manera, el espíritu de las Hijas de la Caridad se concentra en la sencillez, la humildad y la caridad. Aunque Vicente daba mucha importancia a los consejos evangélicos sobre la pureza de intención, la pobreza y la obediencia tales como son tratadas en el evangelio de San Mateo, siempre que explicaba el espíritu de sus congregaciones lo reducía todo a las virtudes arriba mencionadas.

El carisma de lo vicenciano consiste en estas virtudes y en las estructuras de las congregaciones que hacen posible evangelizar a los pobres. La espiritualidad está superpuesta a la estructura que capacita a los miembros asociados para la vocación, a ser seguidores de Vicente.

El carisma no coincide exactamente con las diversas obras de las hermanas o de los misioneros, como llevar las misiones, seminarios, hospitales, escuelas y otros menesteres. El carisma es más bien la visión interior que engendra estos trabajos lo mismo que el árbol produce sus frutos apropiados. Es una condición del corazón procedente del Espíritu Santo. Sus dos componentes son las estructuras y las virtudes. El espíritu crea las estructuras adecuadas para servir a los pobres según la voluntad de Dios y tiende así a la autorrealización. Toda la formación: los usos y costumbres de las congregaciones se dirigen a facilitar los hábitos de la misión y de la caridad.

CARISMA MISIONERO

El carisma misionero vicenciano es como una estrella de cinco rayos. La sencillez, significa el seguimiento exclusivo Cristo en todos los deberes y el hablar sin doblez lo que está en el corazón. La humildad consiste en la imitación de las actitudes de Cristo que se rebajó y actuó entre los humildes. La mansedumbre imita la paciencia y la misericordia de Dios que depone la ira y la rigidez con los pecadores. La mortificación participa en los sufrimientos de Cristo en la cruz y se dispone a sacrificar todo por la salvación de los demás. El celo consiste en anteponer la gloria de Dios y la salvación de los hombres a cualquier otra cosa del mundo.

Por ello, cada una de estas virtudes tiene dos momentos, uno que nos lleva a Dios, otro que nos lleva al prójimo. El espíritu del misionero consiste en llevar los hombres a Dios con el cual el misionero ya está en comunión. Sin este espíritu, decía el P. Vicente, ninguna misión tiene cosa de provecho.

El espíritu del misionero se diferencia de cualquier otro espíritu de los predicadores del tiempo del P. Vicente, y más aún del de los calvinistas y de los jansenistas. Aquellos predicadores, muchos y muy admirados, fustigaban, amedrentaban e infundían miedo. Llegaban incluso a proclamar que el hombre no era capaz de salvación, induciendo así el desánimo. El P. Vicente y sus discípulos, por el contrario, se esforzaban por reavivar el espíritu y por evitar excesos y miedos entre los fieles, alentándoles como haría el Buen Pastor. La quinta de las virtudes, el celo, tenía por objeto evitar caer en la vana complacencia que ni consigue la gloria de Dios ni la salvación del hombre si éste deja de obedecer a Dios. Los misioneros experimentaron cómo su método de misionar daba buenos resultados y reconfortaba a los fieles.

El P. Vicente y los superiores de la Congregación de la Misión vigilaban atentamente a los predicadores de su comunidad durante las misiones y les precavían si se excedían en el celo o en la laxitud. Se aconsejaba que nunca se atacara a predicadores de otras creencias, incluso a los protestantes, para que no se pensara que la misión era un debate. Era la obligación del misionero atender a todos. Así, siempre que los misioneros se hallaban en casa o hacían sus ejercicios espirituales, recibían instrucciones y meditaban sobre estas cinco virtudes propias de su condición.

EL CARISMA DE LA CARIDAD

El P. Vicente y la Superiora, Luisa de Marillac, dieron muchas conferencias a las Hermanas sobre su espiritualidad y sus tres virtudes características: la sencillez en el amor que hace referencia a Dios, igual que en el caso de los misioneros, pero en su relación con los hombres tiene que ver con la manera de vivir sin ostentación en la residencia, en el vestido y en la comida. Las hermanas no han de imitar a las señoras de alta sociedad, a quienes ayudan, que suelen vivir en casas ostentosas y visten esplendorosamente. Ellas, por el contrario, han de adoptar la manera de vivir de los campesinos de los que proceden. La humildad es andar en la presencia de Dios y aceptar también el menosprecio y las molestias provenientes del trato con los demás. De hecho, las hermanas sufrieron el desprecio de muchos, incluso de los que eran atendidos por ellas; las miraban de reojo al notar que no vivían en conventos, como las monjas. Además, existían los inconvenientes de hacer trabajos penosos todos los días para unos necesitados que no lo agradecían, antes bien exigían aún más. Las hermanas necesitaban esta humildad también en el servicio de los galeotes y los soldados heridos de guerra.

