Capítulo III. Culto y vida póstuma.
I. Siglo XVIII. –Asalto a San Lázaro.
Tras todos estos honores, llega el dolor, todo este ímpetu popular, recompensado por tantos favores celestiales, el culto de san Vicente de Paúl, como el culto del mismo Dios, se veló y se oscureció. Durante más de medio siglo, la Iglesia tuvo que atravesar sus peores días. El filosofismo y el jansenismo, la irreligión y la inmortalidad juramentados a una, la atacaron en sus más fieles hijos, minaron sus instituciones y sus altares. En toda la duración de los generalatos de Debras (1746-1761) y de Jacquier (1762-1788), nada en la historia que revele el recuerdo del hijo más útil que haya producido Francia. Sus Misioneros y sus Hijas de la Caridad continuaban en silencio, en todos los puntos del mundo, el sagrado ministerio que les habían legado; pero el mundo llevado por todos los trastornos y todas las pasiones de aquel tiempo, parecía ignorarlas, y Dios solo o la piedad agradecida de algunos pobres del pueblo se encargaba de su recompensa. En el siglo XVII mismo, los grandes escritores, deslumbrados por todas las pompas que los rodeaban, se habían olvidado demasiado de esta gloria contemporánea, gloria humilde y oscura, que debía no obstante sobrevivir a la gloria tan deslumbradora, y en apariencia inmortal, de Luis XIV y de sus herederos. Charles Perrault solo, en sus Elogios históricos de los grandes hombres, había dado un lugar a Vicente de Paúl y había introducido en su galería el hermoso retrato que mandó grabar por Edelinck. Los escritores del siglo siguiente, esos grandes charlatanes de pueblo y de filantropía, ni siquiera se dignaron nombrar al padre de los pobres y del pueblo, con la excepción de Voltaire quien, en una o dos ocasiones, en la voluminosa colección de su obras, , y en especial a propósito de la declaración del Parlamento de 1738, pronunció el nombre de Vicente de Paúl, «sacerdote gascón, dijo, célebre en su tiempo!»1
Entretanto, en 1785, Maury predica en San Lázaro su famoso panegírico, el más hermoso que se haya oído a la gloria de Vicente de Paúl, el más señalado por la inteligencia del papel providencial de nuestro santo..Así la elocuencia cristiana pagaba su tributo tardío a este hombre a quien se echa de menos no encontrarle en nuestra historia literaria, celebrado por la elocuencia de un Bossuet, de un Bourdaloue o de un Masillon. En este discurso Maury expresaba el voto de que se levantara una estatua por un buen rey a un buen ciudadano. A partir del día siguiente, este voto era llevado a Luis XVI por el conde de Angevilliers, superintendente de las edificaciones y ministro de las artes. El rey ordenó inmediatamente que se ejecutara en mármol la estatua de san Vicente de Paúl, para ser colocada en la galería del Louvre y ordenó que el orador predicara el panegírico en su presencia, lo que tuvo lugar el 4 de marzo de 1785, en la capilla de Versalles.
Desde entonces, algunos escritores, como Marmontel, en sus Elementos de literatura, artículo oración fúnebre, Baculard d’Arnauld, en sus Recreos del hombre sensible, hablaron de san Vicente de Paúl, pero en esta lengua del indiferentismo religioso que ignoraba el principio de todas las obras, y no veía en ellas más que el resultado de una sensiblería filantrópica. El duque de Nivernais, director de la Academia francesa, al recibir a Maury y recordando su obra maestra, le dijo: «Vos habéis hecho por san Vicente de Paúl más de lo que ha hecho su propia canonización! Se lo habéis mostrado a los hombres de todos los climas y de todas las religiones, al universo por último como un bienhechor de la humanidad entera, a quien toda alma sensible debe un tributo de amor y de gratitud!» Añadamos, en honor de Maury, que su discurso vale incomparablemente más que este elogio.
Por lo demás, la estatua se hizo; pero, algunos años después, era arrastrada a la alcantarilla por el pueblo educado en la escuela de la sensible filosofía, y Marat, el nuevo padre de este pueblo emancipado, era llevado al Parlamento2.
Este pueblo pervertido iba a testimoniar a san Vicente de Paúl un agradecimiento digno de sus maestros.
En esta época, San Lázaro se había desarrollado completamente. Los antiguos edificios que amenazaban ruina habían sido reconstruidos por Edme Jolly, de 1681 a 1684. En 1719 y 1720,
Otras construcciones habían sido hechas en el gran camino de Saint Denis. Todo ello formaba una sucesión de de altas casas uniformes, dobles en profundidad, sólidamente construidas, de un aspecto severo. Muchas eran alquiladas a seglares y proporcionaban una renta a la Congregación. Hoy, la mayor parte se ha convertido en propiedades particulares, y el vasto recinto, el más hermoso de París, ha sido convertido en calles y en nuevos barrios.
San Lázaro estaba compuesto comúnmente de cuatrocientas personas, de las que doscientas sacerdotes, novicios o estudiantes, ochenta laicos, , el resto pensionistas. La organización era la misma que en tiempos de san Vicente. el superior general, que tenía su residencia allí, no gozaba de ninguna distinción ni excepción. Se habitación, de paredes desnudas, tenía por todo ornamento un crucifijo, una estatua de la santísima Virgen y una imagen de san Vicente de Paúl. En toda la casa, no había más que dos habitaciones tapizadas, una destinada al arzobispo de París, la otra ocupada por un viejo caballero de San Luis en retiro. El superior, alimentado como la comunidad, tenía el único privilegio de ser escoltado en la mesa por dos pobres, de ordinario tomados de entre los ancianos del Nombre de Jesús. No tenía ningún criado en se servicio personal. Le ayudaban cuatro asistentes o consejeros en el gobierno general,. Por lo demás, había todavía en San Lázaro dos superiores particulares para el interior de la casa, cuatro profesores y un prefecto para los estudios, dos directores para los novicios, uno para los ejercitantes, cuatro para las Hijas de la Caridad, dos para la casa de detención, uno para el pensionado, uno para el hospital del nombre de Jesús, uno para los Misioneros extranjeros, dos procuradores, dos diáconos encargados de dar el catecismo, tres veces a la semana, a más de doscientos pobres a quienes se alimentaba cada día, por último los hermanos coadjutores. Es todavía casi la organización actual.
Tal era el estado de San Lázaro, cuando, en la noche del 12 al 13 de julio de 1789, doscientos salteadores, ejecutores en largo plazo de los deseos de Dalembert y de Voltaire3, ejecutores inmediatos de la voluntad de jefes cuyo secreto ellos no tenían, se abalanzaron contra las puertas provistos de toda clase de armas. Hacia las dos y media de la mañana, las puertas son derribadas con ruido de descargas de mosquetería. El primer saqueo de los bandidos es liberar a veinte locos y a cuatro jóvenes de familia de quienes no se ha oído hablar más. De allí se dirigen al refectorio, donde piden vino y dinero. Un populacho innumerable, amotinado en el intervalo, llega al amanecer, bajo la dirección de jefes y ordenadores salidos del Palais-Royal, a los que se distinguía por una trenza negra. Entonces comienza una destrucción general. el amplio refectorio, capaza de contener a doscientas personas, es despojado de sus hermosa pinturas, lo mismo las salas de ejercicios, en particular de la que encerraba ciento sesenta retratos de papas, de cardenales, de obispos y demás personajes ilustres, cuya memoria era preciosa en la Misión. La biblioteca general, compuesta de cincuenta mil volúmenes y las bibliotecas particulares de los dos pensionados son asaltadas y destruidas. Todo queda hecho trizas en un gabinete de física, en la botica, en los talleres domésticos. En la procura general, se destruyen los títulos: en la procura doméstica, se roban las seis mil libras que se encuentran solamente, y se apoderan de todos los depósitos de confianza y de caridad. la habitación de san Vicente misma no es respetada. Una estera de paja sobre la que murió, un candelero que llevaba el resto del sebo que iluminó su último suspiro, una silla de paja, un viejo gorro, sus pobres ropas, un bastón, sus medias de sarga, los vendajes de sus llagas: todo fue mancillado por manos impuras, lacerado, roto, aniquilado. La estatua encomendada por Luis XVI, modelo de la que se ve en los Niños-Expósitos, fue hecha pedazos y, y su cabeza arrojada a la balsa del Palais-Royal como un homenaje al autor del sacrilegio. Del interior, los bandidos pasaron al exterior de la casa, devastaron jardines, parterres, todo el recinto, degollaron las ovejas, pegaron fuego a las cosechas encerradas en los graneros.
Toda esta destrucción estaba casi acabada cuando, para una justificación o pretexto, se hizo correr entre la gentuza, contra San Lázaro, la vaga denuncia de acaparamiento. Eran entonces las diez de la mañana; hacía ocho, por consiguiente, que reinaba el vandalismo por otras causas. Por otro lado, constaba en los registros de la Halle que San Lázaro había llevado tres cientos sextarios de trigo, en diciembre de 1788 y enero de 1789, cien en el mes de junio y de julio de ese mismo año; que, en el tiempo, a petición de los magistrados, había librado quinientos a 12 libras por debajo del curso; que de diciembre a Pascua, más de ochocientos pobres de la parroquia de san Lorenzo recibían allí a diario pan y sopa, y que más de doscientos habían recibido la misma limosna de pascuas a julio.
El suplemento al nº 215 del Diario de París para el año 1789 contiene una carta del comandante de la guardia nacional del distrito de los Récolets, que da cuenta del desastre. Habla de numerosos cadáveres, de hombres y de mujeres muertos de borrachera en las bodegas o de veneno en la botica, pero constata que no se hallaron en San Lázaro ni armas ni subterráneos, ni trigo, sino el trigo necesario a la subsistencia de la comunidad para tres meses apenas. La iglesia había sido el único lugar perdonado y los crucifijos los únicos muebles que los bandidos hubieran respetado; ninguno había sido roto en las seiscientas habitaciones.
Grande fue el terror entre las Hijas de la Caridad, que habitaban frente a San Lázaro. La casa constaba entonces de cincuenta inválidas y de noventa y ocho postulantes de quince a veinte años. los bandidos se introdujeron llevando ellos mismos a un viejo Misionero paralítico, Bourgeat, que no había podido escapar con los demás. «Tranquilizaos, les dijeron ellos, no nos han pagado por vosotras.» Sin embargo, hacia las once de la mañana, llegaron otros bandidos que visitaron toda la casa; y a las cinco de la tarde, una tropa de doscientos hombres o mujeres de aspecto y lenguaje siniestros. Las novicias se refugiaron en la capilla. Los bandidos entraron en ella y, a la vista de su piadoso terror, quedaron desarmados; algunos incluso se pusieron de rodillas. Se retiraron por fin después de recorrer toda la casa; mas, durante dos días y dos noches atravesaron trances mortales, hasta que un piquete de guardias nacionales hiciera guardia para defenderlas.
Desde el 14 de julio, a las cuatro de la mañana, una treintena de jóvenes Lazaristas, secundados de algunos sacerdotes y hermanos, regresaron a San Lázaro y recogieron los restos de pillaje y, en particular lo que quedaba de los muebles de san Vicente. se ofrecieron limosnas entonces al superior general,. el rey, el arzobispo, el capítulo, las comunidades religiosas, los particulares, todos quisieron contribuir a reparar un poco esta inmensa ruina y, en ocho días, se hubieron recogido más de 100 000 libras. Pero, unos años más, y un pillaje jurídico iba a acabar la ruina del pillaje desordenado del 1789, y la destrucción de San Lázaro4.
En el intervalo, otras causas vinieron a encender contra San Lázaro el furor popular. Cayla de La Garde, superior general desde 1787, había sido nombrado primer suplente de los seis diputados del clero de París en los Estados Generales; y, en su conversión en asamblea nacional, fue llamado a reemplazar a uno de los diputados dimisionarios. Sin miedo al peligro, resuelto a cumplir su deber para con la Iglesia y el rey, aceptó y permaneció en su puesto hasta el fin, incluso, a pesar de todos los avisos contrarios, el día en se le debía exigir el juramento a la constitución cismática del clero. Él negó el juramento con casi todos sus colegas y, con ellos también, desencadenó, al salir de la sala, las olas de un populacho furioso, cuyos ultrajes atraía en particular sobre sí su reputación de valor y de elocuencia.
