Capítulo XVI
Últimas obras de Vicente de Paúl. – Sus cartas de adiós al cardenal de Retz y al Padre de Gondi. – Sus últimos momentos, su muerte y sus funerales.
El maravilloso impulso que Vicente de Paúl había impreso a la caridad pública se había aminorado singularmente durante los ocho años que siguieron al final de la Fronda, por lo cual experimentaba una gran tristeza, que nunca llegó hasta el desánimo. A pesar de su avanzada edad[1] y sus enfermedades, sostenido sin cesar por su ardiente amor hacia los miserables, él que tanto había hecho por ellos en otro tiempo, se veía condenado a no ofrecerles sino limosnas insuficientes. Cantidad de sus cartas escritas hacia el final de su vida expresan el dolor que le produce su impotencia: «Estoy afligido, escribe a uno de sus misioneros de Sedan, el sr Coglée, por las miserias de vuestra frontera y por la cantidad de los pobres que os abruman, pero yo no puedo sino pedir a Dios por su alivio, ya que poder añadir algo a las cien libras que se os dan para ellos al mes, es algo impensable. Sedan es el único lugar en la frontera al que la caridad de París continúa sus limosnas. Ella se ha visto obligada a retirarlas por todas las demás partes para acudir a las extremas necesidades de esa diócesis, donde los ejércitos han pasado temporadas más largas. ¿Tiene suficiente con los cinco sacerdotes en este tiempo tan miserable?[2]…»
«Las bolsas están cerradas por esta parte, le escribe el 6 de octubre de 1655, y la caridad enfriada». Me cuesta decíroslo, informa a otro de sus sacerdotes, al sr Cobel, la caridad se ha enfriado mucho en París, porque todo el mundo se resiente de las miserias públicas. No se sabe a quién dirigirse, de suerte que, en lugar de dieciséis mil libras que se enviaban antes a Picardía y a Champaña por mes, apenas tenemos mil libras para enviar».
La presencia de esta espantosa miseria, que invade de nuevo Francia y que, esta vez, los misioneros y las hijas de la Caridad se ven incapaces de combatir y aliviar, uno de los sacerdotes de Vicente piensa en apelar a la generosidad del Rey y pide consejo a su superior. Pero, ay, Vicente ha visto de demasiado cerca a la corte para exponerse por su cuenta y riesgo; sabe muy bien a qué atenerse por la implacable rapacidad de Mazarino, para creerle accesible a la menor piedad. Nada más triste, más doloroso que la respuesta del santo hombre: «Aunque el Rey permita esperar alguna limosna, nada tenemos sin embargo, porque los Reyes prometen con facilidad, pero se olvidan con mayor facilidad todavía de cumplir sus promesas, si no tienen a alguien a sus pies que se lo recuerde frecuentemente. Bueno pues, no tenemos aquí a quien tenga suficiente caridad para los pobres y libertad hacia Su Majestad para procurarles el bien. Hace algunos años que la señora duquesa de Aiguillon no se acerca a la Reina para hablarle de esto, y nosotros no sabemos a qué recurrir…»
Vicente mismo, como ya lo hemos visto, no tenía más acceso ni al Consejo de conciencia, ni ante la Reina madres, tan celoso estaba Mazarino por ser el único dueño del espíritu de esta princesa.
«El buen Dios, añadía, quiera guardarnos de escribir a Sus Majestades, para ninguna fundación de misioneros; sería suficiente para darles ocasión de reírse de vos y de nosotros. Estas obras no se realizan pidiéndoselas a los hombres, sino presentando a Dios las necesidades de los hombres, con el fin de que le sea agradable remediarlas…»
Se vio reducido a hacer llamamiento a la caridad pública por carteles impresos, lamentables cuadros que nos quedan de las profundas miserias de la Francia de esa época.
La correspondencia del santo, que acaban de publicar, para su propio uso, los RR. PP. Lazaristas, encierra varias cartas que dirigió, pocos años antes de su muerte, a sus dos principales bienhechores, el P. de Gondi y el cardenal de Retz, respiran los sentimientos de la más tierna gratitud hacia estos hombres tan distintos el uno del otro, pero que aún así no se habían cansado de proteger y favorecer con la más noble emulación las obras caritativas de Vicente. Las reglas de la Compañía de la Misión, confiadas a un miembro del Parlamento, se habían perdido por su incuria. Se trataba de obtener del cardenal de Retz, entonces exiliado, una nueva aprobación por un nuevo texto de estas reglas que Vicente, esta vez, destinaba a la impresión, con el fin de evitar que tuvieran la misma suerte que las primeras.
