Introducción a la vida devota. Cuarta parte, capítulo 03

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Francisco de SalesLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Francisco de Sales · Año publicación original: 1604.
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San Francisco de Sales

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CAPÍTULO III

DE LA NATURALEZA DE LAS TENTACIONES Y DE LA DIFERENCIA QUE HAY ENTRE EL SENTIR LA TENTACIÓN Y EL CONSENTIR EN ELLA

Imagínate, Filotea, una joven princesa muy querida de su esposo. Un malvado, para seducirla y mancillar su tálamo nupcial, le envía un infame mensajero de amor, para tratar con ella de su desgraciado propósito. En primer lugar, este mensajero expone a la princesa la intención del que lo envía; en segundo lugar, la princesa se siente complacida o disgustada de la proposición; en tercer lugar, o consiente en ella o la rechaza. Asimismo Satanás, el mundo o la carne, al ver a una alma desposada con el Hijo de Dios, le envía tentaciones y sugestiones por las cuales: 1, le propone el pecado; 2, en las cuales siente complacencia o displicencia; 3, en las cuales, finalmente, consiente o bien rechaza; que son, en resumen, supuesto a que consienta, los tres grados por los cuales se desciende hasta la iniquidad; la tentación, la delectación y el consentimiento; y, aunque estos tres grados no queden, a veces, del todo deslindados en toda clase de pecados, se distinguen, empero, de una manera muy palpable, en los pecados grandes y enormes.

Aunque la tentación dure toda la vida, no nos hace desagradables a la divina Majestad, mientras no nos complazcamos ni consintamos en ella; la razón es porque en la tentación no obramos, sino que sufrimos, y cuando no nos complacemos en ella, tampoco tenemos ninguna clase de culpa. San Pablo padeció durante mucho tiempo las tentaciones de la carne, y, lejos de ser por esto desagradable a Dios, al contrario, era Dios, en ello, glorificado; la bienaventurada Angela de Foliño sentía tentaciones carnales tan crueles, que da lástima cuando las refiere; grandes fueron también las tentaciones que sufrieron San Francisco y San Benito, cuando, para mitigarlas, el uno se revolcó sobre los zarzales, y el otro sobre la nieve, y, no obstante, nada perdieron de la gracia de Dios, sino que recibieron un gran aumento de ella.

Conviene pues, Filotea, que seas esforzada, en medio de las tentaciones y que no te consideres jamás vencida mientras te desagraden, teniendo muy en cuenta la diferencia que hay entre el sentir y el consentir, diferencia que estriba en que podemos sentirlas, aunque nos desagraden, mas no podemos consentir sin que nos agraden, pues la complacencia sirve, ordinariamente, de paso para llegar al consentimiento. Que los enemigos de nuestra salvación se presenten tan atractivos y seductores como quieran; que permanezcan siempre en la puerta de nuestro corazón, a punto de entrar; que nos hagan las proposiciones que quieran; mientras tengamos la firme resolución de no entregarnos a ellos, no es posible que ofendamos a Dios; de la misma manera que el príncipe, esposo de la princesa que hemos imaginado, no puede ofenderse del mensaje que le ha sido enviado si ella no se complace en recibirlo. Hay, empero, una diferencia entre el alma y la princesa, porque ésta de haber escuchado la proposición deshonesta, puede, si le place, despedir al mensajero y no escucharle más; en cambio, no siempre depende del alma el no sentir la tentación, aunque esté en su poder el no consentir en ella; por esto, aunque la tentación dure y persevere mucho tiempo, no puede perjudicarnos, mientras no nos sea agradable.

En cuanto a la delectación que puede seguir a la tentación, como que nosotros tenemos, en nuestra alma, dos partes, una inferior y otra superior, y la inferior no siempre obedece a la superior, sino que anda a su arbitrio, ocurre que, algunas veces, la parte inferior se deleita en la tentación, sin el consentimiento y aun contra la voluntad de la superior; es la discordia y la guerra que describe el apóstol San Pablo, cuando dice que «su carne hostiliza a su espíritu» y que «una es la ley de los miembros y otra la ley del espíritu», y otras cosas parecidas.

¿Has visto, alguna vez, Filotea, un gran brasero de fuego cubierto de ceniza? Cuando, diez o doce horas más tarde, queremos sacar fuego de él, solamente, y aun a duras penas, encontramos muy poco, oculto entre el rescoldo; y, sin embargo, hay fuego, pues lo encontramos y con él se puede encender de nuevo todo el carbón apagado. Lo mismo ocurre con la caridad, que es nuestra vida espiritual en medio de las grandes y violentas tentaciones; porque la tentación, cuando existe la delectación de la parte inferior, parece que cubre toda el alma de ceniza y esconde el amor de Dios en el fondo, amor que ya no aparece en ninguna otra parte, si no es un medio del corazón, en lo más hondo del espíritu; y parece que no existe, pues cuesta trabajo encontrarlo. Está, empero, en realidad, pues, aunque todo ande revuelto en nuestra alma y en nuestro cuerpo, tenemos el propósito de no consentir ni en el pecado ni en la tentación, y la delectación, que, en nosotros, agrada al hombre exterior, desagrada al hombre interior, y, aunque ande dando vueltas en torno de nuestra voluntad, no esta, empero, dentro de ella; y en esto se ve que esta delectación es involuntaria, y, por lo tanto, es imposible que sea pecado.

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