Entretanto, un decreto de la Asamblea Nacional del 13 de noviembre de 1789, renovado el 23 de junio de 1790, y que pedía un estado detallado de todos los bienes muebles e inmuebles de las congregaciones, fue significado a Cayla el 10 de diciembre de 1791, por la comisión de la administración de los bienes nacionales. Cayla mandó hacer una situación comprendiendo las rentas y las cargas de San Lázaro. En cuanto al mobiliario, apenas pudo constatar su destrucción de 1789.
En los últimos días de agosto de 1792, llegaron a llevarse de San Lázaro, después de proceso verbal, todos los títulos, registros y papeles de sus archivos, escapados tres años antes al pillaje. Todo ello fue transportado en varios vehículos al depósito de los archivos nacionales de la municipalidad de París, al Saint-Esprit, cerca de la casa del pueblo, plaza de Grève5. Al mismo tiempo se daba orden al superior y a todos los Misioneros de vaciar los lugares. El crimen aceleró la ejecución de esta orden. Al día siguiente comenzaban las horribles masacres de setiembre. San Lázaro, gracias a la gloriosa notoriedad de Cayla, estaba designado a los degolladores. Saint-Firmin tuvo solo sus mártires. Advertido a tiempo, Cayla salió de su casa y anduvo errante por Francia y el extranjero, hasta que pudo retirarse a Roma.
San Lázaro, como tantas comunidades religiosas, se convirtió entonces en prisión, es decir una de los conventos de la impiedad revolucionaria, a la espera de que sirviera de retiro forzado a la prostitución. En 1793, se encerró allí a mas de mil doscientos prisioneros, entre otros a los poetas Roucher y André Chénier, quienes partieron de allí para ir al patíbulo. Hoy pues, San Lázaro está muy transformado; la vieja iglesia misma ha sido destruida en 1823, para dar lugar a la capilla neoclásica actual. No queda ya más que un monumento de san Vicente de Paúl: es su habitación, transformada en capilla por las religiosas que sirven en la casa.
II. Historia de las reliquias de san Vicente de Paúl.
En medio de este desastre, ¿qué pasó con la reliquia del santo y, en primer lugar, cuál había sido su destino a partir de la segunda exhumación del 25 de setiembre de 1729?
En respuesta a una petición del 30 de noviembre de este año, dirigida al arzobispo de París por el superior general y los oficiales de la Misión para obtener el poder de mandar ordenar los huesos del beato por hermanos cirujanos, en presencia de uno de los grandes vicarios, se había dado a Vivant una comisión el 6 de diciembre siguiente y ejecutada en el curso de ese mes. ¿Cómo fue tratado el santo cuerpo? Una tradición dice que lo sometieron a la acción del agua hirviendo para quitar las carnes alteradas entre las dos exhumaciones. De estas carnes se hicieron especies de medallas de un módulo bastante amplio, con la efigie del santo, varias de las cuales existen aún, y otras divididas en parcelas han sido y son todavía distribuidas por la caridad de la congregación a la piedad de los fieles.
Los diversos huesos así preparados , fueron devueltos a su posición natural mediante alambre o latón; se hizo descripción anatómica, y el santo cuerpo, revestido de hábitos sacerdotales y extendido sobre un cojín de paño de oro, fue colocado en un relicario de plata y llevado el 11 de setiembre de 1730 a la iglesia de San Lázaro. El relicario fue abierto varias veces, con autorización de los arzobispos de París en el curso del siglo; el 26 de mayo de 1739, para cambiar en un alba de tejido de plata el alba de tela de lino de la que estaba revestido el cuerpo de san Vicente de Paúl; el 5 de abril de 1747 para extraer el cuerpo y colocarlo en un cofre de madera dorada; el 12 de julio siguiente, para volver a colocarlo en el relicario, que había sido dorado en el intervalo; el 8 de junio y el 16 de julio de 1759, para retirar la representación de carbón en la que la cabeza del santo se encontraba encerrada, y sustituirla por una representación en plata dorada.
El 30 de agosto de 1792, Devitry, comisario de los bienes nacionales, se presentó en San Lázaro para llevarse los vasos sagrados y toda la platería de la iglesia, incluido el relicario del santo. Los Misioneros reclamaron al menos el cuerpo de su santo fundador, y Devitry escribió en su proceso verbal: «Hemos sacado un relicario de plata dorada en el que hemos hallado un esqueleto entero, revestido de un alba blanca, máscara de plata dorada y pantuflas en los pies, el cual esqueleto los Srs. Lazaristas nos han pedido para ponerlo en un cajón de madera, lo que les hemos otorgado.»
Los Misioneros, como lo constata un proceso verbal del 1º de setiembre de 1792, colocaron pues el cuerpo en u a caja de roble, con su cojín, con el alba, la estola, las pantuflas y los guantes de que estaba revestido; y como la caja no se halló lo suficiente larga se vieron obligados a soltar los hilos de cobre de la parte y replegar la reliquia sobre sí misma.
La caja sellada con el sello de la congregación fue transportada primeramente, con papeles y objetos preciosos arrancados al pillaje, calle de los Mathurins-Sorbonne, en la casa de un sobrino de François Daudé, procurador general de San Lázaro; y de allí, algunos días después, a la calle de los Bourdonais, en casa de Clairet. Notario de la congregación. Allí se quedó hasta que en 1795 o 1796. Daidé la recuperó entonces y la trasladó a su casa, calle Neuve-Saint-Étienne, donde la tuvo oculta varios años en la perforación de una pared.
Mientras tanto, el superior general Cayla había muerto en Roma, el mes de febrero de 1800, después de nombrar a François-Florentin Brunet, su primer asistente, vicario general. Habiéndose restablecido la congregación por un decreto imperial del 27 de mayo de 1804, Brunet, a instancias del cardenal Fesch, salió de Roma el 31 de octubre para entrar en Francia. El 30 de noviembre siguiente, Pío VII, a petición de los Misioneros de Roma, nombró a Sicardi, segundo asistente de Cayla, vicario general de la Misión para Italia, Polonia, Alemania, España y Portugal, no dejando a Brunet más que el imperio francés, las Misiones extranjeras y la dirección de las Hijas de la Caridad, fuera el que fuese el lugar en que estuvieren establecidas.
Fue Brunet quien pudo al fin dar a la santa reliquia un lugar más conveniente. El 18 de julio de 1806, se la confió a las Hijas de la Caridad, de la calle del Vieux-Colombier, como lo reconocieron y atestiguaron Thérèse Deschaux, superiora general y otras varias hermanas, que se comprometieron al mismo tiempo a guardar el precioso depósito, a devolvérselo a sus superiores a la primera petición y a no exponerlo ni mostrarlo nunca sin su consentimiento6. Tal fue casi el último acto del vicariato general de Brunet, que murió el 15 de setiembre siguiente. El sucesor Placiard a quien un breve del soberano pontífice había autorizado a designar murió también el 16 de setiembre de 1807, y no le sobrevivió, por consiguiente, más que un año y un día. Los Misioneros reunidos en París presentaron entonces a Hanon al papa Pío VII quien, por un breve del 14 de octubre de 1807, le nombró vicario general de la congregación, con todos los derechos y privilegios de superior general, incluida la facultad de designar a su sucesor en caso de muerte. La Compañía se vio así repuesta bajo una sola cabeza. Sicardi y todos los visitadores de provincias fuera de Francia reconocieron a Hanon como su superior. Napoleón, por un decreto de enero de 1808, le confirmó en su cargo como lo había hecho ya para Placiard el 23 de setiembre de 1806.
Hanon gobernaba pacíficamente al cabo de unos dos años las dos familias de san Vicente de Paúl, cuando su negativa a dimitir de sus derechos a dirigir a las Hijas de la Caridad, trajo la dispersión, por orden de la autoridad civil, de los Misioneros que comenzaban a reunirse en torno a él, y le hizo él mismo internar en Saint Pol(Pas-de-Calais), luego arrojarle sucesivamente a las prisiones de Arras, de París, de Turin, por fin de Fenestrelles, donde permaneció hasta las proximidades de los aliados, que trajo el internamiento en Bourges de los prisioneros de Estado.
De vuelta a la libertad con la abdicación del emperador, Hanon se dirigió a Lyon, donde reclamó el corazón de san Vicente, cuya historia conviene contar.
Como lo prueba una certificación, con fecha del 9 de octubre de 1814, de Charles-Dominique de Sicardi, entonces primer asistente de la congregación, este corazón le había sido dado para custodiarlo, en 1790, por el superior general Cayla con permiso de llevárselo de París a Turín y promesa de restituirlo al superior, una vez que la congregación fuera restablecida en Francia. Sicardi guardó dos años el sagrado depósito y, el 12 de setiembre de 1792, se lo confió a las Hijas de la Caridad que iban a fundar en Turín. Anteriormente, había ocultado el relicario entregado por la duquesa de Aiguillon, donde seguía el corazón encerrado, en un in-folio destripado a este efecto, y lo había mezclado todo, con algunas ropas de san Vicente de Paúl, con los bagajes de las hermanas que fueron puestos en rodaje.
Todo llegó a buen puerto. Las hermanas guardaron tres meses el corazón de su padre, expuesto en el altar de su pequeño oratorio. A pesar de todos los cuidados tomados por Sicardi, la reliquia se había abierto por el camino y dejaba escapar algunos pedacitos. Las hermanas las recogieron en pequeños relicarios que Sicardi les entregó, «porque, dicen ellas en uno de sus relatos, , nosotras se lo hemos pedido veces.» Durante estos tres meses, la santa reliquia fue llevada en procesión a Turín para obtener una lluvia, que cayó desde la salida de la iglesia y obligó a regresar.
La guerra expulsó pronto de Turín a los Misioneros y a las Hijas de la Caridad, y Sicardi se retiró a Roma, adonde se llevó el corazón y las ropas de san Vicente de Paúl. Esto es al menos lo que dice el Relato que seguimos aquí; «Yo he oído decir que el cardenal Fesch había pedido a Bonaparte, su sobrino, que le enviara de Roma el corazón de san Vicente.» Tal vez sin embargo el corazón fue sencillamente confiado, en alguna otra ciudad del Piamonte, a la custodia de un misionero. De todas las maneras, algunos años después, estaba de regreso en Turín. En efecto, el 11 nivóse año XIII (1º de enero de 1805), el cardenal Fesch escribía de París a Turín esta carta dirigida al arzobispo de esta ciudad: «En mi calidad de gran limosnero del imperio, restablecidos los Misioneros y las Hermanas de caridad, yo reclamo este depósito y os ruego que acompañéis proceso verbal para constatar su identidad, y tengáis a bien remitirlo al Sr. general de Menou, quien me lo hará llegar. No dudo de ninguna manera que el Sr. Bertoldi, depositario de esta reliquia, tendrá un verdadero celo por esta restitución . Ningún motivo, ningún pretexto se admitirá por diferirla. Sin embargo no olvidaré que es al Sr. Bertoldi a quien se debe su conservación..»
Esta es la súplica imperiosa de un tío, de un gran capellán del emperador! Lo que más duele es encontrar en ella la insidiosa ambigüedad de los términos. Se recuerda el restablecimiento de los Misioneros y de las Hijas de la Caridad, además se habla de restitución: ¿era entonces en nombre y en provecho de la doble familia de san Vicente de Paúl por lo que se reclamaba su corazón? Vamos a verlo.
Al recibo de esta carta, el arzobispo de Turín creyó deber obedecer. Pero Bertoldi había muerto hacía dos meses, y se ignoraba a qué manos había ido a parar. El arzobispo lo examinó con ayuda de un proceso verbal del 17 de julio de 1793, elaborado por su predecesor el cardenal Costa, certificó él mismo la autenticidad y, después de recolocarle en el libro vaciado en el que había sido llevado a Turín, se lo devolvió al general Menou, con los procesos verbales y una carta del cardenal Fesch, en la que le decía que los Misioneros dispersos concedían de buena gana la santa reliquia a la casa de París. El arzobispo les había comentado pues la petición del gran capellán en su sentido más natural, y ellos se habían imaginado, oyendo hablar de restitución, que en efecto el corazón iba a volver a sus legítimos propietarios.
