Misiones Vicencianas en tiempo de San Vicente

Francisco Javier Fernández ChentoEn tiempos de Vicente de Paúl, Formación VicencianaLeave a Comment

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Autor: J. Delumeau · Año publicación original: 1982 · Fuente: Ecos de la Compañía, 1982.
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En mayo último, la revista «Panorama aujourd-hui», en sus recensiones de libros religiosos, habla de la obra de Jean Delumeau: «Un chemin d’histoire» (Camino recorrido por la historia). El autor se interroga sobre las causas lejanas de la descristianización. Declara estar convencido de que, en el anti­guo modelo de Cristianismo (es decir, el de la Iglesia-Poder), la cristianiza­ción era menos fuerte de lo que se ha creído, y que, por lo tanto, la descris­tianización de hoy no tiene las dimensiones que se le atribuyen de ordinario. Ese camino recorrido por la historia desemboca, pues, en la esperanza.

El análisis de las misiones dentro del país con San Vicente de Paúl es interesantísimo. Vamos a ver algunos extractos de la obra que nos permitirán confrontar nuestro servicio actual de Hijas de la Caridad en muchas de nues­tras Provincias, con el pensamiento y las realizaciones de San Vicente en el siglo XVII, sin que olvidemos tampoco el esfuerzo de nuestros Misioneros.

La expansión del cristianismo alcanzó en el siglo XVII un vigor extraordi­nario que puede medirse especialmente a través de los informes de las misio­nes del «interior». Estos informes permiten localizar a los «marginados» del cristianismo, dirigir una mirada profunda a la «cristiandad» de entonces, comprobar la importancia que tenía la confesión dentro de la pastoral cató­lica y, por último, adivinar el heroísmo de los misioneros. Si la Reforma ca­tólica obtuvo resultados cualitativos y cuantitativos importantes, se debe sin duda de manera primordial a la «santidad» de sus propagandistas.

¿Qué podemos adivinar acerca de la «cristiandad» occidental —la francesa especialmente— del siglo XVII, a través de las misiones y sermones, en primer lugar, de los Sacerdotes de la Misión? El estudio que vamos a leer es un en­sayo de respuesta a esta pregunta y con la ayuda de un material que no posee toda la riqueza que sería de desear. Porque la Vida del venerable siervo de Dios, Vicente de Paúl (1664), de Luis Abelli, por valiosa que sea, no pasa de ser una hagiografía: por otra parte, las 224 conferencias o alocuciones del señor Vicente a sus misioneros, recopiladas por A. Dodin, contienen más instruccio­nes morales y religiosas que informaciones sobre el pueblo que había que evan­gelizar Por último, los Sermones de San Vicente de Paúl y sus cooperadores y sucesores inmediatos para las misiones de las aldeas, recopiladas en 1712 y publicadas por el sacerdote Jeanmaire en 1859, son un conjunto de 55 ho­milías que los Lazaristas solían llevarse para, con ellas, hacer frente a todas las necesidades de una misión, aun de larga duración. Tales sermones, prepa­rados en París, fuera del contexto real de la predicación, pueden, con razón, parecernos bastante alejados de la vida cotidiana…

No sería justo, sin embargo, quedarse sólo con esta evaluación demasiado negativa. Porque los sermones que los misioneros se llevaban en su equipaje habían sido elaborados a partir de una experiencia pastoral vivida en am­biente rural. Por otra parte, algunas evocaciones pueden parecernos estereo­tipadas, cuando lo cierto es que remiten a una realidad que todo el mundo conocía en aquella época. Así, por ejemplo, esta pregunta: «¿Qué diremos de esas personas a las que no les falta de nada, que, al contrario, tienen sus graneros rebosantes de grano, y que dejan, sin embargo, morir de hambre a sus hermanos cristianos, sin que se conmuevan lo más mínimo a vista de sus miserias?» Ahora bien, en la época de San Vicente de Paúl, en Francia y en otras partes, se podía verdaderamente, y en el sentido estricto, morir de ham­bre a la vista de sus vecinos.

