Historia general de la C.M., hasta el año 1720 (32. Dirección del sr. Jolly)

Mitxel OlabuénagaHistoria de la Congregación de la MisiónLeave a Comment

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Author: Claude Joseph Lacour, C.M. · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1731.

Fue escrita por el Sr. Claude Joseph Lacour quien murió siendo Superior de la casa de la Congregación de la Misión de Sens el 29 de junio de 1731 en el priorato de San Georges de Marolles, donde fue enterrado. El manuscrito de l’Histoire générale de la Congrégation de la Mission de Claude-Joseph LACOUR cm, (Notice, Annales CM. t. 62, p. 137), se conserva en los Archivos de la Congregación de París. Ha sido publicado por el Señor Alfred MILON en los Annales de la CM., tomos 62 a 67. El texto ha sido recuperado y numerado por John RYBOLT cm. y un equipo, 1999- 2001. Algunos pasajes delicados habían sido omitidos en la edición de los Anales. Se han vuelto a introducir en conformidad con el original.


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San Vicente de Paúl
San Vicente de Paúl

XXXII. Dirección del sr. Jolly

 

Su conducta ha sido por lo general estimada en todos los puestos en que se ha encontrado. Mons. cardenal de Retz, alumno del sr. Vicente, y tan famoso por la figura que se ha creado bajo del nombre de coadjutor de París, desde el tiempo de la minoría del difunto rey, y luego por su desgracia, ha dicho a menudo que en Roma, adonde se retiró, era muy conocida la prudencia del sr. Jolly. Fue muy atento que en materia de doctrina no se adelantaba nada que oliera a alguna novedad. Vio en su vida el aumento de la CM en dos tercios. Se preocupó en perfeccionar los estudios. Fue muy fiel en mantener las costumbres de la CM y de la regularidad; el testigo a menudo de aquellos que habían permanecido algún tiempo en las casas, si al volver a París, no advertían alguna pérdida en la obediencia. Preguntaba asimismo a los directores y a los particulares juiciosos cuál era el estado de las casas. Decía, después del sr. Vicente: Firme e inmóvil hasta en cuanto al fin, dulce y humilde en los medios; no perdonar las desobediencias formales ni las faltas escandalosas; no asombrarse por las dificultades y no entregarse al pavor; no colocar en el puesto a los que dan alguna señal por pequeña que sea de desearlo. Quería que se arreglaran las cosas en los procesos para dar ejemplo, y porque la paz vale mucho más que todo lo que se puede perder en un arreglo no ventajoso. Decía que los Misioneros más estimados por los seculares no lo son de ordinario por los propios de la CM.

Se ha notado que siempre fue fiel, como los srs. Vicente y Almerás, sus predecesores, en llevar el rosario en la cintura, hasta en la corte, reprendiendo a los estudiantes que desaconsejaban a sus compañeros esta práctica. La CM no ha hecho una regla de esta práctica, tantas buenas razones lo han impedido, y se ha dejado ad libitum. Encomendaba a menudo la CM a la santísima Virgen, sobre todo cuando preveía algún peligro grande. Se trasladaba también con frecuencia a la tumba del sr. Vicente, y a veces con sus asistentes, para rogar a Dios en favor de la CM. El rey cristianísimo y los ministros de Estado que conocieron a este digno superior han observado que había reunido en su conducta todo cuanto hay de bueno y sólido en la política de Francia y de Italia. Se ocultaba en las salas de audiencia, y nada más que el rey le encontraba, le hacía pasar. El cardenal de Bouillon, a su regreso de Roma, mientras era cumplimentado por varias personas de distinción, supo que el sr. Jolly estaba en la sala, y Su Eminencia dijo bien alto: ¿Dónde está el sr. Jolly? Dando unos pasos, le habló así: ¡Señor, usted siempre escondiéndose! El sr. marqués de Louvois admiraba su conducta; hablaba de él en la corte y en todas partes como de un hombre excelente para el gobierno, diciendo que no conocía a otro más juicioso. Asistía a la muerte de la Señora duquesa de Aiguillon, tan unida en otro tiempo en las buenas obras con el sr. Vicente, y se sintió satisfecha. El sr. Jolly, al regreso, dijo a su acompañante: ¡En eso vienen a terminar todas las grandezas humanas! Dirigió a la Señora de Miramion y le dio buenos consejos para su comunidad naciente.