Pero el corazón enviado por el general de Menou, se detuvo en Lyon, donde lo guardaron, haciendo sólo la gracia a las Hijas de la Caridad de dejarles el libro que lo contenía, con un auténtico! Si se atrevieran a hacer gracia en un asunto tan grave y tan santo, ¿no se diría «Perrin Daudin que abre la ostra y da el cascarón»?Robo piadoso y todo lo que se quiera, pero robo manifiesto que se ha tratado en vano de evitar! Ciertamente, más excusable o mejor dicho muy legítimo es el piadoso fraude cometido en Turín, donde una vaga sospecha de lo que iba a seguir hizo desprenderse del corazón, antes de la entrega, un ventrículo que se guardaron después.
Durante su estancia en Lyon, Hanon hizo pues valer sus derechos, que se reconocieron por fuerza.. pero los acontecimientos políticos no permitieron proseguir la restitución. Esperemos que por fin se comprenda que el lugar del corazón de san Vicente de Paúl, después de su muerte como en vida, está en medio de sus hijos.
De regreso a París, Hanon tuvo el tiempo y el consuelo de ver el gobierno normal restaurado en le Compañía de las Hijas de la Caridad por el breve ya mencionado de Pío VII del 19 de enero de 1815, y la congregación de la Misión restablecida por la ordenanza de Luis XVIII del 3 de febrero de 1816. Falleció menos de tres meses después, el 24 de abril.
Verbert, designado por sus cohermanos, fue nombrado por el soberano pontífice vicario general para Francia y las Misiones extranjeras, y Sicardi recuperó el gobierno de las provincias de Europa.
No obstante, la caja con el cuerpo de san Vicente de Paúl había sido trasladada, el 23 de junio de 1815, de la calle del Vieux-Colombier calle del Bac, 140, a la nueva casa de las Hijas de la Caridad, donde se guardó bajo un altar. Fue allá donde Verbert hizo una primera apertura, el 16 de mayo de 1817, para extraer del santo cuerpo una pequeña porción que fue entregada al Sr. Dubourg, entonces obispo de Nueva Orleans.
También fue Verbert quien obtuvo del gobierno el hotel de Lorge, calle de Sèvres, 95, donde la Compañía, sin asilo, a pesar de tantas promesas desde 1792 ha establecido su capital.
Fallecido el 4 de marzo, Verbert fue reemplazado por Boujard, elegido por sus cohermanos y nombrado por el papa, Boujard también visitó, el 19 de febrero de 1620, las reliquias de san Vicente, para ver si la humedad no había penetrado en la caja. El santo cuerpo esperó en adelante el agradecimiento y el traslado solemne de 1830.
Entretanto, y como para prepararle un triunfo más completo, la Compañía de Vicente había recuperado su estado normal. Con la dimisión de Boujard en Francia, y de Baccari, sucesor de Sicardi, en Roma, León XII, a petición de Carlos X, y con el consentimiento unánime del consejo de Estado y de los ministros, nombró a Pierre Dewailly superior general de la Misión, por un breve del 16 de enero de 1827, promulgado el 1º de julio del mismo año.
Habiendo fallecido Dewailly el 23 de octubre de 1828, una asamblea del 15 de mayo de 1829 nombró a Dominique Salhorgne superior general. Era la primera vez en cuarenta años que la Compañía era llamada a darse, por sus representantes naturales, un cabeza y unos asistentes en conformidad con sus constituciones, la Providencia parecía esperar este momento para procurar a san Vicente de Paúl su más hermoso triunfo.
III. Traslado de 1830.
El 30 de marzo de 1830, la caja que contenía su cuerpo era llevada a la gran sala sinodal del arzobispado de París, y allí, en presencia de los vicarios generales y del capítulo, del prefecto del Sena, del prefecto de policía y de otros grandes personajes, del superior general de la Misión y de la superiora de las Hijas de la Caridad, acompañados uno y otra de de los principales miembros de las dos compañías y de cuatro doctores de la facultad de medicina de París, Mons. de Quelen, conforme al informe del promotor, reconocía la identidad de la caja y ordenaba su apertura.
Allí se encontró, además del santo cuerpo en el estado ya descrito, una cantidad bastante grande de ropas teñidas con su sangre y los procesos verbales de las diversas visitas ya referidas. A la invitación del arzobispo, los doctores procedieron entonces al examen de la santa reliquia, por lo general bien conservada, y consignaron su descripción en un reportaje científico. Del esqueleto no faltaban más que trece dientes caídos en la vida del santo, la mano izquierda arrancada por el arzobispo Ventimille, once costillas distraídas en diferentes momentos y remplazadas por arcos de cuero, y la rótula de la rodilla derecha.
Por orden del arzobispo, los doctores separaron la rótula izquierda, el radio del antebrazo derecho. La mano estaba destinada a Mons. de Quelen. Pero, algunos días después, el 8 de abril, el prelado escribía al superior general: «Después de pedir la moderación en los deseos por la intercesión de vuestro santo fundador e instituidor… he pensado que era más que conveniente que la mano derecha del padre que ha dispensado sobre vosotros tantas bendiciones no saliera nunca de las manos de sus hijos.» El superior general Salhorgne insistió generosamente para que esta rica porción volviera al arzobispo, pero Mons. de Quelen continuó rechazando con un piadoso desinterés no menos laudable, y fue devuelta a su lugar natural. La rótula izquierda fue depositada en el tesoro de la iglesia metropolitana de París; la mitad inferior del radio se convirtió en propiedad de la casa madre de las Hijas de la Caridad; cinco de las seis divisiones de la mita superior fueron distribuidas a las iglesias del Hôtel-Dieu, del Hospital de la Pitié, de Versalles, de Clichy y de San Vicente de Paúl de París; el arzobispo se reservó la sexta, con las partículas separadas al durante las diversas operaciones, que habían sido recogidas con cuidado. En la casa madre de la Misión habían quedado abandonadas la caja, las ropas, el alba, los guantes, los zapatos y la estola.
El sábado santo, 10 de abril, después de restauración de los huesos desarticulados y su revestimiento de tejidos de seda, el pecho y demás intervalos fueron rellenados de guata y de hilaza de seda impregnadas de polvo de tan con un poco de alcanfor. El santo cuerpo fue luego recubierto, del cuello al extremo de los pies, con un vestido de seda blanca, sobre el que se puso como ropas inmediatas, un pantalón largo, una chaqueta de mangas, una corbata, un gorro y medias, todo ello en seda, reunido en sus diversas partes por costuras acercadas para preservar la reliquia del contacto con el aire.
El cuerpo, así dispuesto y sellado con catorce sellos, fue revestido con una túnica de seda blanca en forma de camisa, de un alba con un rico trabajo, dada a este efecto por una persona piadosa, de una cinta de seda blanca en forma de cinturón, de una estola de muaré violeta ricamente bordad en oro, dada por las Hijas de la Caridad; de una sotana y de un cinturón de seda negra, de un roquete en batista a la romana; de zapatos de terciopelo negro; de una rica estola pastoral, presente del arzobispo de París; de un rico solideo de seda negra; de una representación de la cara y de las manos en cera. Entre las manos se colocó un crucifijo de la iglesia metropolitana y don del capítulo que la tradición dice haber servido a san Vicente de Paúl para exhortar a Luis XIII a la muerte.
Fijado a continuación sobre un cojín de terciopelo violeta, acabado en una almohadilla de la misma tela, con guarnición y borlas de oro, el santo cuerpo descansó varios días expuesto a la veneración de las personas piadosas. El viernes 23 de abril, el arzobispo bendijo el relicario en el que debía ser encerrado; magnífico conjunto, en el que el trabajo sobrepasa a la materia, obra maestra de Oliot, que había sido admirado en la Exposición de la industria francesa en 1827, ofrenda de la diócesis de París a san Vicente de Paúl y a sus hijos, cuyo precio elevado fue cubierto con la ayuda de colectas y subscripciones, a la cabeza de las cuales se inscribieron el rey y los príncipes y princesas de su familia. Es un gran cuadrado de siete pies de largo, sobre dos y medio de alto y de ancho con la parte superior abovedada. Hermosos espejo encerrando las tres caras laterales. El montante y la cimbra están cincelados con gusto. En cada uno de los dos montantes anteriores, dos zócalos llevan pequeños niños de plata de un pie de altura: huérfanos de los dos sexos, con las manos juntas, que miran con viva expresión de respeto y gratitud a su bienhechor y padre. Una estatua de Vicente de Paúl, de tres pies y medio, en hábitos sacerdotales, de rodillas sobre una nube, con los ojos y las manos al cielo, corona el relicario. Alrededor de él cuatro ángeles, de dos pies y medio, llevan los atributos de la Religión, de la Fe, de la Esperanza y de la Caridad. el interior del relicario está revestido de terciopelo violeta adornado de bordados en oro.
Fue allí pues donde, el 23 de abril, fue depositado el santo cuerpo con el cojín y el almohadón de terciopelo al que estaba fijado, y una caja de hojalata pulida, colocada bajo sus rodillas que contenía todos los procesos verbales realizados hasta ese día, dos mandamientos del arzobispo de París al traslado y un ejemplar de un Compendio de la Vida de san Vicente de Paúl, por el Sr. Reboul-Berville.
El relicario, cerrado y sellado, fue transportado al día siguiente, día aniversario del nacimiento de san Vicente de Paúl, del palacio arzobispal a la iglesia metropolitana. El santuario, el coro, la nave y el pórtico de la iglesia habían sido decorados y tendidos, según las órdenes y la piadosa liberalidad del rey. Las primeras vísperas de la fiesta del día siguiente fueron cantadas por el obispo de Luçon, en presencia del arzobispo de París, del arzobispo nombrado de Sens, de los obispos de Meaux, de Moulins, de Châllons, de Tulle, de Chartres, de Soissons, de La Rochelle y de Samosate, del Superior general y de todos los miembros de la Misión, a quienes se habían cedido las sillas altas del coro, del capítulo y del clero de la metrópolis y de un inmenso concurso de clero y de pueblo. Después de completas, el panegírico del santo fue pronunciado por el Sr. Mathieu, promotor de la diócesis, hoy cardenal arzobispo de Besançon. Siguió el canto de los maitines y laudes, al que presidió el obispo de La Rochelle, con anterioridad párroco de Saint-Vincent-de-Paul.
El día siguiente, domingo 27 de abril, tuvo lugar la traslación solemne a la casa madre de la Misión. La misa fue celebrada por Louis Lambruschini, nuncio apostólico. A las dos, después del canto del primer salmo de las vísperas, y mientras que el oficio se continuaba en la metrópolis, comenzó la procesión su largo desfile. Enseguida se pusieron en marcha los hombres de las asociaciones de Santa Genoveva y de San José, los niños de la casa de San Nicolás de Vaugirard, los habitantes de Clichy, los Hermanos de las Escuelas cristianas, cada agrupación bajo su bandera. Tras las cruces del capítulo, precedidas ellas de los zapadores, de los tambores y de un pelotón de gendarmería, marchaba en dos filas, entre cuatro compañías de granaderos y cuatro compañías de infantería ligera de los regimientos de la guarnición, un inmenso clero. Eran en primer lugar los eclesiásticos de los seminarios diocesanos y de los diferentes seminarios de París, yendo en medio de ellos un cuerpo de música militar; luego los eclesiásticos , bien del clero de París, bien de las congregaciones religiosas, bien de las parroquias circunvecinas, bien además de diversas diócesis de Francia.
Mientras tanto, acabado el oficio, el relicario fue izado y llevado en medio de los Lazaristas y del capítulo metropolitano, por treinta hombres revestidos de sotanas, de albas y de cinturones de seda, y decorados con una medalla de san Vicente de Paúl, que pertenecían a las asociaciones de Santa Genoveva y de San José que habían reclamado este piadoso empleo. Cuatro clérigos llevaban una antorcha en las cuatro esquinas del relicario, de los que cuatro sacerdotes en casulla tenían los cordones de honor. El relicario era seguido de los capellanes del rey, de los prelados ya nombrados a los que se habían unido los obispos de Montauban, de Belley, de Versalles, de Bayeux, de Evreux, de Nancy, de Troyes y de Grenoble, y por último del arzobispo de París, precedido de su cruz, de los porta-insignias y acompañado de sus asistentes, todos en capas.