El sermón (núm. 40) sobre el «hurto» debía de provocar verdadero ma­lestar entre el auditorio, a causa justamente de su precisión, que no perdona a nadie: ni a los molineros, que «por no tener el molino redondeado, no llenan bien todos los rincones y curvas»; ni a los tejedores, que «encuentran siempre cien pretextos para dejar en reserva alguna cantidad de hilo»; ni a los escribanos, que adelantan la fecha de las sentencias de hipotecas; ni a los colectores de impuestos, que se hacen los distraídos con los poderosos, pero se ponen de acuerdo con ellos para agobiar o apremiar víctimas que no pue­den defenderse o de las que se quieren vengar.

La vida diaria se halla también presente en las amonestaciones «a algunas madres que acuestan con ellas, en su misma cama, a niños de pecho, expo­niéndose así a asfixiarlos» (sermón núm. 30). La frecuencia de esta práctica, con la triste consecuencia que de ella podía derivarse, queda atestiguada con múltiples estatutos sinodales de los siglos xvi y xvit, que ponen en guardia a padres y nodrizas contra el peligro de «opresión» de niños pequeños al acostarlos en la cama de las personas mayores.

Estos ejemplos explican lo que este estudio se propone: esa mirada pro­funda —casi podría decirse: zambullida dentro de ella— a la cristiandad del siglo xvii, gracias a instrucciones dadas a los misioneros, aunque sean más bien de tipo espiritual; gracias a informes de misiones, aunque sean muy laudatorios; gracias a unos sermones, aunque en parte estén un tanto este­reotipados.

1. El problema de la ignorancia religiosa

… La idea clave que ha guiado todo el esfuerzo catequético moderno (ca­tólico y protestante) es la de que «un cristiano no puede salvarse sin un mínimo de conocimientos de su religión». Esta idea se expresó reiteradamente en los siglos XVI y XVII por los responsables religiosos. San Alejandro Sauli declaraba en los estatutos sinodales de Aleria:

«Nadie puede salvarse sin creer las cosas necesarias para la salva­ción…, a saber, el Pater Noster, el Ave María, el Credo, los diez manda­mientos, los siete sacramentos, etc. Exhortarnos a todos nuestros dioce­sanos a que acudan a instruirse… Si no saben estas cosas… se condenarán eternamente.»

En un librito que se utilizó mucho, traduciendo el título: «La Ciencia sagrada del catecismo» (se publicó probablemente por primera vez hacia 1675), el arcediano de Evreux, Henri Marie Boudon, escribía de manera se­mejante: «… sin la fe clara en las verdades fundamentales de nuestra santa Iglesia, es imposible agradar a Dios y salvarse, por más prácticas o ceremo­nias exteriores que se hagan».

Sin embargo, San Vicente de Paúl se interrogó a veces acerca de la validez de tal rigorismo. En una conferencia de 1656 «sobre el deber de catequizar a los pobres», recuerda «lo que dicen San Agustín, Santo Tomás y San Ata­nasio, que los que no sepan explícitamente los Misterios de la Trinidad y la Encarnación no se salvarán». No obstante, añade: «Ya sé que hay otros doctores que no son tan rigurosos y que sostienen lo contrario, puesto que, dicen, dura cosa es ver que un pobre hombre, por ejemplo, que haya vivido bien, se condene por no haber encontrado quien le enseñe esos misterios.» En «la duda», concluye entonces el Sr. Vicente, «siempre será una gran caridad la nuestra si instruimos a esas pobres gentes, quienesquiera sean». Pero si en esa conferencia a los misioneros deja una puerta abierta para la salvación de los ignorantes, en otra, posterior de dos años, «sobre el fin de la Congregación de la Misión», vuelve a cerrarla tajantemente:

«Ya saben ustedes, dice a los misioneros, cuál es la ignorancia del po­bre pueblo, casi increíble, y saben también que no hay salvación posible para las personas que ignoran las verdades cristianas necesarias, a saber, según San Agustín, Santo Tomás y otros, que opinan que una persona que no sabe quién es el Padre, ni el Hijo, ni el Espíritu Santo, ni la Encar­nación, ni los demás Misterios, no puede salvarse»…

 2. Los marginados de la cristiandad

San Vicente tuvo clara conciencia de que en Francia y en Europa occi­dental existían grupos religiosamente marginados dentro de la cristiandad. Las misiones nos permiten identificarlos y localizarlos.