Aquí tenemos la carta, llena de afecto, de gratitud y de una confianza abandonada, que dirigía sobre este asunto, a su antiguo alumno, bien seguro de antemano de que podía contar tan absolutamente con él desde el exilio como si hubiera estado en plena posesión de su sede arzobispal:
«Monseñor
«Tengo el honor de asegurar de nuevo a Vuestra Eminencia, mi obediencia perpetua con toda humildad y el afecto de que soy capaz[3]; os suplico muy humildemente, Monseñor, que tengáis por agradable, como también la muy humilde petición que os hago de tener la bondad de aprobar de nuevo las Reglas de la compañía de la Misión, las cuales vuestra Eminencia ya aprobó una vez, y el difunto Mons. arzobispo otra. Nos hemos visto obligados a retocar algunas, ya por las faltas que se habían deslizado al transcribirlas, ya porque habíamos ordenado las cosas que la experiencia nos ha hecho ver que eran difíciles en la práctica. En tal caso, Monseñor, no hemos tocado lo esencial de las Reglas, ni en ninguna circunstancia importante; y de ello aseguro a Vuestra Eminencia delante de Dios, a quien debo ir a rendir cuentas de mi pobre e insignificante vida, hallándome en los ochenta y tres años de mi vida. La aprobación que os suplico, Monseñor, no es tanto asunto de esta pequeña congregación como el de Vuestra Eminencia, que es su fundador y único protector. No me dirijo a Monseñor vuestro padre[4] para recabar su recomendación, ni a ningún poder de la tierra; es a su única bondad a la que recurro. Si yo conociera el lugar en que Vuestra Eminencia está ahora, me permitiría el honor de enviarle a uno de sus misioneros para presentarle esta humilde súplica; pero ignorándolo, pongo esta carta en las manos de la Providencia de Dios, a la que suplico la haga llegar a las vuestras, Monseñor, a quien pido la bendición, prosternado en espíritu a los pies de Vuestra Eminencia, etc.[5]«.
Sobra decir que el cardenal de Retz se esmeró por dar curso a la petición de su antiguo institutor.
El P. de Gondi, con la asistencia de Vicente de Paúl, había fundado en la ciudad de Joigny, dependiente de su señorío, un hospital para los enfermos, que llevaban las Hermanas de la Caridad. Vicente, con fecha del 8 de junio de 1660, escribía al P. Chastellain, religioso y director de este hospital, la carta siguiente, en la que expresaba todo el dolor que le hacían experimentar las persecuciones que no cesaban de pesar sobre la familia de Gondi: «… Doy gracias a Dios, mi reverendo Padre, le decía, por los bienes que se hacen en su hospital, por el buen orden que habéis puesto en él y la dirección que lleváis. Ruego a la divina bondad que continúe bendiciendo a uno y otra, y que os conserve por mucho tiempo para alivio y salvación de los pobres. El consuelo que Mons. el R. P. de Gondi recibe por ello me consuela en gran manera, y admiro su dedicación continua a las obras de misericordia por las que santifica su alma cada vez más y merece que Dios derrame nuevas bendiciones sobre su familia afligida: a lo que pueden contribuir mucho vuestras oraciones…»
Vicente de Paúl entraba en su año ochenta y cinco. Consumido por una fiebre lenta, abrumado de enfermedades y sucumbiendo bajo el peso de sus innumerables trabajos, sentía acercarse su fin. No quiso abandonar la vida sin decir un último adiós, sin cumplir con los últimos deberes de su profundo agradecimiento a los dos bienhechores que más habían contribuido a la fundación y desarrollo de sus grandes obras.
«Monseñor, escribía al cardenal de Retz, apenas un mes antes de su muerte[6], tengo motivos para pensar que ésta es la última vez que tendré el honor de escribir a Vuestra Eminencia, a causa de mi edad y de una incomodidad que me ha sobrevenido, que tal vez me vayan a conducir al juicio de Dios. Con esta duda, Monseñor, suplico humildemente a Vuestra Eminencia que me perdone si alguna vez le he desagradado en algo. He sido bastante miserable para hacerlo sin querer, pero nunca lo hice a propósito. Me tomo también la confianza, Monseñor, de recomendar a Vuestra Eminencia a su pequeña Compañía de la Misión, que ella ha fundado, mantenido y favorecido y que, siendo la obra de sus manos, le está también muy sumisa y muy agradecida como a su padre y a su prelado; y mientras ella rogará a Dios por Vuestra Eminencia y por la casa de Retz, yo le recomendaré en el cielo una y otra, si su divina bondad me hace la gracia de recibirme allá, como lo espero de su misericordia y de vuestra bendición, Monseñor, que yo pido a Vuestra Eminencia, prosternado en espíritu a sus pies, siendo como soy, en la vida y en la muerte, en el amor de Nuestro Señor, etc.»
El mismo día, dirigía esta carta no menos impresionante al R. P. de Gondi, todavía desterrado en Clermont de Auvergne:
«Monseñor,
«El estado caduco en que me encuentro, y una fiebrecilla que me ha entrado, me hace usar, en la duda del suceso, de esta precaución con vos, Monseñor, que es de prosternarme en espíritu a vuestros pies para pediros perdón por los descontentos que os he causado por mi rusticidad, y para agradeceros muy humildemente, como lo hago, por la ayuda caritativa que habéis mostrado hacia mí, y por los innumerables beneficios que vuestra Compañía y yo en particular hemos recibido de vuestra bondad. Estad seguro, Monseñor, de que si a Dios le place seguir concediéndome poderle rogar, yo lo emplearé en este mundo y en el otro en favor de vuestra querida persona y por las que os pertenecen, deseando ser en el tiempo y en la eternidad, etc.»
