Frére Antoine Grenon (1620-1693)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Misioneros PaúlesLeave a Comment

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Author: Desconocido · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1898 · Source: Notices, II.

Su nacimiento y su entrada en la Congregación. –Su fe, su esperanza y su caridad. –Su gran amor a la oración. –Principales virtudes que ha practicado. –Su afecto sobre todo las que caracterizan a la pequeña Compañía. –Buen olor que deja después de su muerte.


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Biografias PaúlesEl hermano Antoine Grenon, nacido en Roupier, diócesis de Rouen, fue recibido en el seminario de París el 8 de marzo de 1645, a la edad de veinticinco años. Hizo los votos en 1648, y murió en Troyes el 27 de octubre de 1693. Tuvo la suerte de ver por largo tiempo a nuestro santo fundador y a los primeros misioneros. Sus buenos ejemplos y sus santos discursos le inspiraron, por la gracia de Dios, tanta estima y amor por su vocación que formó una firme resolución de adquirir su espíritu y cumplir todas sus obligaciones, cosa que hizo practicando puntualmente las reglas y las prácticas de la Congregación, y ejercitándose en las virtudes que le son propias. Perseveró en este mismo fervor en todos los empleos que le fueron confiados, y en todas las casas a donde fue destinado, mostrándose siempre y en todo lugar como un verdadero modelo de virtud y de regularidad propias de un buen misionero y. para expresar con pocas palabras la bondad de su vida y el mérito de sus acciones, bastaría con decir que su vida entera ha sido una práctica continua, ferviente y exacta de todo lo que se contiene en las reglas comunes y particulares en sus empleos; pero como sobresalía en toda clase de virtudes y como era tan ordenado en su conducta, se ha creído conveniente escribir el relato siguiente para la mayor gloria de Dios, el consuelo de los que le han conocido y la edificación de cuantos oigan hablar de su virtuosa y buena vida.

Su fe. – Se mostraba lleno de fe en cuanto a todos los misterios de nuestra santa religión:

  1. por el recogimiento extraordinario que se veía en él los días de las mayores solemnidades que se encuentran en el año;
  2. por su porte humilde, modesto e inmóvil en la iglesia durante el tiempo de los oficios, a los que asistía casi siempre de rodillas;
  3. por la diligencia que ponía en servir devotamente a las misas;
  4. por atención con que se comportaba;
  5. por las frecuentes visitas que hacía al Santísimo Sacramento en el curso del día, cuando sus empleos se lo permitían;
  6. por el gran respeto con el que asistía la celebración de los divinos oficios ya que, con el fin de tener el espíritu más libre y más aplicado, no quería tomar esos días ni bebida ni alimento en el desayuno;
  7. por la facilidad que tenía para ver el sentido de los santos evangelios que se proponía como asunto de meditación;
  8. por la veneración que tenía a las santas reliquias, de las que siempre llevaba una encima;
  9. por el culto que daba a las imágenes de Nuestro Señor, de la santísima Virgen y de los santos, que colgaba en su habitación y en los oficinas donde trabajaba;
  10. por el uso devoto que hacía del agua bendita, de la que se servía a menudo contra las tentaciones y en especial durante su última enfermedad: se hacía dar con frecuencia agua bendita, y pidió incluso dos veces en la última media hora de su vida;
  11. por la preparación cuidada que hacía antes de confesarse o de comulgar;
  12. por la devoción que tenía a hablar de Dios y a recitar oraciones vocales: era muy fiel en recitar todos los días el rosario meditando los misterios en el espíritu de la fe más viva;
  13. por último por la compasión que tenía por la ceguera de la mayor parte de los hombres, que se comportan más bien por las máximas del mundo que por las del Evangelio. «Ellos no conocen estas verdades, decía muchas veces suspirando; si conocieran estas máximas, no hablarían, no actuarían como lo hacen. Oh, qué poca fe hay entre los cristianos«. Siempre ha demostrado su gran fe por sus excelentes sentimientos de religión y por los actos que producía, sobre todo asistiendo con gran veneración y devoción a la santa misa, a la oración y observando fielmente sus votos.