El amor misericordioso exigía a cada hermana buscar servir en todo al Señor y a los pobres por su causa. El P. Vicente les inculcaba sentirse honradas de ser elegidas por Dios para ser sus esposas. De esta manera, les animaba a ir a los enfermos y pobres como sí fueran sus amos y señores o, también, como si fueran sus propios hijos. El P. Vicente les decía que las hermanas eran al mismo tiempo vírgenes y madres, igual que la Virgen María. Tal como lo había hecho ella, debían hacer sus deberes con espíritu de sencillez, humildad y amor.

Dado que esta manera de vida consagrada era tan distinta de la manera de vivir de las religiosas de entonces, el P. Vicente, la Madre Luisa y el P. Portail, que era el director de las Hermanas, vigilaban con cuidado las comunidades y las Hermanas en su trato con los pobres para animarlas a permanecer fieles a la espiritualidad a la que habían sido llamadas. Por lo menos una vez por mes, el mismo P. Vicente les daba una conferencia en la casa madre, donde se congregaban para oírle. Y él mismo, u otro en su nombre, escribía muchas cartas a las hermanas aconsejándolas y animándolas. Además, había hermanas asignadas para hacer este seguimiento en las diferentes casas con la idea de fomentar el espíritu de la comunidad. Con esto se consiguió que el espíritu de la comunidad fuera auténtico y durara por muchos años.

LA MEJOR DE TODAS LAS MADRES

El P. Vicente fue director espiritual de muchas personas pero a ninguna le aprovechó tanto su dirección como a la Señorita Le Gras, Luisa de Marillac. Ésta empezó como una hija nacida de su mismo espíritu pero terminó siendo cooperadora con él en la fundación de las Hijas de la Caridad y en muchas otras obras de misericordia.

Luisa de Marillac, nació en una familia de la nobleza del reino de Francia. Una tía, que era religiosa, se cuidó de que fuera educada en las lenguas, las artes y la administración de las residencias de los nobles. Poseía un gran espíritu de fe y de oración y trató de entrar a la vida religiosa. Su familia se opuso, su salud no era buena y acabó casándose con Antonio Le Gras el año 1613 a la edad de veintidós años. Tuvo un hijo, Miguel. Recibió dirección espiritual de Francisco de Sales cuando éste estuvo en París el año 1618, también del Obispo Camus, e incluso de su mismo padre, un influyente personaje político del reino interesado en la reforma de la iglesia de Francia. A pesar de todo, Luisa no encontraba paz en su alma y padecía mucho de escrúpulos.

En 1623, cuando cayó enfermo su esposo, sufrió una fuerte tentación de abulia espiritual y, entre la fiesta de la Ascensión y la de Pentecostés recurrió a Dios pidiendo que la curara. El día Pentecostés la tentación y su gran depresión se desvanecieron; sintió una gran paz y consuelo. Dios le dio a entender que encontraría un nuevo director, espiritual. Como Luisa ya estaba implicada en el trabajo con las Señoras de la Caridad, había conocido al P. Vicente en sus reuniones. Un día el Obispo Camus le aconsejó a Luisa que le pidiera al sacerdote que fuera su director y así lo hizo. El P. Vicente, que sabía que la Señora Le Gras tenía grandes talentos y que le podía ayudar con los deberes de las Señoras, aceptó ser su director.

El esposo de Luisa murió en 1625 y ella acomodó a su hijo Miguel en una escuela de internos. Ahora podía dedicarse más de lleno a cuidar de las cosas del alma. Pero el P. Vicente le indicó que no se apresurara y le enseñó a ponerse completamente en las manos de Dios y a desechar abiertamente todo lastre de pena que la apesadumbrara. Le enseñó a moderar los sentimientos de su espíritu hasta equilibrarlos. Muchas veces tuvo que decirle: «Alégrese usted, Señorita». Alegrarse, y tener mucha paciencia, que al P. Vicente no le gustan las prisas en las cosas del espíritu ni adelantarse a la voluntad de Dios. Decidió esperar por tres años en una «santa pereza» imponiéndole una especie de noviciado como el que había hecho él. También el P. Vicente tuvo que confortarla en sus angustias nacidas de las preocupaciones por su hijo. Una vez le escribió: «Usted, Señorita, es la mejor de todas las madres».