La muerte de Vicente, así como la mayor parte de las acciones de su vida fue sencilla y conmovedora. Estos son algunos detalles, que tomamos del interesante relato que han hecho sus piadosos discípulos.
Desde algún tiempo, el venerable anciano, privado de sueño durante la noche, era víctima de una gran debilidad y de frecuentes adormecimientos durante el día. Él consideraba esta somnolencia como la imagen y precursora de su fin próximo… y decía sonriendo:»El hermano llega esperando a su hermana», llamando así al hermano de la muerte.
El 26 de septiembre de 1660, se hizo llevar a la capilla de San Lázaro, donde oyó la misa y comulgó. De vuelta a su habitación y sentado en su sillón (del que no se atrevieron a transportarlo a su lecho, tanto temían que al menor movimiento, a causa de su extrema debilidad, rindiese el alma), dio su bendición a todos sus sacerdotes con su afabilidad ordinaria. Hacia la noche, al ver que se debilitaba cada vez más, y se acercaba a la agonía, le dieron la Extrema Unción. Pasó la noche en una dulce tranquilidad, repitiendo con frecuencia, hasta su última hora, estos versículos del Salmista: Deus, in adjutorium meum intende. Domine, ad adjuvandum me festina. Se apagó sin esfuerzo ni convulsión ninguna, «como una lámpara que se muere insensiblemente cuando el aceite llega a faltarle». Su muerte fue tan pacífica «que se hubiera creído un dulce sueño». «Expiró bien sentado y bien vestido, habiendo estado así las últimas veinticuatro horas de su vida… Tras el último suspiro, en nada cambió su cara; siguió en su dulzura y serenidad ordinarias, quedándose en su sillón en la misma postura como si dormitara».
Al día siguiente, su cuerpo descansó expuesto hasta el mediodía, luego en la iglesia de San Lázaro, donde se celebró con gran solemnidad el servicio divino. Ilustres personajes quisieron honrar con su presencia los funerales de este gran hombre de bien. Entre ellos se contaban el príncipe Conti, el nuncio del Papa Mons. Piccolomini, gran número de prelados, de grandes señores, de nobles damas, entre otras la duquesa de Aiguillon. Todas las órdenes religiosas estaban allí representadas, así como las iglesias de París. Todos lo pobres a quienes Vicente había socorrido afluían consternados a la nave demasiado estrecha, y a las plazas y calles de alrededor.
El corazón del santo hombre fue depositado «en un pequeño vaso de plata» que la duquesa de Aiguillon donó para este fin. Su cuerpo fue colocado en un féretro de plomo, recubierto de otro de madera, y le enterraron en medio del coro de la iglesia de San Lázaro.
Más tarde, fue retirado para emplazarlo en un relicario de plata. En 1793, este tesoro excitó la avaricia de un pelotón de bandidos, que se lanzaron contra San Lázaro para saquearlo. Advertidos a tiempo, los misioneros abandonaron la arqueta a su rapacidad, pero sus manos piadosas habían podido, al menos, sustraer el cuerpo del santo a sus profanaciones y colocarlo en lugar seguro, esperando el fin de la tormenta revolucionaria. Hoy esta santa reliquia descansa en un relicario, detrás del altar mayor de la iglesia de los Padres de la Misión.
Los eclesiásticos de la conferencia de San Lázaro, que Vicente había recogido y dirigido con tanta solicitud al cabo de un buen número de años, encargaron que se le celebrase un servicio solemne en la iglesia de Saint-Germain l’Auxerrois, donde Henri de Maupas du Tour, entonces obispo de Puy, quien sentía una veneración muy particular hacia Vicente, pronunció su oración fúnebre en medio de un inmenso concurso de personas pertenecientes a todos los rangos de la sociedad. Muchas iglesias catedrales y parroquiales de Francia se asociaron a esta manifestación, celebrando, por su parte, servicios solemnes en honor del santo sacerdote, cuya muerte se consideraba en todas partes como duelo público.
[1] El 24 de octubre de 1656, había alcanzado sus ochenta años.
[2] Enero e 1654.
[3] París, 5 de septiembre de 1658.
[4] El general de las galeras había entrado en el Oratorio el 27 de abril de 1627, y murió el 29 de junio de 1662, a la edad de ochenta y un años.
[5] Lettres de saint Vincent de Paul, t. IV, p. 141 a 144.
[6] Esta carta y la siguiente dirigidas al P. de Gondi, no llevan fecha. Los editores de la correspondencia del santo suponen que fueron escritas el mes de agosto de 1660.