Sus cartas parecieron a los de dentro y a los de fuera obras maestras de prudencia; nada se escapaba, ni siquiera ligeras circunstancias, y en veinte o treinta líneas respondía a varios asuntos a la vez. Se las arreglaba muy bien para trazar el carácter de un hombre en pocas palabras, sabiendo reducir a un principio sus diferentes defectos. Conocía a la perfección a quién poner en un empleo; se relacionaba con frecuencia con el prefecto de los estudiantes para conocerlos y hacerse una idea de sus talentos. Cuando fue elegido general, se dedicó en primer lugar a la lectura de las constituciones, reglas, etc., estudiando con cuidado la colección de los avisos y de las cartas de sus dos predecesores, para acomodarse a ellos en todos los permisos que daba. Un día que le pedía un clérigo hacer el resto de su oración durante la misa de las siete, le respondió que ya vería si el sr. Vicente no había dado ninguna regla sobre ello; y más tarde dijo que el sr. Vicente había respondido a una pregunta parecida: Hay tiempo para todo, para la oración, el estudio, etc.

Fuera de esto, el sr. Jolly fue un buen ecónomo, aunque quiso se pactara con abundancia todo lo que era necesario para la vida, el mantenimiento, los viajes, etc. Su talento en este aspecto se dio a conocer desde que estuvo en Roma. Una vez general, no permitía que se recortara nada de lo necesario que se requiere, dice, para las funciones. Les devolvió a varias casas de la CM y pagó deudas, mandó hacer en San Lázaro por valor de más de trescientas mil libras de edificaciones; casi todo lo que hay construido se hizo en su tiempo, sólidamente y con piedra tallada, pero sin adornos y con sencillez. Sólo el pórtico es hermoso y adornado. Algunos ancianos encontraban en él cosas cuestionables, contrario a la sencillez que había recomendado el sr. Vicente, y el sr. Jolly estuvo a punto de derribarlo; y lo habría hecho si no se lo hubieran desaconsejado por buenas razones. Las habitaciones y oficinas están cómodamente distribuidas en estos edificios. Existe un bonito patio cuadrado ante la puerta; el refectorio es espacioso; pero se ha hablado de que para preparar las habitaciones arriba no se lo haya hecho abovedado. Se vieron obligados a hacer en medio una especie de parapeto de separación para apoyar con columnas las vigas; y para colmo hubo que cambiarlas después, porque no habiendo sido bien escogidas, amenazaban ruina. El sr. Jolly además ha liquidado bienes y adquirido rentas en bastante gran número. No importunó al rey para descargarle de una parte de las amortizaciones que durante las guerras (14º cuaderno) arruinaron a un gran número de comunidades; sin embargo nunca se había estado mejor en San Lázaro que en su tiempo; el pan y la carne eran siempre buenos con el vino que se tomaba de Borgoña, y los días en que se tenía extraordinario se servía vino de Reims. A cada uno, para ropa y todo lo demás, lo necesario.

El sr. Jolly no tomó nunca partido contra el papa o contra el rey en las tristes desavenencias que tuvieron lugar entre estas dos cortes, bajo el pontificado de Inocencio XI, con ocasión de las franquicias de Roma, en las que el Señor marqués de Lavardin era embajador. Y un prelado de distinción que presionó en el asunto, él respondió: No entiendo nada de todos estos jaleos; nuestros pecados son la causa, pues tenemos un buen papa y un buen rey lleno de religión. Uno y otro estuvieron contentos con él. En la estancia que Su Excelencia Mons. nuncio Raynucci pasó en San Lázaro, adonde se retiró a descansar, el sr. Jolly consintió con tal que fuera del agrado del rey; cosa que así fue, dada la gran confianza que Su Majestad tenía en este digno superior. No quería que los de las casas vecinas fuesen unos a donde los otros sin permiso, como de Sens a Fontainebleau, de Versalles a París. Y habiendo encontrado un día en Saint-Germain al superior de los Inválidos, que era el célebre sr. de Mauroy, le corrigió con tanta aspereza que le hizo llorar. Si no se corregían los cambiaba primero. Negó constantemente a personas de primera calidad permanecer en las casas de la Co, como ellos lo deseaban, exponiéndose así a su resentimiento; pero temía que el espíritu del mundo se deslizara en ellas. No permitía que se comiera en la ciudad, y habiéndolo hecho un superior párroco, le quitó de esta parroquia para enviarle a un seminario. Envió al seminario interno a otro que había asistido a un acto público de su hermano, y luego cenado en su casa. Se le quiso advertir de su demasiado grande firmeza, y respondió: En eso yo no tengo nada que reprocharme, sino tan sólo de mis diversas debilidades.

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