Las Hijas de la Caridad durante la Revolución Francesa

Mitxel OlabuénagaHistoria de las Hijas de la CaridadLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Desconocido · Año publicación original: 1893 · Fuente: Tomado del Tomo I de Anales Españoles (año 1893)..
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Muy útil es narrar, antes que el tiempo los haya entera­mente borrado de la memoria, los sucesos de la persecución que la Congregación de las Hijas de la Caridad sufrió, del mismo modo que las otras Congregaciones religiosas, al ter­minar el siglo pasado.

Ejemplos admirables nos dieron durante la revolución las Hermanas, que permanecieron fieles a la Iglesia y a su santa vocación. Sus hechos gloriosos nos mueven a imitar­les y nos enseñan la conducta que hemos de observar en análogas circunstancias.

Publicaremos, pues, en estos artículos, siguiendo el or­den cronológico, y en cuanto nos sea posible tal cual nos han sido enviados, los escritos y documentos que se refie­ren a dicha Congregación durante el período revoluciona­rio. Hechos muy interesantes y en gran manera honrosos, quedan todavía por recoger; desearíamos nos los comuni­casen, y con sumo gusto los publicaríamos para que sir­viesen de edificación a nuestros lectores.

I.- Estado de la congregación de las Hijas de la Caridad en 1789

Cuando el Sr. Cayla fue puesto, por la Asamblea general de 1788, al frente de las dos familias de San Vicente, era Su­periora general de la Congregación de las Hijas de la Caridad la Hermana Renata Dubois. Su Director era el Sr. Bourgeat, que por causa de su edad avanzada y de sus enfermedades no podía cumplir con perfección las obligaciones de su oficio ; por lo que el nuevo Superior general trató inmedia­tamente de poner remedio a este mal, pues estaba bien convencido que el feliz resultado de todas las vicisitudes por las que ha pasado la Congregación de las Hijas de la Cari­dad desde su fundación , que su prosperidad y que todo el bien que ella ha obrado, ha estado siempre en relación con los cuidados que le han dispensado directamente sus legíti­mos Superiores. El día 1º de Enero de 1789 dirigió a todas las Casas de las Hijas de la Caridad una circular, que es una de las más importantes de las que han dado los Superiores generales.

«Desde los primeros días de mi elección, les decía, me em­pleo en vuestro bien; me hubiera dado prisa desde aquel instante para haceros oír mi voz y dirigiros algunas palabras de paz y de salud si la multitud de mis negocios no me lo hubiera impedido; ahora gozo de un poco de tranquilidad, y quiero cumplir uno de los deberes que más aprecio y es­timo. Tengo para con vosotras los sentimientos de un Pa­dre; pero ellos no serían dignos de vuestra estimación si no uniese a las efusiones de una tierna caridad la diligencia del celo y el cumplimiento de los cuidados que él inspira.» Pasa en seguida a dar avisos llenos de sabiduría para conservar a las Hermanas en los sentimientos de una piedad verdadera; restablecer la uniformidad, que había sufrido alguna altera­ción; mantener la paz y unión de los corazones , y excitar una aplicación más y más generosa a las diversas funciones que tienen que desempeñar con respeto a los pobres.

En este mismo año de 1789, el dicho Superior general dio un sucesor al Sr. Bourgeat, que por sus enfermedades no podía continuar en la dirección de las Hermanas; fue éste el Sr. Sicardi, su asistente italiano. El Sr. Cayla se pro­puso presidir por sí mismo el consejo de la Comunidad y ponerse al corriente de los quehaceres y del personal de las Casas de la Congregación, cosa que no tenía la importan­cia que habría tenido en otras circunstancias.

La revolución que desgraciadamente estalló, y que di­rigió sus primeros furores contra la Casa de San Lázaro; la incertidumbre de la conservación de las Hijas de la Caridad; la supresión definitiva de su Comunidad, hecha el 18 de Agosto de 1792, y la necesidad en que se halló el Sr. Supe­rior general de tomar el camino del destierro, no le permi­tieron realizar los propósitos que tenía de restablecer todas las cosas en su estado normal. Aunque se hallaba en país extranjero, jamás perdió de vista esta parte tan interesante de la familia de San Vicente, y para conseguir las mejoras que su espíritu elevado y práctico había previsto compuso un Directorio espiritual á semejanza del que se usa en el Se­minario.

II.- El 13 de Julio de 1789

El día 13 de Julio de 1789, en el que la Casa de San Lá­zaro fue entregada a la devastación y ‘al saqueo, fue para las Hijas de la Caridad día de terror y de angustias, porque su Casa estaba en la misma calle y enfrente de la de San Lá­zaro. La relación de lo que en su morada pasó, la tomamos del Ilmo. Sr. Jauffret, obispo de Metz:

«Durante todo el tiempo que los bandidos estuvieron en la Casa de San Lázaro, horribles gritos resonaban por de­ fuera contra las Hijas de la Caridad. Acusábanlas de estar en connivencia con los misioneros, y se les amenazaba con hacer en su asilo próxima irrupción. La Casa matriz de las Hijas de la Caridad se componía a esta sazón de 150 Her­manas, entre las que se contaban 50 inválidas; eran éstas las que, después de haber consagrado su vida entera al ser­vicio de los pobres y afligidos, se hallaban postradas por la enfermedad de la vejez. La Congregación había dispuesto reunirlas en esta Casa, en donde recibían de sus Hermanas los servicios que ellas no podían ya prestar a los pobres. El número de postulantas era de 98, de dieciséis a veinte años de edad. Fácil es concebir todo lo que por estas jóvenes vír­genes podía temerse de la irrupción de esta multitud furio­sa, que sólo esperaba una señal para echar por tierra todas las puertas. Las Hermanas no podían hacerse ilusiones por la poca proximidad del peligro, é invocaban fervorosamen­te al Señor, de quien únicamente podían esperar la protec­ción y el auxilio.

A las cinco y media de la mañana, uno de sus directo­res había salido de San Lázaro y pudo penetrar en la igle­sia de las Hermanas para celebrar la santa Misa, y no salió de allí. A las siete, tres ó cuatro bandidos se presentaron a la puerta de la Comunidad, trayendo desde San Lázaro al Sr. Bourgeat, que en esta época tenía unos ochenta años y estaba además paralítico. Al entrar en su cuarto estos sica­rios, se habían quedado poseídos y llenos de respeto y admi­ración a la vista de un tan venerable anciano. Su enfermero les propuso que se encargaran de trasladarlo ellos mismos a la Casa de las Hermanas, y así efectivamente lo hicieron, llevándole sentado en su misma poltrona. «He aquí, decían a sus compañeros, al Padre de las Hijas de la Caridad; dejadle en paz.» El Sr. Bourgeat había perdido el conocimiento. Los salteadores, al dejarlo en manos de las maestras de novicias, les dijeron: «Ahí tenéis a vuestro Padre; no dudamos de que le cuidaréis muy bien. Al mismo tiempo os traemos todo su equipaje, su sombrero y su bolsa.» Y dicho esto se marcharon, asegurando que las Hermanas nada te­nían que temer, añadiendo: «Ya estamos pagados, no por «vosotras, sino por San Lázaro.» Las mismas maestras de novicias nos han referido este hecho. Al entrar estos tres hombres, creyeron las Hermanas que les venían a arrebatar a su segundo director, el Sr. Sicardi, que se había refugiado en el oratorio de la Casa, dentro de su propio confesonario. Pero ellos, después de haber cumplido su misión, regresa­ron a la Casa de San Lázaro a proseguir el saqueo, sin cui­darse de lo que pasaba en la de las Hijas de la Caridad.

Otros quince salteadores se presentaron a eso de las once de la mañana, y fue preciso dejarles entrar y permitirles visitar el establecimiento, donde, según decían, pensaban hallar el tesoro de San Lázaro, trigo y harina. La Supe­riora general, Sor Renata Dubois, y la maestra de novi­cias les acompañaron en el registro, durante el cual las 98 novicias se hallaban reunidas en la sala del noviciado; pero a los invasores no les ocurrió siquiera el pensamiento de entrar en ella. Pasaron del mismo modo sin advertirlo por delante de la sala de los archivos y del depósito donde hacía diez años estaba el almacén de los vestidos y ropa blanca de las postulantas, y por el cual las Hermanas tenían muy fundados temores. Esta visita duró una hora y media, y durante este tiempo se estaban oyendo por de fuera gritos de rabia y furor contra las Hermanas, y cada vez parecía que iban tomando un carácter más alarmante.

Al marcharse estos quince bandidos, la Comunidad pasó al refectorio y se rezaron las oraciones acostumbradas para antes de comer, pero ninguna de las Hermanas ni de las postulantas tuvo valor para tomar alimento alguno. Siguieron así en continua alarma hasta las cinco de la tarde, en que volvió a presentarse un grupo, como de doscientos salteadores, hombres y mujeres; pero estas últimas fueron des­pedidas por los que mandaban aquella turba. Los más de éstos se presentaron armados de chuzos, mazas, barras de hierro, pistolas, sables, espadas y armas, y marchaban a su frente algunos jefes. A la vista de tan gran peligro, la Supe­riora general y la maestra de novicias creyeron que no ha­bía en la casa sitio más seguro para las novicias y postulantas que la capilla, y así mandaron que en ella se refugiasen todas aquellas jóvenes vírgenes de Jesucristo.

Después de la oración, dicha por tres maestras de novi­cias, veinte de los sicarios, haciendo retroceder a los demás, se dirigieron en derechura a la capilla y amenazaron derri­bar las puertas si al instante no se les franqueaban. Abriéronlas, y aparecieron todas las novicias y postulantas pos­tradas al pie de los altares, suplicando al Señor del cielo las tomase bajo su protección, poniendo por intercesores a la Virgen Inmaculada y a su bienaventurado Padre San Vicente de Paúl. Al abrirse las puertas, al estrépito de las ar­mas y blasfemias de aquellos desalmados, pálidas y temblo­rosas corrieron a agruparse al derredor de sus maestras, dando gritos lamentables. Al presenciar aquella escena, los mismos salteadores se sienten poseídos de un involuntario sobrecogimiento: vacilan; uno de sus jefes se descubre la cabeza, y todos los demás imitan su ejemplo. La imagen de Jesucristo y las de los Santos les infundieron respeto y recogimiento. Avanzaron con paso tímido hacia el santuario, como si no fueran ya aquellos hombres ebrios de vino y de furor, sino otros que hubiesen venido a aquel lugar con sólo la intención de adorar a Jesucristo y de honrarlo en sus vírgenes. «Señoritas, gritó uno de ellos, no temáis nada; no venimos a haceros ningún insulto. ¡Ay del miserable que se atreviera a cometerle!» Estas palabras no pudieron, sin embargo, impedir que algunas novicias se sintiesen mal y se desmayasen. Al repararlo el hombre que hacía de jefe de aquella turba, cuyas facciones fuertemente pronunciadas indicaban un carácter decidido, ya para el bien, ya para el mal, avanzó hacia el altar, seguido de todos sus satélites, se puso de rodillas ante el Santísimo Sacramento, y muchos de los suyos le imitaron ; mas viendo que ni aun con esta acción se tranquilizaban los jóvenes, volviéndose hacia la turba dijo : «Vámonos, salgamos de aquí; no amedrentemos «más con nuestra presencia a estas señoritas.» Marchóse, en efecto, acompañado de todos aquellos hombres sin duda no menos admirados que él de sentirse conmovidos, al salir de aquel templo, con sentimientos tan contrarios a los que lle­vaban cuando en él entraron.

Pasaron luego a las habitaciones de la Casa, y quisieron ver la sala que servía de enfermería a las ancianas: allí era, como ya lo hemos dicho, donde todas las Hermanas de la Caridad, baldadas o impedidas por las enfermedades o su avanzada edad, encontraban los mismos cuidados de la ca­ridad que ellas habían ejercido para con el prójimo. Según el espíritu de su Instituto, las sirvientas de los pobres tienen que morir pobres; por consiguiente, nada más pobre, nada más sencillo que esta enfermería, aunque también puede de­cirse que nada hay más decente en medio de la pobreza. Aquellos bandidos, aunque muy ansiosos de hallar algún defecto en la Casa, no pudieron menos de admirar aquel es­tado de pobreza evangélica. La visita que hicieron a la en­fermería de las ancianas no fue más que un pretexto para ver si en ella había hombres escondidos. Los dos directores no habían salido de sus confesonarios, y tuvieron la dicha de no ser descubiertos. Los profanadores desearon probar el caldo que se daba a las enfermas, y dijeron que estaba insí­pido, y lo mismo opinaron de todos los demás alimentos, y no comprendían cómo las Hijas de la Caridad no ponían algo más de cuidado en confeccionar bien lo que servía para sus propias Hermanas, siendo así que tanto se esmeraban en lo que daban a los pobres, con quienes, por lo general, no les unía lazo alguno de conocimiento ni amistad. Al discurrir así ignoraban aquellos bandidos que la Religión de Jesu­cristo une a todos los hombres en un espíritu y en un solo corazón, y que para una Hija de la Caridad el pobre más desconocido tiene los mismos derechos que un hermano ó que un hijo si lo tuviera.