Las reliquias eran seguidas también del prefecto del Sena y del prefecto de policía, con sus secretarios generales, de los alcaldes de los distritos 9º y 10º, del comandante de la gendarmería, de los miembros del consejo general y de la administración de los hospicios, de varios pares de Francia y demás personajes notables. La marcha se cerraba por un pelotón de gendarmes.
Al salir de la iglesia, para satisfacer un deseo piadoso, el relicario fue depositado cerca del pórtico del Hôtel-Dieu, tanta veces franqueado por la cardad de Vicente, y las religiosas se acercaron a venerar las santas reliquias. Durante esta estación, se adelantaron entre las dos filas de los párrocos y de los Lazaristas, cerca de ochocientas Hijas de la Caridad, seguidas de cincuenta huérfanas, que precedían al relicario; y, una vez que éste recobró su puesto en la procesión, cincuenta huérfanas y y otras doscientas hijas de la Caridad se situaron detrás de ellas entre las dos filas firmadas por los Lazaristas y los canónigos.
En este orden, la procesión siguió el pavimento, la calle de Notre Dame, el Petit-Pont, los muelles de Saint-Michel, de los Agustinos, de la Moneda y de los Teatinos, las calles de los Santos Padres, Taranne y del Dragón, el cruce de la calle Cruz Roja y la calle de Sèvres. Casi todas las casas a lo largo de este recorrido estaban tendidas y adornadas. Dos estaciones se habían hecho, una en la plaza del Instituto, la otra en la calle de los Santos Padres, frente al hospicio de la Caridad, primer teatro de la caridad del santo en París; una tercera estación tuvo lugar en la calle de Sèvres, entre el hospicio de los Ménages y la casa de las Damas de santo Tomás de Villanueva.
Después que llegara el relicario a la capilla de los Lazaristas, y mientras se lo depositaba en el coro en un estrado, el arzobispo de París, dirigiendo la palabra al suprior general que le había presentado el agua bendita y dado el incienso, pronunció este discurso:
«Señor general, en el nombre del clero de París, nos atrevemos a decirlo, en el nombre del clero de Francia, e incluso de la Iglesia católica, llegamos a colocar en vuestras manos el precioso depósito que ha permanecido algunos días en las nuestras. Devolvemos a los hijos el cuerpo de su venerable padre, que habían tenido la suerte de salvar de la profanación, y que nos sentimos tan felices de haber podido rodear con nuevos respetos y nuevos homenajes. Traemos al corazón de los dignos sacerdotes de la Misión las reliquias de su santo fundador, de este sacerdote a quien podemos llamar verdaderamente grande, porque todas las obras de su vida fueron agradables al Señor: «Ecce sacerdos magnus, qui in diebus suis placuit Domino.
«Es también en nombre de los pobres, cuyo protector y padre fue particularmente Vicente de Paúl, como os devolvemos estos restos sagrados después de presentarlos a la población inmensa de una ciudad tan llena de los recuerdo y de los monumentos de su caridad. Al llegar a prosternarse ante el santuario en lo alto del cual debe descansar, , como en otro tiempo, este infatigable amigo de los hombres, cada uno podrá aplicarle, con una dulce y consoladora verdad, estas palabras del salmista: Pobre él mismo, pero rico en su fe,, ha encontrado el medio de aliviar todas las miserias: adjuvit pauperem de inopia; sin otro crédito que le de la confianza otorgada a su piedad, ha hecho degustar las dulzuras de la familia a los que no debían nunca conocerlas: posuit sicut oves familias; los justos se alegrarán, y el silencio mismo de la iniquidad publicará su triunfo: videbunt recti et laetabuntur, et omnis iniquitas opilabit os suum.»
El superior general respondió:
«Monseñor, el triunfo público, solemne y pacífico de un santo sacerdote en el siglo XIX y en medio de esta gran ciudad es una especie de prodigio que excita nuestra admiración y que nuestros sobrinos encontrarán difícil reconciliar con la indiferencia lamentablemente demasiado común hoy con respecto de la religión.
«Dios, que es admirable en sus santos, os ha elegido, Monseñor, para operar este prodigio. Es él quien os ha inspirado el generoso plan de reanimar la fe de un pueblo numeroso, y llevarlo al pensamiento de Dios por el espectáculo imponente de los honores rendidos a los preciosos huesos de su humilde servidor…»
En efecto, la fe de este pueblo, entonces tan profundamente pervertida por quince años de una lucha impía pareció despertar durante la novena que siguió, y hubo en París como una resurrección religiosa. Todas los días, los párrocos de la capital, en el rango que les había sido asignado, vinieron a hacer procesionalmente su piadosa estación con su clero y un gran concurso de sus parroquianos. Así lo hicieron todas las comunidades religiosas. No menor era la afluencia a los oficios celebrados cada día pontificalmente por algún obispo y a los panegíricos predicados por los oradores más renombrados. Pero, fuera incluso de estos honores organizados y de alguna manera oficiales, cuántos homenajes particulares y libres le hicieron a Vicente de Paúl en muchas partes de la población parisiense! Cada día, desde las cuatro de la mañana hasta las nueve de la noche, la iglesia estuvo abierta y llena por un afluencia de todos los rangos y condiciones. Para satisfacer la piedad de todos, se tuvieron que abrir el coro y el santuario, y dejar circular a la gente por el interior de la casa, ya que todos querían arrodillarse ante el relicario, besarlo, y pasarle algún objeto: la mayoría de los fieles cruces y medallas, los militares su cruz de honor y su espada, las madres a sus pequeñuelos.
Hubo visitas augustas. El miércoles se vio llagar a la Sra. Delfina, esa mujer de dolores que venía a postrarse delante del consolador de todos los afligidos, el jueves fue el Rey mismo, acompañado de la Delfina otra vez y de la duquesa de Berry. «Vengo, respondió el Rey al arzobispo, que le había recibido, vengo a postrarme ante los restos de un santo sacerdote tan querido de la humanidad; vengo a pedir, por su intercesión, la felicidad de mis pueblos; vengo con confianza a pedirle que presente a dios este voto el más ardiente de mi corazón.» Y dijo en el mismo sentido al superior general, que le había sido presentado: «Pedid por Francia, rezar por la felicidad de mi pueblo es rezar por la mía.»
Cuando Carlos X expresaba este voto tan cristiano, parecía tener que ser escuchado. Su flota iba a hacerse a la mar felizmente hacia Berbería para destruir la esclavitud que había compartido Vicente de Paúl y que tanto había trabajado por socorrer, para traer con la gloria del suceso una nueva fuerza para su trono. Desgraciadamente tres meses después, adquirido este gran triunfo, y al otro día mismo de la octava de san Vicente de Paúl, celebrada con la misma afluencia que en el mes de abril precedente, el trono había caído, y la religión parecía haber desaparecido con él. Durante algunos días, hubo que ocultar a las pasiones desencadenadas el precioso relicario de san Vicente de Paúl. Pero el padre de los pobres y del pueblo recuperó pronto su lugar encima de su altar y, para este siervo fiel del Dios salvador, se realizó una vez más la palabra sagrada: «Exaltado de la tierra, atrajo todo a sí.» En efecto, el traslado de 1830 no fue el triunfo tan sólo del héroe sino también de la religión de la caridad. después de una revolución ocasionada más todavía por la impiedad que por la oposición política, después de una revolución que amenazaba al altar tanto como al trono y creía haber destruido en uno el único apoyo del otro, vemos que el altar surge otra vez más firme y más brillante sobre el único fundamento y por la única acción de la caridad. Durante toda la Restauración, a pesar de la protección y el ejemplo de príncipes muy cristianos , o más bien al cabo de cerca de dos siglos, de la muerte de san Vicente de Paúl, casi ninguna institución caritativa había sido formada y sobre el suelo que él había cubierto con los monumentos de su caridad, no se había visto surgir apenas fundación nueva. Apenas la santa reliquia sale de la sombra cuando se convierte rápidamente en una señal y en una bandera, un principio de fecundidad y de vida. Entonces nace la admirable Sociedad de su nombre, que cubre pronto Francia y el mundo; entonces Paría alumbra toda clase de obras caritativas; entonces todas las clases ponen la mano en el alivio de todas las miserias físicas y morales, desde los grandes señores y las grandes damas hasta las Hermanitas de los pobres. Los mismos que están fuera de nuestras creencias, se preocupan por encima de todo lo que llaman las cuestiones de economía social y de asistencia pública. Todos comprenden o sienten que ése es el problema del presente y del porvenir, la salud de la religión y de la sociedad. Más que nunca, por la caridad se reconocerá a los discípulos del Salvador; más que nunca, la caridad será la demostración efectiva de la fe, la manifestación de su vida, el atractivo que le ganará los pueblos. En una sociedad dividida en odios tan amenazadores, sola, la caridad puede operar el desarme general, , redactar la carta de los derechos y de los deberes, formar una familia de hermanos. Y ése es el plan de la Providencia resucitando a Vicente de Paúl la víspera de una revolución más social que política. Está, en nuestras manos, , y según le seamos o no fieles, la resurrección o la ruina de la religión y de la sociedad. En adelante, Vicente de Paúl o Babeuf, caridad o socialismo!
Documentos justificativos
Bula de canonización
Clemente, obispo, siervo de los siervos de Dios. Para perpetua memoria.
l. –La Jerusalén celeste, esta bienaventurada ciudad del Dios vivo, en la que el soberano Padre de familias distribuye por igual a todos los que han trabajado en su viña la misma paga de la vida eterna, en diferentes lugares y moradas donde cada uno se colocado según su mérito. Por eso los apóstoles hallándose en la tristeza a causa de la muerte de cristo, en el temor por su debilidad, en la inquietud por su futura recompensa, al oír decir que Pedro, el más ardiente y el más osado de entre ellos, y que había sido establecido su jefe y su príncipe, renegara tres veces de su Maestro al canto del gallo, el señor Cristo los consoló, diciendo: «En la casa de mi padre hay varias moradas, » dando a entender con estas palabras que ninguno de ellos, a pesar de la diferencia de fuerza y de debilidad, de mayor y de menor justicia, no sería excluido, no sería excluido de esta feliz casa en la que existen varias moradas, es decir diferentes grados de méritos en una sola vida eterna. En efecto, otra es la claridad del sol, otra la claridad de la luna, otra la claridad de las estrellas, pues la estrella difiere de la estrella en claridad, y el Evangelio habla de diferentes fecundidades, ya que tal grano produce ciento, tal otro sesenta, tal otro treinta; así los mártires producen fruto al ciento por ciento, las vírgenes al sesenta, los demás en diferente cantidad.
Hay por lo tanto en la casa de Dios diferentes moradas; las estrellas no tienen la misma claridad; no el mismo, sino múltiple es el fruto de la semilla. De esta forma, no hay más que una sola corona recibida en el tiempo de la persecución: la paz tiene también sus coronas, con las que ella ciñe a los vencedores que, en diferentes combates han derribado y sometido a su adversario: a quien ha vencido a la voluptuosidad, la palma de la continencia; a quien ha combatido la cólera, combatido la injusticia, la corona de la paciencia; a quien ha despreciado el dinero, el triunfo sobre la avaricia. Es la gloria de la fe soportar los males de este mundo en la esperanza de los bienes futuros; y a quien la prosperidad no hace orgulloso obtiene la gloria de la humildad. Quien está inclinado hacia la misericordia para con los pobres adquiere la retribución del tesoro celestial; quien no conoce la envidia, quien ama a sus hermanos en la unión y en la dulzura es honrado con la recompensa de la dilección y la paz. en esta carrera de las virtudes, el bienaventurado siervo de Dios Vicente de Paúl no sólo llegó él mismo a recibir estas palmas y estas coronas de justicia, sino que, por sus cuidados y sus ejemplos, ha conducido allí a un gran número de sus semejantes. Porque, como un valiente soldado de Dios, dejando toda carga y el pecado que le rodeaba, se ha enzarzado en la batalla que se le presentaba, adelantándose a los demás por su virtud y, hasta su avanzada edad, ha combatido valerosa y fielmente contra los príncipes y las potencias y los amos de este mundo de tinieblas, ha merecido ser coronado de la mano del Señor en la tierra de la felicidad. Ya que, aquél a quien Dios, que solo opera grandes prodigios, había recompensado en el cielo con la eterna felicidad, ha querido hacerle ilustre en la tierra por signos y hechos milagrosos, y sobre todo en el tiempo en que, en Francia, novadores con falsos y ficticios milagros, se esfuerzan en difundir sus errores, en perturbar la paz en la Iglesia católica y en separar a los sencillos de la unidad de la Sede romana.
