René Alméras (1613-1672) (Capítulos 9,10 y 11)

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CRÉDITOS
Autor: Desconocido · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1898 · Fuente: Notices, III.
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Capítulo IX

De su castidad.

René Almerás, C.M.

René Almerás, C.M.

Así como la impureza es a menudo consecuencia de la abundancia, así la castidad no se puede separar de la pobreza voluntaria; no hay por qué extrañarse si el Sr. Alméras, habiendo amado la pobreza hasta el punto que hemos visto, ha sobresalido también en la práctica de la castidad. Ya había manifestado su amor por esta virtud en el mundo al rechazar las propuestas que le habían hecho de un honesto matrimonio. Aunque su nacimiento, sus bienes, sus grandes cualidades y su cargo de consejero mayor en el gran consejo le dieran legítimo motivo de prometerse un partido considerable, no quiso sin embargo tener otra esposa que la continencia, pues no veía en la tierra belleza comparable a los atractivos de esta encantadora virtud.

Para conservarla inviolablemente, se alejó con gran cuidado de la conversación de las mujeres; no les hablaba más que en casos necesarios, y durante ese tiempo hablaba con un porte tan grave y un exterior tan recogido, que su acceso inspiraba el respeto. En estas clases de conversaciones se hacía siempre acompañar de un testigo de su conducta; si no tenía con él a un oficial o a otra persona de la casa, enviaba a pedir un seminarista al Director del seminario. Uno de ellos, que fue enviado para acompañarle ha relatado este hecho: una virtuosa dama vino a verle para ser consolada en su aflicción; tan pronto como se dio cuenta que le llamaban, descendió para verla; el seminarista no llegando a punto, entró solo con ella en el locutorio, y dejó la puerta entreabierta, llegando el seminarista después, se quedó en la puerta no atreviéndose a entrar al locutorio, por temor, o para no oír lo que decían. El Sr. Alméras salió y encontrándole en la puerta le reprendió severamente delante de esta dama, de unos sesenta años de edad, y le convenció de que había cometido una gran falta no entrando con ellos. Esto sucedió uno o dos años antes de su muerte.

Su pureza no sólo se ha visto en su distanciamiento de la conversación de las mujeres, sino en las conversaciones que ha tenido con todas las clases de personas no se le ha oído decir ni una sola palabra, no se le ha visto hacer ninguna acción que pudiera ofender la modestia por poco que fuera.

Si se [305[dejaba escapar en su presencia una palabra capaz  de dar la menor impresión contraria a la pureza y de presentar a la imaginación una idea menos honesta, no quedaba impune, se tomaba siempre la libertad de avisar y testimoniar que eso le era desagradable. Como sabía que no se puede ser casto sin evitar las ocasiones, él las huía con todo cuidado y toda la diligencia posible; tenía un horror muy grande  por la ociosidad y la intemperancia, que son las nodrizas de impureza. La modestia de sus ojos y la delicadeza de su conciencia no podían sufrir en su habitación imágenes de piedad que llevasen alguna forma de indecencia; por esta razón hizo quitar de su cuarto una que había puesto un hermano porque le parecía hecha artísticamente. No se contentaba con practicar esta virtud; la recomendaba mucho a todos los miembros de la Congregación.

Quería que los predicadores de la Compañía explicaran el sexto mandamiento de la manera más honesta posible, sin entrar demasiado en los detalles, por miedo a dejar malas impresiones en el espíritu de los oyentes. Algunos meses antes e su muerte tomó la resolución de dirigir una instrucción referente a este mandamiento. Para enviarla luego a todas las casas de la compañía, para que sirviera de modelo  y diera a entender a los predicadores hasta dónde podían llegar en esta importante materia. Este es el sacrificio que ha hecho a Dios de su cuerpo; veamos ahora el que ha hecho de su espíritu, por la virtud de la obediencia.

Capítulo X

De su obediencia

Las personas que tienen la ventaja de consagrarse a Dios y las comunidades eclesiásticas se deben considerar como estas hostias del Antiguo Testamento que se llamaban holocaustos, que se quemaban por completo y se consumían por el fuego, sin que quedara nada ni para el sacerdote ni para quien las ofrecía. Así fue como se consideró  siempre el Sr. Alméras; pues, después de haber sacrificado sus bienes y su cuerpo a Dios por la pobreza y la castidad, ha inmolado también su espíritu por la obediencia, y selo ha hecho regalo a la divina Majestad por una práctica muy exacta de esta virtud.