El primero con el que se encontró San Vicente fue el de los mendigos, de los que se hallaba «llena» la ciudad de Mácon en 1621. En la sociedad del Antiguo Régimen los «desarraigados» del interior del país eran numero­sos, iban errantes del campo a las ciudades y a la inversa. Escapaban prácti­camente al encuadramiento parroquial y vivían fuera del sistema religioso ordinario. Para el futuro fundador de los Lazaristas, este encuentro fue un choque y un descubrimiento. «Nadie me ha enseñado, decía, el estado de esos pobres; lo he conocido por mí mismo.» Y prosigue: «encontrábamos ancia­nos de sesenta y más años de edad que nos decían tranquilamente que no se habían confesado nunca; y cuando se les hablaba de Dios, de la Santísima Trinidad, de la Natividad, Pasión y Muerte de Jesucristo y de otros misterios, era un lenguaje que no entendían».

Nada permite poner en duda la veracidad de tal aserto, que vale también para los militares, la segunda categoría de abandonados espirituales de los que se ocupó San Vicente de Paúl. En vida del fundador, los Sacerdotes de la Misión dieron, en efecto, misiones a los ejércitos por lo menos en dos ocasio­nes: en 1636, el año de Corbia, a los regimientos acampados cn Luzarches, Pons, Saint Luc y La Chapelle-Orly, y en 1657, a las tropas francesas estacio­nadas en el Piamonte. De nuevo se encontraron con marginados del cristia­nismo «que, desde hacía años, no se acercaban a los sacramentos». Por eso, el señor Vicente no se decidía a concebir esperanzas en cuanto a los resultados de tales misiones. En 1636, tratando de luchar por adelantado contra un po­sible desaliento de sus sacerdotes, les recomendaba que pensaran «que si bien era verdad que no iban a acabar con todos los pecados del ejército, era posible, sin embargo, que Dios les concediera la gracia de que disminuyeran en número; lo que equivalía a decir que si Nuestro Señor había de ser crucificado otras cien veces acaso no lo fuera más que ochenta; y si, por sus malas disposiciones, mil almas habían de conde­narse, gracias a ellos y por la misericordia divina, algunas entre ellas no se condenarían».

De hecho, tanto en los alrededores de París como en el Piamonte, parece que el éxito de las misiones de los lazaristas a los soldados superó toda espera.

Tercer grupo de abandonados: los galeotes, hacia los que San Vicente de Paúl manifestó una ternura especial y a los que se dieron misiones a partir de 1643. Refiriéndose a ellos, el obispo de Marsella escribía a la duquesa de Aiguillon: «Se asombraría usted, señora, de saber cuántos son los que llevan más de tres, cuatro, cinco y hasta diez años sin confesarse; los ha habido que han permanecido en tal estado veinticinco años y que protestaban que no querían hacerlo mientras durase su cautividad.» También esta vez el «fruto superó las esperanzas», a pesar de la mala voluntad inicial de los catequizados.

Los galeotes eran unos rechazados sociales, como los mendigos, y de ello se podía deducir a priori su exclusión de hecho de la Iglesia de aquel tiempo. Pero con una admirable perspicacia, el Sr. Vicente se dio cuenta de que también los pastores, a causa de su profesión, vivían fuera de los ritmos cristianos. Por eso recomendó con especial interés a los sacerdotes que envió a Italia que socorrieran y asistiesen a «aquellas pobres gentes», es decir, a los pastores que guardaban los grandes rebaños de la campiña romana. Luis Abelly aclara que aquellos hombres permanecían «cinco o seis meses en aquellos campos desiertos, sin oír nunca la Santa Misa ni recibir los sacra­mentos; de lo que, por lo demás, tampoco se preocupaban mucho…». Los misioneros comprendieron rápidamente «que no había manera de reunirlos en ningún templo, para predicarles y catequizarles como se hacía en otras misiones, puesto que no se resolverían a dejar solos sus rebaños ni tam­poco se les podía exigir que lo hicieran, dados los inconvenientes que de ello podrían resultar». Lo que hacían, entonces, era esperar a los pastores cuando se reunían diez o doce al llegar la noche en las tenadas. A esa hora de la vigilia los instruían en la religión, hacían con ellos la oración de la noche, «se acostaban (después) allí mismo, sobre alguna piel de oveja, o muchas veces sobre el suelo», y así los preparaban para la confesión general y para una misa, que se celebraba en «la capilla más cercana»… Antaño, el pastor era un personaje diferente de los demás, a causa de su forzada soledad. Re­sultaba un tanto misterioso y a veces inquietante, más cercano, en todo caso, que los demás campesinos a los secretos de la naturaleza y aun a los del Mas Allá. De ahí, muchas veces, sus funciones de curandero clandestino y las relaciones que se les suponían con el mundo de la brujería y de los duendes o fantasmas.