«Esta última invasión duró tres cuartos de hora. Los in­vasores, después de haber registrado el establecimiento, se retiraron por la puerta principal, deteniéndose en ella algunos instantes. Uno de ellos había pedido dinero a la maestra de novicias; y habiéndolo oído el que hacía de jefe del grupo, le amenazó con la muerte si volvía a hacerlo otra vez. Dos Hermanas se vieron obligadas a acompañar a algunos de aquellos hombres armados que se empeñaron en llevarlas a la taberna, Siguiéronlos hasta la mitad de la calle de San Lá­zaro, y allí, mediante algunas monedas, pudieron librarse de ellos. Al regresar a la Casa, hallaron protección en los salteadores que se habían quedado como de guardia en la puerta, y que al verlas se separaron respetuosamente para franquearles el paso, y entraron sin recibir de ellos insulto alguno.

En todas estas visitas no ocurrió cosa alguna indecente; la lengua de los bandidos parece que estaba encadenada. Cuando los veinte bandidos de que acabamos de hablar sa­lieron de la Casa, quiso entrar el populacho; pero aquéllos se lo impidieron eficazmente é hicieron cerrar las puertas detrás de ellos. El que hacía de jefe se plantó en el dintel diciendo: «Muchachos, ya os avisaré cuando sea tiempo.» Al mismo tiempo defendió la entrada, y amenazó con quitar la vida con su propia mano al primero que violase la con­signa.

Por especial favor del cielo, la Comunidad de las Hijas de la Caridad, fue preservada del saqueo y de todo insulto; pero en el espacio de dos días y dos noches que duró esta insurrección, las Hermanas fueron atormentadas por el temor y por una gran inquietud y zozobra. Habiéndose organizado durante la noche del día 13 de Julio la guardia na­cional, las Hijas de la Caridad pidieron una guardia para su custodia. El distrito les envió cuarenta hombres de esta milicia apenas organizada, y que se distinguía por la escara­pela verde. Estos hombres causaron con sus palabras más espanto a las Hermanas que los mismos salteadores».

En estas circunstancias, la Superiora general, Sor Du­bois, en la circular que dirigió a todas las Casas de la Con­gregación el día 1º de Enero de 1790, se expresaba de esta manera: «Desde el día 12 del pasado Julio, todos nuestros días han estado llenos de ansiedades y perplejidades conti­nuas, que han alterado nuestra salud. Bendigamos al Señor en todo tiempo, y roguémosle con instancia nos dé días de paz y de tranquilidad si ésta es su santa voluntad.

III.- La hermana Marta Antonieta Deleau, elegida Superiora General de las Hijas de la Caridad

En la Pascua de Pentecostés de 1790 fue elegida Supe­riora general, para suceder a Sor Dubois, la Hermana Ma­ría Antonieta Deleau. Nació en Bray, cerca de Amiens, y habiendo hecho su postulantado en el pequeño hospicio de esta localidad, fue enviada al Seminario de París el año 1745, teniendo la edad de dieciocho ó diecinueve años. a su salida del Seminario fué enviada a la Misericordia de Montpeller, de donde fué sacada para desempeñar el cargo de Superiora en la Casa de San Hipólito, Villa pequeña distante ocho leguas de Montpeller. Este establecimiento era a la vez un hospital militar y Casa de Misericordia. «No cesemos jamás, decía a sus Hermanas, de dar a todo el mundo, y sobre todo a los protestantes de que nos hallamos rodeadas, ejemplo de todas las virtudes evangélicas, y con nuestros continuos ser­vicios procuremos hacerles amables estas virtudes; hagámos­les desear la fe católica, que es el medio más seguro de llegar a la vida bienaventurada por el ejercicio de todo bien.» Des­de San Hipólito pasó a Burdeos, en donde fue puesta al fren­te del establecimiento dicho la Manufactura, y tres años después fue elegida asistenta de la Superiora general de la Congregación. Concluido su trienio, durante el cual se ganó la estimación y confianza de todas las Hermanas de la Casa- Madre, fué como Superiora a la Casa que se hallaba en el arrabal de San Antonio, en París, y no se movió de este puesto tan difícil en el momento de las primeras insurrec­ciones y la toma de la Bastilla. El respeto que por sus vir­tudes y sacrificios para con los pobres se había reconcilia­do preservó de una violenta invasión a su Casa, de la que el 24 de Mayo de 1790 tuvo que salir para suceder a Sor Renata Dubois.

Las circunstancias en que la Hermana Deleau fue puesta al frente de la Comunidad, eran sobremanera críticas; pues en medio de los más grandes trastornos y de la dispersión de su Comunidad , se halló privada de los consejos de sus Superiores, que, para evitar tina muerte violenta, la tor­menta revolucionaria les obligó a salir de su amada patria.

IV.- Legislación de 1790, juramento cismático, persecución

4. Ley sobre la abolición de las Órdenes religiosas.—El año mismo del saqueo de San Lázaro y de la invasión de la casa de las Hijas de la Caridad hecha por las turbas revolucionarias, se pidió a la Asamblea nacional la supre­sión de las Órdenes religiosas (17 de Diciembre de 1789). Poco tiempo después, el 13 de Febrero de 1790, se votó y aprobó el decreto de abolición de los votos monásticos. He aquí sus disposiciones:

«I.—La Asamblea nacional decreta, como artículo cons­titucional, que en adelante no reconocerá la ley los votos monásticos solemnes de ninguna persona de ambos sexos; y en consecuencia declara que todas aquellas Ordenes en las que se hacen votos parecidos quedan y permanecerán suprimidas en Francia, sin que puedan establecerse otras semejantes en el porvenir.

«II—Todos los individuos de ambos sexos existentes en las casas religiosas podrán salir haciendo declaración de­lante del Ayuntamiento del lugar, el cual cuidará de proveerles incesantemente, asignándoles una pensión conve­niente… Igualmente designará las casas en las que podrán reunirse todos los que no quieran servirse de la disposición del presente decreto. Declara además la Asamblea que nada se mudará con respecto a las casas encargadas de la educa­ción y establecimientos de caridad hasta que la Asamblea nacional tome otra decisión.

Asamblea exceptúa expresamente a las reli­giosas del artículo que obliga a los religiosos a reunirse los de muchas casas en una sola.»

Todas estas leyes no se referían a las Hijas de la Caridad, por lo que continuaron ejerciendo su ministerio, lleno de sa­crificios y trabajos.

La Asamblea constituyente dio, el día 12 de Octubre de 1790, un paso más por el camino de la persecución, y desde aquel instante un abismo infranqueable se abrió entre los verdaderos hijos de la Iglesia y los apóstatas. En dicho día se votó la Constitución civil del clero de Francia, la cual separa­ba al clero de la autoridad del Papa y le sujetaba al poder civil. Con efecto; el Gobierno civil se atribuía el derecho de nombrar los Pastores de almas, y de crear y erigir las parro­quias y diócesis. Tales disposiciones eran cismáticas, y, por consiguiente, el aceptarlas era apostasía, y el comunicar con estos sacerdotes apóstatas en las cosas espirituales era ser cómplice y participante de su crimen y pecado.

El 27 de Noviembre siguiente mandó la Asamblea que todos los eclesiásticos encargados de ejercer alguna función pública prestasen juramento a la Constitución civil, bajo pena de ser tratados, si no lo hacían, como perturbadores de la tranquilidad pública, y de ser además privados del salario y de todos los derechos propios de un ciudadano.

El día 4 de Enero de 1791, señalado para hacer el jura­mento, fue día de gran gloria para el clero de Francia, el cual, viendo la firme oposición del mayor número de sus representantes, deshizo la astucia y despreció todas las amenazas, permaneciendo fiel a la santa Iglesia. El domingo 3 de Abril algunos perversos sacerdotes que habían sacrificado su conciencia a la ambición, o que se habían intimidado por las amenazas de los revolucionarios, fueron puestos por la autoridad civil en las iglesias que pertenecían a los sacer­dotes que permanecían fieles a su deber, los cuales desde este día no pudieron celebrar los santos misterios sino en las capillas y oratorios privados.

Las Hijas de la Caridad y las otras comunidades aún no suprimidas se apresuraron a poner sus capillas a disposición de estos sacerdotes constantes y firmes en cumplir su obli­gación y deber.

5. Conducta de los fieles católicos con ocasión del jura­mento.—Los sacerdotes, rehusando prestar el juramento, cumplieron con uno de sus más principales deberes. Los fieles, a quienes todavía no se les obligaba a prestar jura­mento, tenían también que cumplir una grave obligación, que era unirse fielmente a sus legítimos Pastores, no tomar parte en las funciones religiosas celebradas por los sacerdo­tes que habían hecho el juramento cismático, y no recibir los Sacramentos de sus manos indignas.

Las Hijas de la Caridad se vieron más de una vez en la alternativa, o de asistir a la Misa de estos sacerdotes jura­mentados, como se les llamaba, y llevar consigo las niñas que instruían, o de ser arrojadas de los hospitales y escuelas; pero sabían muy bien su deber, y salvo algunas raras ex­cepciones, que pueden atribuirse a engaño y algunas veces también a la debilidad propia de la avanzada edad, se por­taron con heroísmo y prefirieron la expulsión.

De este modo se explican varios sucesos de la historia de diversas casas de Hermanas, los cuales tuvieron lugar du­rante esta época tan confusa y revuelta. En uno de sus es­tablecimientos, por ejemplo, fueron expulsadas «porque no querían llevar las niñas a Misa». ¿Quién podrá jamás acusar y culpar a las Hijas de la Caridad de resistencia tan inve­rosímil? Fácilmente se explica todo esto sabiendo que se les quería obligar a ir, llevando también las niñas, a la Misa de un sacerdote juramentado y cismático.

En otra parte consintieron en ser echadas del hospital antes que aceptar la obligación que se les imponía de no poder salir sin que les acompañase un empleado de la casa. Se explica esta resistencia teniendo en cuenta la necesidad en que, sin duda, se hallaban de tener que recibir en secreto los Sacramentos administrados por un sacerdote fiel, al cual ni querían ni podían hacer traición manifestando el lugar de su morada. Día había de venir, por desgracia , en que se les obligaría, no sólo a comunicar con los sacerdotes jura­mentados, sino también a que ellas mismas prestasen dicho juramento, condenado por la conciencia y reprobado por la Iglesia; pero las veremos preferir antes subir al cadalso que ceder en lo que no podían ni debían.

6. Primeras persecuciones contra las Hijas de la Cari­dad. Motín del 9 de Abril de 1791.—Se permitía a los sacer­dotes juramentados decir Misa en los oratorios y capillas privadas, donde acudían con exactitud los fieles para prac­ticar los ejercicios religiosos; llenábamos por completo estas capillas, al paso que las iglesias constitucionales estaban de­siertas o sólo eran frecuentadas por la hez del pueblo: Tal contraste lo sintieron vivamente los revolucionarios, y sobre todo el clero del culto oficial, pues se decía que los sacer­dotes que tanta gente atraían junto a sí debían tener razón y ser los verdaderos y legítimos Pastores. Esto fue causa de discusiones, disputas y aun de desórdenes a las puertas de las casas en donde se reunían los fieles (Historia de la Igle­sia de Francia durante la Revolución, lib. XII.)

La reunión de los católicos no era contraria a la ley, y las autoridades del departamento y del municipio conside­raban estas disputas como simple cuestión de libertad reli­giosa, y no como infracción de los decretos de la Asamblea nacional. Mas el partido avanzado de la Revolución y los sacerdotes intrusos no podían ser testigos indiferentes é im­parciales de las simpatías de la población para con los ecle­siásticos que no habían querido hacer el juramento, por lo que, queriendo hacerles guerra y oposición, se proclamaron y anunciaron doctrinas y proposiciones subversivas en el palacio real, en las bocacalles y plazas, en donde muchos oradores se pusieron a arengar a los que se acercaban a oírles. La revolución se preparaba a la vista de la autoridad, sin que persona alguna le pusiese obstáculo.

El sábado 9 de Abril, una tropa de mujeres, entre las que se hallaban algunos hombres desalmados, se dirigió a la misma hora, desde los diferentes barrios de la ciudad de Pa­rís, á las casas de las Hijas de la Caridad , a los monasterios y demás casas de comunidades de mujeres; fuerzan y abren las puertas, y dan principio a una multitud de actos tan odiosos que no se cometen ni ejecutan ni aun entre los pue­blos bárbaros, pues muchas vírgenes consagradas a Dios sin distinción de edad, y muchas señoras respetables que vo­luntariamente se habían apartado del mundo, fueron des­pojadas de sus vestidos, golpeadas con varas, perseguidas por todos los rincones de las casas y jardines, heridas y mal­tratadas en el cuerpo y colmadas de injurias más crueles que la misma muerte.

Las Hijas de la Caridad sufrieron estos crueles tratamien­tos de aquellos mismos hombres y mujeres a quienes mu­chas veces habían socorrido en sus necesidades y enjugado sus lágrimas.

A la primera noticia de estos escandalosos excesos, la Guardia Nacional tomó las armas y acudió a prestar auxi­lio; mas por falta de órdenes se estuvo con las armas en las manos, viéndose reducidos los guardias nacionales a repre­sentar el papel de meros espectadores. Finalmente, después de muchas horas, agotada y saciada ya la furia y rabia de los verdugos y bandidos, desfilaron por entre las filas de los soldados, sin ser de manera alguna perturbados en su mar- ha triunfal. (El Amigo del Rey, núm. 33o. —Historia parlamentaria, t. V, pág. 27)

7. Las Hermanas de la casa de Santa Margarita, París. —La impunidad del crimen da más atrevimiento y osadía a los malvados, por lo que todo lo que se había he­cho en el interior de los conventos se practicó después en la calle. Tres Hermanas de la Caridad cogidas en la parro­quia de Santa Margarita, en la que se hallaba gran número de pobres, murieron a consecuencia de los indignos trata­mientos que les hicieron sufrir en medio de las calles. (His­toria del clero durante la Revolución, por M. R., t. I, pá­gina 335.—Barruel, Historia del clero, t. I, pág. t o t.)