Estaba siempre preparado para partir a la menor señal de la voluntad del Sr. Vicente; no tenía ningún apego a los lugares y los empleos, fueran los que fueran; dejaba todo sin rechistar a la menor orden. . Le han visto cuando era Director del seminario y Asistente de la casa, salir con frecuencia para ir a los Bons-Enfants, a dirigir las ordenaciones, tratar de los asuntos que le estaban confiados en diversos lugares y hacer visitas en las casas de la Compañía, aunque pareciera que esta multiplicidad de ocupaciones fuera un impedimento para bien cumplir sus principales oficios. Era flexible  y ejecutaba exactamente incluso las órdenes más difíciles. En una palabra, tomaba la obediencia por regla de todos los movimientos de su corazón y de su cuerpo, sin salirse de lo mandado. Veamos dos testimonios notables, que dejan ver hasta qué punto estaba muerto en su propia voluntad. Se ha visto que dejó París para hacer viajes incluso fuera del reino, expuesto a no volver más a él, sin despedirse de sus parientes, ni siquiera de su padre. Lo que deja ver mejor todavía la perfección de su obediencia es que pareció sacrificar su vida antes que faltar a esta virtud, al ejemplo de Nuestro Señor, de quien ha dicho san Bernardo: «Maluit perdere vitam quam obedientiam«.Ha preferido morir antes que desobedecer.  En efecto el Sr. Vicente le envió a visitar las casas de la Compañía en 1646; llegado a Marsella juzgó necesario enviarle también a Roma. El Sr. Alméras que sufría mucho por entonces, no se excusó por las fatigas y las duraciones de este viaje, y por el gran peligro a que se exponía de morir en el camino; se puso en viaje y sufrió grandes debilidades que le obligaron a consultar por cartas a los médicos de París y a tomar los remedios que le ordenaron, sin interrumpir su ruta. Una vez llegado a Roma, sus debilidades lejos de disminuir, aumentaron; lo que no fue obstáculo para aceptar  esta casa de Roma de la que le encargó el Sr. Vicente. Mas como estaba cada vez más enfermo en este país, recibió orden de volver a París; se puso en camino al punto. Como le decían los peligros a los que se exponía: «No, dijo, tengo que ir, Dios será mi guía».

Después de regresar a Francia, el Sr. Vicente le mandó hacer varios viajes más; sus sufrimientos se los hacían penosos, pero su obediencia se los hacía parecer agradables. Su último viaje fue el de Richelieu. Fue enviado allí en parte para que estuviera al paso de la corte que volvía de Bayona. Allí, como lo dijimos hace poco, cayó enfermo y entró en tal debilidad y abatimiento, que el Sr. Vicente, que deseaba vivamente verle, no se atrevió a ordenarle que volviera; no pudo sin embargo ocultarle la pena que sentía por su ausencia y el pesar por haberle enviado . No necesito otra cosa el Sr. Alméras para hacerle salir de Richelieu aún en el colmo de sus males, tomando la carta del Sr. Vicente y los términos en los que estaba escrita como un testimonio suficiente de su voluntad. Mandó hacer una camilla donde se colocó una colchoneta, y le acostaron encima; lo que no le evitó los grandes sufrimientos por los caminos; por fin llegó a París un viernes. Tuvo todavía al día siguiente el consuelo de recibir los consejos del Sr. Vicente, que cayó el domingo en desmayo y en agonía, y entregó el alma al día siguiente. La muerte del Sr. Vicente ocasionó un aumento de trabajo al Sr. Alméras quien deseando vivir bajo la obediencia se vio con esta muerte cargado con la dirección general de la Congregación; era con toda la razón que el Sr. Vicente le había elegido para mandar, ya que había sabido obedecer tan bien.

Es verdad que su cargo de Superior no le dispensó de la obediencia. Obedeció al Sr. Vicente hasta después de su muerte y se condujo en todo por su espíritu del que estaba lleno y por el que gobernaba la Compañía. No se puede expresar el cuidado que ha tenido en seguir paso a paso los sentimientos de este primer superior. No contento con haber hecho escribir su vida, en la que se destacan las cualidades de su dirección, ha creído conveniente deber buscarlas en sus cartas, donde parece que ha grabado su espíritu, sus sentimientos y su carácter sobre una infinitud de temas, hablando a toda clase de personas. Para esto ha mandado hacer extractos y los ha liado en trece o catorce manos de papel, destacando los rasgos de prudencia de lo que servía, los sabios consejos que daba a los superiores y a los otros, el modo como consolaba a los afligidos, levantaba el ánimo de los débiles, y corregía a los que habían caído en alguna falta; algunos meses antes de su muerte los mandó ordenar, según las diversas materias y transcribir con propiedad en gruesos libros encuadernados, que son como un precioso tesoro para la Compañía.

