Si pudimos en África…

Francisco Javier Fernández ChentoTestigos vicencianosLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Desconocido · Año publicación original: 2003 · Fuente: Ciudad Nueva, número 439, de Noviembre de 2003.
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El mapa de Madagascar tiene 15 años. Colgado sobre una pared, domina el living de la casa de Ramos Mejía que Luis Opeka, un inmigrante esloveno católico que huyó del comunismo luego de la Segunda Guerra Mundial, construyó él mismo para su mujer y sus seis hijos. El mapa, que ya está un poco amarillento, lo trajo uno de esos hijos que hoy tiene 55 años, es alto y corpulento, lleva una gran barba. Sus ojos transparentes lo revelan tal como es. Habla sentado en un sillón, con el mapa de fondo. Habla de Madagascar, y su vehemencia conmueve y contagia. Es Pedro Opeka, sacerdote, misionero de la Orden de San Vicente de Paul, responsable de una obra humanitaria que es referencia en el mundo.

El padre Pedro lleva adelante un proyecto que sacó de la pobreza a miles de personas y les dio una vida más digna. Su trabajo también le ha merecido reconocimientos y hasta la postulación al Premio Nobel de la Paz. «Creamos una asociación humanitaria con fundamento cristiano –explica–. Y al principio no contábamos con ningún medio económico, sólo la fe y la voluntad. Tenemos un centro de acogida por el que ya pasaron 200 mil personas y a todas les dimos una respuesta inmediata y concreta. Creamos 17 barrios con saneamiento, espacios verdes, infraestructura deportiva y dos cementerios. Hay un millar de personas construyendo sus propias casas y unas 2.500 trabajando en las canteras, de las que sacamos piedras y adoquines que les vendemos a empresas. También tenemos talleres de formación profesional de carpintería, mecánica automotriz, confección, bordado y artesanado. Estamos al 50% de la autosuficiencia«, y para reforzar sus palabras muestra decenas de fotos de los pueblos que ayudó a construir en las afueras de Antananarivo, la capital de Madagascar. Se ven bonitas casas de dos plantas con balcón, rodeadas por colinas. También hay centros de salud, iglesias y hasta un estadio de fútbol que no tiene nada que envidiarle a los nuestros.

Después de pasar 15 años en la selva malgache –años que, según Opeka, fueron su «noviciado», en el que aprendió la cultura, la mentalidad y la lengua de ese país– el religioso se asentó en la capital. «Me encontré con una ciudad destrozada: mendigos, chicos pidiendo en la calle, robos. La gente vivía del basurero. Ahora es una ciudad digna, figuramos en una guía turística francesa y los turistas vienen a conocer nuestro barrio y a la misa de los domingos –de la que participan 6 mil personas– y salen llorando, contagiados de emoción. Yo digo que lo que los gobiernos excluyen, Dios lo recoge y lo incluye. Estas personas que antes eran marginadas hoy son un modelo evangelizador para los ricos de Europa«, dice Pedro, que tiene como colaboradores a 253 jóvenes profesionales y voluntarios malgaches.

Lo primero que hizo Opeka fue crear comedores para los chicos que se morían de hambre. Y luego comenzó a construir escuelas donde educarlos: «14 años después, son las más bonitas de la ciudad, con 7 mil alumnos de los diferentes niveles y un índice de éxito escolar del 90%«. Para Pedro, la educación es la herramienta para progresar. «Mi propuesta fue trabajo, escolarización y disciplina. La escuela es la prioridad, y el trabajo la manera de que se realicen y salgan de la asistencia, que los fragiliza y los arruina porque no les permite salir de la dependencia«, sostiene.

Echar luz

Opeka dejó Argentina en 1968, cuando el índice de pobreza era del 3%. Pensó que era algo que se iba a solucionar. Tenía 25 años, una firme vocación de trabajar por los demás, y la convicción de poder hacerlo en Africa, «el continente más abandonado y olvidado del mundo». Y lo logró.

Cuando se le pregunta por la realidad actual de Argentina se muestra dolido: «El otro día pasé por Villa Hidalgo –comenta–. Eso es Africa. No puede ser que en este país, con las riquezas materiales y humanas con las que se cuenta, la gente tenga que vivir de esa manera. La mayoría de la gente que vive en las villas es buena, pero también es rehén de los que quieren hacerse pasar por pobres y en realidad son malhechores. A esos el Estado tiene que hacerles frente. Las villas están monopolizadas por mafias. Hace falta abrir calles, llevar el agua, construir viviendas dignas, escuelas y salas de salud. Darle luz a esa gente, no sólo luz eléctrica sino en todo sentido«, por eso considera que es importante que también la Iglesia esté presente en las villas. Para el padre, se puede vencer la pobreza: «En Antananarivo –cuenta– los chicos ya no piden en la calle, están en la escuela. Hubo 1000 reuniones con los pobres del basurero, y recién a la reunión 1001 empezaron a pensar que podía ser posible. Pero nunca bajamos los brazos, aunque veíamos a los chicos sufrir porque sus padres no tomaban conciencia. Pero logramos revertirlo, persistiendo con amor, bondad y solidaridad, y estando con ellos en los momentos más duros de enfermedad, hambre e inundaciones. La gente respondió porque encontró un lugar donde es respetada y valorada«.

Opeka invita a quienes trabajan por los demás a seguir adelante: «Hay gente que da su vida por los demás y a esa gente le digo que siga. En todas partes se puede vivir el Evangelio porque es inagotable y siempre puede hablar«. Para él no hay imposibles ni fórmulas mágicas: hace falta voluntad, esfuerzo y dejarse guiar por la providencia. «Si pudimos en Madagascar, aquí también se puede«, es su respuesta. Razón no le falta.

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