Nuevos datos para el tema de la cautividad tunecina de Vicente de Paúl

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Autor: José María Román, C.M. · Año publicación original: 1979 · Fuente: Anales españoles.
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pamplona_iglesia061A más de medio siglo de distancia de su primer planteamiento serio, el tema de la cautividad tunecina del joven Vicente de Paúl sigue siendo una cues­tión abierta. Ninguna de las dos tesis contrapuestas —la afirmativa y la negativa— dispone en el estado actual de la investigación de argumentos definitivos que im­pongan su aceptación sin reservas. Otra cosa es que tomas de posición previas, dictadas más por simpatías o antipatías que por convencimientos científicos, pretendan forzar las conclusiones en uno u otro sentido. Mientras el debate se mantenga circunscrito al análisis interno de las cartas de la cautividad, el pro­blema seguirá en un callejón sin salida: a cualquier reflexión sobre lo invero­símil de tales o cuales detalles de la narración vicenciana podrá oponerse siem­pre una consideración paralela sobre la posibilidad de los mismos.

A mi entender, cualquier esfuerzo serio para la solución del problema tiene que pasar, necesariamente, por la acumulación de datos ajenos al propio San Vicente que iluminen el medio histórico en que pudieron ocurrir los hechos discutidos y por el recurso a las fuentes contemporáneas que contienen circunstancias y detalles análogos a los de la real o imaginada aventura vicenciana.

Sin ser demasiado abundantes, esos datos y esas fuentes existen. La literatura española de todos los géneros es especialmente rica en unos y otras. Pero, fuera del Quijote o, en general, los escritos cervantinos, no han sido explorados hasta la fecha.

Con la intención de contribuir a la aportación de materiales que permitirán un día la solución definitiva del problema, he logrado reunir, al hilo de una inves­tigación más amplia, una breve pero importante serie de testimonios históricos relativos al tema de los cautivos cristianos y la piratería berberisca en los comien­zos del siglo XVII, la época en que Vicente de Paúl asegura haber corrido la aventura más azarosa, y colorida de su larga biografía.

Testigos españoles de la esclavitud norteafricana

El primer documento que voy a presentar es obra de un personaje harto co­nocido de los lectores españoles, el Padre Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, el famoso carmelita descalzo, organizador de la reforma teresiana en la rama masculina de la Orden. Sabido es cómo, para asombro nuestro, la Madre Teresa lo antepuso en su estimación al propio San Juan de la Cruz e hizo de él el mayor elogio salido de la pluma de la santa. Sobrevivió el Padre Gracián a los dos reformadores y, en los últimos años de su vida, peregrinó por Europa: Sicilia, Roma, Flandes, hasta morir en Bruselas siendo confesor de la Archiduquesa Isabel Clara Eugenia, en el año 1614, a los sesenta y nueve años. Pero antes había sufrido, en medio de un viaje de Sicilia a Roma, la terrible experiencia de caer cautivo de los piratas berberiscos y ser vendido como esclavo en Túnez. Impresionado por su propio calvario y por la miserable condición de los esclavos cristianos que pudo conocer durante los dos años de su cautiverio, decidió escribir un tratadito que llevara al ánimo del Sumo Pontífice y de todos los cristianos la necesidad de contribuir a la santa obra del rescate de cautivos. El libro tuvo una primera edi­ción en Roma en el año 1597 y una segunda en Bruselas en 1609, dos fechas que encierran como un paréntesis las de la cautividad y las cartas vicencianas. Ambas ediciones constituyen hoy sendas joyas bibliográficas. Me ha sido posible consul­tarlas en la sección de «Raros» de la Biblioteca Nacional de Madrid.

El segundo autor se llama Fray Diego de Haedo. En realidad, habría que hablar de autores, porque Diegos de Haedo hubo dos, tío y sobrino, ambos mon­jes benedictinos. El primero, natural del valle de Carranza, de Santander, des­pués de haber sido Inquisidor de Aragón, Cataluña y Valencia, fue obispo de Agrigento y, en los diecinueve últimos años de su larga vida, desde 1589 a 1608, Arzobispo de Palermo. En su sede siciliana, privilegiado observatorio, por la cer­canía, de cuanto sucedía en el norte de Africa, se dedicó pacientemente a recopilar toda clase de testimonios sobre la vida y costumbres de los piratas berberiscos y sus cautivos cristianos. De modo especial le proporcionaron información tres ex- cautivos españoles que habían sido compañeros de infortunio del autor del Qui­jote: el doctor Antonio de Sosa, el capitán Jerónimo Ramírez y el caballero san­juanista Antonio González de Torres. Con el material aportado por éstos y otros muchos testigos compuso un documentadísimo tratado de la historia y geografía de Argel y tres diálogos acerca de la condición de los esclavos cristianos en aquella regencia. Entregó el borrador de la obra a su sobrino, a quien prepa­raba para sucesor suyo en la sede de Palermo. El sobrino, que no lograría ver realizadas tales aspiraciones, por lo que hubo de conformarse con ser Abad de Frómista, vino a España, dio forma definitiva a la obra de su tío e inició las gestiones para la publicación de la misma, tarea en la que empleó ocho largos años: desde que a fines de 1604 solicitó la primera licencia para su impresión, hasta que la vio salir de las prensas en 1612, cuando el buen arzobispo había pasado ya a mejor vida. La obra del Padre Haedo ha sido caudalosa fuente de noticias para todos los cervantistas, desde Masdéu, Mayans, Gallangos y Fernández Navarrete hasta Clemencín, Navarro Ledesma, Rodríguez Marín o Astrana Marín. En la Biblioteca Nacional he manejado precisamente el ejemplar que perteneció a Gallangos y en cuyos márgenes dejó sus anotaciones el gran erudito.

Un tercer autor de indudable valor como fuente de informaciones sobre la cau­tividad cristiana en Africa del Norte es el padre mercedario Fr. Gabriel Gómez de Losada, personaje importante en el siglo XVII español. Entre otros oficios des­empeñó los de lector de Sagrada Teología y Rector del Colegio de la Vera Cruz de Salamanca, sustituto de las cátedras de Prima, Teología Moral y Santo Tomás de aquella universidad; definidor general de su orden y redentor general de Argel. Fue autor de numerosos escritos. El que a nosotros nos interesa es el dedicado a relatar las penalidades de los cautivos argelinos, que él había observado y vivido personalmente. La obra se publicó en fecha posterior a la muerte de San Vicente: 1670, pero recoge informes de años anteriores, cuando el autor iba y venía al norte de África en desempeño de su oficio de redentor general de cau­tivos.