El Sr. Alméras, por la frecuente lectura de estas cartas, se había hecho un imitador del Sr. Vicente tan perfecto que no hubiera querido por nada del mundo apartarse de su dirección. Tenemos un ejemplo singular de esto entre varios más de un hermano de la Compañía que salido de la Compañía por su propia voluntad, después de merecer ser expulsado a causa de varias desobediencias de importancia, no pasó mucho tiempo sin abrir los ojos a su desgracia y sin reconocer su falta; empujado por los remordimientos de su conciencia, pidió volver, desde el tiempo del Sr. Vicente, que no quiso concederle esta gracia. Este hermano no se amilanó por este rechazo, y después de la muerte del Sr. Vicente volvió a comenzar sus instancias ante el Sr. Alméras; ruega, suplica, apremia y presenta mil súplicas, emplea la influencia de personas considerables, pero todo es inútil, porque el Sr. Alméras se apoyaba en la negativa del Sr, Vicente, como sobre una piedra firme, y no pensaba que debía abrir una puerta que su muy digno padre había cerrado. Así fue como se comportó en otros muchos casos, en los que ha demostrado su perfecta sumisión  a los sentimientos  de su primer superior. No hay pues lugar a sorprenderse si, habiendo practicado tan excelentemente la obediencia, él era tan celoso para recomendar a los demás esta virtud, y tan clarividente para descubrir y corregir lo que llevaba la sombra de la desobediencia. Es lo que se advertirá en el ejemplo siguiente: Uno de los principales oficiales de San Lázaro manteniéndose, al salir de la iglesia, con la cabeza descubierta durante bastante tiempo, para saludar a muchas personas que se le acercaban, fue avisado para no hacerlo más, para no ser incomodado. Este oficial obedeció durante algún tiempo; pero luego se olvidó del consejo que se le había dado. El Sr. Alméras se tomó su tiempo, y le hizo hablar  un día en una conferencia sobre la obediencia; después de escucharle le puso ante los ojos su falta y se la describió con tan vivos colores y expresiones tan impresionantes que toda la Compañía se quedó sorprendida y extrañada, mientras que el oficial seguía humildemente arrodillado.

Si el Sr. Alméras hablaba con tanta energía de la obediencia, era porque su corazón rebosaba de ella; la poseía en toda su dimensión. No se contentaba con obedecer a los superiores eclesiásticos; él quería además que estuvieran sumisos a los magistrados, y sobre todo a la persona del rey, por quien sentía tenía una estima y una veneración extraordinaria. Lo dio a conocer en particular, cuando Su Majestad  reunió en su corona sus dominios enajenados; la mayor parte de los súbditos se quejaron en voz alta; pero aunque la casa de San Lázaro perdiera con ello una renta muy notable y sin la cual parecía que no podría sostenerse, no obstante no se escuchó jamás de la boca de este servidor de Dios ninguna palabra de murmuración; al contrario, justificó la conducta del rey y confesó que se hacía justicia y que no les hacía ningún mal, ya que cobraba las sumas para las cuales se habían comprometido.

Capítulo XI

De su humildad.

Se debe juzgar de la profundidad de un edificio por su elevación cuanto más se le quiere elevar más se ahonda para posar la primera piedra; es la caridad la que da al edificio espiritual la altura, pero pertenece a la humildad ser la base  y el fundamento. No se puede pues dudar que el Sr. Alméras no era muy humilde, ya que su caridad, como lo hemos visto, ha sido tan excelente y tan sublime. Sin embargo, con el fin de quedar más persuadidos, veamos con qué animos y con qué fidelidad ha practicado esta virtud. Su entrada en la Congregación ha sido, como lo hemos visto al principio, un efecto de su humildad; ya que si ha hecho elección de esta Compañía naciente, y si la ha preferido a otras más ilustres y más importantes, ha sido por el movimiento de esta virtud, que le ha hecho considerar a esta pequeña comunidad como una tumba, donde quería ocultarse y escapar a los ojos del mundo, o como una tierra en la que quería morir como un grano de trigo para fructificar más y ser más fecundo en buenas obras. No se puede dudar de que no haya sido un gran descenso para él dejar su tribunal soberano, donde sus mérito le daba un rango muy considerable, para venir a parar a un pobre seminario, compuesto de jóvenes clérigos, hacerse semejante a ellos, dejar toda la cortesía que tenía en el mundo para vivir en la sencillez, la sumisión y la dependencia; a cubrirse de una tela burda, a barrer la casa y lavar la vajilla; y lo que era más admirable es que no se entregaba a estos empleos bajos y humillantes por una especie de rutina, y solamente para conformarse al ejemplo de los demás, sino que lo hacía por un verdadero amor de su propia abyección, en un sincero conocimiento de su nada, y con la convicción de la necesidad que tenía de la virtud de la humildad. La tomó desde entonces por su virtud de predilección, por su práctica particular, y continuó su ejercicio con tanta constancia todo el resto de su vida, que abrazaba con valor todas las ocasiones de humillarse. Se le veía a menudo pedir perdón por faltas de las que no era culpable; un día lo hizo en el seminario con tal humildad que todos los que se encontraron presentes quedaron vivamente impresionados, hasta el punto de que, poniéndose ellos mismos de rodillas, derramaron muchas lágrimas. Se le ha oído muchas veces hacer la acusación pública y general de las faltas de su vida pasada, superando así la repugnancia natural que los hombres sienten de descubrir sus faltas.