Su esperanza. –Tenía también una gran esperanza en Dios, y todos los días le pedía con confianza en los méritos de Jesucristo y en la intercesión de la santísima Virgen y del Espíritu Santo y las gracias que necesitaba, y sobre todo el don de oración, la vigilancia sobre sí mismo y la observancia exacta del silencio. Obtuvo todas estas gracias mucho antes de su muerte. Por el mismo motivo se sentía todavía obligado a orar por todas las necesidades públicas y particulares de la Congregación y por los que se encomendaban  a sus oraciones a causa de la  de la gran estima que tenían de su virtud. En estas circunstancias añadía a sus oraciones el ayuno y otras mortificaciones. Decía en su última enfermedad que haría una injuria a la bondad y al poder infinito de Dios, si no tuviera la confianza de obtener el perdón de sus pecados y la vida eterna. Esta misma confianza le hacía suspirar frecuentemente hacia los bienes del Paraíso, y deseaba verse pronto libre de las miserias de la vida para compartir la felicidad de los santos. Por algún tiempo se vio unido al servicio de uno de los pensionistas de San Lázaro; era el hijo de un duque, par y mariscal de Francia, de una robusta y fuerte corpulencia, pero de un cerebro muy pobre. No obstante tenía suficiente espíritu para decir. «Este hombrecito tiene muchas ganas de ir al cielo. Y le estimaba de tal manera que cuando le enviaron a Troyes, lo reclamó con insistencia, pero lo que por encima de todo hace ver la grandeza de su esperanza es que en la mayor violencia de los dolores de su última enfermedad, repetía estas palabras de san Francisco de Sales: «El bien que espero es tan grande que lo que sufro se cambia en placer. Y que estas otras palabras de san Pablo en la segunda a los Corintios (IV, 17): Las aflicciones breves y ligeras que sufrimos en esta vida producen en nosotros un peso eterno de gloria.

Su amor a Dios. — Se puede fácilmente conocer que amaba a Dios con toda su alma, con todo su corazón y con todo su espíritu por la exactitud con la que observaba los mandamientos de Dios y de la Iglesia, las reglas y las prácticas de la Congregación y por la atención que ponía en evitar las menores faltas y las menores imperfecciones, y por último todo lo que puede favorecer el amor propio. Tenía una caridad tal que todas las aflicciones del espíritu, las tentaciones del demonio del que eras molestado con frecuencia, las repugnancias  que le naturaleza experimenta en la práctica de la virtud, no fueron nunca capaces de separarle del amor de su Dios; por el contrario, era entonces cuando rezaba con mayor piedad y más se mortificaba. En estas ocasiones, sus pensamientos se volvían siempre hacia Dios, y tenía buen cuidado de no perderlo de vista. Para ello, llevaba de ordinario un crucifijo en las manos mientras tenía salud, y con más frecuencia todavía cuando estaba enfermo; por eso murió teniendo el crucifijo en las manos. Una de las razones que le hacían suspirar tanto después del cielo era estar fuera de peligro de ofender a Dios. toda la pena que tenía en su última enfermedad venía de no poder dedicarse a Dios  según su costumbre, por eso pedía a su confesor que le sugiriera los medios propios para levantar su espíritu abatido por la fuerza del mal y por la debilidad de su cuerpo y para pensar en este divino objeto de su amor. El médico le preguntó una vez en qué ocupaba sus pensamientos; él le contestó sencillamente «En los fervientes deseos que tenía el santo anciano Simeón de ver al Mesías». Pero luego se arrepintió de haber manifestado este buen sentimiento, y añadió enseguida: «Y yo no os he descubierto mis pensamientos de impaciencia». El médico confesó que estaba soberanamente sorprendido al ver a este buen hermano tan desprendido del mundo y de su propia vida y tan unido a Dios. Medio cuarto de hora antes de expirar, dijo a su director que le ayudara a hacer un acto de amor de Dios; de manera que murió en el ejercicio actual de la santa caridad y del santo amor de dios, como por lo demás había vivido. Y como la boca no habla más que de la abundancia del corazón, se advirtió también que este hermano tenía por costumbre alimentar todos sus discursos con palabras de piedad, y era muy hábil en apartar la conversación de todo otro objeto. Cuando salía de la casa, como cuando entraba, se le veía siempre igualmente unido a Dios de corazón y de espíritu