8. Protestas estériles. —Este acto odioso revolvió a todo París, sin que hubiese partido alguno formal que no rechazase la responsabilidad de tal atentado. El sacerdote Royon no temió acusar al obispo Gobel; mas no se hizo caso, ni tuvo eco su acusación. Sin embargo, el pueblo tuvo instigadores y directores, aunque no se conocieron, pues hubo un plan concertado, una hora designada y estuvieron preparados los instrumentos del suplicio. Al Ayuntamiento pertenecía el aplicar el rigor de la ley; pero no hizo cosa alguna porque debía ser cómplice en tales desórdenes, como lo prueba la inacción y ausencia de los oficiales municipales. La Asamblea nacional nada dijo del caso y puso silencio al Sr. Maury, que en la sesión del 18 de Abril de 1791 quiso leer una carta de la Superiora de la Hijas de la Caridad, en la cual se lamentaba de tan execrables excesos y pedía la protección de la ley. (Monitor del 19 de Abril de 1791 —Bo­letín de la sesión del 18.—Jager, Historia ibid.)

Cuando la noticia de estos vergonzosos desórdenes llegó a oído de Luis XVI, sintió gran dolor y pesar; y no pudien­do hacer nada por sí mismo, hizo que su ministro del Inte­rior, Sr. Delessart, escribiese al Directorio de París la si­guiente carta: «El Rey, señores, no ha podido saber sin gran pena los malos tratamientos hechos a personas a las cuales el sexo y estado debían servir de defensa. Las cos­tumbres y las leyes son igualmente relajadas y despreciadas por tales excesos y desórdenes; y si esta licencia culpable no se reprime; si a cada acontecimiento, a cada circunstancia, si en la capital, a la vista del Rey y de la Asamblea nacio­nal, se vuelven a repetir semejantes excesos, no habrá efecti­vamente ni libertad ni seguridad, y no se establecerá jamás la Constitución. En nombre, pues, de la misma Constitución, en nombre del orden y por el honor del Gobierno, os encar­ga el Rey que empleéis los medios más oportunos y seguros para perseguir y castigar a los autores de estos delitos».

En atención a esta carta se debían haber impuesto cas­tigos severos a los profanadores de los conventos; pero en realidad de verdad no se hizo nada. El Directorio, aparen­tando conformarse con los deseos del Rey, el día siguiente, 10 de Abril, publicó un edicto en el que, reprobando los ex­cesos de la víspera, prohibía las reuniones delante de las igle­sias y casas religiosas, condenaba toda clase de violencia contra las personas, ordenaba a la fuerza pública el acome­ter a la menor infracción, y, finalmente, exhortaba y esti­mulaba al Obispo constitucional a tomar todas las medidas para impedir que los eclesiásticos sin autorización se mez­clasen en alguna función pública eclesiástica.

El día siguiente, ir de Abril, el Directorio, en parte por petición, según se dijo, del obispo Gobel, aprobó y publicó el decreto siguiente: «Considerando que la nación se ha encargado de los gastos del culto, no habrá más edificios dedicados a este objeto que los necesarios; la libertad de los ciudadanos en todas las opiniones religiosas, y en todo lo que no perjudi­que al orden público, será garantizada contra toda especie de atentados, decreto:

……………………………..

5º Cualquier iglesia que pertenezca a la nación en la ciudad de París, se cerrará en el término de veinticuatro horas si no es del número de aquellas que exceptúa expre­samente el artículo siguiente.

6º Se exceptúan las capillas de los hospitales, de las casas de Caridad, presidios, colegios, seminarios y conven­tos de religiosas claustradas.

«7. Estas capillas no deben servir más que al uso par­ticular de la casa, sin que puedan ser abiertas al público; no se ejercerá función alguna eclesiástica sino por aquellos que tuvieren para ello comisión particular del obispo de París, aprobada por el cura de la parroquia, la cual comisión no se concederá sino a petición de los Superiores de esta casa.

…………………………………..

10º. Las iglesias y capillas cerradas serán puestas en venta.

11º. Todo edificio que los particulares destinaren al culto religioso, tendrá una inscripción que lo distinga de las iglesias públicas.

……………………………….

16º. El Directorio ordena expresamente al Ayuntamien­to que emplee todos los medios a fin de reprimir eficaz­mente los efectos culpables de la odiosa intolerancia recien­temente manifestada, y para prevenir que se cometan los mismos delitos contra la completa libertad religiosa reco­cida y garantizada por la Constitución».

Este decreto castiga, no a los autores del atentado come­tido, sino a los fieles católicos, pues en él se manda cerrar las iglesias en que se reunían, y que los sacerdotes no pue­dan ejercer función alguna eclesiástica sin la aprobación del falso e intruso Obispo, es decir, sin que reconozcan su auto­ridad y aprueben, a lo menos indirectamente, la Constitu­ción civil. Lo más deplorable de este decreto era la impuni­dad en que se dejaban los excesos más execrables. Cierto es que se amenazaba a sus autores para lo venidero, pero no se les perseguía ni castigaba por lo pasado, lo que les dio más valor y suscitó imitadores en provincias.

Los malos tratamientos no se limitaron en París a las religiosas, sino que se extendieron también a las personas más honestas: los bandidos, armados con varas, se colocaban cerca de las capillas donde se reunían, o en las calles próximas, y se divertían y jugaban dándoles de palos para arrancarles la promesa de ir a la iglesia constitucional. (Ba­rruel, Historia del clero, tomo I, pág. lot.)

A pesar de todo, no hemos podido hallar el nombre de una sola Hija de la Caridad que fuese a arrodillarse y orar en las iglesias servidas por los sacerdotes juramentados ; su constancia en la sumisión y respeto a la Iglesia católica ejer­ció saludable influencia en gran número de fieles, lo que explica el encarnizamiento y animosidad con que los revo­lucionarios se determinaron a hacerles sufrir toda suerte de injurias. Varias veces los curas intrusos hicieron prender a las Hijas de la Caridad en sus casas o en las calles, hacién­dolas llevar con violencia a la iglesia parroquial, poniendo en ellas sus manos indignas hasta los mismos pobres a quie­nes asistían ; mas todos sus esfuerzos eran inútiles, porque, apenas podían desasirse de las manos de sus opresores, huían prontamente y con celeridad.

La hermana Deleau , Superiora general, con gran valor manifestó a Bailly que este furor era tan absurdo como inútil, y que ellas eran en Francia cuatro mil, conformes todas en los mismos pensamientos; y en esto no juzgaba con precipitación del buen espíritu de sus Hermanas, pues ya veremos cómo los sucesos posteriores justifican su recla­mación al alcalde de París.

9. San Luis en la Isla, y Nuestra Señora de la Buena Nueva, en París.—En algunas parroquias de París, aunque en corto número, como en San Luis en la Isla, los jefes del distrito permitieron a las Hermanas continuar ejercien­do tranquilamente su ministerio para con los desgraciados del barrio, sin hacerles proposición alguna que pudiese alarmar su conciencia. En otras parroquias se limitaron a echarlas de ellas por no querer prestar el juramento a la Constitución. Mas no sucedió así en todas partes. En la pa­rroquia de la Buena Nueva, por ejemplo, la Superiora de la casa del socorro, Sor Joaquina Meyrand, que en 1791 era ya septuagenaria, se vio obligada a quitarse el hábito, religioso, juntamente con sus compañeras, a las cuales ani­maba diciéndoles: «Acordaos que también fue desnudado de sus vestidos nuestro Señor; debemos considerarnos di­chosas porque en medio de tantos trastornos tenemos aún el consuelo de servir a los miembros afligidos de Jesucristo». No gozarían largo tiempo de esta libertad; la Junta revolu­cionaria les causaría nuevas persecuciones por su firme constancia en no querer hacer el juramento.

Una tarde en que se creían seguras y tranquilas, se las vino a buscar para que se presentasen a la Junta, reunida en la iglesia parroquial; habiendo entrado en ella, tuvieron el valor de arrodillarse en el lugar donde se hallaba colocado el altar de la santísima Virgen; pero la escolta les obligó a proseguir. El presidente les propuso que eligiesen inmediatamente, ó el juramento, ó el cadalso.—Pondremos nuestras cabezas deba­jo del cuchillo,—respondió la hermana Meyrand;—ni yo ni mis compañeras prestaremos semejante juramento.—Mani­festadnos al momento,—replicó el presidente,– quiénes son los sacerdotes que así os han fanatizado y engañado.—Nues­tra resolución ,— respondió la hermana,—viene de Dios, de la Religión, de nuestra conciencia, y os aseguro que, con los auxilios del cielo, no nos mudarán ni atemorizarán vuestras amenazas. Al oír estas palabras, todos los miembros del Con­sejo, llenos de furor, cogen las sillas y las arrojan a la cabeza de las Hermanas; gracias a Dios ninguna fue herida. y se salvaron con mucha prontitud en su casa. Muy poco tiempo hacía que habían cerrado la puerta, cuando llegaron los bandidos que venían tras ellas; hicieron todo lo posible para hacer pedazos la puerta, y quisieron también prender fuego; mas no pudiendo conseguirlo, declararon que harían morir de hambre a las Hermanas si persistían en no querer abrir. Afortunadamente tenían buenos vecinos que les ayudaron a huir, y dieron paso por sus casas. La hermana Meyrand murió a la edad de ochenta años el 29 de Mayo de 1802, estando entonces en la parroquia de San Nicolás de los Campos.

10. Persecución en provincias.— Burdeos. — Casoul. ­En las provincias fue mayor la persecución que en París; pues en muchas villas llegó la ferocidad hasta cortar las ore­jas a los sacerdotes y mujeres que sorprendían en las reunio­nes católicas; las Hijas de la Caridad fueron paseadas mon­tadas en asnos, con vestidos impropios, y rótulos y letreros humillantes é indignos; en lugar de varas usaron algunas veces nervios de buey para maltratar a los católicos, y se formaron asociaciones que, dándose a sí mismas el nombre de poder ejecutivo, se ofrecían a todos estos juegos y malos tratamientos. (Barruel, Historia del clero, tomo I, pág. 102. —Historia del clero, por M. R., tomo I, pág. 320.)

En Burdeos el populacho se apoderó de dos Hermanas que rehusaban ir a la Misa de un sacerdote constitucional; a empellones fueron arrojadas al río, de donde las sacaron medio muertas. El oficial municipal se dirigió a la casa de una de estas Hermanas para tomarle declaración, y recibió una respuesta digna de contarse entre los hechos gloriosos del Cristianismo : Señor, —respondió esta heroica y santa Hija de la Caridad,—yo no seré jamás delatora de la gente a que he consagrado mi existencia y mis cuidados; no de­jaré jamás, ni aun en estas circunstancias, de ser Hija de la Caridad, así como soy mártir de ella. (Memorias de Ferie­rres, lib. IX.)

En Casoul, diócesis de Bezier, un guardia nacional, fu­rioso revolucionario, se apoderó de una Hija de la Caridad, de edad de veintidós años, para hacerle sufrir, según decía, el castigo que su fanatismo merecía; le amenaza con el sable que tenía en la mano, y la Hermana le responde con mu­cha serenidad y calma: Dignaos, señor, concederme algu­nos momentos para encomendar mi alma a Dios. Al instante se hincó de rodillas, y después de haber orado algunos minutos se vuelve hacia su verdugo, y con la misma paz y tranquilidad le dice: Ya estoy preparada, ya podéis des­cargar el golpe; pido a Dios nuestro Señor os perdone, como yo de corazón os perdono. Al oír estas palabras, el guardia nacional quedó desarmado; levanta a la Hermana y le manifiesta su gran admiración. (Memorias de Auribeau, tomo II, pág. 229.)

He aquí algunos otros pormenores cuya memoria se con­serva en nuestros archivos.

11.- Versalles. —Las Hijas de la Caridad fueron en Versalles, después de los sacerdotes de la Misión, el objeto más directo de la rabia y furia de los curas intrusos. Dirígese el populacho a su casa, y trata de abrir la puerta para maltra­tarlas y castigarlas porque habían rehusado ir a la Misa de un cura constitucional; la resistencia que hizo la puerta a los agresores dio tiempo para que acudiese la guardia nacional; pero no obstante las representaciones de los militares, se les obligó a salir de su casa, y dándolas golpes con corde­les y varas las llevaron a la iglesia parroquial, donde violen­tamente tuvieron que oír la Misa de un intruso. Algunos días después se las echó de su morada, de la que se hizo un cuartel.

12. Lyon.—Sor Olivier, Superiora de la Obra de los Ca­balleros, en Lyon, atrajo sobre sí el furor de los revolucio­narios por rehusar prestar el juramento; no se puede ima­ginar cuánto le hicieron padecer; llevada ignominiosamente a la cárcel, se vio reducida a dormir sobre paja, y apenas se le daba el pan necesario para sustentarse. Ocho días estuvo en este estado, hasta que una de sus compañeras consiguió con muchas instancias el poder aliviar y dulcificar algún tanto su situación. Sor Olivier, durante esta prueba, ben­decía al Señor porque le hacía participar de su cáliz de amar­gura, y únicamente deseaba la libertad para consagrarse sin reserva al consuelo y alivio de los desgraciados; y, efectiva­mente, luego que salió de la prisión se entregó con nuevo celo al cumplimiento de los caritativos ejercicios de su vocación.