II. –Para obedecer pues a la voluntad divina, para animar a los fieles a correr por el camino de la salvación, para reprimir la maldad de los perversos y para confundir la malicia de los herejes, Nos hemos decretado hoy por la autoridad apostólica, que todo el pueblo fiel, del que Dios se ha dignado, sin que lo mereciéramos, darnos la dirección, rindiera al siervo de Dios Vicente el culto, la veneración y los honores de los santos. Celebremos pues, con salmos, himnos y cánticos espirituales en la compunción del corazón y la misericordia con los pobres, la hermosa victoria conseguida sobre el mundo y el diablo, y el triunfo espiritual del siervo de Dios. Que se edifiquen templos en su honor al Dios inmortal; pero nosotros que somos el templo de Dios temamos violarlo y mancillarlo con la mancha de la perversidad humana, y hagamos de manera que nada impuro o profano entre en este templo de Dios, es decir en nuestra alma, por temor a que irritado, abandone la morada que habita. Que a la memoria de Vicente y sobre sus altares se ofrezcan dones y presentes; pero ofrezcamos también nuestros cuerpos como uno hostia viva, santa, agradable a Dios, testimonio de nuestra obediencia racional. Por último que estas estatuas y estas imágenes sagradas sean el objeto de una honor y de un culto religioso: pero apliquémonos cuidadosamente, con el auxilio de la gracia divina, a expresar y a representar en nosotros, mientras se lo permita la debilidad de cada uno, la forma eminente de sus virtudes y la imagen de su santa vida.
III. –Nacido en una aldea humilde de la diócesis de Aqcs que dicen Ranquines, de padres muy pobres pero piadosos, Vicente de Paúl en su infancia como el inocente Abel fue pastor de ovejas y atrajo sobre él y sobre sus presentes las miradas del Señor. Ya que, viviendo en la inocencia, ofrecía a Dios con sus ahorros y su privaciones un agradable sacrificio de piedad. En efecto, distribuía a los pobres harina cuando regresaba del molino, e incluso el pan que le habían dado sus padres para su módica alimentación, consagrando así a la virtud lo que él quitaba a su subsistencia , y alimentando a sus padres con su abstinencia y su ayuno. Porque la ardiente caridad del piadoso niño no encontraba obstáculo en su pobreza; y tan poco considerable era lo que podía sustraer a sus recursos, su grandeza de alma sobre pasaba los límites estrechos de sus facultades. Así, un medio escudo que había juntado poco a poco, mediante una ahorro de todos los días, por su trabajo y su frugalidad, él se lo daba entero a un pobre que encontró, a ejemplo de aquella pobre viuda, que mereció ser alabada por el Señor cuando dio, no de su abundancia sino de su penuria, todo lo que tenía, todo su sustento.
IV. –Arrancado por su padre de la vida campestre y pastoril, fue enviado a Aqcs, al convento de los hermanos de la orden de san Francisco para darse a las letras; lo que hizo con tanto cuidado y diligencia, con tal integridad de costumbres y tal piedad para con Dios, que fue el ejemplo de sus iguales y la admiración de sus maestros. De allí en Toulouse luego en Zaragoza, se entregó con asiduidad a los estudios de teología; y casto, humilde, modesto, tal como deben serlo los que son llamados a la herencia del Señor, ascendió por todas las órdenes eclesiásticas a la sublime dignidad del sacerdocio.
V. –Apenas se había revestido del honor sacerdotal, cuando su reputación bien conocida de virtud y de doctrina le hizo nombrar, sin saberlo él y en su ausencia, para un rico beneficio; pero al enterarse que no podía entrar en posesión sin pleitear, renunció a él por sí mismo y de buena gana; ya que, prefiriendo sufrir la injusticia y el fraude a disputar en juicio con su hermano, quiso privarse de una abundante renta que no podía obtener sin uno de esos procesos que un eclesiástico, como él decía de sí mismo, debe huir absolutamente.
VI. –Entretanto, para no servir de carga a los demás, sino para lograr, por un trabajo honrado, y una laudable industria, su mantenimiento y el de su pobre madre, enseñó las humanidades en un pueblo llamado Buzet, lugar muy considerable de la diócesis de Toulouse, y luego en esta ciudad misma. Y como su principal cuidado y su vigilante solicitud eran menos los de llenar el espíritu de sus jóvenes discípulos con una ciencia solamente estéril de las cosas de Dios, que el de llevar a sus almas a abrazar la celeste sabiduría, formar sus costumbres en la y en la santidad sublime de la profesión cristiana, gentilhombres confiaban a porfía a sus hijos a sus cuidados, para que, bajo la dirección evangélica de un hombre tan grande y en la escuela de su piedad, avanzaran en el camino del Señor y en la ciencia de los santos.
VII. –Habiendo ido a Marsella para recoger allí una suma de dinero que se le debía por un legado de herencia, cuando viajaba por mar y bajo un viento favorable de Marsella a Narbona para volver a Toulouse, cayó en medio de los Turcos, que mataron al patrón de la embarcación y a otros pasajeros, a él miso le hirieron con una flecha, le despojaron de sus vestidos y le llevaron cautivo a África. Tuvo que sufrir por la crueldad de los Turcos numerosas y graves penalidades para no abandonar la ley de su Señor, pero bien sabía que los sufrimientos de este tiempo no tienen proporción con la gloria futura que se nos revelará.
VIII. –Se cuenta que habiendo visto a uno de sus compañeros de esclavitud tristemente abatido bajo el peso de sus cadenas, y no teniendo otra cosa que dar pata aliviar las angustias de este desdichado, se puso él mismo en las cadenas, con el fin de rescatar a expensas de su cuerpo la calamidad de otro. Había sido empleado por un hombre duro, el último de sus amos (pues tuvo tres en el curso de su cautiverio), en el rudo trabajo del cultivo de sus campos, adonde venía con frecuencia a visitarle una de las concubinas de este amo que, nacida en el mahometismo, estaba sin embargo deseosa de abrazar la creencia y las reglas de la religión cristiana. Un día, después de muchas preguntas sobre Dios y sobre el Cristianismo, le ordenó cantar algunos de los cánticos de Sion. Entonces el siervo de Dios cantó este salmo: «En las orillas de los ríos de Babilonia nos sentamos y lloramos,» y otros cánticos piadosos. Pues, mientras que el cántico sagrado del Señor resonaba, por la voz de Vicente, en los oídos incircuncisos de la mahometana, Dios operaba en el corazón de esta mujer profana para hacerle sentir alguna suavidad de la dulzura celestial. Así, de vuelta a casa, se fue a ver a su marido, que había abandonado la fe cristiana para seguir los delirios de Mahoma, y le reprochó haber abjurado de su religión, que le parecía muy hermosa, tanto por lo que había aprendido de la boca de su esclavo, como por el placer desacostumbrado que había sentido por el canto del cántico, placer tal que ella no esperaba experimentar uno tan grande en el paraíso de s padres. Tocado por las palabras de su mujer, este impío volvió los ojos sobre su horrible estado, le condenó y, con la ayuda de los consejos y de las oraciones de su santo esclavo Vicente, resolvió salir de él. En efecto, después de poner orden en sus asuntos, se escapó con él en una pequeña embarcación de las manos de los Turcos, huyó a Francia, donde Vicente le presentó al vicelegado de la Sede apostólica de Aviñón quien, observando los sagrados ritos e imponiéndole una penitencia, le reconcilió con la Iglesia.
IX. –El siervo de Dios se dirigió luego a Roma para honrar los sagrados restos de los mártires, cuya sangre ha purificado a una ciudad que, de sede de la superstición, se ha convertido en la madre y maestra de la religión, y prosternarse en las tumbas de los apóstoles y adorar la cátedra de Pedro, cuya dignidad no desfallece ni siquiera en su indigno heredero.
X. –De regreso a Francia, por los consejos de un hombre de piedad excelente, Pedro Bérulle, fundador de la congregación del Oratorio de Jesús, y luego cardenal de la santa Iglesia romana, se encargó del ministerio parroquial en las diócesis primero de París, luego de Lyon donde, haciéndose de corazón el modelo del rebaño, dirigió por el camino del Señor a las ovejas que le habían encomendado, y las alimentó con su palabra y su ejemplo. Y como la mies era mucha y el número de los obreros pequeño, recibió a jóvenes clérigos a quienes mantuvo y educó en su casa llevando con ellos una vida en común, y a quienes instruyó en la ley del Señor para que, en edad más avanzada, pudieran edificar a la Iglesia del Señor por la palabra divina y una doctrina saludable.
XI. –El piadoso renombre de Vicente y el olor de su buena conducta llegaron a Francisco de Sales, quien le propuso a las religiosas llamadas de la Visitación, un monasterio de las cuales había sido erigido recientemente en París. en este difícil ministerio confiado a él, guardián vigilante de las santas siervas de Dios, director prudente de las almas, mostró y probó con sus obras qué justo y verdadero era el juicio del santo prelado, quien afirmaba no conocer a ningún sacerdote más digno que Vicente. Pues bien, durante cuarenta años, el bienaventurado siervo de Dios, con una prudencia, un cuidado y una solicitud singular, dirigió a estas vírgenes sagradas por el camino de la salvación, para que, después de renunciar a la concupiscencia de la carne y consagrarse a Dios en cuerpo y alma, consumaran su obra y alcanzaran, por la fidelidad a los divinos preceptos, las recompensas de Dios.
XII. –Pero la ardiente caridad de Vicente no se podía encerrar en los claustros de los monasterios, sabiendo bien que no existe trabajo más excelente ni más útil que el cuidado y la cura de almas, para comprometerse en una lucha espiritual contra concupiscencia de la carne y las depravaciones del mundo, contra el orgullo y la maldad del siglo, contra las calamidades y miserias de los hijos de Adán, contra la ignorancia de los hijos; en una palabra, contra los espíritus de malicia, él levantó ejércitos de bravos destinados a combatir el combate del Señor. En efecto, el año de 1625, estableció la congregación de los sacerdotes seculares de la Misión quienes, despreciando y abandonando las delicias del mundo, reunidos en comunidad mus casta y muy santa, no teniendo nada en propiedad, vivirían juntos en la oración, la lectura, las instrucciones y demás ejercicios espirituales para formar así a los clérigos seculares en la ciencia del Señor, en las ceremonias eclesiásticas y en el sagrado ministerio, y despertar a los laicos, proponiéndoles la meditación de los preceptos divinos y de las cosas celestiales, en recorrer el camino de la salvación; que se comprometerían con Dios por un voto perpetuo a ejercer el trabajo apostólico de las Misiones, en particular en los pueblos, poblaciones y demás lugares de los campos, donde la luz de la verdad evangélica brilla raramente en los hombres hundidos en las tinieblas y la sombra de la muerte; quienes, no sintiéndose hinchados de ningún orgullo, obcecados por ningún humor pertinaz, ennegrecidos por ninguna envidia, sino modestos, moderados, pacíficos, harían de una vida toda de unión, consagrada a Dios por entero y a la salvación del prójimo, un presente muy agradable al autor de todos los bienes.