Su amor al prójimo. —El amor que tenía al prójimo era cristiano y perfecto. Tenía costumbre de alabar más en él las gracias y las virtudes que los talentos naturales. Rezaba por él, le daba buen ejemplo y, si se presentaba el caso, consejos saludables, animando a todo el mundo a su adelanto espiritual por todos los medios convenientes a su estado. Animaba a los demás a la huida del pecado con avisos afectuosos. Se alegraba de sus progresos en la virtud, como se entristecía y gemía por sus caídas. Vivía en una gran paz y unió con sus hermanos y soportaba sin queja sus defectos e imperfecciones. Y les ayudaba de buena gana en sus trabajos y los compadecía en sus penas. Como era portero, distribuía con gusto las limosnas a los pobres según las disposiciones de los superiores, y a menudo intercedía ante ellos para aumentar la cifra de estas limosnas. Recogía los frutos que caían de los árboles y los restos de las comidas para dárselos a los pobres. Se convertía en su abogado ante los Srs. eclesiásticos del seminario y de las personas piadosas, para conseguirles socorros. Acompañaba la limosna corporal con la espiritual instruyendo a los pobres en los artículos del catecismo y sobre los deberes de un buen cristiano. Visitaba con mucha caridad a los enfermos de la casa, los consolaba con charlas edificantes y les procuraba todos los alivios posibles. Se interesaba ante Dios por su salvación con oraciones y mortificaciones extraordinarias. Un sacerdote de la casa se hallaba en peligro de muerte, el hermano Grenon, durante ese tiempo, se levantaba varias veces por la noche para rogar a Dios buenos ratos y con insistencias para que le diera la salud, y la obtuvo al final por su perseverancia. Un hermano, que había estado algún tiempo con él, dijo que era un placer verle trabajar en todo momento, pero sobre todo cuando estaba en misiones. Su caridad era tan fuerte que trabajaba por cuatro para servir a cada uno según su necesidad, y mostraba siempre a los operarios evangélicos una gran alegría, haciéndoles buen recibimiento y sirviéndoles con júbilo de su corazón.