13. Rennes.—Sor Juana Montagnier, muy eminente en virtud, había estado ocupada casi toda su vida en suminis­trar sus cuidados y servicios a los presos de la ciudad de Rennes, no teniendo para nada en cuenta sus fatigas y pe­nas con tal que pudiese de algún modo aliviar el infortunio. Por medio de trabajosas diligencias y por su industriosa ca­ridad consiguió satisfacer deudas considerables, y librar de los grillos y prisiones a muchos hombres que, las más ve­ces, no tenían otro crimen que el ser pobres. Oía con pacien­cia las querellas de los acusados, se encargaba de presentar ella misma sus demandas y de hacer valer sus derechos delan­te de los magistrados, que la escuchaban gustosos por respeto a su virtud, y así solía decir el presidente de la ciudad. «Es imposible negar cosa alguna a esta buena Madre de los po­bres; su palabra tiene más poder é influencia en nuestras deliberaciones que la voz de un miembro del Parlamento.» Nada le era imposible cuando se trataba de consolar a los desgraciados; les procuraba toda clase de auxilios espiritua­les, y después de haber pasado cuarenta y un años en los ejercicios de caridad, parecía cosa natural que hubiera ha­llado gracia para con el Ayuntamiento, y que se le dejaría continuar su obra; pero nada se tuvo en cuenta, y fue lle­vada delante del Municipio para que prestase el juramento. La generosa Hija de la Caridad opuso invencible resistencia a todas las solicitaciones, no dejándose atemorizar por las amenazas. Fue condenada entonces a violenta prisión esta virtuosa Hermana, que por su solicitud con los pobres en­carcelados se asociaba todos los días y por espacio de tantos años a su cautividad. Su mayor padecimiento fue el no po­der suministrar más a los presos los alivios y consuelos que antes les prodigaba su ingeniosa caridad. Duró un año en­tero su prisión, la cual soportó sin quejarse jamás; juzgábase dichosa en padecer por la fe, hacía oraciones y ofrecía sus penas por la conversión de los que la perseguían. Su celo no estuvo ocioso durante su detención; encerrada con otras víctimas, les animaba y daba valor, enseñábales el modo de santificar las pruebas, exponiéndose muchas veces a que se agravase su situación y a excitar el furor de sus enemigos por los auxilios espirituales que procuraba a los condenados a muerte. Algunos sentimientos de humanidad conservados en el corazón de algunos revolucionarios que parecían los más exaltados, fueron la causa de su libertad, la cual sola­mente deseaba para continuar siendo útil a los desgraciados, como efectivamente lo fue hasta la edad de setenta y siete años, en que murió en Rennes, el 11 de Septiembre de 1806.

14. San Martín (isla de Re). — Transcribimos a conti­nuación la relación que tenemos a la vista, y que verosímil­mente ha sido tornada de los libros mismos de una de las Hermanas que sufrieron la persecución:

«En el año 1789 , las Hijas de la Caridad de la isla de Re se vieron obligadas a dejar el hábito religioso , y por espacio de tres años estuvieron privadas, por decirlo así, del ejercicio de su misión, pues se les impidió el hablar de religión y desempeñar las clases, obligándolas a despedir las niñas. Se les dieron sacerdotes de los que habían hecho el juramento cismático para que les dijesen Misa y las confesasen, pero no quisieron servirse de su ministerio. Poco a poco se llegó hasta exigirles que prestasen el juramento. Era a la sazón Superiora una Hermana de edad muy avanzada, que tenía poco valor y atrevimiento; fue mandada allí Sor Beaudet, que le sustituyó después de algún tiempo, y respondió con firmeza a los que le exigían el juramento diciéndoles que jamás lo haría. Su compañera, Sor Tabary, que no tenía más que veintinueve años, respondió del mismo modo. En­tonces los administradores, que a pesar de todo querían conservar las Hermanas, les propusieron que solamente deja­sen creer al pueblo que habían prestado el juramento; mas respondieron que si decían semejante cosa sería tal la opo­sición que harían, que irían a la plaza pública a desmentir cuanto hubieren dicho.

«Al ver los administradores que nada absolutamente po­dían conseguir de las Hermanas, se les obligó a hacer los preparativos para la partida y salida de la casa o más bien a partir al momento, sin darles tiempo para subir al dormi­torio; fueron conducidas a la casa del alcalde de la villa, el cual las trató humanamente, dándoles de comer, pues nada habían recibido de su asignación. Todas las personas del hospital derramaron muchas lágrimas al verlas partir, cre­yendo que sería alevosamente asesinadas en llegando a la Ro­chela. Los administradores del hospicio, que tan severamen­te se portaron, encargaron en secreto que las Hermanas fuesen tratadas con atención y consideración.

«Embarcándolas en el puerto de San Martín de la isla de Re, llegaron a la Rochela, en donde las aguardaban para lle­varlas a la prisión; pasaron la noche en un corredor donde oyeron muchas cosas que les causaban gran pena, y no se les dio alimento alguno. Sor Tabary se atrevió al fin a de­cir que había obligación de dar de comer a los presos, y no fue mal recibida su advertencia, pues fueron conducidas al convento de las Señoras Blancas, en donde tuvieron por ca­labozo un cuarto de estas buenas religiosas. Allí recibieron algunos socorros de las Hermanas de la Sabiduría, que aún no habían salido del hospital militar; poco tiempo continuaron en él, pues estas buenas doncellas tuvieron la misma suerte que las otras religiosas.

» Después de una corta estancia en esta casa, las Herma­nas fueron conducidas a Brouage (fuerte pequeño). En esta especie de prisión todos se hallaban juntos en una misma sala, o, mejor dicho, en un gran desván en donde todo absolutamente faltaba. Sor Guillerma y Sor Tabary se retira­ron a un rincón de esta habitación triste y miserable para poder estar un poco solas. En medio de dicha habitación se hallaba una cocina, en la que todos los que necesitaban al­guna cosa se la podían preparar pagando los gastos con su propio caudal. La compañera de Sor Tabary tenía tan gran calentura que apenas podía tenerse en pie, y sin los cuida­dos de Sor Tabary hubiera entonces muerto.

» Imposible es referir cuanto padecieron durante su pri­sión, que duró diecisiete ó diecinueve meses ; todos los días debía acudir a la misma hora a la lista, para recibir una cor­ta ración de pan tan malo que apenas se podía comer. La divina Providencia, que nunca falta, vino en su ayuda; una de las Hermanas sabía muy bien cuidar a los enfermos, em­pezó a prestarles su servicio, y algunos de los presos, que tenían bienes de fortuna, la daban en reconocimiento lo ne­cesario para su sustento y el de su compañera.

» Oían continuamente los gritos de muerte, y cada cual previa su próximo fin; mas la muerte de Robespierre puso término a tal situación, y vino un correo a dar la noticia y la orden de abrir la prisión y dar libertad a los presos. Sa­lieron las Hermanas de esta mansión de padecimientos sin dinero ni fuerzas, debilitadas y extenuadas por las privacio­nes que habían sufrido. Destituidas de todo recurso, se vie­ron en la precisión de mendigar el pan en las casas próxi­mas a Brouage; fueron socorridas caritativamente, pero era tal su hambre que no podían saciarse.

«Hallándose en tal estado las dos Hermanas de la isla de Re, pensaron y determinaron volver a la Rochela para pedir asilo a sus bienhechores, los Sres. de Saint Sournain y de Mesnard, que tanto bien les habían hecho desde que fueron puestos en prisión. Aun no habían recobrado la li­bertad; mas como nada les faltaba y tenían abundancia de víveres, obligaron a las Hermanas a aceptar diariamente la mitad del alimento que para sí recibían; y así se convino que todos los días, a hora determinada y al sonido de una campana, recibirían, de manos de los domésticos de estos señores la comida de uno de los dos, y que ellos tendrían suficiente con la otra comida. Jamás las Hermanas podían olvidar la generosidad y benevolencia que para con ellas tu­vieron dichos señores, los cuales además querían que no se separasen de ellos, prometiéndoles favorecerles siempre y cuando necesitasen su auxilio y protección.

» La hermana Tabary estuvo algún tiempo en casa de estos señores, siendo tratada con todos los miramientos de­bidos a su posición. Sor Guillerma se fue con su familia, que vivía en Rennes, y estuvo con ella hasta que pudo en­trar en la Congregación. La hermana Tabary, algún tiem­po después, se dirigió a París para ver si la Comunidad se restablecería prontamente; pero todavía no era llegado el momento, y se vio en esta gran ciudad sin saber qué resolu­ción tomar. Dios la inspiró el pensamiento de ir- a ver a la señora de Mesnard, hija del Sr. Saint-Sournain, la cual le había prometido ayudarla en todas ocasiones; recibióla muy bien, y pocos días después partió Sor Tabary para unirse con su familia , que residía cerca de Arras. Tuvo el gran consuelo de volver a ver a su buena madre, con la cual estu­vo diez años ; y al punto que la Congregación de las Hijas de la Caridad se reorganizó, se desprendió por segunda vez de la ternura maternal y tornó a su amada Comunidad.

Fue de nuevo enviada Sor Tabary a la isla de Re, don­de se hallaba ya Sor Guillerma, que igualmente había sido mandada al mismo puesto. Allí encontraron a la anciana Superiora, que no había sido inquietada ni perturbada, y de la que habían cuidado dos de los domésticos. Sor Tabary fue nombrada entonces Superiora.»

15. Nancy.—Al otro extremo de Francia, en Nancy, el Ayuntamiento quiso obligar a las hermanas a que hiciesen el juramento cismático; mas persuadidos que si las hacían venir todas juntas no lo podrían conseguir , determinaron los municipales hacerles comparecer en particular, esperan­do de este modo intimidarlas más fácilmente. Decidieron, pues, hacer venir primero a la hermana Cecilia Choquart, porque creían que, por causa de su bondad y sencillez, con­sentiría con facilidad en lo que pretendían. Efectivamente, supieron las hermanas que los administradores habían dicho entre sí : «Las demás hermanas serán inalterables é in­quebrantables; no hay que esperar conseguir nada de ellas, pues antes expondrán su propia vida, y aun con alegría, que consentir hacer el juramento ; pero Sor Cecilia es tan buena que hará cuanto quisiéremos, y por su medio podre­mos ganar a las otras.» En el día determinado fue, Sor Ce­cilia buscada por los agentes de la autoridad y conducida con buena escolta al lugar de las sesiones: tuvo que pasar por medio de las gentes que por curiosidad habían acudido, ad­miradas de tal espectáculo. Durante este tiempo las otras hermanas estaban en su casa rogando a Dios por su pobre compañera y por sí mismas, creyendo que pronto se verían en el mismo estado.

Habiendo llegado Sor Cecilia delante de los municipa­les comenzó por saludarles, diciéndoles al instante, sin al­terarse: «Qué se os ofrece y queréis que haga, ciudadanos?» Se le respondió con política y respeto que la ley obli­gaba a las hermanas a prestar el juramento, y que se la llamaba para que cumpliese la ley. «Mucho tiempo hace, —respondió,—que hice un juramento; en el bautismo pro­metí y me obligué a ser fiel a Dios, y con mucha frecuencia renuevo estas promesas. Otro segundo juramento hice cuan­do me entregué a Dios por los votos propios de mi estado, y este juramento igualmente lo renuevo todos los días; no puedo de ningún modo hacer otro juramento.» Y poniendo la mano en el cuello, añadió: «Aquí tenéis mi cabeza si la queréis, pues preparada y dispuesta estoy a morir».

Esta respuesta, a la vez tan firme como inesperada, des­concertó a los municipales, los cuales, sin embargo, no des­esperaron de triunfar de su constancia; le expusieron las ra­zones más persuasivas; mas la hermana, por su parte, daba siempre la misma respuesta. En fin, viendo que eran inútiles todos los esfuerzos, le permitieron volver a su Casa. Ha­biendo regresado a ella, refirió Sor Cecilia a sus compañeras todo lo que le había pasado y añadió: «Por más que seamos probadas, amadas hermanas, tengamos presente que el Se­ñor es bueno; debemos poner toda nuestra confianza en sus promesas si le rogarnos con todo nuestro fervor y devoción, porque, en efecto, yo soy la debilidad misma; de manera que, pensando en ella, creían que fácilmente cedería y sucum­biría; con todo eso, apenas estuve delante del Ayuntamien­to me hallé con tanta fortaleza como los mártires». Desde este tiempo los municipales dejaron a las hermanas libres en el ejercicio y cumplimiento de las obras propias de su estado. Sor Cecilia murió en Nancy a la edad de ochenta y nueve años.

Estas relaciones dan a comprender la verdad de las si­guientes palabras escritas a raíz de la Revolución: «La con­ducta de las hijas de San Vicente de Paúl durante la Revo­lución ha honrado mucho a la Iglesia de Jesucristo. Nada hay más encantador y admirable que aquella sencillez de costumbres, humildad evangélica y generosidad de senti­mientos que en su mayor parte demostraron luego que fue­ron obligadas a comparecer delante de las juntas o tribuna­les revolucionarios para dar cuenta de sus creencias religio­sas. Algunos procesos verbales de los interrogatorios causan gran admiración por la claridad de respuestas, tranquilidad de espíritu, paz y rectitud de conciencia que dichas respues­tas suponen, y manifiestan además gran fortaleza y grandeza de alma en presencia de todos los terrores y amenazas de los hombres». (Oración fúnebre de la hermana Deleau, pronunciada en la Iglesia metropolitana de Lyon el día 1º de Junio de 1801).