XIII. –La caridad cristiana para con el prójimo, que nace de la caridad para con Dios como de su fuente, y hace subir por una especie de grados maravillosos, a la perfección del divino amor, no vela solamente por la salvación de las almas, sino que provee también a las necesidades del cuerpo. Por eso el siervo de Dios, ardiendo con una caridad perfecta, buscaba socorrer y aliviar el cuerpo y el alma, salvar mientras fuera posible, al uno y a la otra, llevando sin embargo todo el cuidado de los cuerpos a la salvación de las almas, que debe ser el objeto de la principal solicitud. Así compadeciéndose, en las entrañas de su misericordia, de las angustias de los miserables, sobre todo de los enfermos, de los ancianos, de los niños y de las jóvenes que, incapaces en sus achaques y en sus debilidades, de socorrerse a sí mismos, y privados con frecuencia del auxilio necesario, están oprimidos bajo el peso de sus miserias, él fundó la Compañía de las Hijas de la Caridad para trabajar día y noche en el servicio y en el cuidado de los ancianos, de los niños, de los pobres y de toda clase de enfermos.
XIV. –Además, en todas las parroquias no sólo de las ciudades, sino de los pueblos y aldeas, instituyó cofradías de damas para aliviar, con su cuidado atento y su diligente solicitud, los males y las angustias de los miserables, procurar a los enfermos remedios tanto corporales como espirituales, a los calamitosos con recursos y auxilios, a los pobres con dinero, a los desnudos con ropas, a los afligidos con el consuelo. Trabajó asimismo en establecer, o en conservar y extender en muchos lugares varias compañías de Hijas, en particular las de la Cruz, las de la Providencia y de Santa Genoveva, dedicadas a educar y a instruir en los trabajos de su sexo y en las buenas costumbres de necesitadas jóvenes, por miedo a que, de mayor edad, caigan por la ignorancia en la ley del Señor y de los divinos misterios, o que, ociosas, no aprendan a servir en las casas y, ocupándose en lo que no les hace falta, se extravíen siguiendo a Satán, y que por último, no sabiendo trabajar con sus manos, abrumadas de necesidades domésticas, se vean obligadas a los pecados y a los vicios por la indigencia y la miseria.
XV. –Además, él construyó un hospicio para guardar a los locos, una casa para corregir a los jóvenes de malas costumbres, y un vasto hospital para mantener y alimentar a los ancianos a quienes un accidente cualquiera había hacho incapaces de ganarse la vida con sus manos. Por último, por sus peticiones y sus cuidados, dos hospitales fueron construidos y dotados por la liberalidad real, en Blois y en Marsella, para los pobres galeotes enfermos que en adelante eran arrojados en antros, como a las bestias y que, ahora transportados allí con sus enfermedades, reciben allí todos los auxilios corporales y espirituales.
XVI. –La gran bondad de Vicente y su integridad de vida, brillando día a día con tanto mayor resplandor cuanto con más cuidado él las ocultaba, eran en efecto conocidas del rey de Francia Luis XIII de gloriosa memoria, quien en vida, usaba de su ministerio para la distribución de sus limosnas secretas, y de sus consejos para el nombramiento de los clérigos a las sedes episcopales y a los beneficios eclesiásticos, y quien al morir, quiso tener en su último combate a Vicente de apoyo y consuelo.
XVII. –Después de la muerte de este príncipe, Ana de Austria, su esposa de gloriosa memoria, regenta de Francia, le llamó, a pesar de sus resistencias y su voluntad, al santo consejo de conciencia. Para él y en Louvre entre los cortesanos, y en su casa entre los discípulos de la Misión, y en las plazas entre los ciudadanos, y en las casa privadas entre los indigentes y los necesitados, y en los hospitales públicos entre los ancianos y enfermos, y en las poblaciones y aldeas entre los campesinos y los labradores, y en los monasterios de vírgenes consagradas, y en las asambleas eclesiásticas ; en todo y con todos cumplía los oficios de la caridad y difundía la luz de la santidad y esparcía el buen olor de Cristo; ya que, hasta en el palacio de la realeza, despreciando la vanidad del siglo, hollando con los pies sus riquezas y sus honores, tenía sus pensamientos vueltos hacia Dios y fijos en el cielo. También su principal cuidado fue que en las prebendas parroquiales, en las dignidades y en los beneficios eclesiásticos, que son el bien de los pobres y el patrimonio de Cristo, se anteponía a los más dignos; y cuando gentilhombres le recomendaban a sus hijos, y le presionaban con promesa o amenazas, pisoteaba las esperanzas y los temores. Ya que esta alma fuerte y robusta no deseó ganarse, en detrimento de la herencia de Cristo y a expensas de la Cruz, amigos poderosos, y sin temblar por los males con que le amenazaban, no temió a los enemigos, .
XVIII. –Entre los compañeros de sus misiones sagradas que había querido obligar con él por voto a enseñar sobre todo a los hombres del campo los misterios de la fe católica y los preceptos divinos, y dedicar también a la buena educación del clero y a las otras obras de caridad, todo el tiempo de su peregrinación y de su vida, ceñido de la fuerza de lo alto, se mostró ministro fiel, valiente e infatigable operario en el cultivo de la viña del Señor.
XIX. –Porque él no había causado ninguna violencia, como algunos, para obtener su gobierno, sino que más bien la había sufrido para aceptarlo, se conducía de manera que a todos los abrazaba en las entrañas de una íntima caridad. tenía cuidado, en efecto, de que la tristeza no invadiera, que el pensamiento del siglo no atormentara a ninguno de ellos y, con la vigilante solicitud de un padre, veló para que éste no se sintiera abrumado por un trabajo excesivo, para que aquél no se durmiera en una excesiva inacción, apartando a los vigorosos de la pereza, forzando a los fervientes al descanso, aligerando a todos el yugo suave de Cristo, y evitando todas las trampas del diablo: uniéndolos a todos en la santa sociedad de las almas y en la perfecta caridad de Cristo, él los animaba de palabra y de obra a correr la carrera de las virtudes cristianas.
XX. –Para él, que los sobrepasaba a todos por el mérito de su santidad y por la dignidad de su puesto, se ponía por encima de ellos por el humilde abatimiento de su espíritu. Se decía a menudo y en público un hombre de nada, hijo de un campesino, dedicado en otro tiempo a la guarda de un rebaño; en una asamblea general, abdicó de la prefectura perpetua de su congregación, afirmando por humildad que era incapaz de llevar el peso; pidió con insistencia que se eligiera a otro en su lugar, y fueron necesarias las súplicas reiteradas de la asamblea entera y una especie de violencia para que él la ejerciera en lo futuro. Y es que cuanto más se elevaba a la cumbre de la santidad por el conocimiento y el amor de Dios, más bajo se situaba por el conocimiento y el desprecio de sí mismo; además cumplía los menesteres más viles de su casa y con frecuencia, prosternado de rodillas y derramando lágrimas, pedía perdón a los suyos por haber escandalizado su alma con sus malos ejemplos. Por sus admirables obras de piedad y sus eminentes virtudes, se había adquirido en la corte un crédito soberano; la reina de Francia hacía de ello un caso particular, y ante todos los obispos, cardenales, y ante todos los grandes en la Iglesia y en el siglo, hombres de todo estado y toda condición, era tenido en gran honor, en gran estima. En cuanto a él, humillándose ante Dios autor de todo bien, él no mostraba en sus actos o en sus palabras, nada que respirara vanidad u orgullo, la arrogancia o la inmodestia; sino que todo en él, reglado y compuesto según la disciplina cristiana y la santidad evangélica, dejaba ver abiertamente que no había ninguna oscuridad en el interior de aquél cuyo exterior brillaba con tan resplandecientes virtudes,
XXI. –La desgracia de los tiempo y el tumulto de las guerras civiles habían debilitado la santidad del clero de Francia, introduciendo la ignorancia y la corrupción de las costumbres. Para reparar el honor de la casa de Dios y restablecer la disciplina eclesiástica, Vicente dirigió en este sentido todos sus pensamientos y sus fuerzas. Así, para devolver a la disciplina eclesiástica su vigor, enervada por la languidez de los vicios, él establece casas religiosas, destinadas a recibir a los clérigos que debían ser promovidos a las órdenes sagradas y, para él o para sus asociados de la Misión, les hizo instruir para la celebración de los ritos sagrados, y formar en las santas costumbres en relación con la dignidad de su estado. De ahí el brillo de las ceremonias sagradas, de la observancia de las venerables leyes que se dio a muchas iglesias de Francia.
XXII. –Reunió también a compañías de sacerdotes quienes, en día reglados, conversaban entre ellos de las cosas divinas, se ejercitaban en las santas discusiones para adquirir el poder de exhortar en la sana doctrina y de confundir a los contradictores.
XXIII. –A ejemplo de Moisés quien, antes de ser puesto por Dios a la cabeza del pueblo de Israel para liberarlo de la cautividad, conducirle a través del desierto, sacrificar a Dios en la montaña y, desde allí, a la tierra de promisión, huyó del tumulto de la corte del Faraón a la soledad, Vicente enseñó a los clérigos llamados a la herencia del Señor quien, en la tierra desierta y sin agua de esta vida mortal, deben servir en el altar del Señor y preceder en la palabra y el ejemplo al santo pueblo de Dios tendiendo a la patria celestial después de sacudirse el yugo de la cautividad del diablo, a retirarse del tumulto del mundo a una santa soledad, antes de ascender a los grados eclesiásticos, para entregarse allí por unos días a la meditación de las cosas divinas y a la contemplación de los deberes de su cargo.
XXIV. –Por lo demás, el siervo de Dios Vicente no fue sólo un excelente fundador de los ministros del altar, sino que mostró en sí al modelo de un buen y fiel dispensador. Ya que era como el refugio de todos los indigentes y miserables y, tomando incluso a veces de lo que parecía necesario para él y para los compañeros de sus misiones, aliviaba toda clase de pobres con tan grandes limosnas, que era comúnmente llamado el padre de los pobres. aunque ya avanzado en años, prestaba un cuidado asiduo al ministerio apostólico de las santas misiones y, llevado en las alas de la caridad, superior en todos los trabajos, elevándose por encima de las fuerzas de su ancianidad, quería aquí y allí para llevar la luz de la verdad evangélica y de los diversos preceptos a los que caminaban en las tinieblas y en la sombra de los vicios, sobre todo a los pobres habitantes de los pueblos y aldeas que, privados de la luz de la fe cristiana y errantes al azar en la noche de la ignorancia, eran llevados por él al camino del Señor. Y como la caridad no tiene medida, la virtud del siervo de Dios no se encerró en los límites de Francia, sino que se extendió y brilló a lo lejos: pues para extender la fe y la piedad, envió de entre sus discípulos a obreros evangélicos, no sólo a Italia, a Polonia, a Escocia, a Irlanda, sino también a Berbería, a las Indias, a las naciones separadas de nuestro continente, que el celo de sus discípulos, después de disipar las tinieblas de la idolatría, llevó a la luz de la verdad.
XXV. –En las provincias distantes, a la vez que se buscaba la salvación de las almas, no omitía proveer también a las necesidades de los cuerpos, para atraer por los socorros temporales a los hombres carnales. Así no sólo la Lorena, la Champaña, la Picardía, arrasadas por la peste, el hambre y la guerra, fueron ampliamente socorridas por las sumas que les envió y que él les hizo distribuir por el ministerio fiel de las Hijas de la Caridad, pero en otras provincias más distantes aún, él ayudó a hombres afligidos por la carestía o por alguna otra calamidad. Y cuando la ciudad de parís misma sufría cruelmente por la falta de víveres, él dio de comer en su casa hasta dos mil pobres.