Por cierto que, entre otras noticias relacionadas con algunos de los datos ofre­cidos por las cartas de la cautividad de San Vicente, ofrece la, para nosotros, ines­timable sobre la actividad de los capellanes de cautivos. Nos informa, en efecto, de que en la casa del cónsul de Francia, había pila bautismal para los hijos de los cristianos y se custodiaba el óleo para administrar la Extremaunción a los enfermos. Refiere también que en los oratorios de los hospitales cristianos y seña­ladamente en el del Baño del Rey, nunca faltaban sacerdotes para administrar los santos sacramentos; allí se ponía el monumento de Jueves Santo, se cantaban misas con música de voces e instrumentos y el año 1665 se celebró un jubileo con tanto quietud y libertad como pudiera ser en cualquier convento de Madrid. Encontramos así confirmado por una fuente extraña lo que ya sabíamos nosotros por las cartas de los Levacher o Barrean y el propio San Vicente.

A esos tres grandes autores hay que agregar otros que, tratando de asuntos distintos, tienen referencias ocasionales a sucesos y personajes de la piratería y la cautividad norteafricana. Así el pintoresco monje jerónimo del Escorial Fray Jerónimo de Sepúlveda, quien compuso un curiosísimo libro de memorias, en que refiere sucesos de los reinados de Felipe II y Felipe III, que él vivió desde su observatorio escurialense. La obra permaneció inédita hasta que la publicó en 1924 el Padre Zarco. Marañón la utilizó ampliamente en su biografía de Antonio Pérez. Para nuestro tema ofrece la referencia de una famosa evasión de Argel ocurrida en 1585.

Finalmente, otro suceso que guarda no pocos puntos de contacto con la his­toria vicenciana lo encontramos recogido por el erudito Alonso Núñez de Castro en el episodio de un joven cautivo, natural de Guadalajara, que logró huir de Argel en circunstancias que llamaríamos novelescas si no supiéramos que son ri­gurosamente históricas.

Los testimonios

Veamos ahora los puntos de contacto que estas variadas fuentes guardan con la sustancia y los detalles más controvertidos de la narración vicenciana. Por razones de claridad y método, pero sin afán polémico alguno, seguiré en la exposición el orden de las principales inverosimilitudes puestas de relieve por Grand­champ en el relato vicenciano, confrontándolas con situaciones o actuaciones pa­ralelas documentadas en las fuentes españolas.

Empecemos por el relato que el Padre Gracián dejó de su propia captura por los piratas tunecinos.

«El año 1593, a 10 de octubre, volviendo de predicar de Sicilia y embarcándome en uná fragata en Gaeta para Roma, junto a Monte Cerzel, como a dos leguas de donde salimos, a las diez de la mañana nos encontró una galeota de turcos que me cautivaron, y en un punto me vi desnudo, aprisionado y despojado de lo que más pudiera tener codicia, que eran unos papeles de doctrina de espíritu, que había escrito con mucho trabajo y llevaba para imprimir en Roma, sintiendo (como era razón) ver que los turcos limpiaban con ellos sus escopetas. Con­fiésote que aunque el suceso fue áspero, me consolé, porque con él salí de unas congojas de espíritu que entonces me apretaban de las cuales y de lo que pasa en un alma afligida de consuelo escribí un libro sobre el Apocalipsis de San Juan que algún día saldrá a la luz. Fuimos a la isla de Ventor en cerca de Nápoles, donde un turco me hizo la señal de la cruz en las plantas de los pies con un hierro ardiente; y preguntando yo a un cristiano cautivo por qué lo había hecho, me respondió ser ceremonia de los turcos cuando hacía mal tiempo si llevaban algún sacerdote cautivo hacerle aquella señal en oprobio de la cruz de Cristo y que si no se mudaba el tiempo me habían que quemar vivo. Luego llegaron a la misma isla dos galeras del Bajá de Túnez y otros seis bergantines de Bizerta y mejorando el tiempo salieron a hacer galima por aquellas costas; donde se padeció algo en mes y medio que anduvimos embarcados con la falta de agua y bizcocho, descomodidad del bajel y animar algunos cristianos que iban cautivando y con los que venían heridos, que fueron entre todos ciento noven­ta».

Uno de los reproches que Grandchamp hace a San Vicente es que éste no se ocupe en su carta de relatar la suerte de los demás compañeros de cautividad: ¿qué fue de los compañeros de Vicente y en particular del gentilhombre con quien se había embarcado? Se encuentra siempre en este género de relatos una o varias alusiones a los que han sido capturados con el narrador y a quienes la esclavitud ha reunido después en el mismo baño o en baños vecinos. Ni palabra de esto en la carta al señor de Comet. El gentilhombre, el pasaje y tripulación del navío —numeroso, puesto que no temió defenderse contra tres bergantines corsarios— todos se volatilizan y, a parte del piloto, descuartizado en cien mil pedazos, no se volverá a hacer mención de ellos en general ni de uno solo en particular».

Obsérvese que exactamente el mismo procedimiento narrativo reprochado por Grandchamp a San Vicente sigue el Padre Gracián y quizás más acentuado: inme­diatamente de decir que «nos encontró una galera de turcos», añade: «que me apresaron». San Vicente, por lo menos, continúa todo el párrafo en primera persona del plural. Por lo demás, tampoco Gracián habla en todo el libro de la suerte corrida por sus concautivos y eso que él se dirigía al público en general y no a un conocido suyo en privado y disponía de mayor espacio que el de una carta para extenderse en detalles. Todo sucede como si él fuese el único prota­gonista del episodio. Acaso la atención prestada a la propia desventura hace al cautivo —a los cautivos: Jerónimo Gracián y Vicente de Paúl— desentenderse por completo de lo ocurrido a sus compañeros. El foco se concentra en la figura principal, que, para el narrador, es la suya propia y relega al confuso fondo de la instantánea el acompañamiento y el paisaje. Al menos en un relato del género, contra la explícita afirmación de Grandchamp, las cosas se desarrollan exacta­mente igual que en el de San Vicente.

Bergantines turcos en costas cristianas

A continuación subraya Grandchamp, en unas pocas líneas de la carta vicen­ciana, una serie de contradicciones con lo que él estima que debía ser la ac­tuación de los corsarios.