V.- Persecución en el mediodía de Francia

16. Agde, Basas.—Los pormenores que ya hemos re­ferido acerca de las casas de Rennes y Nancy se encuentran, como la mayor parte de los que a continuación ponemos, en la preciosa colección titulada: Conferencias y Advertencias ó Noticias para uso de las Hijas de la Caridad. (Tres volú­menes en 4.° París, 1845.)

En Agde, en la Casa de Misericordia, se conserva la memoria de Sor Francisca, que fue conducida a la cárcel dándole bastonazos. Habiendo sido puesta en libertad tres -días después, volvió a la casa, y merced a los cuidados de algunas personas caritativas que le daban lo necesario para subsistir, pudo vivir durante todo el tiempo que duró la tor­menta revolucionaria, y en atención a su persona se con­servó la casa a la Comunidad.

En Bazas, la expulsión de las hermanas tuvo lugar el 21 de Octubre de 1793. La deliberación del Consejo establecido permanentemente en el hospicio, resolvió entonces la secu­larización de los hospicios. He aquí el texto de esta deter­minación:

«El Consejo…, considerando que, por más que las Her­manas de la Caridad han dirigido y gobernado con acierto, diligencia y esmero a los enfermos del hospital, interesa, no obstante, mucho a la República que se confíe la adminis­tración interior de un establecimiento público tan importante a ciudadanas que profesen un civismo puro, y que con las virtudes republicanas junten las cualidades necesarias para cumplir la obligación de aliviar y consolar a la afligida humanidad, decreta y determina: que, en atención a lo pe­dido por el procurador de la Commune, las susodichas her­manas que se hallan aún en el hospital de la ciudad sean despedidas sin dilación».

Fueron, pues, sustituidas las hermanas por las ciuda­danas Therie, su hija primogénita y su hija segunda, etcé­tera, las cuales profesaban probablemente un civismo puro; pero fué tal su conducta, que el hospital vino prontamente a su fin y ruina. Con efecto: el procurador de la Comisión declaró en el proceso verbal del 10 de Vindemario del año 4.° republicano, que todos los recursos del hospital se habían acabado y que se estaba en vísperas de faltar aun las cosas más necesarias, como era el pan, sin el cual, añadía, no se puede pasar.

Durante todo este tiempo, las Hijas de la Caridad fueron objeto de toda clase de persecuciones, del mismo modo que las Ursulinas, que habitaban en Bazas hacía mucho tiempo. Puestas en prisión, fueron sacadas de ella con la condición de prestar a la República el juramento cívico, muy distinto del juramento civil del clero. Fueron protegidas por los fer­vorosos católicos el Sr. Bonfils, que les dió acogida en una de sus casas de la calle de Bragoux, y los Sres. Duport y Raymosd, que las recibieron en uno de sus establecimien­tos de la calle del Hospital. Dos hermanas se unieron con otras religiosas y un sacerdote, y se ocuparon en procurar socorros y consuelos a los pobres enfermos, como lo hacían otras personas laicas. Una de ellas murió durante la época del Terror.

17. Auch, BéTiers, Lavaur.—Previendo en algunas oca­siones las hermanas que las iban a encarcelar, se dispersa­ron, trabajando para ser útiles de la mejor manera posible a la causa de la Religión y de los pobres, y esto es lo que sucedió en el hospital general de Auch.

Una mujer que sirvió en la casa, la cual murió el año 1892 a la edad de ciento cuatro años, ha referido varias ve­ces que las hermanas de dicha ciudad tuvieron que sufrir mucho durante la Revolución, pero que estuvieron muy poco tiempo fuera de ella. Con efecto: luego que se supo los sucesos ocurridos acerca del registro de las deliberaciones del hospital, al instante se pidió de nuevo a las hermanas; de modo que sólo estuvieron ausentes un año próximamen­te; mas para poder entrar otra vez en el hospital fue nece­sario quitarse el hábito de Hijas de la Caridad. Sor De­chaux, que era entonces Superiora de Auch, y una de sus compañeras, se habían refugiado en los contornos de Mar­ciah, junto a una familia llamada Basciet. Estas buenas hermanas enseñaron a leer a un niño, que llegó después a ser arcipreste de Auch, el cual varias veces solía decir que debía el ser sacerdote a las hermanas que ocultaron sus pa­dres durante la Revolución. Murió próximamente diez años después.

Todo el tiempo que estuvieron ausentes las hermanas, parece que hubo cinco ó seis mujeres que servían en la casa, las cuales eran de bastante edad y guardaron el hospicio; una se encargó de la cocina, y las demás de la farmacia, la­vado y planchado, sin que pudiesen hacerles prestar el ju­ramento.

Mientras duró la tormenta revolucionaria estuvo oculto en el hospital un sacerdote llamado Fenasse, quien, a pesar de ejercer el oficio de panadero, se levantaba al amanecer para decir Misa en una de las enfermerías, poniendo por de­trás una cortina que ocultaba el altar y personas que asistían.

En Béziers, las hermanas de la Casa de Misericordia sufrieron mucho de parte de los terroristas y de los sacerdo­tes juramentados, como se refiere en la Memoria de una de ellas; mas a pesar de todo se portaron como verdaderas Hijas de la Caridad. Aunque apenas tenían con qué pasar la vida, no dejaron por eso de continuar visitando a los en­fermos, asistiéndoles cuanto les era posible. (Noticias, t. II, página 984.)

En Lavaur, después de haber deliberado el Consejo de la Commune, el 28 de Octubre de 1792 obligó a las Hijas de la Caridad del hospital a suprimir las costumbres y prácti­cas religiosas; y siguiendo por el camino de persecución, se vieron muy presto obligadas a dejar el ejercicio de su minis­terio en dicho establecimiento, según se refiere en un docu­mento oficial escrito un poco más tarde: «No se les permitía continuar sin que hiciesen un sacrificio que les sería más penoso y doloroso que la muerte misma.» (Carta del admi­nistrador, en 1801.) No se atrevieron los miembros de la Administración a manifestar a las hermanas la decisión to­mada, y así fueron llamadas a una reunión que tenía por objeto ejecutar esta odiosa medida; habiéndose abstenido de acudir a dicha junta las hermanas, el Directorio del distrito tuvo que manifestarles por sí mismo dicha resolución, adu­ciendo como causas de su determinación la falta de civismo y su adhesión al fanatismo de los sacerdotes, es decir, a lo que dictaba su conciencia y a la Religión.

Hízose inmediatamente necesario emplear para el servi­cio del hospital ciudadanas llamadas guardaenfermos, y hubo que aumentar el personal. El cuidado que se ha de tener de los enfermos es siempre trabajoso y pide mucha abnegación, por lo cual bien pronto abandonaron el hospi­tal aquellas enfermeras improvisadas, y los pobres enfermos hubieran muerto sin tener quien les socorriese si no se hu­bieran ofrecido a servirles provisionalmente algunas distin­guidas y caritativas señoras de la ciudad. Algunas hermanas expulsadas de diferentes casas se encargaron prontamente de prestar sus servicios y cuidados a los enfermos, y apenas terminó la Revolución, la Administración del hospicio pidió oficialmente otra vez a las susodichas hermanas. Sor Deleau, Superiora general en aquella sazón, escribió a los administradores diciéndoles que, olvidando los malos trata­mientos que en Lavaur habían recibido sus compañeras al comenzar la Revolución, las enviaba de nuevo al hospicio y al servicio de los pobres. (Manuscrito.)

18. Montpeller, Narbona, Pau, Tolosa.— La persecu­ción se hizo casi del mismo modo indicado en todo el Me­diodía de Francia. El 23 de Noviembre de 183; murió en Montpeller una santa Hija de la Caridad, llamada Antonie­ta Rogier, la cual había servido por espacio de cincuenta y cuatro años a los enfermos de dicha ciudad, siendo conocida en toda ella por los sacrificios hechos durante la Revolución. En esta época se expuso, por suministrar socorros y los au­xilios de los Sacramentos, a perder la vida, y en vista de tanta bondad y sacrificios se rindieron a sus instancias muchos de aquellos mismos que en alta voz habían dicho que jamás cederían ni mudarían de propósitos y resoluciones. (Circu­lar, t. II, pág. 982.)

Las hermanas de la Casa de Misericordia de Narbona fueron también perseguidas, debiéndose al celo y vigilancia de Sor Genoveva Juana que se conservase y permaneciese esta casa. Durante la Revolución tuvo atrevimiento dicha hermana para despreciar los peligros, é hizo oír palabras de verdad y justicia a sus perseguidores. Con el ascendiente y admirable ejemplo de sus virtudes desarmó a sus adversa­rios; y aunque despojada de su hábito religioso, no cesó ja­más de administrar dicha casa de caridad, esparciendo y comunicando por todas partes en su alrededor los consuelos y limosnas inagotables como su bondad. (Noticias, t. II, página 925.)

La villa de Pau presenta un ejemplo de las vicisitudes que en aquella época se debían repetir con bastante frecuencia; se secularizó el hospicio, aunque, según la voz común, las hermanas habían dado completa satisfacción. Inmediata mente después de haberlas despedido, el desorden y la dila­pidación se introdujeron en la casa, de tal modo que no se hallaba otro remedio posible sino que de nuevo volviesen las hermanas, verificándose este drama en plena época re­volucionaria, en los años 1793 y 94. Con efecto: el 7 de Fe­brero de 1793, el Consejo del distrito votó el siguiente artícu­lo: «Las hermanas continuarán sirviendo en el hospital, como en lo pasado, poniéndose de acuerdo inmediatamente con la Junta».

A pesar de esto, queriendo condescender y acomodarse a las ideas de la época, cada día se inventaban nuevos cuen­tos y enredos; de modo que se vieron obligadas las herma­nas a manifestar que si no se las dejaba vivir según sus re­glas, abandonarían la casa. Así habló Sor Roure, Superiora del hospital. Conmovida la Junta, se reunió y dispuso lo siguiente : «El agente nacional queda invitado a respon­der a la ciudadana Roure, diciéndole que el Municipio está satisfecho y reconoce los grandes servicios que ella y sus compañeras han prestado a la afligida humanidad, y que desea permanezcan en el hospital, asegurándoles todos los socorros y comodidades que estén en su poder».

No obstante estas buenas palabras, las hermanas no pu­dieron practicar lo que se les exigía, por lo que dejaron el hospital. Algunos meses, algunas semanas fueron suficien­tes para que todo se desorganizase, y la Administración, a vista de semejante espectáculo, lanzó un verdadero grito de admiración y espanto; y conociendo el mal afortunadamen­te, trató de aplicarle el remedio llamando otra vez a las hermanas. He aquí la deliberación del 4 de Enero de 1793, año tercero de la República:

«El Consejo de Administración, considerando que, según todos los datos comunicados a la Administración, el desor­den reina en el hospital civil, y que no es otra la causa del desorden sino la ausencia de las hermanas Roure, Isabel y Catalina, porque sólo ellas son capaces para dirigirlo, deter­mina que las sobredichas hermanas sean buscadas para dirigir el hospital civil y cumplir como en lo pasado todos los deberes con las otras hospitalarias que se hallan en él; encarga también a los mismos comisarios darles a conocer las presentes disposiciones, y exigirles que vuelvan al hos­pital en el término de veinticuatro horas».

En Tolosa la persecución fue más severa y cruel que en otras partes. La Superiora de la casa de San Esteban, la cual se llamaba Sor Juana Dumon, fue dos veces puesta en prisión por no querer prestar el juramento. Llevó con gran resignación las pruebas y trabajos; y habiendo más tarde uno de sus perseguidores venido a caer en necesidad y po­breza, le socorrió con generosidad, yendo ella misma a bus­car al Prefecto para que le diese algún empleo con que tu­viese lo necesario para pasar la vida.

Más de treinta Hijas de la Caridad residentes en esta ciudad fueron aprisionadas durante la época del Terror, teniendo por prisión la abadía de las antiguas señoras canonesas de Saint-Sernin, situada en la calle de Mirabel, llamada en aquella sazón calle de la Fuerza Armada, y al presente calle de Remusat. Convenida esta abadía en casa de arresto, se le dio con injusticia el nombre de prisión del Senescal.

La lista más completa de las hermanas puestas en prisión es la que se publicó el 24 de Septiembre de 1794 por el comité revolucionario, en la cual se indican, juntamente con los nombres de las hermanas, su edad, la fecha y las más de las veces las causas de su arresto. Estas causas son comúnmente las que a continuación se mencionan: «Arres­tada por no conformarse con la ley del juramento cívico. Por sus relaciones con los aristócratas, los fanáticos y sacerdotes.—Por no haber jamás amado la Revolución llevada del fanatismo.— Por aconsejar a los enfermos que llamen a los sacerdotes.» O bien: «Por causa de fanatismo, sedu­cida por los sacerdotes o por sus superiores». O, en fin: «Por fanatizar a los enfermos, o a las otras hermanas jóvenes, etcetera, etc.»

Las hermanas fueron recobrando sucesivamente la li­bertad; pues habiéndolas pedido los administradores, el Mu­nicipio permitió que tres de ellas volviesen a la casa de Ca­ridad de Santiago, llamada entonces hospicio humanitario, lo que acaeció el 14 de Julio de 1795. (Arch. municipal, De­liber., reg. 4.)