Pasado el tiempo, el P. Vicente juzgó que Luisa estaba preparada para enviarla a visitar las diversas asociaciones de la caridad en el país. Viajaba aquí y allá en coches de caballos con una compañera. Era corriente encontrarse con dificultades en los caminos y también sucedía que las asociaciones tenían problemas abundantes: los contables no habían hecho bien su trabajo, algunos de los miembros habían abandonado las visitas a los pobres, había divisiones entre los miembros; todos, problemas ordinarios y difíciles. Con frecuencia estas visitas resolvían bien la situación, incluso en la ciudad de Beauvais recibió grandes alabanzas de los socios. El P. Vicente le aconsejó un poco de humildad; de veras, había vencido su gran miedo inicial. Llegó un día en que Luisa decidió darse completamente al servicio de los pobres durante toda su vida tal como lo había estado haciendo ya su director por dieciocho años. El P. Vicente se alegró al ver a esta amada seguidora suya tomar esta decisión de echar los cimientos de la vida consagrada del vicencianismo.

El número de jóvenes que se ofrecieron para el servicio de los pobres continuaba creciendo. El P. Vicente empezó a pensar en organizarlas en una asociación. Pero tenía sus dudas. Una comunidad, significaba una comunidad religiosa y las religiosas tenían que vivir dentro de monasterios y de ninguna manera podían salir a visitar a los pobres en sus casas.

San Francisco de Sales se había topado con la misma dificultad al organizar una congregación de mujeres para visitar a los pobres. Eran las Hermanas de la Visitación, en honor de la Virgen María en su visita a Isabel. Obispos de varias diócesis donde se habían establecido las forzaron a residir en conventos y pusieron fin a esa práctica de visitar a los pobres, que era su razón de ser original. El P. Vicente esperó tres años para actuar, como era su costumbre, tomando estas cosas con calma. Después, en unos ejercicios espirituales, decidió poner manos a la fundación. El 29 de noviembre de 1633, el grupito de las cuatro primeras Hermanas se trasladó a la casa de Luisa de Marillac para empezar su formación espiritual. Esta madre, «la mejor de todas las madres», adquirió una nueva familia.

La Compañía de las Hermanas, las Hijas de la Caridad, que en 1646 había sido reconocida en la Diócesis de París, en 1653 consiguió una residencia permanente cerca de la casa madre de los misioneros. Luisa impuso su decisión de que los arreglos del edificio fueran los mínimos, sólo los requeridos para ser usado por los pobres, explicándole al arquitecto: «Sé que está Usted acostumbrado a construir y usar planos excelentes pero comprenda que es necesario que esta casa sea pobre y ordinaria para que nuestra asociación pueda perdurar y entenderá que es una obra del Señor y se alegrará de participar en ella».

El año 1651, Luisa recibió una gran alegría con el nacimiento de una nieta, Renata, hija de Miguel, que se había casado con Gabriela Le Clerc. La joven familia visitaba de vez en cuando a las Hermanas y estas gozaban con la presencia de la pequeña y la llamaban «la hermanita».

Las zozobras de Luisa con respeto a su hijo se tornaron en preocupaciones acerca de la salud de su querida nieta.

Luisa de Marillac dirigió la compañía de las Hijas de la Caridad en todos los aspectos de su competencia y lo hizo hasta el fin de sus días. Las dos comunidades del P. Vicente han seguido por caminos diferentes con una salvedad, cada una de las provincias de las Hijas de la Caridad tiene un sacerdote de la Congregación de la Misión como director espiritual. Al morir en el año 1660, seis meses antes que el P. Vicente, Luisa escribió, como testamento para las Hermanas, lo siguiente: «Cuidad mucho el servicio de los pobres, y vivid unidas y en amor entre vosotras, amándoos unas a otras para imitar el amor y la vida de Nuestro Señor. Tomad a la Santísima Virgen como vuestra madre personal».

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