«Una vez capturado el navío de Vicente, los marineros turcos saquean los barcos franceses que encuentran durante siete u ocho días, dejando en libertad a los que se rinden sin combatir. Informe singular y poco conforme con lo que se sabe de las costumbres de los corsarios. Estos, en efecto, se cuidaban mucho de no permanecer en los mismos parajes después de un captura, y de no dejar libres los barcos asaltados y sobre todo a sus tripulantes, los cuales a nada se hubieran apresurado tanto como a dar la alarma en la costa e indicar la situa­ción y dirección de los navíos africanos. Prescindiendo de otras consideraciones, siete u ocho días de crucero, a los cuales hay que sumar el tiempo necesario para venir desde Túnez hasta las costas de Provenza y regresar a la africana parece muy exagerado».

Es curioso que en todos los puntos que le parecen fuera de lugar a Grand­champ, los testimonios españoles concuerden con las afirmaciones vicencianas y no con las apreciaciones del erudito investigador.

Hemos visto cómo Gracián afirma que estuvieron embarcados, no siete u ocho días, sino mes y medio, aunque, eso sí, «se padeció algo» «con la falta de agua y bizcocho». Haedo, por su parte, nos informa más detalladamente que Gracián sobre las costumbres de los piratas. «Los bajeles pequeños» —dice— «navegan de con­tinuo todo el verano e invierno sin cesar ni reposar» y, precisando más, «en veinte días o treinta o poco más que salen de sus casas vacíos, pobres y ham­brientos, vuelven hartos, ricos y abundantes y sus bajeles cargados todos y me­tidos en el hondo de riquezas»). Con lo que resulta que los quince días de expedición calculados por Grandchamp sobre la base de los datos vicencianos pecan más por defecto que por exceso.

Contradicción más grande, si cabe, hay entre el juicio de Grandchamp a cerca de la precaución de los piratas por no permanecer en los mismos parajes donde cometieron un asalto por miedo a las galeras cristianas y las tajantes afirmaciones de los testigos españoles.

Los piratas que capturaron a Gracián «vinieron de noche a embestir en el burgo de Gaeta y todo el día siguiente hicieron escala entre ella y Nápoles, con atrevida seguridad, como si estuvieran entre Bizerta y Túnez. Y al día siguiente se fueron al Golfo de Nápoles cabe el mismo castillo y allí tomaron muchas barcas de las que venían a la Torre del Griego y Castelamar con provisión». El miedo a las galeras cristianas era inexistente: «Ninguna otra cosa les sustenta en su soberbia y orgullo sino la poca resistencia que hallan entre los cristianos; con la cual están tan vanagloriosos que ningún miedo tienen de nuestras gale­ras». La razón de su confianza era la superior maniobrabilidad de los barcos piratas: «Novegan todo el verano e invierno y tan sin temor se pasean por todos los mares de Poniente y Levante, burlándose de las galeras cristianas en cuanto ellas están banqueteando, jugando y trombeteando en los puertos de cristiandad como y ni más ni menos si anduviesen a caza de muchas liebres y conejos, ma­tando aquí uno y allí otro. Antes tienen muy por cierto que, según traen sus galeotas tan listas, tan en orden y tan ligeras, y al contrario las galeras cris­tianas, tan pesadas, con tan grande confusión y embarazo, que es por demás darles caza o pensar que les pueden estorbar el camino por do quieren y robar a su placer. Y de aquí viene que cuando las galeras cristianas les dan caza, usan ellas por burlarse y mofar de ellas, mostrarles el sevo caminando y huyendo como que les muestran el trasero; y como en la arte de corsarios son tan prác­ticos y tan ejercitados, y aún por nuestros pecados tan venturosos y afortu­nados, a pocos días que salen de Argel vuelven cargados de infinitas riquezas y cautivos y pueden en el año hacer tres y cuatro viajes y aún más, si más veces y más presto quieren salir».

Por esas razones, cada expedición era aprovechada al máximo, procurando hacer todas las presas posibles, aún a riesgo de repetir la suerte una y otra vez. Es decir, que las costumbres de los piratas eran exactamente las contrarias de las que supone Grandchamp: «a placer se pasean por todos los mares de Levante y Poniente, sin ningún temor y como libres y absolutos señores dellas…; aquí toman una nave cargada de oro que viene de Flandes y acullá otra de Ingla­terra, y luego otra de Portugal y más adelante otra de Venecia y después otra de Sicilia o Nápoles o Liorna o Génova», sin que se exceptuaran las naves francesas, porque «si no hallan navíos cristianos que robar, por no se volver vacíos, roban los navíos franceses, con quien tienen paz y alianza… y en con­clusión no toparán navío francés que no le fuercen a pagar al momento y ofrecer algo de bueno, no perdonando enemigo ni amigo». Una vez más, los datos de San Vicente se muestran precisos y exactos; menos imaginativo y colorista que Haedo, se limita a decir: «prosiguieron su rumbo, cometiendo mil clases de robos… Y finalmente cargados de mercancía, al cabo de siete u ocho días to­maron la ruta de Berbería». Las palabras son distintas, pero el fondo coincide de manera sorprendente. Ni Gracián, ni Haedo ni Vicente de Paúl piensan que los corsarios tomaran tan en serio como Grandchamp a las galeras cristianas, cualquiera que fuese su nacionalidad.

La provisión de agua

Otro problema de la carta vicenciana lo representa para Grandchamp la difi­cultad de los piratas para proveerse de agua dulce en navegaciones que excedieran de una semana: «Los bergantines, como se sabe, no eran sino pequeñas galeras, muy rápidas y que llevaban una sola vela. Para estos navíos, como para todos los de la misma familia, era capital la cuestión del agua dulce para la tripulación y el pasaje. Es verosímil que fuesen incapaces de mantenerse en el mar durante más de quince días —como hubiera sido el caso aquí— sin renovar la provisión del precioso líquido».

Acudamos de nuevo a los documentos españoles. Haedo nos informa del tamaño real de los bergantines: «Los bajeles que usan para andar en corso son galeotas o bergantines, que ellos llaman fragatas: el bergantín es de ocho hasta trece bancos o remos por banda y la galeota de catorce hasta veinticuatro». En cada banco había tres o cuatro remeros: «casi todos llevan tres (cristianos) por remo y muchos a cuatro, a lo menos en el cuartel de popa». No eran, pues, tan pequeños como parece dar a entender Grandchamp al aludir al hecho de que tuvieran una sola vela. Tanto más cuanto que no era ésta la fundamental fuerza de propulsión; según explica también Haedo: «jamás reposan ni el día ni la noche, caminando siempre a remo, sin hacer jamás la vela, porque no sean de lejos vistos y descubiertos.