19.- Dax. Muerte de Sor Margarita Rutan.—En Dax las Hijas de la Caridad prestaban sus servicios en el Hospital desde el año 1710, distinguiéndose los años de la Revolución por la sangrienta y gloriosa muerte de Sor Margarita Rutan, Superiora de dicha Casa, la cual falleció en el cadalso el 9 de Abril de 1794. (Véase a Sauviae, Crónicas de la ciudad y diócesis de Acqs, lib. X; J. Lege, Diócesis de Aire y de Dax durante la Revolución, t. II, pág. ir; Semana Religio­sa de Aire y de Dax, Mayo, 1891; Dufource, Historia de los Landes.)

Margarita Rutan nació en Metz en 1736. Su familia, que tenía buena posición en la sociedad, no omitió nada para darle educación esmerada y brillante. Desde su juventud manifestó Margarita, juntamente con una viva inteligencia gran inclinación a los estudios serios, por lo cual su instruc­ción fue más aventajada de lo que suele ser ordinariamente, añadiendo a los conocimientos clásicos nociones bastante completas de dibujo, matemáticas y arquitectura.

Su natural era agradable, y tenía en su conversación y trato mucha afabilidad y amenidad; nada le faltaba de aque­llas cosas que son necesarias para brillar y sobresalir en el mundo. Pero Dios tenía sobre ella sus particulares desig­nios, por lo que la llamó interiormente por medio de su di­vina gracia, a la cual sin oposición ni duda alguna obede­ció, y a la edad de diecinueve años entró en calidad de postulanta en la Casa de las Hijas de la Caridad.

Desde París fue al hospital de Santiago de Tolosa, para aprender allí el modo de practicar la vida de abnegación y sacrificio. Los recuerdos que en dicha Casa dejó. publicados más tarde, la presentan llena de ardor, fervor y actividad, cumpliendo con igual facilidad los más variados minis­terios.

Por mandato de sus superiores pasó de Tolosa a Pau donde reorganizó el hospicio y fundó a su lado una manu­factura de lanas, cuyas rentas debían servir al sustento de los niños abandonados. Pudo Sor Margarita llevar la em­presa a su feliz término y fin, ganándose por su actividad la estima y simpatías de todos, en tanto grado que, cuando die­cinueve años después fue trasladada a otro punto, las lágri­mas y lamentos eran universales por causa de su partida.

Habiendo pasado algunos años en Blagy, se le encargó la dirección del hospicio de Fontainebleau. La reina María Leczinska vino a visitar dicha Casa, y se admiró mucho de las mejoras que el espíritu metódico de Sor Margarita había hecho en ella, dándole por todo muchos elogios y alabanzas. Poco después quiso que la Sra. de Fleury, ata­cada de viruela y cuya salud le inspiraba inquietudes, fuese confiada a los cuidados de esta Superiora, la cual se de­dicó al cuidado de la enferma sin separarse de ella ni de día ni de noche, logrando conseguir su curación y salud.

El resultado de esta curación fue causa de que tuviese en la Corte poderosos protectores; pero ¿qué le importaba eso? No tardó Sor Rutan de dejar a Fontainebleau para ir a Brest, y de aquí a Dax. El Obispo de esta ciudad, Ilmo. Sr. Neuf­ville, obtuvo que fuese enviada allí después de las más fuer­tes instancias. Con la hábil dirección de Sor Rutan prospe­ró sin cesar el nuevo hospicio de Dax , aumentándose con rapidez sus rentas. Los dones y regalos afluían de todas par­tes por el gran crédito y popularidad de la Superiora; popu­laridad efímera que el miedo y la exaltación de las pasiones políticas convirtieron bien pronto en negra ingratitud.

La Revolución sorprendió a Sor Margarita Rutan, que estaba completamente absorta en las funciones que tenía que cumplir, conduciendo con gran prudencia la pequeña comunidad que le estaba confiada, prestando a los enfermos cuidados maternales y mostrando fuera del hospicio una solicitud, que jamás se desalentaba ni desanimaba, por el bien de todos los que padecían en la ciudad.

Esta mujer, cuya inteligencia y corazón eran tan exce­lentes, como hemos dicho, no pudo ver sin gran pena lo que en Francia sucedía; no se forjaba ilusiones acerca de los ex­tremos y excesos a que fatalmente arrastran las pasiones exaltadas. Cuando se votó la Constitución civil del clero se sintió herida en lo que más tiernamente amaba, que era la Religión. La privación de su sede hecha al obispo legítimo, Ilmo. Sr. Neufville, y la intrusión del obispo Saurine; la obligación impuesta a los sacerdotes fieles de hacer dimisión y desterrarse; el haber en su lugar puesto sacerdotes juramentados, todas estas cosas la habían profundamente con­movido, y no pudo ocultar y disimular sus angustias.

El decreto del 2 de Octubre de 1792, por el cual se mandaba cerrar los conventos, obligó a Sor Rutan y a las otras Hijas de la Caridad a dejar el hábito religioso; todas se resig­naron a hacer este sacrificio, y continuaron sirviendo a los enfermos con el título de Señoras de la Caridad.

Hallábase en esta sazón la ciudad de Dax a disposición de hombres viles y malvados; y, por consiguiente, ¿cómo po­dían llevar a bien que una mujer tuviese tanta popularidad y simpatías, las cuales redundaban en bien de la Religión por ellos con tanta furia perseguida? Buscáronse, pues, al­gunos pretextos, como la falta de civismo, según entonces decía, con el fin de denunciar y perseguir a la hermana Rutan.

Cierto soldado del batallón de los voluntarios de los Lan­des cayó enfermo y fue enviado al hospital de Dax. Curado después de algunos días merced a los cuidados que le fue­ron dispensados, creyó deber manifestar su reconocimiento a las que le habían procurado la salud y la vida; y como era músico, reunió a otros compañeros suyos, músicos tam­bién, y dio serenata a sus bienhechoras, las cuales les correspondieron ofreciéndoles refresco por la honra que les hacían. Este hecho fue muy notado y desfigurado, pues en la conducta de Sor Rutan y sus compañeras se pretendió ver una incitación hecha a los soldados para que se aparta­sen de la Revolución, por lo que se dio orden de poner a la Superiora en prisión.

Cosa singular por cierto: aquella hermana que había pa­sado toda su vida haciendo bien, se hallaba entonces en la misma situación que su Salvador y Maestro después de la traición de Judas. Se determinó ante todo darle muerte; pero era necesario hallar algunos motivos aparentes que de algún modo justificasen tan terrible condenación. Se regis­traron sus papeles, se examinó todo lo que le había pertenecido, sometiendo a la más minuciosa revista toda su vida pasada. Cuando compareció delante de la Comisión extra­ordinaria, como se hallaba persuadida de su inocencia se defendió sin temor alguno; y comprendiendo que según la resolución tomada por sus pretendidos jueces no se atende­ría a su justificación y defensa, añadió con dignidad que después de haber empleado más de cuarenta años de su vida en consolar y aliviar a los enfermos, moriría perdonando a los que la perseguían. Algunos minutos después el tribunal dio sentencia de muerte contra la valiente e intrépida hija de San Vicente, ordenando que fuese al instante ejecutada en la plaza de la Libertad.

Terminada la lectura de la sentencia, quiso Sor Rutan tomar la palabra; pero el presidente, Cossanne, la interrum­pió gritando: «¡Redoblen los tambores!» De este modo fue ahogada e impedida la voz de la acusada.

Pocos momentos antes un sacerdote, el Sr. Eutropio de Lannelongue, antiguo cura de Gaube, había sido juzga­do y sentenciado a muerte. Determinaron, pues, ejecutar a la hermana y al sacerdote el uno después del otro, en primer lugar al sacerdote y después a Sor Margarita Rutan. No podemos menos de poner a continuación la conmove­dora relación que hizo de esta horrible tragedia el Sr. Dompierre de Sauviac:

«En conformidad con el decreto publicado por Pinet, procónsul de la Revolución en Dax, se había levantado un cadalso en la plaza Poyanne, enfrente de la calle Nueva. Esta antigua plaza de armas se hallaba a la sazón plantada de olmos y servía de lugar de recreo a la sociedad de la ciu­dad, esto es, a los aristócratas. A pesar de hallarse en ella co­locados los instrumentos de muerte, se paseaba allí todas las tardes, pareciendo sospechoso el no hacerlo. Por más que se aparentase y mostrase gran indiferencia, la vista del su­plicio, pintado de color encarnado, hacía al día triste y aciago; pero sobre todo por la noche, cuando la luna arro­jaba sus pálidos rayos, entrecortados por el ramaje de los olmos, el aspecto era horroroso y terrible.

«Formóse la fúnebre comitiva en el palacio episcopal; los condenados fueron colocados en medio de los gendarmes y soldados de a caballo, yendo detrás de ellos el verdugo. Al mandato del jefe de la escolta empezaron todos a caminar al paso de los golpes de los tambores, siguiéndoles algunos curiosos, y tomando el derrotero por la calle del Obispado, se dirigieron a la calle de Cazade. Al ruido de los golpes fuertes y convulsivos de los tambores, iba aumentando la gente que acudía de las calles vecinas; algunos hombres atravesaron la plaza de la Catedral corriendo para llegar antes que los condenados a la plaza Poyanne. La comitiva se halló estrechada y oprimida por una gran multitud de hombres que llenaba la calle Cazade; en este momento dos jóvenes venían del lado opuesto, y despavoridos a vista de tan súbita invasión se subieron sobre los bancos de piedra de la calle Cazade, y miraban con ojos huraños y aviesos el terrible drama que se iba a ejecutar; quisieron continuar, mas se lo impidieron desde el lado opuesto. En uno de los pisos bajos que daban a la calle se abrió a medias una ven­tana, asomando la cabeza de un niño por la abertura; Sor Rutan le miró sonriéndose. Dicho niño iba con frecuencia a divertirse al hospicio; en aquel instante su madre, cerran­do con violencia la ventana, le dice: «Ponte de rodillas, hijo mío, y ruega por Sor Margarita, a quien van a quitar «la vida hombres malvados y perversos». Seguía por la calle la comitiva con paso rápido, y parecía que se iba al asalto de la guillotina.

«Habiendo llegado enfrente de la Tuerie, se empezaron a divisar los primeros olmos de la plaza Poyanne, cupiertos de hojas nuevas. La lluvia de la mañana había cesado; el cielo estaba cubierto,» y en el aire se percibían los olorosos efluvios de la primavera. Gran multitud de personas miraba con ansiedad hacia el lugar por donde iba la fúnebre comi­tiva; todas las ventanas de las casas que miraban a la plaza estaban cerradas, como si se hallasen desiertas ; silenciosa protesta que desagradó al procónsul Pinet, ordenando que desde aquella misma tarde en adelante estuviesen abiertas las ventanas.

«Al llegar al pie del cadalso, la firmeza de los condenados, que tanto había sido probada hasta aquí, no se desmintió ni flaqueó en presencia de los preparativos del suplicio. La hermana Rutan regaló a dos soldados de los que estaban más cerca al uno el reloj y al otro el pañuelo. Ninguna perturbación se notaba en su vista. Subió primero al pa­tíbulo el sacerdote; la hermana, sin temor ni miedo, estaba mirando los preparativos del suplicio; y como le dijese un soldado que volviese los ojos al tiempo que se iba a cortar la cabeza al sacerdote, respondió: «¿Piensas que yo he de «tener pena al ver morir a un santo?» Cuando le llegó su turno, se quitó por sí misma la ropa de abrigo; y queriéndole ayudar el verdugo, le dijo con dignidad: «Dejadme, porque «jamás me ha tocado mano de hombre». Pocos momen­tos después su sangre enrojecía el cadalso».

VI.- Persecución en el mediodía de Francia

20. El Oeste y el Norte: Aumale, Hennebont, Morlaíx. — Extendíase la persecución desde el centro hasta las más remotas provincias de Francia. Prevalecía el mal, y las re­giones más cristianas del Norte y del Oeste de la nación eran el teatro de odiosas persecuciones.

En Aumale fueron puestas en prisión, por espacio de tres días, las Hijas de la Caridad. Pasada esta prueba emprendie­ron nuevamente sus obras, y las continuaron, durante todo el tiempo del Terror, vestidas de seglar. Estuvieron en con­tinua comunicación con sus superiores, y aún se conservan sus cartas.

En Hennebont, donde las Hijas de la Caridad estaban establecidas desde los tiempos de San Vicente, en la época de la revolución tenían a su cuidado dos casas, el Hótel-Dieu, llamado también hospital de San Luis, y el hospital gene­ral de San Ivo ó de la Caridad, fundados en 1626 y en 1689 respectivamente.

«A mi salida del Seminario en Febrero de 1789, — es­cribía más tarde Sor Maltret, — me enviaron al servicio de los pobres de Hennebont. Dos años después, en 1791, se nos exigió juramento, pero rehusamos prestarle, y por esto qui­sieron hacernos salir del hospital. Contestamos que no po­díamos abandonar a los pobres, y luego enviaron personas que cuidaran de ellos. Hecho esto nos leyeron nuestra sen­tencia y dirigieron la puntería de un cañón, cuya mecha estaba ya encendida, hacia nuestra puerta para obligarnos a salir a viva fuerza.

«Fuimos a refugiarnos en casa de algunas señoras cari­tativas de la ciudad, y nos vimos precisadas a vivir separadas por espacio de casi dos meses. Luego nos dirigimos a Bella- Isla; pero habiendo sido conocidas por los soldados, sólo pu­dimos permanecer allí dos meses. Echáronnos, pues, de la isla como nos habían echado de Hennobont, escoltándonos hasta la embarcación zoo soldados, que iban gritando: ¡Ya se va la maldición de la isla! ¡Ya se va la maldición de la isla!