Los márgenes de la cristiandad, en el siglo XVII, podían ser no sólo socia­les, sino geográficos. Muy significativa a este respecto puede ser la misión de Córcega, en 1652. Los magistrados de Génova se la pidieron a San Vicente y éste movilizó a siete sacerdotes de la Congregación de la Misión, acompa­ñados de otros ocho eclesiásticos. Los misioneros se vieron enfrentados con una situación que les dejó estupefactos, sobre todo en el valle de Niolo, «refu­gio de todos los bandidos y delincuentes de la isla». No sólo, por motivos de venganza, los habitantes de la isla «se mataban unos a otros con la mayor facilidad», no sólo no «celebraban, sino muy raras veces, el matrimonio sin haber cohabitado antes», sino que, sobre todo, vivían prácticamente fuera del cristianismo. El Superior de aquella misión escribió a París:

«No he encontrado nunca, ni creo las haya en toda la cristiandad, per­sonas tan abandonadas como éstas. No encontramos casi otros vestigios de fe, sino que decían haber recibido el bautismo Y la existencia de algu­nas iglesias muy mal cuidadas. Vivían en tal ignorancia de las cosas de la salvación que a duras penas pudimos encontrar cien personas (sobre 2.000 habitantes) que supiesen los mandamientos de la ley de Dios y el Símbolo de los Apóstoles. Preguntarles si había un Dios o varios dioses era hablar­les en árabe… Muchos eran los que hacía siete u ocho meses que no oían Misa, y tres, cuatro, ocho y diez años que no se confesaban; había mu­chachos de quince y dieciséis años que no se habían confesado nunca, y con todo eso, cantidad de vicios reinaban entre esta pobre gente…»

No es inútil recordar, para comprender mejor este texto, que el valle del Niolo, al noroeste de Córcega, es uno de los más encerrados dentro de la isla y que los habitantes del mismo eran con frecuencia pastores…

Las Islas Hebridas constituían otro cantón de Europa geográficamente marginado, del que el Sr. Vicente pudo medir la miseria económica y reli­giosa. En 1651 envió allá a dos sacerdotes irlandeses y un escocés, que se embarcaron en Holanda y se disfraza’ on de mercaderes para que los herejes no les reconocieran a primera vista. Se encontraron con una naturaleza hostil y vivieron con mil dificultades: lo más a menudo, una sola comida al día, poca carne o «una carne tan mal aderezada… que levantaba el estómago», largas marchas a pie por «caminos incómodos», etc. Se encontraron, sobre todo, con una penuria espiritual que corría parejas con la pobreza material.

«Esta miseria e indigencia ha sido causa, observa Abelly, de que el ejercicio de la religión católica habiendo sido desterrado desde los tiempos en que Inglaterra se separó de la Iglesia romana, y habiendo sido elimi­nados los sacerdotes, haya habido muy pocos ministros u otros predica­dores de la nueva religión que hayan querido permanecer allí. Y así los pobres habitantes de estas islas han quedado reducidos en su mayoría a tal escasez de asistencia espiritual, que se han podido encontrar ancianos de ochenta años, de cien años y más, que no estaban todavía bautizados. De ahí se puede juzgar el estado en que se hallaba todo lo demás y que la mayoría de esta pobre gente no supiera ya si eran católicos o herejes, no pudiendo practicar casi ningún ejercicio de la religión…»

Con los mendigos, los galeotes, los soldados, los pastores, los habitantes del valle del Niolo y los de las Hébridas, nos hemos encontrado con esas Indias interiores, de que hacen mención tantos documentos católicos o pro­testantes del siglo xvi, es decir, con enclaves apenas cristianizados dentro de la «cristiandad» oficial…

3. El obstáculo de la confesión

No creo que sea necesario calificar de indiferencia religiosa la repugnan­cia de los fieles ante la confesión auricular, especialmente (era el caso más generalizado) cuando tenía que hacerse con el cura de la parroquia. Nos en­contramos aquí ante un hecho colectivo masivo que hay que integrar dentro de la historia de las mentalidades.