La provisión de agua no representaba un problema insoluble. En primer lugar, porque con frecuencia llegaban hasta la costa para hacer la aguada aunque fuera «muy de priesa y arrebatadamente porque no sean vistos ni sentidos», y en segundo lugar, porque les importaba muy poco que remeros y cautivos padecieran sed o incluso murieran de ella o se vieran obligados a beber agua del mar, con lo que las necesidades estrictas de agua se limitaban a las de los marineros y sol­dados: «Y en cuanto al beber, cada uno (de los galeotes cristianos) se ha de proveer de la agua que pudiere cuando en alguna parte la hacen muy de priesa y arrebatadamente, porque no sean vistos ni sentidos, que si esto no hacen, bien se puede morir un cristiano reventado de sed y no hallará quien de compasión le dé o mande dar una gaveta de agua; antes muchas veces con la codicia que tienen estos ladrones de robar continuo, dejan de hacer agua y tienen tan poca compasión de los míseros cristianos que perecen de pura sed o falta de agua, que unos se mueren dello y otros son forzados de la última necesidad a beber la misma agua salada de la mar, como ahora acaeció en el bajel de Mamí Corso, en el cual se murieron de sed 32 cristianos y bogadores y de nuevo tomados y me juraron estos esclavos de mi patrón que fueron en él, que más de ocho días no bebieron ellos ninguna otra agua que la salada de la mar». Más lacónico, el Padre Gracián pinta el mismo cuadro con menos palabras: «Y como de ordi­nario las galeotas andan huyendo y robando en las costas de los católicos, no tienen aquella comodidad para hacer el agua que tienen las galeras de cristianos y así acaece muchas veces desfallecer en el remo por la hambre y la sed».

Nada inverosímil parece haber, por tanto, en la afirmación vicenciana de que los tres bergantines que apresaron su barco permanecieran siete u ocho días por las costas de Provenza, llevando a cabo otros mil asaltos y tropelías. A la vista de los informes de Haedo y Gracián, la narración vicenciana resulta incluso exce­sivamente sobria y contenida.

También el silencio vicenciano sobre el destino del barco capturado, del que tanto se extraña Grandchamp: («¿Qué fue del barco capturado? Vicente no lo dice, aunque el detalle tenga su importancia. También él se ha volatilizado, como el gentilhombre y el pasaje») encuentra su paralelo en los testimonios que esta­mos examinando: tampoco el Padre Gracián dice ni una sola palabra de la suerte corrida por el navío en que él fue aprisionado. Evidentemente, preocupado por dar cuenta de su odisea personal se ha olvidado por completo de la embarcación. Haedo, con informes más amplios que los de Gracián nos explica que «los cascos y bucos de los navíos de toda suerte que se toman son del Rey», aunque, en general, a los barcos franceses «los echan al fondo», sin duda para evitar complicaciones con el cónsul de aquella nación. Eso pudo pasar con el barco de San Vicente, con lo que éste no volvió a pensar en el dichoso buque.

Presas en libertad

Mayor interés ofrece todavía la coincidencia entre la carta vicenciana y los informes de Haedo y Losada sobre otro punto que suscitó también la incredulidad de Grandchamp: la afirmación de que los corsarios dejaran en libertad a los navíos que se rendían sin combatir. He aquí las palabras exactas de San Vicente: «siguieron su rumbo, cometiendo mil clases de robos, aunque dando libertad, después de haberlos saqueado, a todos los que se rendían sin combatir».

A una costumbre parecida alude Haedo en el siguiente pasaje: «Si combaten algún navío que no se quiso rendir, el turco que primero le entra y hace rendir, puede escoger de todos los cristianos del navío el que más le agradare, como no sea de gran cantidad y rescate…, mas si el navío se rinde sin pelear no nada tienen de los cautivos y la ropa sola es suya y lo más que pueden asir». En términos casi idénticos se expresa Gómez de Losada. Es decir, que en los barcos que se rendían espontáneamente, la soldadesca no podía reclamar como suyo ningún cautivo, con lo que perdían interés en hacerlos prisioneros. Esta ley pudo dar pie a la interpretación vicenciana de que se los dejaba en libertad. Sea de ello lo que sea, no cabe duda de que en bastantes barcos la acción cor­saria se limitaba al saqueo y ponía en libertad a viajeros y tripulantes, sobre todo en los buques franceses. Nos informa de ello un párrafo de Haedo que ya citamos antes a otro. respecto: «Y salidos una vez, si no hallan navíos cristianos que robar, por no se volver vacíos, roban a los navíos franceses con quien tienen paz y alianza y no contentos de robarlos (porque no se sepa el mal que hacen) los ahogan en la mar y les echan los navíos al fondo y, cuando mucho, los acarician tomándoles todo el bizcocho, vino, aceite, vinagre que quieren y aún de las mercaderías que llevan y si algún árbol o vela o gumera del navío les agrada para reparar y proveer sus galeotes es usanza ordinaria tomarlo todo y pasarlo a sus bajeles y en conclusión no toparán navío francés que no le fuercen a pagar al momento y ofrecer algo de bueno, no perdonando enemigo ni amigo; pero todo eso y mucho más merecen esos franceses, los cuales sin ningún temor de Dios y con tanto daño de la cristiandad les proveen de continuo». Prescindamos del exabrupto antigalo de Haedo, fruto de la hostilidad hispano- francesa del momento. Lo que sí resulta claro es que los navíos franceses tenían no pequeña posibilidad de quedar libres (después de ser «acariciados» y obligados a entregar sus provisiones y mercancías), lo cual concuerda con la afirmación vicenciana de que daban libertad a los que se rendían sin combatir.