«Creímos poder pernoctar tranquilamente en Vannes. Sobrevinieron, sin embargo, nuevas alarmas; intranquilas las Hermanas, amenazadas de ser conducidas al siguiente día sobre borricos, expuestas a la irrisión de la ciudad, hubimos de volver a marchar a toda prisa, trasladándonos a Rennes, en donde permanecimos tres meses antes de volver a París. Poco tiempo después me enviaron los superiores a Turín, en compañía de las Hermanas Calasson, Jolie y Lespinasee, a la inauguración de un establecimiento nuevo en esta ciudad. Éramos desconocidas en nuestro traje, llevando sombreros de paja con cintas coloradas a la usanza de la nación. Impo­sible es de contar las vejaciones de toda especie que fue ne­cesario soportar durante nuestro camino, porque nos iba de­clarando nuestra misma modestia. Durante la noche nos guardaban personas de toda confianza, porque estábamos vi­giladas por soldados que espiaban todas nuestras palabras. Se pensó en llevarnos a la cárcel y nos amenazaron azotar­nos en la ciudad.

» El Dios de las bondades veló sobre nosotras. En la fon­da había a la sazón un general que hiciera ejercicios espiri­tuales en San Lázaro, y reconoció a los tres Padres Paules que nos acompañaban, el Sr. Licardi, nuestro director; el Sr. Félix Villandais y el Sr. Lebrún de Mondovi. Este buen general fue nuestro protector. Fue asimismo manantial de protección para las Hermanas el corazón de San Vicente, que llevaban a Turín para sustraerle de las profanaciones de los revolucionarios de París».

Las obras de las Hijas de la Caridad crecieron y prospe­raron rápidamente en Morlaix, en donde fueron arrojadas de su casa en 1791. La botica, el ropero, el almacén de telas y géneros obtenidos por ellas para remedio de los pobres cayó en ajenas manos, llevándolo al hospital de la población, del cual habían sido despedidas las Damas hospitalarias de Santo Tomás de Villanueva. Estos recursos se derrocharon y dilapidaron pronto, cerráronse las fuentes de la caridad y los pobres de la ciudad se vieron abandonados.

Las Hijas de la Caridad estuvieron presas durante este tiempo, y aún se conserva una carta, fechada en la casa-cár­cel llamada de los Carmelitas, en Morlaix, carta sellada por los ciudadanos, nombre entonces de moda, Cortagnier, Perrier , Phily, Jonela y Guffroy en presencia de las mis­mas Hijas de la Caridad. Pedían en ella una parte al me­nos de su ropa ó del pequeño mobiliario de propiedad per­sonal, «viéndose precisadas a dormir sobre el duro suelo, mientras devoraba sus ropas el hormiguero ratonil de aque­lla casa».

Lista de algunas de las Hijas de la Caridad que en el período revolucionario estuvieron presas en Auray y Vannes (1793).

En Vannes:

  1. Margarita Beurau, de Rochefort-sur-Mer, nacida el 10 de Junio de 1728, y a la Comunidad el 1.° de Agosto del 50.
  2. Ana Reaux, de Gourdon de Quercy, del 17 de Ene­ro del 39, y entró en la Congregación el 13 de Noviembre de 1762.
  3. Claudia Maugis, lionesa, vino al mundo el 15 de Di­ciembre de 1739, y a la Congregación el 6 de Julio de 1760.
  4. María Ana Rivoiron, lionesa, del 22 de Octubre de 1745 y del 24 de Mayo de 1767.
  5. María Magdalena Bleriot, de Verguier, en Picardía, el 13 de Marzo del 51 y el 4 de Mayo del 72 respectivamente.
  6. Ana Delmes, de Laucerte de Quercy, en 24 de Octubre de 1749, y a la Religión en 28 de Junio de 1776.

En Auray:

  1. María Magdalena Bourdon, hennebontina, presa el 6 de Noviembre de 1793 a los setenta y cinco años de edad.
  2. Clara Cappa, hennebontina, apresada el 6 de Noviembre de 1793 a los sesenta y nueve de nacimiento.
  3. Adriana Dimarett, de Bella-Isla, aprisionada en 26 de Mayo de 1794.
  4. Escolástica Roudel, de Bella-Isla, apresada el mismo día.

En Calvados de Troarn tuvieron lugar horribles esce­nas de salvajismo. Una Junta administrativa, indignada de tales excesos, nos los da a conocer en un proceso ver­bal. «Hoy 13 de Julio de 1791, a las seis de la tarde, nosotros, administradores del hospital Hótel-Dieu, del ba­rrio de Troarn, nos hemos reunido en junta extraordinaria para deliberar sobre las querellas que nos han elevado las Hermanas de dicho hospital, manifestando que a las diez de esta mañana se ha presentado una sección de guardia nacio­nal, diciendo ser de Honfleur, de Pont-Levéque, de Beno­ron y otros parajes, mandada por el Sr. Aporille. El corregi­dor del pueblo de Troüard penetró arma en mano hasta la cocina del establecimiento. La señora superiora, Sor D’As­signy, fue hecha prisionera en la misma cocina por un solda­do con la ayuda de otro, que la llevó arrastrando por el mismo frente del mercado de dicho lugar, presenciándolo todo el Sr. Aporille, quien, en vez de cohibir semejante furor, ha ma­nifestado complacerse en el ruin enredo de esta escena.

«La hermana D’Assigny llegó al lugar destinado por los furiosos próxima a expirar, obligándola a pasar tres veces por debajo de sus banderas, queriendo que abrazase después al cura constitucional allí presente. No contentos con tales tropelías, ya que el estado de la Hija de la Caridad la impo­sibilitaba moverse de aquel lugar, en donde presenció las es­cenas más odiosas, los mismos guardias nacionales, perdida la vergüenza, la arrastraron por la calle diciéndole que era pre­ciso fuese a oír la misa».

«Creeráse tal vez que a los furiosos, por más que lo fueran tanto, les bastaba lo dicho para desahogar su pasión; mas no fue así, sino que continuaron sus violencias, dirigiéndose a la hermana Michel, encargada de los enfermos de gravedad, obligándola a abandonar sus cariñosos desvelos para que fue­se a oír la misa del cura constitucional. Emocionada la Her­mana, manifestó lo indispensable de la atención a los enfer­mos en el estado de los confiados a su solicitud ; mas lejos de dar oídos a tan justas observaciones, las rechazó la guardia nacional del modo más ultrajante, asiéndola por fuerza y amenazándole sable en mano para, si no se rendía, descargarlo sobre aquel ángel de la caridad. Cedió, trasladándose al lugar donde estaba la hermana D’Assigny, experimen­tando allí la misma desgraciada suerte.

«Continuó la guardia nacional el curso de sus violencias con los sirvientes de la casa, y desoyendo sus súplicas y brindándoles con porrazos forzaron las puertas de la sala en donde se conservaban todos los archivos y los fondos de de­pósito para las atenciones del hospital, la del granero y de la troje, deshaciendo las ventanas del refectorio para penetrar en la bodega.

«Cinco soldados de la misma guardia rodearon a la her­mana Le Roy, maestra de niños y perteneciente al mismo hospital, encarándosele sable en mano, arrastrándola al mismo lugar de las otras dos Hermanas, participando de su suerte a pesar de que los pequeñuelos, sus discípulos, lan­zaban dolorosos ayes implorando misericordia, creídos la habían de degollar. ¡El público y los pobres han presenciado tantos atropellos!

«Nosotros los administradores, después de deliberar sobre los motivos de nuestra junta, certificamos que las querellas y sentimientos de las Hijas de la Caridad, así como los detallados atropellos de que nos han dado conocimiento, son verdaderos, reconocidos y comprobados por nosotros mismos.

«En vista de lo cual, la Sección administrativa, entendien­do con pena no estar en su mano pedir la reparación de ningún género a tamaños ultrajes, suplica a la Dirección del distrito que en adelante la guardia nacional siga otro rum­bo que el de la parroquia de Troard».

22. Sanjon, Rochefort-sur-Mer.— La encarnizada per secución de la Bretaña, Maine y la Vendée extendióse a las vecinas provincias de Samtoge, L’Anuis y Le Porton. Historiado queda lo que las Hijas de la Caridad, expulsadas de Re, hubieron de soportar en Bronage. Alcanzó la tribula­ción hasta las de Sanjon.

En Marennes, Loubise, Saint-Georges, D’Oleron, La Tremblada, Royan, Tonag-Cherente, como en Rochefort y San Martín de Re, estaban establecidas las Hijas de la Ca­ridad antes de la revolución. Antes que ésta las lanzase de sus establecimientos tenían en Sanjon el cuidado de los po­bres de la parroquia, y las escuelas desde el 1699. La hermana Jacob, Superiora de Marennes por los años de 1840, en una nota sobre la hermana Antonieta Beaucourt, su compañe­ra en Sanjon, nos ha dejado algunas noticias de esta casa, en la que estaba destinada en 1792.

«Nuestra querida hermana Beaucourt, de diez años de vocación, al llegar a Sanjon fue destinada a la escuela. Por ser endeble y de salud delicada, me enviaron los Superiores a ocupar su puesto.

«Así y todo, ¡qué ánimo tan alentado y qué actividad po­seía! No había persona que no la amara, dotada de una bon­dad y capacidad nada comunes para disponer las niñas a la primera comunión. Vivimos en unión entrañable, sin haber oído palabra de disgusto en siete años que estuvimos en aquella casa las Hijas de la Caridad. Pero desgraciadamente mi dicha no fue de larga duración; la revolución se echó encima, y por espacio de tres años apuramos hasta las heces el cáliz de la persecución en aquel lugar. El Dios de toda bondad nos preservó de muchos males, pero fue forzo­so saborear lo más injurioso, lo más ofensivo y más humillante para los miembros de una Comunidad, hasta el punto de comprender en nuestra forzosa salida los más abomina­bles propósitos de los revolucionarios. Volví a casa bañada en amargas lágrimas, consolándome y animándome la bue­na y querida Sor Beaucourt, siendo por fin cerradas en pri­sión el 1792. Entramos en ella las primeras, durmiendo por algunos días a suelo pelado, llevándonos luego dos jergones para cinco personas, viviendo sin variar otros cuatro meses antes de ser puestas en libertad. Volvimos a nuestra casa; pero no teniendo hilacha, hubimos de tomar cada una nues­tro derrotero. La buena de Sor Beaucourt aceptó el ofrecido amparo de una señora respetable, y a su lado pasó los días de la enorme revolución. Joven era aún, pero en aquellos malhadados tiempos tuvo, como todos los fieles, mucho que sufrir y abundancia de privaciones que soportar, sin menos­cabar su piedad, entregada a la religión y suspirando por el momento de reanudar las tareas de nuestro santo estado, agregándose a la primera coyuntura a las hermanas de Ro­yan, entregando el alma a Dios el 4 de Enero de 1837, siendo Superiora del hospital de Mont-de-Marsan».

Ni un punto cedieron al borrascoso vendaval las herma­nas de Rochefort-sur-Mer, sostenidas por los sacerdotes de la Misión, como lo demuestra la cláusula sincera y expresiva de Sor Devos, Superiora del hospital de Rochefort, antes de ser elevada al cargo de Superiora general de las Hijas de la Caridad. «De dónde dimana, — dice, — la gran dicha habida por las Hijas de la Caridad de esta Casa de haber conservado siempre la fraterna unión de unas con otras y el espíritu de su vocación, sino de la singular ventaja que han disfrutado de ser dirigidas por los sacerdotes de la Misión hasta en los días mismos de la más dañina de las re­voluciones?»

En los ANALES hemos tenido ocasión de tocar los hechos recordado, aquí.

En Rochefort, merced a la solicitud y celo de las Hijas de la Caridad, se salvó del común naufragio de la revolu­ción la única parte de las obras de caridad que quedó en pie. Aquellas heroínas supieron continuar con ardoroso es­fuerzo en todo el período revolucionario las obras caritati­vas habituales en las tres Casas servidas por ellas en esta ciu­dad. A costa de tribulaciones, y en medio de peligros, per­manecieron en este puesto de inmolación afectuosa, como testifican los escritos conservados en cada una de estas Ca­sas. En el hospital de Huérfanos disminuyeron, o mejor cesaron las subvenciones del Estado, pero no disminuyeron ni los enfermos ni los niños acogidos. Los administradores hacíanlo constar a la autoridad superior de Marina, pidiendo al menos alguna pequeña cantidad de tela para vestir a los pequeños y a las Hermanas, a quienes se acaba de prohi­bir sus prácticas religiosas y despojar de todos sus recursos, Los recursos de San Carlos desaparecieron en manos del Estado; pero las Hermanas, a pesar de pesares y de sensibles contradicciones, continuaron cuidando a los enfermos, debiéndose, según testimonio de un historiador del hospicio, la conservación de aquel útil establecimiento a una mujer de relevantes prendas y de singular valor, a Sor Deparchy, Superiora a la sazón de aquella Casa. Consérvanse aún allí como precioso recuerdo, y casi a título de reliquia, dos man­tillones ó vestidos de gran tiro, en los cuales se envolvían las Hermanas cuando en los días de persecución habían de salir a la calle para cumplir sus oficios de caridad.