Su oración. — Tenía un atractivo particular por la oración a la que se dedicaba, incluso estando todavía en el mundo, a ejemplo de un virtuoso doctor a cuyo servicio estaba, y que se retiraba varias veces al día de su trato con el mundo para conversar con Dios según los consejos de nuestro bienaventurado Padre. Era san Vicente mismo quien le había colocado en casa del doctor y le servía sin recibir ningún salario, y le acompañaba sólo para ir a misión. Cuando llegó a Misionero, aparte de la hora destinada a la oración, empleaba en ello todo el tiempo que le quedaba libre, después de cumplir las funciones que le prescribía la obediencia, así como por la noche cuando no podía dormir, lo que era frecuente. Observaba en  este ejercicio el método de san Francisco de Sales, y aunque recibiera en él luces extraordinarias, no por eso se humillaba menos delante de Dios por sus defectos, y se esforzaba por corregirse y ser mejor cada día. Se inflamaba en el amor práctico de la virtud que pedía continuamente a Dios, y se prescribía actos particulares que realizar en la jornada. Se mantenía en una postura muy recogida y muy humilde, y casi siempre de rodillas, en un lugar alejado de la lámpara y del pasillo. Se le ha encontrado en salas arrodillado con el rostro contra el suelo, y sumido en el  en el ejercicio de la oración. Allí era donde se retiraba, durante el invierno después de la oración de la comunidad, y debía pasar un gran frío durante su vejez; pero, a fin de no interrumpir su oración, no quería acudir a la cocina para tomar aire caliente. Tenía costumbre de decir que prefería conversar con Dios que con los hombres. Provocaba la compunción  y la edificación en la familia por sus charlas, cuando le pedían que hablara en las repeticiones de la oración y en las conferencias, lo que hacía con sencillez, prudencia y humildad.  Los superiores le reconocían como muy versado en el ejercicio de la oración. San Vicente sobre todo conocía esta cualidad de este buen hermano; por eso le enviaba a diferentes casas, a petición de señores y señoras, para formar a sus criados en el ejercicio de la oración; le empleaba por igual para ejercitar a los jóvenes hermanos. Uno de estos últimos, que tuvo más de una vez la ocasión de conversar con él mientras estaban juntos en Crécy aseguraba que había advertido que estaba siempre atento a la presencia de Dios, incluso en el tiempo del trabajo, y que le decía repetidas veces: «Venga, hermano, ánimo, conviene hablar con Dios con buenas ganas, y repetir oraciones jaculatorias, deseos ardientes de poseerle, tener con frecuencia coloquios con Nuestro Señor, con la santísima Virgen, con los ángeles y los santos; hemos de tener una devoción especial a nuestro venerable Padre y a santa Teresa, que estaba abrasada en el amor de Dios». Él mismo había trascrito en un librito oraciones tomadas de las obras de esta gran santa, que le servían para mantenerse siempre unido a Dios. El mismo hermano se dio cuenta también que el hermano Grenon hacía de ordinario su oración sobre una de las siete peticiones del Pater Noster, y confesaba que se sentía todo encendido de amor cuando le explicaba el método del que se servía para meditar una cualquiera de estas peticiones, y las resoluciones que sacaba de ellas. Su resolución más ordinaria era observar un gran silencio y el recogimiento bien interior bien exterior; se entregaba mucho a los afectos en la oración, sobre todo cuando meditaba sobre los títulos que Nuestro Señor toma en la Sagrada Escritura, como los de padre, hermano, médico, pastor y otros parecidos. Pero las meditaciones sobre la pasión y muerte de Jesucristo animaban más que el resto su fervor y santificaban sus acciones. «Al verle, decía este mismo hermano, se hubiera dicho que estaba ya en el cielo. A veces, tuve el placer de contemplarle con atención, sobre todo los días de comunión, y cuando asistía a la santa misa. Cerraba los ojos, y todo en Dios, mostraba entonces un rostro sonriente; le ocurría lo mismo en la oración. Oh, qué encanto producía oírle en las repeticiones de oración, en las conferencias y en las charlas familiares, en las cuales hablaba de la abundancia de su corazón». Veamos ahora cómo se portó el hermano en todas las casas donde ha estado. Le ayudaba en gran manera a obrar bien  la oración. Hablando un día de esto, decía: «La oración es la primera regla, la que es de mayor importancia, el que falta a ella falta a todas las demás. Por falta de oración, un hombre se encuentra sin recogimiento, disipado y sin devoción «. Este buen hermano había recogido muchas oraciones bellas, tiernas y devotas, dirigidas a Nuestro Señor, a la santísima Virgen y a los demás santos, y las recitaba con gran devoción, deteniéndose con un afecto particular en los buenos sentimientos que se expresaban en ellas. Había copiado también los más hermosos párrafos de los libros espirituales y las principales máximas de la vida interior. Los leía con frecuencias y hacía de ellos asunto de sus meditaciones y de sus piadosas reflexiones, en el curso del día. Por sus repeticiones de oración, se veía muy bien que se entregaba a reducir a la práctica sus meditaciones. Después de su muerte, todos se disputaban estos breves escritos.

Su prudencia. –Este querido hermano edificaba mucho por la circunspección y la prudencia de sus palabras. No decía nunca nada que pudiera vulnerar el honor de Dios o la reputación de su prójimo y hablaba siempre a favor de los demás. Discreto en sus preguntas y en sus respuestas, juzgaba y hablaba de las cosas según el espíritu y los sentimientos del Evangelio, pero nunca según las máximas del mundo. Empleaba todos los medios posibles para procurar el adelanto espiritual de su prójimo y hacerle llegar a la salvación eterna. Tenía tal discernimiento que descubría lo fuerte y lo débil de cada persona, y distinguía muy bien a los que tendían en serio a la virtud de los que sólo tenían apariencias. Pero él no descubría nada sino cuando era necesario. Su prudencia brillaba sobre todo  en los medios justos y apropiados que empleaba para remediar los defectos públicos o particulares, y en la atención que ponía en no decir nunca nada que no estuviera relacionado perfectamente con su estado, y por último en el cuidado en el que evitaba las ocasiones de disipación y demás faltas. Todos su superiores estaban bien convencidos de su prudencia, de caridad, de su discreción y de su desinterés, y de que no obraba nunca por pasión ni por capricho más que, cuando querían ser informados del estado general o particular de la familia en la que estaba, no tenían más que dirigirse a él. No obstante, él no se ocupaba en examinar la conducta de cada uno, sino que tenía tal delicadeza de conciencia y tal unión con Dios, que sin escrutar nada en las acciones de los demás, descubría en ellas los menores átomos de imperfección. Pero no hablaba de ello nunca más que con los que podían y debían remediarlo.