La confesión privada obligatoria se ha vivido siempre como una cortapisa, una barrera… Es indudable que su supresión por el Protestantismo contri­buyó al éxito de la Reforma. Sabido es que el Sr. Vicente, en 1617, tuvo la revelación de la Misión a la que pronto iba a consagrar su vida recibiendo la confesión general de «un hombre de bien» que, sin embargo, «tenía la con­ciencia cargada con varios pecados mortales que siempre había callado por vergüenza, y de los que nunca se había acusado en sus confesiones». El «res­peto humano» intervenía casi siempre en la confesión, sobre todo cuando había de hacerse al cura de la parroquia. De ahí esta observación de San Vicente de Paúl:

«La vergüenza impide a varias de esas buenas gentes del campo confesar todos sus pecados a sus curas, lo que las sitúa en un estado de conde­nación»…

Si los misioneros insistieron tanto en la confesión general, evidentemente es porque sabían cuán numerosas eran las confesiones «sacrílegas», es decir, incompletas, hechas antes de que ellos pasaran por el pueblo, con el cura de la parroquia. Como el misionero está sólo de paso, no plantea a los habi­tantes de una parroquia el mismo problema psicológico que el pastor habi­tual. El misionero no volverá por el lugar, al menos «en un plazo próximo. No conoce al penitente que tiene delante de él. Un anonimato común a am­bas partes hace posibles un diálogo y una acusación que, de ordinario, se veían bloqueados por un conocimiento recíproco demasiado grande. De todas formas, la confesión con un desconocido tampoco es fácil.

4. El choque de las misiones

De tenerse en cuenta los relatos del siglo XVII, los misioneros suelen superar infaliblemente las reticencias u hostilidades del primer momento: más tarde o más temprano, la población acaba por precipitarse en masa —en cualquier tiempo— a los ejercicios de la misión; se pone en marcha antes de amanecer; no caben todos en la iglesia; los confesonarios se ven asaltados. Una vez terminada la misión, la atmósfera de la parroquia ha quedado transformada, las gentes están desconocidas. Así se le escribe rei­teradamente a Vicente de Paúl:

Justo Guérin, obispo de Ginebra-Annecy, le dice en 1640:

«Los grandes beneficios y frutos (de los misioneros) no son creíbles sino a quien los ve. Yo he sido testigo ocular con motivo de la visita que he empezado después de Pascua. Todo el inundo los quiere, les tiene afecto, los alaba unánimemente».

Dos años después, Bernardo Prevost, señor de Saint-Cyrles-Colons (Yonne), escribe a Vicente de Paúl:

«El trabajo de sus Señores sacerdotes, unido al ejemplo de su piedad, han operado tal cambio de vida en mis campesinos que apenas los reco­nocen sus vecinos. Por lo que a mí se refiere, confieso que no los conozco y que me cuesta trabajo no creer que Dios me ha enviado una nueva colonia para poblar mi tierra. Estos Señores Sacerdotes encontraron unos espíritus rudos a los que no podía llegarles el cambio si no es a través de la gracia que acompaña a sus operarios»…

Los informes de misiones van llenos de boletines de victoria acerca de reconciliaciones, restituciones, arreglos amistosos que ponían fin a pleitos in­terminables. Después de alguna reticencia o resistencia, los interesados cedían de pronto y se abrazaban con sus antiguos enemigos. No se sabe qué escoger en semejante fárrago de hechos referidos en tal sentido.

Se informa al. Sr. Vicente de que en Deniat (diócesis de Sainttes), en 1647, hubo «más de cuatrocientas reconciliaciones operadas y más de cien pleitos terminados». Una carta de 1643, dirigida desde la aldea de Ay (dióce­sis de Reims), informa al Superior de la Misión que las gentes «están en el momento de la restitución; van a pedirse perdón de rodillas unos a otros». Los lazaristas que trabajan en 1657 en el obispado de Palestrina hacen saber que sería demasiado largo referir con detalles las reconciliaciones y arre­glos amistosos que se operaron durante la Misión, ya que la división de los corazones era casi general en aquel lugar…