El cónsul de Francia y los cautivos franceses

La mención concreta de los barcos franceses nos lleva a otro de los problemas levantados por Grandchamp: el de por qué Vicente de Paúl, siendo francés, no recurrió al cónsul de su nación para ser puesto en libertad: «Llegados a Ber­bería, los corsarios ponen en venta a sus prisioneros, con proceso verbal en el que se decía que habían sido capturados en un navío español, porque, añade Vicente, «sin esta mentira hubiéramos sido libertados por el cónsul que el rey tiene allí para asegurar el libre comercio a los franceses». Es extraño que este desenvuelto jovenzuelo a quien hemos visto, según propia confesión, ocuparse de sus intereses con tenacidad y decisión muy notables, no haya sabido reaccionar. Puesto que tanto él como sus compañeros estaban al tanto de la mentira de los Grandchamp encuentra aquí uno de los fallos más notables de la carta de la cautividad, hasta el punto de hacerle pensar que Vicente de Paúl no estuvo nunca en Túnez. Comentando las frases del proceso de venta: «nos pasearon por la ciudad de Túnez, a donde habían ido expresamente para vendernos. Tras obligar­nos a dar tres o cuatro vueltas por la ciudad, nos devolvieron al barco… Hecho ésto, nos condujeron de nuevo a la plaza», escribe: «¿A qué barco? ¿A dónde? Vicente ignoraba, evidentemente, que Túnez no es puerto de mar y que está sepa­rado de la costa por un lago cenagoso, accesible sólo a barcazas del tipo chalanas. Ahora bien, es seguro que los arraeces no guardaban a los esclavos capturados a bordo de las chalanas —así se llaman las barcazas—, sino que, en cuanto llegaban a Túnez, los encerraban en los baños instalados a tal efecto».

Nuestro Padre Gracián sí tuvo muy en cuenta las verdaderas condiciones geo­gráficas de Túnez: «Llegamos a Bizerta, puerto de Berbería… y así me llevaron a Túnez, que está diez leguas de Bizerta, pasando por un río que aunque se solía vadear, por haber crecido mucho fue necesario pasarle nadando los caballos y desnudos los que iban encima, que fue la primera vez que me vi en semejante trance» (39). También el P. Haedo ofrece datos muy precisos acerca de la situación de la ciudad y así escribe: «llegó Aruch [Barbarroja] a Túnez tomando tierra en la Goleta, que entonces no era más que una torre pequeña, que servía de aduana en que los navíos de mercaderes que por mar contrataban en Túnez descargaban todas sus mercadurías y fue esto en el verano de 1504». Y en otro lugar: «Y prosiguiendo adelante, desembarcó [Barbarroja] en la Goleta a curar de la herida del brazo. Y porque él no quería alejarse mucho de sus bajeles, hermanos y Turcos, dio orden a Cheredín, el segundo hermano (que quedaba en su lugar), que metiese los navíos todos dentro de el Canal de la Goleta y él, con los demás, se fue a Túnez para curarse».

Se tomase, pues, como punto de desembarco Bizerta o La Goleta, siempre era necesario trasladarse luego a Túnez, por tierra desde Bizerta o por el lago desde La Goleta. La carta de San Vicente parece ignorar tales datos y los testi­monios españoles acentúan lo singular de ese desconocimiento. Las cosas, sin embargo, no están del todo claras: San Vicente no dice que desembarcaran en Túnez; por el contrario, habla de que los corsarios «habían ido expresamente a la ciudad de Túnez para vendernos», lo que parece insinuar un traslado desde el punto de desembarco; y, finalmente, afirma, no que los devolvieran a los bergan­tines, como parece entender Grandchamp, sino al «bateau». Ahora bien, según consta por el Diccionario de Furetiére, en el siglo XVII, «bateau» era sólo el barco de ríos, lagos y estanques…. Digno de notarse es también que tanto Gracián, como Haedo y Losada, otras veces, dejan a un lado precisiones geográficas, que tan bien conocen, y hablan de Túnez como si fuera puerto de mar: «Contaré lo que vi desde que llegué cautivo a Túnez». En realidad, como sabemos, llegó a Bizerta. «En Túnez y Bizerta (se encontraban) las tres (Galeras) en el Bajá Mami Corso, Eliz Arraez, Cartali Zambali». No podían, desde luego, estar en Túnez, sino en La Goleta. «Todo el día siguiente, [los corsarios] hicieron escala entre ella [Gaeta] y Nápoles, con atrevida seguridad, como si estuvieran entre Túnez y Bizerta». En rigor, debería haber dicho «entre La Goleta y Bizerta». Haedo indica que «los que van [de corso] para Levante van con la presa a Túnez o a Bizerta». El sabía muy bien que no podían ir a Túnez, sino a La Goleta. Por último, hay en San Vicente una muy precisa localización geográfica, o mejor topográfica, que apunta con exactitud a la ciudad de Túnez: el zoco de venta de los esclavos estaba en una plaza: «nos condujeron de nuevo a la plaza, adonde acudieron los mercaderes.» Es lo mismo que sabemos por Gracián: «Vi a unas beatas y otras doncellas calabresas y corsas que se vendieron en el Bazar o plaza, traídas en la galima del mes de agosto de 94». En Argel, por el contrario —lo vimos más arriba, en un pasaje de Haedo—, el zoco de venta estaba en una calle…

Las lenguas de Túnez y Argel

Carece, por el contrario, de toda fuerza, el argumento contra la veracidad de la carta vicenciana basado en la imposibilidad de que Vicente de Paúl pudiera entenderse con el médico espagirita o con la mujer del renegado en una lengua que no conocía: «Pasemos, dice Grandchamp, sobre la aventura del médico y la facilidad con que se comprendían, sobre asuntos muy difíciles, el viejo amo y el joven esclavo, que no hablaban la misma lengua, y porque no podemos creer que en un año Vicente aprendiera árabe suficiente para poder conversar de alquimia y de religión musulmana».

El P. Gracián, casi cincuentón cuando fue hecho prisionero, logró comunicarse sin mayores problemas, como se desprende de la lectura de su libro, con arraeces, mercaderes, turcos, árabes y hasta con el propio Bajá. Y es que, como consta por innumerables testimonios, el más conocido de los cuales es el de Miguel de Cervantes, en las costas norteafricanas corría una «lingua franca», especie de lenguaje internacional en que todos se entendían y concluían todo tipo de tratos y contratos. Escuchemos al P. Haedo, especialmente explícito al respecto: «Tres son las lenguas que ordinariamente se hablan en Argel. La primera turquesca… y hay muchos cristianos cautivos que saben muy bien hablar turquesco, que deprenden con la conversación de los tur­cos. La segunda es morisca.