Las Hermanas del gran hospital de Marina fueron so­bre todo las que desafiaron el peligro con bravura pujante, casi hasta la temeridad. Consérvanse en el ministerio de Ma­rina las cartas de la Superiora Sor Isabel Journier, exponien­do en ellas hábilmente las circunstancias en que se hallaban y reivindicando para sí y para sus compañeras la libertad de vivir conforme a las costumbres bien conocidas de su caritativa vocación. En el primer período del Terror y en la fase revolucionaria ó segundo Terror, que en 1797 renovó en Rochefort la sangrienta persecución de 1793, la hermana Sor Journier fue a visitar en las prisiones de San Mauricio ó de los Capuchinos a los sacerdotes desterrados, estaciona­dos allí en espera de ser trasladados en las barcazas, ha­ciéndoles lavar la ropa, preparándoles ella misma los ali­mentos y distribuyéndoles los socorros que por su medio enviaban las personas caritativas a estos venerables confeso­res de la fe. Servíales este proceder de alivio y de consuelo juntamente, hasta que por enfermos fueron trasladados a hospital, donde, sobre la solicitud henchida de caridad por parte de las Hermanas, recibieron atenciones mucho más preciosas, proporcionándoles el consuelo de celebrar el santo sacrificio del Altar, y aprovechándose las Hijas de la Caridad de su estancia para proporcionar los socorros de la Religión a los enfermos, de los cuales gran número recibieron este so­berano favor al tiempo de morir.

23. Vitré, Ivré l’Eveque.—En Vitré (Ille y Vdaine) per­manecieron en el hospital las Hijas de la Caridad, vistiendo como las mujeres del pueblo, aunque lograron dispensa de prestar el juramento. Era Superiora Sor Metrasce, mujer despierta y a quien no era fácil intimidar. La escarapela era en el tiempo que historiamos aderezo necesario hasta de las mujeres, y ya hemos referido que algunas Hermanas llevaban alrededor del sombrero cintas coloradas a la usanza nacional. Cierto día, apenas la Superiora de Vitré había salido a la calle, cuando le gritaba una voz diciendo: «Ciudadana, dónde está la escarapela?» A lo que firme y fres­ca respondió: «Ciudadano, en el bolsillo va».

Reclamaba lo que en virtud de fundación se debía a los pobres, pero jamás le dio un cuarto la revolución, pidién­dole en pago muchas de las escrituras. Inauguróse entonces y en alta escala el sistema burocrático, perdiendo en estos trances la paciencia la caritativa Hermana, escribiendo en plata y con la soltura que indica el pasaje siguiente: «Ciu­dadanos: aun habiendo buscado ayuda para ejecutar el trabajo que ustedes me han mandado, me ha costado tres días enteros, que a mi parecer hubiera ocupado con más utilidad en mis tareas ordinarias. Dispensad, os ruego, asegurando a los ciudadanos administradores, según moda corriente, sus sentimientos de fraternidad».

En Ivré-l’Eveque, de Bretaña, la persecución condujo a las Hermanas, sin exagerar, hasta los dinteles del cadalso. Solas tres, Margarita Ethier, Superiora; Sor Francisca Godriot y Sor María Longchamp cuidaban de los enfermos, desempeñaban la clase de párvulos y visitaban a domicilio a los pobres. El inventario hecho a sus instancias tiene la fe­cha de 23 de Enero de 1793, debiendo ser expulsadas al mes siguiente.

Dícese que la orden de marchar se la comunicó un do­mingo el Comisario de la República, y que Sor Ethier res­pondió: «Nosotras no viajamos en domingo: mañana lunes nos pondremos en camino»; pero habiendo ido a oír Misa al granero de un cortijo próximo a Ivré, donde se había ocul­tado el Rdo. Padre Cura de la parroquia, fueron hechas pri­sioneras y conducidas a Mans, vestidas como las paisanas de la zona. Una mujer vieja, sirvienta desde la infancia de las Hijas de la Caridad, llegada después, aunque muy enferma, para cuidar a Sor Godriot, oyó varias veces a Sor Long­champ contar cómo ella y Sor Godriot, condenadas a muer­te, habían sido llevadas al castillo de Helles, en Mans, y que estaban atadas y en la plataforma del cadalso cuando invadieron la ciudad los de la Vendée. Los azules ó republica­nos, que por desgracia no habían de tardar en tomar un sangriento desquite en la misma ciudad, huyeron presa de pánico aterrador, y entonces varios amigos desligaron a las cautivas Hermanas, habiendo quien ha dicho haber sido la hermana Sor Ethier, que presenciaba el atropello entre el gentío. Contando estos episodios a una Hermana joven, solía decir mucho tiempo después Sor Longchamp: «Mira, hija mía, cinco minutos más y no nos hubiéramos conocido»; muriendo al fin esta Hermana el 23 de Abril de 1842 en Ivré l’Eveque, a los ochenta V ocho años de edad.

No han de faltar otras Hermanas llevadas a la guillotina por la revolución.

23. Angers. —Debemos al abate Sr. Cosiner, en su obra La caridad en Angers, el relato de la muerte de las herma­nas Sor María Ana Vaillant y Sor Odilia Beaugard, fusila­das en Angers por haberse negado a prestar el juramento cismático. Verificóse la ejecución en un lugar distante unos veinte minutos de Angers, llamado en aquel tiempo Campo de la cerca de los hombres buenos, y hoy Campo de los mártires. Los condenados iban atados de dos en dos por una cuerda corrida entre las filas, formando así lo que se lla­ma una cadena. Conducidos al suplicio, marchaban rezan­do en común la plegaria del santo Rosario. Fusilóseles por grupos, habiéndoles alineado al bordo de las zanjas, en las que caían o eran echados sus cadáveres.

El 1º de Febrero de 1794, una mañana fría y llu­viosa, anuncióse el tránsito de una hilera de condenados a muerte por una pandilla de la secta de los jacobinos vestidos de calzón, carmañola y gorro rojo, corriendo y gritando con voz siniestra: ¡Abrid las tiendas, abrid las tiendas! ; pu­blicando esta orden para que no se cerrasen las casas, como se había hecho al pasar las primeras víctimas. En este día de duelo podían los niños y las mujeres permanecer retira­dos en el fondo de las habitaciones hasta la terminación del huracán, pero los hombres debían presentarse a los dinteles de las puertas de sus casas so pena de ser arrestados como sospechosos.

Apenas desaparecieron los vocingleros, un redoble indi­caba la proximidad del lúgubre cortejo. Daban la escolta una bandada de bribones, descamisados y bebidos. A con­tinuación veíase un hombrón de espigada talla, envuelto en el flamante oropel de tambor mayor, seguido de los tambo­res y de un grupo de músicos, sopladores como diablos, to­cando ya la Ca-lre , ya la C’armañola , ya la Marsellesa. Iban al fin los jueces de la Comisión militar, empenachados y ceñidos de largas bandas, con el sable al lado, blandiendo el acero para arrancar las aclamaciones de los espectadores; pero un silencio sepulcral extendíase por doquier, y sólo los asalariados de la vanguardia contestaban a los gritos de ¡viva la República!, lanzado por los caciques de aquellos días.

Habría corazón que no se helase ó que no se exaspe­rara a la vista del tránsito de aquellos encadenados? Com­poníase en su mayor parte de pobres paisanos de la Vendée. Allí era de ver a muchachas tiernas de no cumplidos los die­ciséis años, obreros, criados, prisioneros todos y amarrados de dos en dos por una cuerda central, flanqueados de guar­dias, espuma de los batallones, que jamás habían conocido otro valor que el de volver la espalda al enemigo en los cam­pos de la Vendée, tomando venganza de su vil cobardía en sacerdotes mansos y en asustadizas mujeres.

Al pasar la escolta fúnebre por delante del Buen Pastor, hubo un momento de pausa para tomar nuevos prisioneros, entre los cuales se encontraban dos religiosas de San Vicen­te de Paúl, amarradas luego al extremo de la cadena.

A vista de este aparato, Sor Odilia, la más joven, pálida y vacilante, desfalleció, creyéndose sin energía para tan du­ros y penosos trances. «Querida Hermana mía, — le decía su compañera, — no temáis el desfallecimiento, que la gra­cia venida de allá arriba os ha de sostener. Ya está cerca la co­rona que por tanto tiempo hemos deseado con ardor; unos pasos más, y será nuestra». Una alma devota llevóles unos velos para que cubriesen su faz, a la cual Sor María Ana contestó «Eso no, nosotras no ocultaremos nuestros ros­tros. ¿Es, por ventura, alguna afrenta el morir por Jesucris­to? Por el contrario. ¡Quién nos diera que nos pudiese ver toda la ciudad, y que todos aprendiesen cómo deben morir por su fe!».

El cortejo se puso de nuevo en movimiento. Sor María Ana sostenía a su trémula compañera, la consolaba, la arengaba; y al ver que Sor Odilia caminaba con más aliento, se dirige a los otros sentenciados, -y mostrándoles el ciclo les dice: «Animo por unos instantes, y la victoria es nuestra. » Todos se resignaron, ganosos de morir como las dos ejem­plares religiosas. Sin embargo, por poderosa que sea la gra­cia, la naturaleza tiembla y se resiste muchas veces; oprimi­da por la fuerza de las emociones, Sor Odilia se afligió y se desmayó. Detúvose la marcha; irritáronse los conductores; su boca fue una fuente de blasfemias, y como los verdugos de nuestro Señor en la senda del Calvario, descargan fuer­tes golpes sobre las Hermanas para hacerlas levantar y pro­seguir la marcha. Sor María Ana forma con su cuerpo un valladar a la desfallecida compañera; ruega y conjura a los sayones para que esperen unos instantes; sus caricias tornan nuevos alientos a la pobre desmayada. Por fin vuelven las fuerzas a esta dulce víctima, de la cual una mano, herida por los golpes de los conductores, está bañada en sangre. Márchase otra vez, y Sor María Ana eleva su voz entonando los encomios de las letanías de la santísima Virgen: «Santa Ma­ría, ruega por nosotros. Puerta del cielo, ruega por nos­otros», respondiendo a estas invocaciones toda la multitud. Hubiérase dicho que era una procesión que llega a descan­sar en un santuario bendito.

Los sentenciados son colocados en fila delante de la in­mensa fosa que les ha de recibir. Las Hijas de la Caridad, colocadas al fin de la cadena, se adelantan hasta el centro de la hilera, cantando la sagrada plegaria. Al verlas, arranca una exclamación de toda la línea: «¡Oh! ¡las Hermanas del hos­pital! ¡también ellas aquí! ¡es inconcebible ! No, no deben morir como nosotros». Y en todos los grupos se pide en alta voz: «¡Perdón para las Hermanas!».

Este movimiento llegó a ser tan vivo, tan irresistible, que a su impulso no pudo menos de ceder el comandante de la tropa, y adelantándose hacia las Hermanas les dice: «Ciudadanas, aún es tiempo de libraros de las garras de la muerte. Vosotras habéis prestado servicios inapreciables a la humanidad; volveos a vuestra casa. No prestéis el jura­mento, porque no podéis hacerlo en conciencia; queda de mi cuenta el decir que habéis jurado, y os aseguro a fe mía que ni a vosotras ni a vuestras compañeras que están en la prisión se tocará en lo más mínimo.

«Gracias, señor, — respondió Sor María Ana — por vuestra generosa oferta. Nuestra conciencia nos prohíbe, efectivamente, prestar el juramento, pero nosotras no que­remos que jamás nos tenga nadie por perjuras. Aterrado por estas palabras el oficial quedóse mudo, inclinada el ar­ma con la que había de dar la señal de comenzar la heca­tombe; al poco levanta la cabeza y se encuentra cara a cara con el presidente de la Comisión, que le zahiere con un ade­mán imperioso: entonces, con aire de desesperación, levanta su espada, y comienza el degüello. En medio de estas esce­nas, las Hijas de la Caridad prosiguen sus piadosos cánticos, cuyos responsorios repiten piadosamente las turbas, sin que pudieran impedirlas los gritos de los heridos. Los elogios de María van apagándose a medida que se pierden las voces, hasta que, al fin, los últimos acentos sólo son escuchados de los ángeles. Al ser fusilada Sor Odilia, es atravesada por un gran número de balas. Sor María Ana sólo tenía roto un brazo, sosteniendo con el otro el cuerpo de su compañera, envuelto en sangre y exánime. A continuación elevó sus ojos al cielo, pronunciando estas últimas palabras: «Perdó­nalos, Señor, que no saben lo que se hacen». Terminada esta plegaria, los ejecutores lanzáronse como tigres a consu­mar tan horrorosa carnicería.

Apenas habían salido del hospital de Angers las esclare­cidas siervas de los pobres, cuando el desorden apareció en su trono con aire majestuoso. A su vista huyeron los recur­sos de toda especie; las provisiones desconocieron la opor­tunidad del abastecimiento; dejó de existir el departamento de ropa blanca, y llegó a resentirse la misma propiedad, primera fuente de vida y conservación del edificio. Tan imperioso y general fue el menoscabo, que se vieron constreñi­dos a despedir a los convalecientes para que de casa en casa mendigasen el sustento, cuya necesidad se dejaba sentir con el más ominoso empeño.

En medio del desbarajuste y de la impiedad, acordábanse con frecuencia de las Hijas de San Vicente, de sus aprecia­bles cualidades, de su competencia sin igual para la asisten­cia de los enfermos, de su ingeniosa economía, del orden y belleza que sabían crear en todas las dependencias del ser­vicio. Administradores, médicos y enfermos, todo el mundo las echaba de menos. Quince años después, terminada la revolución, volvieron otra vez, siendo acogidas con el más entusiasta recibimiento.

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