No se ha mostrado menos generoso para vencer el respeto humano y el vano temor de desagradar al mundo. Cuando estaba en el seminario, muchas personas vinieron a verle en el momento en que estaba ocupado en limpiar la vajilla: él fue verlos en el equipaje en que se hallaba con una vieja casaca de tela, las manos sucias; en este estado, les deseó buenos días, les agradeció su visita y les rogó que le excusaran, si no les hablaba más tiempo, alegando que debía lavar la vajilla ese día. Cuando su padre venía a San Lázaro para verle, se le encontraba con frecuencia con una pobre casaca, la escoba en la mano, y le preguntaba a dónde iba; él le respondía sencillamente que se iba a barrer; y luego pasaba de largo sin detenerse.

Este fervor no ha sido en él como un relámpago que pasa en un momento, o como una devoción de principiante que no dura más que el tiempo de la prueba; se ha visto que ha continuado  estas prácticas humillantes. Se le ha visto varias veces, después de la salida del seminario, hacer los mismos ejercicios de humildad a la vista de los extraños que venían a la casa; y aunque sea difícil guardar la humildad en medio de los honores, que con frecuencia cambian las costumbres, se ha advertido, sin embargo, que este siervo de dios había llevado esta virtud en el más alto grado. Cuanto más le honraba el Sr. Vicente con los empleos considerables que le daba, más se rebajaba y se humillaba. Cuando fue nombrado Director del seminario, redobló este fervor en la práctica de esta virtud, viéndose obligado a dar el ejemplo a los demás. Se le envió un día a Forges con un antiguo sacerdote de la Congregación y con dos o tres alumnos del seminario. Este antiguo sacerdote fue obligado por una princesa, dama del lugar, a predicar varias veces durante la estancia que hicieron allí. El Sr. Alméras tuvo la humildad de servirle de acompañante y de tener la espada y cuidar la arena; era costumbre entonces en las misiones regular el tiempo de los sermones con un reloj en las gradas del púlpito, a la vista de todo el mundo. Podía fácilmente encomendar esta humilde acción a uno de los clérigos del seminario del que era directo; pero lo que era más notable  es que obró así en presencia de esta princesa, que conocía a su familia y que había oído hablar de él mientras estaba en el mundo, y además en presencia de un gentilhombre que había hecho el viaje de Italia con él antes de ser misionero. Son tantas circunstancias por las que se puede juzgar cómo estaba muerto a sí mismo y fuertemente fundado en el desprecio del juicio de los hombres. Una vez nombrado por el Sr. Vicente Asistente de la casa de San Lázaro, siendo Director del seminario, no aflojaba en nada de su humildad: se le ha visto a menudo, no obstante las grandes y continuas ocupaciones que estos dos empleos le proporcionaban, aplicarse a los ejercicios más humildes de la casa, como barrer las salas y las habitaciones, revestido de una casaca de lona; preguntaba antes al que había cuidado del seminario dónde quería que fuera a trabajar, como si hubiera sido el menor de los seminaristas, él que era su director y el primer oficial de la casa, después del Sr. Vicente. Hizo en aquel tiempo el oficio de lector de la primera mesa, que es el empleo ordinario de los alumnos; cumplió como ellos este oficio durante toda la semana en la que había comenzado a leer. Lo que es mucho más notable es que iba a prever la lectura a la misma hora que los seminaristas van de ordinario; aquel de ellos que tenía el cuidado de prepararla le indicaba lo que había de observar sea en cuanto al tono, sea en cuanto a la pronunciación, el Sr. Alméras seguía en esto, por un efecto singular de su humildad, no sus propias luces, sino las de un joven clérigo recientemente recibido en la Congregación y que estaba bajo su dirección.