XXVI. –Si bien ocupado constantemente por los diferentes y múltiples asuntos de la corte, de su congregación de las otros establecimientos que había fundado o de los que tenía que cuidar, en los cuales él daba a todos , para la gloria de Dios, infatigables servicios, no obstante él atendía a las necesidades de todos, de todos aliviaba las angustias; no rechazaba a nadie, abrazaba a todo el mundo en Jesucristo. Era ciertamente una cosa admirable que a nadie le negara el acceso a él, que a todas las peticiones prestara un oído fácil, que respondiera con bondad, que acogiera con dulzura, que no levantara la envidia de nadie, sino que haciéndose todo a todos, se ocupara del cuerpo de unos, sanara el espíritu de los otros y que, según las necesidades de cada uno, les proporcionara de su bolsa y de su doctrina, ropas, víveres, instrucciones, mostrando también que sino se debe todo a todos sin embargo se debe la caridad, a nadie la injusticia. Las injusticias, en efecto, que le eran hechas por los demás en cuanto a la justicia, estaba tan alejado, aunque pudiera fácilmente, de vengarse, que nunca se le ha oído quejarse, porque los bajos sentimientos que tenía de sí mismo le hacían juzgar, cuando le ocurría recibirlos, que los sufría justamente. También los soportaba con espíritu de paciencia, que pidió perdón de rodillas a aquél que le ultrajaba, y que a un hombre que le abofeteaba le presentó humildemente la otra mejilla..
XXVII. –Unos soldados enfurecidos, y en un furor insensato, habían herido ya a un pobre artesano y le perseguían con la espada desenvainada, para matarle; él le cubrió con su cuerpo y arriesgó su vida en peligro manifiesto para ganar para Dios a aquél que habría arrancado de los brazos amenazadores de la muere con peligro de su sangre y de su cabeza; y en efecto, atónitos por una fuerza de alma tan grande y extraordinaria, y conmovidos por las palabras del siervo de Dios, los soldados se apaciguaron y se retiraron, y aquel desdichado escapó vivo.
XXVIII. –Pero como el campo de Señor del que nosotros somos lo obreros, regado de lo alto por la gracia de Dios, está fortalecido por la fe, trabajado por los ayunos, sembrado por las limosnas, fecundado por las oraciones, Vicente no descuidó el cultivo espiritual de su cuerpo mortal por el miedo a que la preciosa semilla pereciera, y que en medio de las zarzas y de las espinas no resultara más que una cosecha digna de ser consumida en las llamas, no de ser encerrada en los graneros del Señor. Tenía pues costumbre de domar sus miembros, de macerarlos con ayunos y demás obras de penitencia, principalmente en las comunes calamidades del reino de Francia y de la Iglesia católica.
XXIX. –Si, en algún asunto y complicado le pedían su parecer, y se viera forzado a dar una respuesta, o si le proponían hacer algo difícil y extraordinario, como el santo rey David, consultaba a Dios antes de empezar nada y pedía humildemente al Padre de las luces que derramara en su espíritu el fulgor de su caridad para descubrir lo que había que responder o hacer, que le previniera con su gracia divina pata seguir lo que él hubiera descubierto una vez y reconocido, que le diera la fuerza de esta gracia para ejecutarlo. Todas las veces que salía de su habitación o de su casa para aparecer en público, se prosternaba en tierra ante Dios y, con peticiones breves pero fervientes, imploraba su divino auxilio, para que al pasar, aunque bien a su pesar, a través de los senderos del siglo, y tratar cosas terrestres y mundanas, no se mancillara con el lodo de los hijos de los hombres. Apenas de regreso en casa, entraba en los secretos de su corazón, sometía al examen los repliegues de su conciencia y en medio del debate de sus pensamientos, de los cuales unos le acusaban, los otros justificaban su conducta, examinaba con cuidado, corregía con celo castigaba con severidad la palabra imprudente salida de su boca, o el acto desconsiderado que había podido cometer. Tan cuidadoso era de guardar los caminos del Señor que ha ordenado que se observaran sus mandamientos con extrema fidelidad.
XXX. –Entregado a una oración asidua, ni la gente, ni los negocios, ni los acontecimientos felices o tristes le apartaban de la contemplación de las cosas divinas. Como tenía siempre a Dios presente en el espíritu, se mantenías y, y por un cuidado diligente y un santo ingenio, había hecho que todas las criaturas que pasaban bajo sus ojos recordaban a su espíritu al Creador de todas las cosas, y que cantando a su modo la gloria y las alabanzas de Dios, ellas le ayudaban a contemplar la belleza celestial. Por eso siempre modesto y dulce, afable y benigno, en todo con una admirable ecuanimidad, no se dejaba llevar ni por los sucesos afortunados ni perturbar por los adversos, y así decía con el salmista: «Veía al Señor ante mí y le tenía siempre en mi presencia, ya que está siempre a mi derecha a fin de que no caiga.»
XXXI. –Nunca se abstuvo del sacrificio no cruento del altar, viviendo de modo que pudiera ofrecerle todos los días. Y al no poder, algunos meses antes de su muerte, tenerse de pie, a causa de la debilidad considerablemente aumentada de sus piernas, asistía todos los días al sacrificio de la misa y, reconfortado con el pan de los ángeles, después de una humilde acción de gracias, recitaba con un vivo sentimiento las oraciones acostumbradas prescritas por la iglesia para los agonizantes, como debiendo él mismo volar pronto de la prisión del cuerpo a la patria celeste.
XXXII. –Como estaba animado hacia Dios con una de viva, de la que, toda su vida, ha sido el apoyo y el defensor intrépido. En Francia se había levantado la tempestad de la herejía, que se lo llevaba todo en su torbellino; el siervo de Dios gimió al ver la de católica alterada en muchos por el veneno jansenista, la sencillez de muchos convertida en el juguete de la astucia de los herejes, y un gran número de personas de rango arrastradas a perniciosas opiniones. Abrasado pues de santo celo de Dios, creyó deber empuñar las armas de la fe contra enemigos comunes y, buscando agradar a Dios antes que a los hombres, animó a los sagrados pastores de la Iglesia por el rebaño del Señor Cristo y no permitir a los lobos salteadores matar a escondidas a las ovejas del Señor. Así pues, mediante todas las insistencias y exhortaciones que estaban a su alcance, determinó a ochenta y cinco obispos de Francia, a quienes otros más se unieron posteriormente, a denunciar la enfermedad que se insinuaba en secreto y el contagio escondido a la cátedra de Pedro, cumbre del apostolado a quien se deben denunciar todos los peligros y los escándalos que surgen en el reino de Dios, señaladamente los que lesionan la fe, para que las pérdidas de la fe sean reparadas lo antes posible allí donde la fe no podría sentir fallos. Por ello, en sus cartas dirigidas a Inocencio X de feliz memoria, nuestro predecesor le pidieron con muy humildes súplicas condenar por su boca apostólica los errores que pululaban para que la Iglesia, restablecida en sus reglas y reafirmada por un decreto cuya justa proclamación temían los malvados cerrara todo acceso a estos hombres que, armados de ambigüedades perversas y de sofismas artificiosos, so pretexto de defender la fe católica y arrastrar al mal a los corazones de los hombres bien pensados y a derribar toda la verdadera doctrina referente al libre arbitrio, la gracia de Dios y la redención de los hombres por la pasión y la muerte del Señor Cristo.
XXXIII. –Desde que llegó la respuesta de Roma, Vicente recibió el decreto del sucesor de Pedro con sumisión y respeto de corazón y, triunfante en el Señor por ver la causa terminada con la sentencia de la sede apostólica, trabajó con gran celo para poner fin al error también. Su primer cuidado y preocupación fueron de apartar de todas las comunidades religiosa que había fundado él mismo o que dirigía, la peste oculta enemiga de la fe católica, por miedo a que el contagio de algún miembro infectado corrompiera incluso a los más sanos. Luego, sabiendo que es un deber de piedad descubrir los escondites de los impíos y combatir en ellos al diablo al que sirven, con la libertad apostólica que, en materia de fe, conviene a un siervo de Dios, no cesó de comprometer al rey, a la reina y a sus ministros a volver por justos castigos a los refractarios a la obediencia , a expulsar del reino de Francia, como a una peste pública, a los pertinaces en el error, y poner así el rigor del poder secular al servicio de la dulzura de la Iglesia que, contenta con el juicio sacerdotal, y bien alejada de las venganzas sangrientas, está ayudada no obstante por las constituciones severas de los príncipes cristianos, porque los rebeldes recurren a veces al remedio espiritual por miedo al suplicio corporal.
XXXIV. –Por último, lleno de días y de méritos, llegado ya a los ochenta y cinco años, quebrantado no menos por la vejez que por los trabajos corporales llevados con gozo para las obras de piedad y la salud de las almas que le ocupaban sin cesar, y soportados con valor hasta el último suspiro, provisto de los sacramentos de la Iglesia, aspirando al cielo y despreciando la tierra; rodeado de sus sacerdotes que le rindieron los últimos deberes de la religión; a estas palabras, familiares a él, que le sugerían: «Oh Dios venid en mi auxilio, » les respondía: «Señor, daos prisa en socorrerme;» lleno de confianza, no en su virtud sino en el auxilio divino, consumó felizmente su carrera en París, en casa de San Lázaro, casa de los sacerdotes seculares de la congregación de la misión, el cinco de las calendas de octubre del año 1660.
XXXV. –Después de su muerte, la fama de su santidad se difundió por todas partes; Dios mismo lo certificó con mucho signos y milagros, por los que su admirable Providencia atrajo una mayor veneración a los restos inanimados de su siervo, dando a conocer así en qué honor se hallaba ante Dios el alma de aquél cuyo cuerpo, quedado como informe a la partida del principio vital, revelaba con tanta claridad la presencia del autor de la vida.
XXXVI. –Por ello se construyó en París, según la costumbre y por la autoridad del ordinario, dos procesos, uno sobre su renombre de santidad, sus virtudes y sus milagros, el otro, para probar que no se le había dado ningún culto. Estos procesos abiertos con el permiso de Clemente XI de feliz memoria nuestro predecesor, y su validez reconocida en la congregación de los sagrados ritos el cuarto día del mes de octubre del año del Señor 1709, la comisión de la introducción de la causa fue firmada. Después de cumplir todas las formalidades exigidas por los decretos de la sede apostólica en esta clase de causas, se examinó si constaba de sus virtudes teologales y cardinales en grado heroico, y después de la última congregación de nuestros hermanos los cardenales de la santa Iglesia romana prepuestos a los sagrados ritos, la cual fue general, Benedicto XIII de piadosa memoria, que nos ha precedido en el pontificado, ordenó el veintiún día del mes de setiembre del año del Señor 1727, la publicación del decreto, constatando las virtudes tanto teologales como cardinales en el grado heroico.
XXXVII . –Se llegó luego al examen de los milagros que se hizo en tres congregaciones, la última general de las cuales se tuvo el doce del mes de julio del mismo año, y en ella se aprobaron cuatro milagros: el primero en la curación súbita de Claude-Joseph Compoin, ciego; el segundo, en la palabra y en las fuerzas instantáneamente devueltas a Anne-Marie Lhuillier, niña de ocho años, muda de nacimiento e incapaz de mover sus miembros inferiores; el tercero, en la úlcera inveterada y maligna en la pierna; el cuarto por último, en la curación repentina de Alexandre-Philippe Le Grand de una parálisis inveterada y obstinada.
XXXVIII. –Lo que la dicha congregación de los ritos había juzgado impresionante estos milagros, el mismo Benedicto nuestro predecesor lo ha confirmado y, dando, el tercer día del mes de agosto del año del Señor de 1729, su asentimiento al decreto de la misma congregación de los ritos, pronunciando que había lugar a la solemne beatificación del siervo de Dios, inscribió a Vicente de Paúl en el número de los beatos, y permitió, con su autoridad apostólica que, todos los años, en ciertos lugares, el día aniversario del feliz deceso del bienaventurado siervo de Dios, se recitara su oficio, y se celebrara la misa, como de un confesor no pontífice, según las rúbricas del breviario y del misal romano; y después, que el nombre del mismo siervo de Dios fuera incluido entre los santos que se leen en el martirologio romano, y que se recitara en público, en el segundo nocturno las lecciones propias del mismo bienaventurado Vicente, aprobadas por dicha congregación de los ritos, después de haber escuchado al promotor de la fe.