La tercera lengua que en Argel se usa es la que los moros y turcos llaman franca o hablar franco, llamado ansi a la lengua y modo dehablar cristiano, no porque ellos hablen toda la lengua y manera de hablar de cristiano o porque este hablar (a que ellos llaman franco) sea de alguna particular nación cristiana que lo use, mas porque me­diante este modo de hablar que está entre ellos en uso, se entienden con los cristianos, siendo todo él una mezcla de varias lenguas cristia­nas y de vocablos que por la mayor parte son Italianos y Españoles y algunos portugueses de poco acá, después que de Tetuán y Fez truje­ron a Argel grandísimo número de portugueses que se perdieron en la batalla del rey de Portugal don Sebastián. Y juntando a esta confusión y mezcla tan diversos vocablos y maneras de hablar de diversos Reinos, provincias y naciones cristianas la mala pronunciación de los moros y turcos y no saben ellos variar los modos, tiempos y casos como los cristianos (cuyos son propios) aquellos vocablos y modos de hablar, viene a ser el hablar franco de Argel casi una jerigonza o, a lo menos, un hablar de negro bozal traído a España de nuevo. Este hablar franco es tan general que no hay casa do no se use y porque tampoco no hay ninguna do no tengan cristianos y muchas que no hay turco ni moro grande ni pequeño, hombre o mujer, hasta los niños, que poco o mucho, y los más de ellos muy bien, no le hablen, y por él no entiendan los cristianos, los cuales se acomodan al momento a aquel hablar; dejemos aparte que hay muchos turcos y moros que han estado cautivos en España, Italia y Francia y por otra parte una multitud infinita de renegados de aquellas y otras provincias y otra gran copia de Judíos que han estado acá que hablan Español, Italiano y Francés muy lindamente y aún todos los hijos de los renegados y renegadas que en la teta deprendieron el hablar natural cristianesco de sus pa­dres y madres, le hablan tan bien como si en España o en Italia fueran nacidos».

No parece, pues, que a Vicente de Paúl le resultara especialmente difícil enten­derse con el viejo médico o las mujeres del renegado, sobre todo, teniendo en cuenta la facilidad que siempre demostró para las lenguas el joven gascón.

Alquimia, superstición y lingüística

Es curioso que también otras noticias, acaso las más llamativas, de las cartas de la cautividad encuentren confirmación en datos transmitidos por los testigos oculares del mundo norteafricano aducidos por el P. Haedo. Me refiero a las prácticas de alquimia del médico espagirita y a la cabeza parlante con la cual hacía creer que Mahoma le daba a conocer su voluntad. Un famoso alcaide Argel, llamado Mahomet el judío, era de «vida y costumbres más que gentílicas porque dicen comunmente que no [eran otras], sino ocuparse día y noche e revolver moneda, contar moneda, pesar moneda, trafagar moneda y fundir ore plata, alquimia y hacer a escondidas moneda falsa». El procedimiento no puede ser más parecido al del amo de San Vicente, con sus tres capas sucesivas de ore plata y polvos…

Con el episodio de la cabeza parlante guarda parecido el de un morabuto de Fez que llegó a Argel en el verano del año 1579, «el cual afirmaba que con ciertas palabras hacía venir un Angel del cielo a hablarle a la oreja», con la que embaucó a no pocos argelinos, sobre todo mujeres, hasta que meses más tarde «se embarcó en una galera que partía para Túnez y se fue en ella».

En cualquier caso, se impone la convicción de que Vicente poseía una información abundante y puntualizada de costumbres y personajes del África del Norte.

Incluso el uso de aplicar a la navegación el verbo caminar y el sustantivo caminos encuentra correspondencia en los autores españoles. A Grandchamp le produjo gran extrañeza tal giro lingüístico: «Vicente le hace al médico espagirita morir «por los caminos», singular expresión para una persona a quien era familiar el buen francés, como se puede juzgar por el estilo y la ortografía, que son de singular corrección». No sé, desde luego, si el buen francés del siglo XVII autorizaba o no a hablar de «caminos» tratándose de navegación. El castellano de Haedo, por la época de San Vicente, se hablaba de «el camino de una galera, de «caminar a remo», de ir los barcos «caminando y huyendo» y otras varias expresiones parecidas. Por lo menos, en el ambiente internacional no era una singularidad que San Vicente dijera que el viejo médico espagirita había muerto «por los caminos» mientras navegaba hacia Constantinopla.

El trato con las mujeres

Otra dificultad considerable descubierta por Grandchamp en la carta de Sat Vicente es el libre trato de éste con las mujeres del renegado: «Comprobemos de pasada que el renegado de Niza no era nada fanático ni celoso, puesto que dejaba a sus mujeres vagar por el campo y conversar largamente con un infiel». Los testigos españoles describen largamente costumbres parecidas. Muy ex profeso trata el asunto el mercedario Gómez de Losada, bien enterado de los hábitos mu­sulmanes:

«Tengo, por cierto, que son mucho más en número que los hom­bres las [mujeres] que habitan en Argel y afirman los cautivos, para quienes no hay puerta cerrada, que son en extremo hermosas, princi­palmente las Turcas y muy blancas». «Traen sobre sí muy poca ropa y así están en traje muy indecente y no se guardan que las vean sus cautivos, por descompuestas que estén» (59). «Los turcos de más autoridad suelen guardar a las suyas con negros capones, que llaman Agas, y sirven de lo mesmo que las dueñas a las señoras; los cautivos sirven dentro de casa como si fueran mujeres, ni se guardan de ser vistas de ellos, que es lo peor que hay en el caso».

De la historia narrada por otro de nuestros testigos que hasta ahora apenas hemos citado, el P. Sepúlveda, viene a deducirse también el fácil trato de los cautivos con las esposas de los señores musulmanes. El jerónimo del Escorial refiere que el «Bajá o soldán» de Argel tenía como esposa a una cautiva, alemana de nación y cristiana de fe, a la que había traído de Constantinopla. Estando en Argel «acertó su marido a cautivar un fraile mercenario… y la señora Soldana le trataba mucho». «Un día, como se parase a considerar a éste su cautivo, que oraba mucho y rezaba y lo hacía muy de ordinario, se tomó a pláticas con él y contóle quién era y cómo era cristiana y hija de cristianos y significóle el deseo grande que tenía de tornarse a nuestra santa Fe». La historia —ya lo veremos— concluyó con la huida del fraile y la soldana a las costas españolas, pero ello supuso una laboriosa preparación a la que señora y esclavo dedicaron numerosas horas de conversación, en las que el fraile «contóle muchas cosas del Rey Católico [Felipe II] y de sus hijos y de su mucha cristiandad». Para el lector familiarizado con la historia de San Vicente, saltará a la vista la coinci­dencia no sólo en la facilidad de trato del sacerdote cautivo con la mujer del amo musulmán, sino de los caminos —oración, pláticas religiosas— por los que se lleva a cabo la liberación del primero. Pero esto nos conduce ya al tema de la huida de Túnez, en la que tenemos que detenernos brevemente.