A fin de unir la sumisión  de su juicio y de su voluntad  al ejercicio de su propia abyección, se le ha visto también entonces hacer el oficio de acólito en las misas solemnes y con mucha frecuencia en las misas rezadas; lo hacía siempre con una devoción y una modestia que edificaba maravillosamente a todos los que le veían. Se rebajaba incluso por debajo de los hermanos; un día, al salir de un retiro, su humildad le llevó a ir a verlos a todos en sus oficios para besarles los pies y pedirle perdón. Ha practicado también esta humillación desde que ha sido Superior general para con el hermano que se cuidaba de hacerle algún pequeño servicio; lo observaba por lo general  con todos aquellos a quienes creía haber contristado por poco que fuera por alguna palabra un poco fuerte.

Como estos empleos bajos y humillantes eran el descanso del corazón humilde de este siervo de Dios, los empleos honrosos, y sobre todo la superioridad, eran su cruz y su martirio; por eso sintió un gran pena cuando se vio nombrado superior de la casa de Roma; él expresó al Sr. Vicente todo lo que su humildad le sugirió para verse libre del cargo. Viendo que se llamaba a Francia al Sr. d’Horgny, aprovechó la ocasión  para redoblar sus instancias a fin de obtener su descargo; pero no tuvo por respuesta más que una carta de ánimos y esto es un extracto:

«Si la casa de Roma está huérfana como decís por la ausencia del Sr. d’Horgny, Nuestro Señor será su padre, el consejo y el procurador, no lo dudéis; pero redoblad vuestra confianza en su bondad, y dejadle hacer, él será este hombre de gracia y de ingenio que vos estiméis que debe ser puesto en vuestro lugar. Sabéis, Señor, que el éxito de los asuntos depende todo de él, y yo sé que, si hubiera dependido de vos, lo que habéis emprendido se habría logrado muy bien, ya que habéis puesto toda la precaución y toda la diligencia que se podía esperar de un hombre de virtud; la desconfianza de vuestra dirección es buena, pero es preciso confiarse en Nuestro Señor y dejarle hacer, pues es él quien conduce y no nosotros».

Si este humilde sacerdote ha demostrado tanta pena en ser superior de una casa particular, cuánta más demostró en ser Superior general de la Congregación. No se podría expresar el disgusto que tuvo, las lágrimas que derramó cuando fue elegido; no pudiendo resistir a la voluntad de Dios, que se había manifestado tan claramente en la elección de su persona, se vio obligado a doblegar los hombros bajo esta carga que su humildad se la figuraba pesada en extremo y difícil de soportar. Véase lo que esta profunda humildad le hacía decir en la circular por la que anunciaba su elección: «Nuestro Señor ha querido, al conceder un guía tan pobre a la Compañía, dejarla casi como si no lo tuviera, a fin de hacerse él mismo su superior y su guía; él quiere que se sepa que es él mismo quien la gobierna, para que no se atribuya más que a él solo el progreso y el fruto que con su gracia ella podrá hacer». Como efecto de esta misma virtud formó el plan, algunos años después, de hacer todo lo posible para verse descargado. Convocó para ello una Asamblea general en la que,  después de que se trataron varios asuntos que miraban el bien de la Congregación y se eligió a un admonitor en lugar del último que había fallecido, él se colocó por debajo de todos los diputados, llevando en la mano su dimisión que había escrito en estos términos:

«Yo, René Alméras, Superior general de la Congregación de la Misión, reconociéndome muy incapaz y muy indigno de ejercer este oficio, tanto a causa de mis continuas enfermedades como por mis miserias espirituales muy grandes y en gran número que me hacen insoportable, y hacen que yo dé motivos de escándalo y de mortificación a los de la Compañía en todas las ocasiones. Yo dimito  libre y voluntariamente  de dicho cargo de Superior general de la Congregación de la Misión, en manos de la Asamblea general que se está celebrando ahora, y la suplico muy humildemente que ponga remedio mediante el nombramiento de algún otro, que repare las faltas innumerables que he cometido, por las cuales le pido penitencia, y a Dios perdón y misericordia. En fe de lo cual he firmado la presente declaración y dimisión del susodicho oficio, y lo he sellado con nuestro sello de San Lázaro. París, 21 días de agosto de 1668. Firmado Alméras y sellado con el sello». Él dijo después Vean, Señores, que se trata de hacer una elección más importante que la que acaban de hacer, es decir de otro Superior general; esta es mi dimisión en forma legal, todos saben cómo me apoyo en razón y en justicia para darla. Es visible que yo no puedo que soy incapaz de ejercer este cargo, la Compañía necesita otro hombre que no sea yo».  Habiendo añadido otras cosas más que tendían a dar a conocer los pretendidos defectos de su dirección, salió de la Asamblea y se retiró a su habitación. Los diputados quedaron muy sorprendidos de esta acción, y enviaron a los principales de entre ellos para protestar que no recibirían sus dimisión, que él sería su Superior general hasta su muerte, que le suplicaban que lo aceptara como agradable; pero no habiendo podido lograr nada de él, la asamblea se vio obligada a ir a buscarle para reiterarle la misma protesta que no tendría nunca a otro Superior general que a él mientras viviera, y que le rogaba que lo aceptara.  Este humilde sacerdote replicó con lágrimas  y gemidos todo lo que pudo para hacerles elegir a otro superior; viendo que todas sus razones no podían conseguir nada en el espíritu de ellos, él experimentó un sentimiento de dolor tan vivo, que se sintió inmediatamente notablemente indispuesto y debilitado. Todos los diputados se sintieron también extraordinariamente impresionados de compasión al ver la pena que sufría, y varios derramaron muchas lágrimas, en esta ocasión. Por fin fue preciso que la humildad de este digno superior cediera a su caridad; él se vio obligado a entregarse a las amonestaciones de sus hijos y a aceptar de nuevo el cargo de superior.

Aunque actuara exteriormente en calidad de superior para con sus inferiores, para mantener el orden y la disciplina necesarias en la casa de Dios, él se ponía no obstante a los pies de todo el mundo en su propia estima y en las vistas que Dios le daba de su nada. «Yo he venido, decía al Director del seminario algún tiempo antes de su muerte, para estar debajo de los menores Hermanos de la Compañía. Yo veo mis penas, mis dolores, mis humillaciones y todos mis demás males como castigos debidos  a mis pecados». Y habiéndole dicho este mismo director que uno de los seminaristas comulgaba todos los días para pedir a Dios su conservación, quedó muy sorprendido, y replicó con extrañeza: «Qué, ¿se hacen oraciones por mi conservación? Oh Señor, que eso no se haga más; se debe más bien pedir a Dios que me aumente el mal, y que me retire de esta miserable vida, donde no hago más que mal a la Compañía, con mis escándalos y mi mala dirección».

Es este humilde sentimiento que tenía de sí mismo el que le daba mucha desconfianza de sus propias luces, y el que le hacía exacto en extremo y puntual para reunir a los consejeros, a fin de deliberar sobre las menores dificultades; pedía incluso a los demás sus pensamientos sobre cosas de las que podían tener conocimiento, no queriendo resolver nada por sí mismo y sin haber pedido consejo. Tenía tan clara esta práctica, que no se cansaba de recomendarla  de viva voz y por cartas a todos los superiores de las casas de la Congregación; reprendía a los que no lo observaban y les hacía ver con su ejemplo qué útil resultaba. Escuchaba también de buen grado todos los consejos que le daban, sin haberlos pedido siquiera, con el deseo que tenía de ver claro y que nada se hiciera más que con orden. Aunque las cosas pareciera resueltas ya, hacía a veces suspender su ejecución, para deliberar de nuevo si lo merecía, ya hacía también encomendar el asunto a Dios en particular y en general. En mil más ocasiones, ha manifestado una docilidad de juicio maravillosa, acompañada no obstante de una firmeza rigurosa para hacer ejecutar las cosas resueltas y de un discernimiento exquisito para distinguir lo verdadero de lo falso, y las razones sólidas de las que no tenían más que apariencias.

Esta conducta tan humilde del Sr. Alméras ha atraído sin duda sobre la Compañía las grandes bendiciones que Dios ha derramado sobre ella y sobre sus empleos durante el tiempo que fue su superior: también se mostraba él agradecido a su divina bondad, y muy fiel para atribuirle la gloria. Admiraba la buena unión, la paz y el buen orden que Dios ha conservado siempre en ella, la fidelidad que ha tenido en sus funciones y los frutos que de ello se han recogido. Pero él hacía notar al mismo tiempo a los que tenían la suerte de acercarse a él  que estas clases de bienes estaban por encima de la industria humana, que Dios solo era el autor de ellas, que él no debía atribuirse más que las deficiencias que veía, que no servía más que para estropear la obra de Dios y que se sorprendía de que le quisieran sufrir. Sus acciones respondían a sus palabras; la práctica en que se hallaba de pedir perdón a sus inferiores dejaba ver claramente que se consideraba como un hombre que no servía más que para ejercitar la paciencia de los demás; y sin embargo los que le veían así humillado a sus pies no podían atribuir más que a su humildad la causa que le llevaba a culparse por cosas en las que nadie veía defectos. Se ha sabido también por el hermano que le cuidaba en las comidas cuando no podía ir al refectorio, que se echó a sus pies para pedirle perdón por las molestias que le causaba.