XXXIX. –Habiendo sido expedidas a continuación dos cartas remisorias y compulsorias para hacer, por autoridad apostólica, el proceso ordinario sobre los nuevos milagros que habían sucedido después del decreto de la beatificación del mismo siervo de Dios, y habiendo sido llevado a Roma este proceso y reconocida su validez, después de las congregaciones en uso llamadas ante preparatoria y preparatoria. El examen de los milagros nos fue entregado a nos, que por una disposición de la bondad divina, habíamos sucedido al mismo Benedicto XIII en el sagrado cargo del apostolado; y habiéndose tenido una congregación general ante nos el día treinta del mes de enero del año del Señor 1736, después de escuchar los consejos de nuestros venerables hermanos e implorado el apoyo del auxilio divino, el día veinticuatro del mes de junio del mismo año, nos aprobamos plenamente dos de los siete milagros que se habían presentado, a saber el primero, consistente en la curación instantánea de François Richer de una hernia completa, inveterada y desesperada.
XL. –Hecho esto, y reunida de nuevo ante nos una congregación general, se puso en deliberación si se podía proceder con seguridad a la solemne canonización del beato Vicente de Paúl, y nuestros venerables hermanos los cardenales de la santa Iglesia romana habiendo dado su asentimiento por un voto unánime, nos pronunciamos solemnemente el decreto sobre la conclusión de la canonización.
XLI. –Varios meses después, nos ordenamos convocar, según la costumbre, un consistorio secreto, en el que nuestro querido hijo Antoine-Félix, cardenal sacerdote del título de Santa Práxedes, llamado Zondanari, en su nombre y en el de toda la congregación de los sagrados ritos, dijo en primer lugar en un informe que las escrituras, el proceso y todos los actos de la causa se habían hecho según las reglas, y que tenían plena fuerza de autoridad y de prueba legítima; tras lo cual, después de una exacta exposición de la vida, de las virtudes y de los milagros del beato Vicente, que él y los demás cardenales eran de parecer unánime que el beato Vicente podía, si así nos parecía, ser inscrito en el catálogo de los santos; parecer al que accedieron todos los demás cardenales que estaban presentes.
XLII. –No habiendo pues omitido absolutamente nada, en un asunto tan santo y tan grave, de las necesarias precauciones prescritas por la costumbre y los reglamentos de nuestros predecesores, nos decretamos que se pasaría adelante; y algunos días después se reunió un consistorio público, en el cual nuestro querido hijo Thomas Antamori, abogado consistorial de nuestra curia, después de contar largo y tendido la excelente caridad del beato Vicente, la inocencia de su vida y sus milagros, en el nombre de nuestro querido hijo en Jesucristo, Louis, rey cristianísimo de Francia, y de nuestra muy querida hija en Jesucristo, María, igualmente cristianísima reina de Francia, su esposa, de los demás príncipes católicos, y de nuestros venerables hermanos arzobispos y obispos y de todo el clero del reino de Francia, además de toda la congregación de sacerdotes seculares de la Misión, nos pidió humildemente que tuviéramos a bien colocar al beato Vicente en el catálogo de los santos. Nos pues, siendo del parecer, vista la grandeza de un asunto tan grande, que convenía deliberar con más madurez aún con nuestros venerables hermanos los cardenales, de la santa Iglesia romana y los demás arzobispos y obispos, nos indicamos oraciones públicas y ayunos y exhortamos a todos los fieles de Cristo a rogar a Dios con nos que nos dé su espíritu de sabiduría y de inteligencia para que conozcamos estos secretos celestiales que la razón humana no puede comprender, y que ilumine los ojos de nuestro espíritu para que discernamos lo que, en una causa tan grave, había que decidir según la benevolencia divina,.
XLIII. –Muy pronto tuvimos otro consistorio, semipúblico, al que también asistieron por orden nuestra los patriarcas, los arzobispos y los obispos que se hallaban en la curia romana, y nuestros protonotarios llamados por el número de los doce y los auditores de las causas del sagrado palacio apostólico; y, presentes ya, después de haberles hablado largamente de la eminente santidad del siervo de Dios y de la celebridad de sus milagros, de haber enumerado una vez más las insistencias de los príncipes católicos y sobre todo las ardientes oraciones de toda la congregación de los sacerdotes seculares de la Misión, nos los invitamos a todos a exponer su sentimiento por medio de libres sufragios; y ellos, una vez dicho unos tras otros y por orden sus pareceres fuertemente motivados respondieron a una voz, y bendiciendo a Dios, que el beato Vicente debía ser colocado entre los santos confesores. A la vista de su consentimiento general, con los afectos más íntimos de nuestro corazón, nos regocijamos en el Señor, que reunía las voluntades de nuestros hermanos para que su nombre fuera glorificado en su siervo, y que empujaba nuestros corazones e iluminaba nuestros espíritus para honrarle tanto como pueden hombres mortales. Entonces nos fijamos el día de la canonización, y advertimos que perseveraran en las oraciones y ayunos para conseguir la luz y los socorros de lo alto para llevar acabo una obra tan grande.
XLIV. –Hecho lo que se debía hacer según las sagradas constituciones y la costumbre de la Iglesia romana, hoy, día del domingo de la santísima Trinidad. Nos nos hemos dirigido a la sacrosanta basílica de Letrán, decentemente adornada, , con nuestros venerables hermanos los cardenales de la santa Iglesia romana, y los patriarcas, arzobispos y obispos, los prelados de la curia romana, nuestros oficiales y las personas de nuestra familia, el clero secular y regular, y una afluencia muy grande de pueblo; y allí, nuestro muy querido hijo Nérée, cardenal diácono de la santa Iglesia romana, en nombre de Corsini, nuestro sobrino según la carne, habiéndonos reiterado, por la boca del mismo abogado Thomas Antomari, las instancias por el decreto de canonización, después del canto de las oraciones sagradas y letanías y la humilde invocación de la gracia del Espíritu Santo: En honor de la santa e indivisible Trinidad, por la exaltación de la fe católica y el crecimiento de la religión cristiana, de la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo, y de la nuestra, después de madura deliberación y la frecuente invocación del socorro divino, por consejo y consentimiento de nuestros venerables hermanos los cardenales de la santa Iglesia romana, los patriarcas, arzobispos que se hallan en la ciudad, nos hemos decretado, definido que el bienaventurado Vicente de Paúl es santo, y le hemos inscrito en el catálogo de los santos, como, a tenor de las presentes decretamos, definimos, inscribimos del mismo modo, y hemos ordenado y ordenamos a todos los fieles de Cristo que le honren y le veneren como verdaderamente santo, estableciendo que, en toda la Iglesia, se puedan construir y consagrar en su honor iglesias y altares en los que se ofrecerán sacrificios a Dios y que, cada año, el día diecinueve de julio, se pueda celebrar su memoria con una piadosa devoción entre los santos confesores no pontífices.
XLV. –Y con la misma autoridad, hemos remitido y remitimos misericordiosamente en el Señor, en la forma acostumbrada de la Iglesia, a todos los fieles de Cristo, verdaderamente penitentes y confesados que, cada año, el mismo día de la fiesta, vengan a visitar el sepulcro en el que reposa su cuerpo, siete años y otras tantas cuarentenas de las penitencias que les hayan impuesto, o de los que por otra parte, y de cualquier modo que sea, se sientan deudores.
XLVI. –Terminadas estas cosas, nos hemos venerado con nuestros homenajes y con nuestras alabanzas a Dios Padre eterno y al Espíritu Santo Paráclito, un solo Dios y un solo Señor; nos hemos cantado con toda solemnidad el himno sagrado Te Deum, y otorgado a todos los fieles de Cristo entonces presentes la indulgencia plenaria y la remisión de todos sus pecados; pues a causa de nuestras debilidades corporales, de nuestra salud debilitada y de nuestra edad avanzada, nos hemos retirado de la misma iglesia de Letrán, y dejando a nuestros venerables hermanos los cardenales de la santa Iglesia romana, a los arzobispos, obispos y a todo el clero y al pueblo, en presencia del que nuestro venerable hermano Thomas, cardenal de la santa Iglesia romana, obispo de Palestrina, de nombre Rufo, ha celebrado, como más antiguo cardenal en orden, solemnemente la misa, con memoria de un santo confesor, en el altar mayor de dicha basílica, por indulto y permiso de Nos.
XLVII. –Ahora pues, conviene dar gracias y dar gloria al Dios vivo por los siglos de los siglos que ha bendecido a nuestro consiervo con toda bendición espiritual, para que fuera santo e inmaculado ante él; y como nos le ha dado como un sol brillante en su templo en esta noche de nuestros pecados y de nuestras tribulaciones, abordemos con confianza el trono de su divina misericordia, suplicando de palabra y de obra que san Vicente sirva a todo el pueblo cristiano por sus méritos y por sus ejemplos, que él le asista con sus súplicas y su patronazgo y que, en el tiempo de la cólera, él sea nuestra reconciliación.
XLVIII. –Por lo demás, como sería demasiado difícil llevar las presentes estas presentes cartas originales a cada uno de los lugares donde hagan falta, nos queremos que en sus copias, incluso impresas, firmadas por la mano de un notario público y con el sello de alguna persona constituida en dignidad eclesiástica, les sea añadida la misma fe en todas partes que a estas presentes mismas.
XLIX. –Que no se permita pues a ningún hombre violar esta página de nuestros decreto, inscripción, mandato, estatuto, concesión, largueza y voluntad, contradecirle por una audacia temeraria. Y si alguien tuviera la presunción de intentarlo, que sepa que incurrirá en la indignación del Dios todopoderoso de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo. Dado en Roma, en San Juan de Letrán, año de la encarnación del Señor de 1757, el dieciséis de las calendas de julio, de nuestro pontificado el séptimo año.
(Cruz)Yo CLEMENTE, obispo de la Iglesia católica.»
- Histoires du Parlement, c. XLV. Con su ligereza e inexactitud acostumbradas, Voltaire atribuye allí a Benedicto XIII la bula de Clemente XII.
- En 1800, en el momento en que Chaptal restablecía a las Hijas de la Caridad, los teofilántropos, después de preludiar por Lascases y Fenelon tuvieron la ridícula idea de hacer la fiesta de san Vicente de Paúl, a quien habían inscrito en su calendario junto a J. J. Rousseau. Sacaron de la sombra su estatua al pie de la cual, bajo el Directorio, un payaso había escrito: «Vicente de Paúl, instituidor de los niños expósitos, filántropo francés del siglo XVII.» Los sarcasmos públicos una vez hecha justicia de la fiesta y de la inscripción, Lucien Bonaparte mandó trasladar la estatua a la Maternidad.
- El 8 de diciembre de 1776, Voltaire, hablando de los Misioneros de China, escribía a Dalembert: «Sería bastante agradable impedir a aquellos granujas hacer mal a la China. Se podría conseguir por medio de la corte de Petersburgo; pero comencemos por pensar en París.» Y Dalembert en su respuesta del 28, invita a su querido e ilustre maestro a recomendarlos a su amigo Kien-Long (el Emperador de la China), por su otra amiga Catherine.
- Mémoire inédite de Monseigeur Jouffret, évêque de Metz ; –Désastre de la maison de Saint-Lazare, lettre à M. le comtede F., por Lamourette ; mss., archivos de la Misión. Los dos narradores habían sido testigos oculares de lo que cuentan, y Jouffret había consultado a Misioneros e Hijas de la Caridad sobre la verdad de su relato.
- El proceso verbal de esta apropiación, cuyo duplicado está en manos de los Misioneros, es muy curioso para la historia de la Congregación. nos ha puesto sobre la pista de una cantidad de documentos que hemos encontrado en los archivos del Estado.
- En 1802, Brunet había tenido la idea de enviar las reliquias de san Vicente de Paúl a la superiora de .las Hijas de la Caridad. en esta época, el abate de Boulogne, invitado por las hermanas a predicar su famoso panegírico en su capilla de la calle del Vieux-Colombier, había respondido que no era un lugar capaz de contener apenas trescientas personas donde él quería celebrar a su santo fundador, sino en Notre Dame, a donde se debía trasladar, decía él, su cuerpo para ser honrado como protector del clero de París. Informado de este plan por Philippe, director de las hijas de la Caridad, Brunet escribió con fecha del 3 de abril, que, sin título ante el gobierno francés para oponerse a su ejecución, se había dirigido al cardenal legado, Hercule Consalvi para suplicarle, en el caso en que la congregación no tuviera esperanzas de ser restablecida en Francia, que devolviera las santas reliquias a las Hijas de la Caridad.