La huida por mar

Indudablemente, la huida de San Vicente a las costas francesas ofrece no pocas dificultades, que Grandchamp se ocupó de poner de relieve: «Un simple vistazo echado a un mapa del Mediterráneo muestra la gran fantasía necesaria para esco­ger este itinerario (Túnez – Aguas Muertas). Damos por supuesto que no sabernos nada de las condiciones en que se realizó la huida, pero la expresión «pequeño esquife» empleada en la carta parece indicar que se trata, si no de una simple canoa, al menos de un navío muy pequeño. Ahora bien, incluso en junio, la trave­sía desde la Goleta a Aguas Muertas en una embarcación representaría un autén­tico esfuerzo, sobre todo con dos navegantes inexpertos, uno de los cuales, el ex-renegado, no era, sin duda, marino —Vicente lo habría dicho— y el otro, nuestro joven religioso, «no tenía nada que le fuera tan contrario como el mar». Sicilia, Cerdeña o, en último extremo, la costa de Italia, podían ofrecer refugio a los esclavos que tuvieran la suerte de esquivar la activísima vigilancia que se ejercía en La Goleta y en las costas de la regencia, precisamente para impedir evasiones. Hombres decididos, ayudados por un marino profesional, podían arries­garse en aquella dirección, lo mismo que los esclavos de Argel podían ganar las costas españolas. Pero la huida hasta Aguas Muertas, los mil kilómetros a reco­rrer, en el supuesto de que el viento fuera siempre favorable, la importante canti­dad de provisiones que hubiera sido posible reunir sin llamar la atención, a bordo de un barco equipado a escondidas, todo, constituye un conjunto de hechos que no resiste un examen serio».

El caso es que huidas bastante parecidas a la narrada por San Vicente tuvie­ron lugar no en una, sino en muchas ocasiones, según sabemos por los autores españoles que estamos examinando. Es verdad, sin embargo, que no hay ninguna —al menos, yo no la he encontrado— que suponga una navegación de mil kiló­metros. Pero tampoco los 400 ó 450 que separan Argel de Valencia son poca cosa y, no obstante, se recorrieron una y otra vez por cautivos cristianos en embar­caciones que no debían ser mucho mayores que «el pequeño esquife» de San Vicente. Veamos algunos casos.

El P. Gracián cuenta que a uno de los muchachos franceses circuncidados a la fuerza por su captores le dio él «una patente para la Inquisición, con que se huyó y vino a Callar» (es decir, Cagliari, en Cerdeña). «A otro teníamos persuadido otros cristianos y yo que trajera una barca de su patrón para huirse veinte y tres cautivos de los del Bajá, que estaban en Bizerta». «Y otros dos moros se fueron de la misma manera el año 1576 de Bizerta a Sicilia…». Como puede verse, la vigilancia tuneciana no era tan efectiva que no pudiera ser burlada con relativa facilidad por hombres decididos a conseguir su libertad.

Otro tanto ocurría en Argel. El Dr. Sosa, en el Diálogo de la Cautividad, de Haedo, refiere que un turco que había estado algunos años cautivo en Italia «re­solvióse en volverse a cristianos, no siendo él cristiano; y comunicando éste su intento y deseo con algunos cristianos cautivos, tanto hizo que a los dieciséis de julio (de 1579), a dos horas de la noche, tomó en esa playa una barca de pesca­dores y con los veinticinco cristianos (que ya tenía llamados), con gran fiesta y contento se fue para España». Y en el mes de mayo de 1578 se fue de aquí (Argel) otro turco a Mallorca y otro a España en el mismo año, en el mes de septiembre». Las evasiones de esclavos y… de musulmanes eran cosa de todos los días.

No siempre tenían éxito los intentos de huida y entonces los presuntos fugitivos podían temer lo peor: «a los 12 de enero de 1580 mandó el mismo Rey (de Argel) ahorcar a un buen mancebo francés que se decía Simón, porque ascondiera dos cristianos suyos en un jardín, do se aparejaban para huir». «A un pobre mozo mallorquín, que se dice Miguel, le mandó… cortar las narices y orejas porque halló que hacía una barca en el jardín de su amo. Y por la misma razón, por se hallar principio de otra barca en un jardín, mandó hacer lo mismo a Her­nando, un cristiano español natural de la Mancha». Mala suerte la de esos compatriotas de Vicente de Paúl, Pedro Borguny y Miguel de Cervantes. No fueron los únicos: el Dr. Sosa añade: «Estas muertes sucedieron después que estamos en Argel, pero en Tetuán, y en Bugía, Bizerta, Túnez, Sufa y Trípoli, lugares todos de Berbería, han sucedido otras muy muchas».

La evasión era, pues, una preocupación constante de numerosos cautivos, con frecuentes fracasos y no pocos éxitos y, cuando se verificaba por mar (también había huidas por tierra, hasta alcanzar Orán, español durante los siglos XVI y XVII), se realizaba en embarcaciones de fortuna, construidas a veces por los propios cautivos, y que no podían ser muy grandes. A su lado, el «pequeño es­quife» que dice haber utilizado San Vicente debía ofrecer notable seguridad.

El P. Sepúlveda y el erudito Núñez de Castro, a quien citamos ahora por pri­mera vez, refieren las dos evasiones más espectaculares de que tenemos noticia. El primero cuenta que en el año 1585, la cautiva alemana y el fraile mercedario, que ya conocemos, lograron por fin huir a España. El proceso fue, por demás, laborioso: vino primero el fraile con cartas de la señora para el rey de España. Concretó con él y otras autoridades españolas, entre ellas el Virrey de Valencia, la forma de la huida. Volvió el fraile a Argel para informar a la soldana de los preparativos acordados y, por fin, una noche llegó a la vista de Argel la barca española aprestada por el Virrey de Valencia, con cuatro marineros cristianos a bordo, disfrazados de moros para que los tomaran por pescadores berberiscos. Les esperaban en el lugar convenido la soldana, el fraile y otros acompañantes. Llegada la barca, «la Soldana se metió luego en ella y metió todas sus joyas y veinte personas que se embarcaron luego con ella y danse luego a la vela. Una mora de aquellas que se embarcaron con ella, como vio que la barca venía para España, empezó a dar voces que las ponía en el cielo; fue forzoso el matarla. Luego a las voces se alteró la tierra; tañeron luego a que andaban enemigos; salieron luego mil bajeles tras la barca, pero traían buen rato de delantera y ansí no permitió Dios que los alcanzasen, pero bien poquito les faltó. Contaba después esta señora que mil veces estuvieron a pique de anegarse y hundirse y que por dos dedos no se hundieron muchas veces, por venir muy cargada la barca». La aventura, que parece novela pero es historia, concluyó con el triunfal recibimiento dispensado a la soldana de Argel, primero en Valencia y luego en la Corte donde el rey y sus hijos, singularmente las infantas, la agasajaron y obse­quiaron espléndidamente.