Era también por humildad cuando se creía indigno de vivir en la memoria de los hombres y no permitió nunca que le retrataran, de lo que apenas  nos queda un ensayo imperfecto después de su muerte; no quería dejar a la posteridad la imagen de una persona que él tenía por digna de un eterno olvido. No podía siquiera sufrir que su nombre apareciera impreso en algún libro; y aunque en la vida del Sr. Vicente hubiera ocasión de hablar de él, no ha querido nunca ser nombrado en ella; cuando fue necesario decir algo, ha querido que fuese siempre bajo el nombre del sucesor del Sr. Vicente.

Se puede reconocer suficientemente por estos detalles cuál ha sido la humildad de este siervo de Dios; lo que sigue es una prueba más convincente, ya que la paciencia en las contradicciones es la piedra de toque que constituye el discernimiento de la verdadera humildad de la falsa. Veamos pues cómo se comportó el Sr. Alméras en estas ocasiones, que no le faltaron ni dentro ni fuera de la casa. Un día una persona que le era muy inferior, habiéndole dicho palabras poco respetuosas, y hasta haberle hecho reprimendas no menos picantes que injustas, el Sr. Alméras las soportó con una admirable ecuanimidad de espíritu, sin manifestar ninguna emoción; no le opuso más que palabras de gran dulzura y de una perfecta caridad, acordándose de lo que se dice en los Proverbios, «que se ha de apagar el fuego de la cólera en el agua de una dulce respuesta». Se comportó de la misma manera respecto de otra que le dijo palabras impertinentes y dignas de una buena penitencia; no obstante, como la falta tenía que ver con él, muy lejos de usar el castigo con él, recomendó al Hermano cocinero que le diera todo lo que pidiera. Tal ha sido su conducta en muchas circunstancias para con muchos miembros de su Congregación que se habían olvidado hasta el punto de faltarle al respeto.

Veamos cómo se comportó con extraños, en parecidas ocasiones. Fue enviado a dos leguas de París para dar una misión, en una parroquia en la que el Sr. cura no quería oír hablar de misión; éste se dejó ganar, y permitió a los misioneros hacerla cuando quisieran. El Sr. Alméras convino con él en la hora en que predicaría; este párroco pensó que predicara por la mañana en la misa después del Credo, y por la tarde en Vísperas después del Magnificat. El Sr.Alméras se sometió a todo lo que él quiso, no dejó de subir al púlpito por la mañana, a la hora que le había sido prescrita, y comenzó su sermón; después del Ave María, al levantarse para continuar, el Sr. párroco comenzó a cantar el prefacio, y prosiguió luego la misa hasta el final. El Sr. Alméras continuó en oración en el púlpito. Acabada la misa,  él continuó su predicación sin dar señales de afrenta que había recibido; bien lejos de emitir ninguna queja, habló tan bien de este párroco, quien por otra parte era de buen ejemplo que todos los parroquianos quedaron maravillosamente edificados, y al mismo tiempo sorprendidos de la manera amable como trataba a quien se había conducido tan mal con él. Esta conducta le dio mucho crédito y atrajo a las Víspera a un gran número de pueblo. Entonces también tuvo que soportar una afrenta parecida a la primera; subió al púlpito después del Magnificat, comenzó como por la mañana su predicación hasta el Ave María, y el párroco se puso a cantar Completas. Por cierto que un hombre no mortificado después de esto se habría bajado del púlpito bruscamente, y se habría despedido de los parroquianos sin decir adiós a este párroco, que recibía tan mal a quien había venido solamente para auxiliarle. El Sr. Alméras no hizo nada de eso. Sin escuchar lo que sugiere la naturaleza en semejantes momentos, se armó como de costumbre de paciencia y de humildad, y se quedó en el púlpito, como lo había hecho por la mañana, hasta el final de las Completas; entonces continuó su sermón con un gozo y una paz admirables sin mostrar ningún descontento, enseñando a todos los predicadores la disposición  en que deben estar de callarse cuando les imponen silencio, lo mismo que de hablar cuando se les ordena. Los habitantes no quedaron menos edificados por la paciencia y la humildad del Sr. Alméras, que picados y ofendidos por el humor molesto de su párroco; no pudieron contener la indignación que les había entrado contra él, y se encolerizaron hasta querer maltratarle. Pero el Sr. Alméras, deseando devolver el bien por el mal, y poniendo todo el interés por este párroco como si hubiera recibido de él muy buenos servicios, calmó la tormenta y restableció una perfecta paz entre el pastor y el rebaño; se ganó por completo el corazón  de los parroquianos y atrajo con este ejemplo de paciencia y de humildad grandes bendiciones sobre esta misión.