Los misioneros pudieron experimentar reconciliaciones espectaculares en Córcega y Piamonte, donde las enemistades y las venganzas superaban lími­tes increíbles. En Niolo, los Misioneros estuvieron primero quince días «sin conseguir nada». Pero la víspera de la comunión general, un religioso blan­diendo un crucifijo exclamó:. «Oh, Niolo, Niolo, ¿quieres, pues, ser malde­cido de Dios?». Entonces un párroco cuyo sobrino había sido asesinado, besó el crucifijo y fue a abrazar al asesino que se encontraba en la iglesia. El ejemplo fue contagioso: «Durante una hora y media, no se vio otra cosa que reconciliaciones y abrazos; y para mayor seguridad, las cosas más im­portantes se declaraban por escrito, haciendo de ellas el notario un acto pú­blico». En Bra, en Piamonte, en 1657, las tensiones eran tan fuertes que hasta en las iglesias había matanzas, por lo que hubo que retrasar el comien­zo de una misión dada por los misioneros. Pero en febrero de 1658, tuvo lugar, por fin, y consiguió resultados pasmosos: «Todo el pueblo, escriben a San Vicente, está consoladísimo al ver a personas que, antes, se buscaban

Para matarse, ahora lo hacen para salir juntas a pasear, conversar con tan grande cordialidad corno si nunca hubiera existido discordia entre ellas»…

En las ciudades, los misioneros hablaban en francés, pero ¿qué lengua utilizaban en regiones —campiñas del reino o países extranjeros— en los que el francés no era el idioma vernáculo?… En países extranjeros —Italia, Hé­bridas, Irlanda— San Vicente se las arreglaba para enviar o bien a misio­neros originarios de tal país, o bien a otros que habían aprendido el idioma. Paradójicamente, era más difícil el asunto dentro de la misma Francia. Ten­gamos en cuenta que según una encuesta del abate Grégoire, en 1789 había por lo menos 6 millones de franceses, sobre un total de 26 ó 27 millones, que ignoraban la lengua francesa, mientras que un número aproximadamen­te igual no era capaz de sostener en dicha lengua una conversación seguida. Parece que el Superior de la Misión trató, en la medida de lo posible, que se predicara en la lengua vernácula, sin poderlo conseguir siempre. En 1640, el arzobispo de Toulouse da las gracias al Señor Vicente porque uno de los dos misioneros enviados a sus diócesis «se había hecho dueño de la lengua del país hasta el punto de hacerse admirar por los que la hablan»…

Los informes de los misioneros constituyen una mina de anécdotas que ilustran el choque producido en las poblaciones por este tipo de evangeliza­ción. Invariablemente se encuentran en dichos informes las palabras «sollo­zos, gritos, clamores, lamentaciones públicas», que de ordinario son el re­sultado exterior de «las predicaciones de esos buenos padres» Muestran tam­bién a las gentes llegando dos horas antes del comienzo del sermón, men­cionan confesiones públicas en plena asamblea…

«Desde el nacimiento de la Congregación de la Misión, calcula Luis Abelly, en 1625, hasta el año 1632 en que se estableció en San Lázaro (el Sr. Vicente), dio, por sí mismo o por los suyos, al menos 140 misiones. Y desde el año 1632 hasta la muerte de este gran siervo de Dios (1600), sólo la casa de San Lázaro, por orden suya, dio unas 700… A las que hay que añadir las que las otras casas de la Compañía dieron dentro y fuera del reino de Francia… ¿Quién podrá concebir la grandeza, la extensión, la multiplicidad de los bienes que de esas misiones han resultado para glo­ria de Dios y utilidad de la Iglesia?»…

Los misioneros del interior fueron hombres rudos, ciertamente, pero de una abnegación a toda prueba. Teniendo en cuenta lo que era el modelo de santidad de la época —de ellos se esperaba austeridad, abnegación y mila­gros—, respondieron a la confianza de las muchedumbres. Confesaban in­cansablemente, predicaban hasta agotarse, vivían de lo estrictamente necesa­rio. Su santidad, como sus sermones, tenía algo de teatral, pero era verda­dera. Auditores y penitentes tenían el sentimiento de encontrarse ante sacer­dotes excepcionales, que sacrificaban comodidad y salud ante la tarea apos­tólica. La santidad es un hecho histórico y sociológico. Por eso no se puede excluir de un análisis objetivo de la realidad humana…

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