La narración de Núñez de Castro es más sobria, pero no menos interesante a nuestro propósito. Este historiador de Guadalajara destaca entre los más ilus­tres hijo de la ciudad alcarreña al ex-cautivo Juan de Guerra. Hallábase éste prisionero en Argel, como esclavo del bey, de resultas de la acción de Castilnovo (1538). Un día vio llegar al puerto un barco de Valencia y, con dos compañeros suyos, planeó escaparse. Pensaron utilizar para la evasión el batel o esquife de la nave española. Pero el capitán de la misma les pidió por él 500 escudos. Enton­ces decidieron perpetrar un audaz golpe de mano: de noche, penetraron en la alcoba del propio bey, mientras éste dormía, robaron de un cofre cuatro o cinco mil escudos y «hecho este hurto, fueron al capitán del navío valenciano, diéronle los quinientos escudos prometidos, tomaron el batel y embarcáronse en él, con tanta suerte y buena hora los tres esclavos que, en breve tiempo se hallaron libres en la playa de Valencia, con ir en seguimiento suyo un bergantín ligero, que volaba, quiso Dios que no los alcanzó hasta haber tomado puerto en el Grao. Volvieron los del bergantín burlados y muy corridos de no haber podido dar alcance a un batelillo como aquél».

Quizás lo más interesante de esta dramática narración es que el medio em­pleado para la huida fue el mismo utilizado, a su decir, por Vicente de Paúl. Tanto en francés como en castellano, la palabra «esquife» designaba al batel auxi­liar de un navío más grande, es decir, algo así como el bote salvavidas que solía utilizarse para llegar a la playa cuando, a falta de buen puerto, las embarcaciones grandes tenían que anclar a cierta distancia de la costa. En el batel o esquife de un navío, precisamente francés, hace concluir Cervantes al cautivo del Quijote su azaroso viaje de Argel a España. Tales esquifes variaban bastante de tamaño y capacidad: en el esquife francés de la historia cervantina del cautivo, cabían bien hasta doce hombres: «echando el esquife o barca a la mar, entraron a él hasta doce franceses bien armados, con sus arcabuces y cuerdas encendidas»; sólo tres ocuparon el que sirvió de medio de huida a Juan de Guerra; y dos el que habría llevado a Vicente de Paúl y al renegado de Niza desde Túnez a Aguas Muertas. La distancia en este último caso es bastante mayor, pero no tanto que convierta en imposible una hazaña que otros habían logrado realizar con éxito o proyectado realizar en una barca que podía ser fabricada por un solo hombre, a escondidas, en el jardín de una casa.

Recapitulando

No ha sido mi propósito llegar a conclusión alguna al final de este ya largo estudio y, mucho menos, resolver el problema de si realmente estuvo o no cautivo en Túnez el joven Vicente de Paúl.

Una convicción parece, sin embargo, imponerse por sí misma: la de que varias de las objeciones clásicas opuestas a la carta de la cautividad quedan decisiva­mente desvirtuadas a la vista de los testimonios históricos que hemos examinado.

A mi entender, no pueden seguir poniéndose en duda, al menos, los extremos siguientes:

  1. El silencio de San Vicente respecto a sus compañeros de cautiverio y al destino del barco asaltado no es un rasgo insólito en relatos de este género.
  2. Los bergantines pudieron estar más de siete u ocho días merodeando por las costas de Provenza. Ni el tamaño de estos barcos, ni el miedo a las galeras cristianas, ni la falta de agua constituyen, en absoluto, dificulta­des reales.
  3. Los corsarios turcos pudieron dejar en libertad a algunas de sus presas que se rendían sin combatir, sobre todo si eran francesas.
  4. La intervención del cónsul francés en Túnez no era un obstáculo para la retención y venta de los cautivos de su nacionalidad. No era corriente que los esclavos recurrieran a él.
  5. La diferencia de idioma no impedía necesariamente la comprensión mutua entre musulmanes, turcos o árabes, y sus esclavos cristianos. San Vicente pudo perfectamente entenderse con el médico espagirita.
  6. Las prácticas de alquimia y las supersticiones descritas por San Vicente responden a usos corrientes en el Túnez de la época.
  7. El fácil trato de los esclavos cristianos con las mujeres de sus amos musulmanes era un hecho habitual. Sólo el desconocimiento de las cos­tumbres reales del país y el momento histórico puede ver en ello una objeción al relato vicenciano.

* * *

Evidentemente, otras objeciones siguen en pie, aunque alguna de ellas notable­mente debilitada.

Y siempre quedará por explicar el silencio de San Vicente respecto a la gran aventura de su juventud, a lo largo de toda su vida. Para mí, la más inteligente aproximación a este enigma la formuló hace ya más de cuarenta años P. Defrennes: «En un hombre tan contenido y dueño de sí, como el Señor Vicente, se pueden suponer mil razones probables que expliquen su silencio».

Pero ya dije que yo no pretendía resolver el problema de si San Vicente estuve o no cautivo en Túnez. Por eso no me he ocupado de las dificultades para que no he encontrado ninguna referencia en las fuentes investigadas. Mi propósito de sacar a luz nuevos datos que iluminen la época y el ambiente creo que ha sido cumplido.

Es necesario proseguir las investigaciones hasta esclarecer de modo definitivo en un sentido o en otro, los numerosos puntos aún oscuros. Cuanta más luz se aporte, desde cualquier punto de vista, más cerca nos hallaremos de la solución definitiva. Sólo entonces dejará de ser la cautividad tunecina de Vicente de Paúl una cuestión abierta.

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