Se ha hecho la misma advertencia en otras misiones, que él dirigió, y cuyos inicios atravesaron por diversas contradicciones; logró en todas acabar bien humillándose y abajándose. No sólo no le afectaban las contradicciones y las persecuciones, sino que las recibía con sentimientos de amor y de estima como salarios seguros de nuestra felicidad y como muestras fieles de nuestra predestinación; al contrario desconfiaba mucho de una gran quietud, de esta paz y de esta tranquilidad exteriores,  en las que viven muchos, al abrigo de los desprecios, de las aflicciones y de los reveses de esta vida. Por eso cuando no tenía nada que sufrir del exterior, era él mismo su propio perseguidor, buscaba en todo momento y en todo lugar ocasiones de anularse y de humillarse. Así pedía a menudo ser avisado de sus defectos, incluso cuando fue Superior general; creía que en esta situación tenía tanta más necesidad por tener más peligros de ser engañado por el amor propio.

Como conocía perfectamente los tesoros que encierran el rebajarse y las prácticas de la humildad cristiana, no se contentaba con hacerlos de continuo, sino que con discursos fervientes, y más aún con sus ejemplos, animaba a sus inferiores  a la práctica de esta virtud. Una prueba de ello es ésta. Habiendo ido a hacer la visita de la casa del Mans, se enteró que había habido algún pequeño malentendido entre uno de los sacerdotes de esta casa y los canónigos de la catedral; como era humilde en extremo, él creyó que era necesario que este sacerdote les diera satisfacción; por eso le pidió que fuera a verlos a uno tras otro para pedirles perdón por lo que había pasado. Éste no habiendo tenido el valor de hacer solo este acto de humildad, por varias razones que alegó, el Sr. Alméras le llevó él mismo y pidió perdón arrodillado con este sacerdote a todos los canónigos uno por uno, lo que los edificó en extremo.

Para concluir este capítulo con las últimas acciones de este humilde siervo de Dios, daremos algunos rasgos de humildad por los cuales demostró su amor extremo de esta virtud en su última enfermedad.

Cuando le administraron en santo Viático, pidió humildemente perdón a todos los miembros de la Compañía reunida por los escándalos que decía haber dado por sus impaciencias y sus palabras duras; pidió con insistencia el socorro de sus oraciones  para obtener de la divina bondad el perdón de sus pecados y de las abominaciones de su vida: así es como hablaba siempre, considerando sus menores defectos como crímenes enormes, en la idea que tenía de su oposición a la infinita  bondad de Dios.

Uno de los sacerdotes que permanecía más tiempo a su lado durante su enfermedad, para decirle de vez en cuando alguna palabra buena, advirtió que le gustaban con una emoción particular las palabras de la sagrada Escritura que se refieren a la humildad y a la penitencia; cuando le sugería entre otras palabras la del publicano: Deus propitius esto mihi peccatori, se rebajaba en su pensamiento por debajo de los mayores pecadores, diciendo del fondo del corazón que no había nadie en el mundo que tuviera más razón en decirlo que él, por sus pecados  y sus abominaciones. Cuando le dieron la extrema unción, al pedirle el Asistente de la casa la bendición para todas las personas de la Congregación, para los señores de la Conferencia y para la Hijas y las Damas de la Caridad, respondió muy bajo, por no poder casi hablar ya: «Aunque sea indigno de dar mi bendición, no obstante, a causa de la confianza que tengo en los méritos de nuestro buen padre, voy a dársela como él mismo lo hacía». Así con estos sentimientos de una profunda humildad vivió y murió el Sr. Alméras. Feliz el que vive y el que muere a ejemplo de este siervo de Dios, en la práctica de esta virtud, que es el fundamento de todas las demás, y el principio de nuestra exaltación en la gloria!

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