Su justicia. –Era tan justo en dar a cada uno lo que se le debía, como no se puede serlo más: a Dios el culto, el amor y el servicio absoluto; a la santísima Virgen y a los santos, los actos de una sólida devoción; a la Congregación, la fidelidad, el agradecimiento y el trabajo; a los superiores y oficiales de la casa obediencia; a los sacerdotes, el respeto; a sus iguales, la ayuda; a los defectuosos, el deber de la corrección fraterna; a los enfermos, visitas llenas de consuelo con todos los alivios imaginables; a los pobres, los socorros espirituales  y corporales; a los afligidos, la compasión; a los presentes, el honor conveniente; a los ausentes, el cuidado por su reputación; por último, al prójimo, todos los oficios de caridad, de piedad y de gratitud cristianas, como en juzgar bien y favorablemente de los demás, amar sincera y cordialmente a todo el mundo, hablar de ellos con toda la caridad posible, dar a todos el ejemplo de las virtudes y prestarle los servicios que se pueden, ayudarle con frecuentes correcciones u buenos consejos, vivir con todos en paz y buena inteligencia, con modos sociales y convenientes, a quien vive en comunidad; agradecer con diligencia y humildad por el menor servicio recibido, y poner atención en hacerse todo a todos por el amor de Nuestro Señor Jesucristo

Su fuerza. –Tenía una fuerza admirable y generosidad de corazón: 1º haciéndose él mismo violencia continua, y al hombre viejo una guerra implacable; 2º refrenando sus pasiones y regulando sus sentidos; 3º reprimiendo su carácter ardiente y melancólico; 4º sufriendo valerosamente todas las aflicciones de espíritu y las tentaciones por las que fue probado, y los dolores de varias debilidades que tuvo que soportar en su vejez, como el peso de sus fatigas corporales, de las que no se dispensó nunca, ni siquiera en la edad más caduca; 5º tomando de buena gana los remedios más amargos, y dejando de buena gana sus devociones ordinarias, cuando la obediencia le decía otra cosa; 6º por último, no temiendo las repugnancias que acompañan de ordinario a la práctica de la virtud, y sobre todo la sumisión, el aguante de los caracteres antipáticos, la paciencia en los malos tratos y la cercanía de la muerte.

Su templanza. –Su abstinencia y sobriedad eran pruebas evidentes de su perfecta templanza. No comía ni bebía más que para satisfacer la pura necesidad de reparar las fuerzas corporales. Se abstenía de todo lo que podía halagar el gusto y la sensualidad, huyendo del menor atisbo Practicaba siempre la mortificación en sus comidas, escuchando ávidamente la lectura de mesa, y no salía del refectorio antes de la lectura del martirologio, a fin de disfrutar por más tiempo del alimento espiritual. Como consecuencia de esta práctica, se había formado una especie de letanía con los nombres de muchos santos a quienes invocaba como a sus protectores particulares para obtener las virtudes en las que ellos habían sobresalido, como la paciencia de san Lorenzo, la afabilidad de san Francisco de Sales, etc.

No solamente regulaba todos sus sentidos exteriores, como la vista, el oído, el tacto, manteniéndolos en los límites de la honradez cristiana, sino que también les negaba el uso de cosas lícitas. En una palabra, se puede decir que el pudor y la modestia se veían de tal manera en su rostro y en su porte, que servía de predicación  muda pero eficaz a quien le mirara atentamente.

Su sencillez. –Era sincero en sus palabras, sencillo en sus intenciones, enemigo del respeto humano y de los vanos terrores, de las mentiras y de los equívocos, del disimulo y de los cumplidos, del fingimiento y de la hipocresía; huía de todo artificial de la prudencia de la carne, y reglaba su exterior y su interior con una constante igualdad de espíritu.

Consideraba a sus superiores en Jesucristo, y a Jesucristo en ellos, y así sentía por ellos una veneración particular, pero sin afectación. Les daba cuenta fielmente de todo lo que advertía de defectuoso sin que le detuviera el temor de nadie; no buscaba nada más que a Dios y no tenía otra pretensión que agradarle en todo lo que pensaba, decía o hacía. Amaba tanto esta virtud de sencillez que sufría mucho cuando veía a alguien actuar por respeto humano o por política. Le costó mucho sobre todo cuando supo lo que había pasado en una asamblea y que le parecía un poco alejado de esta virtud y del espíritu primitivo de nuestro Instituto.

Su humildad. –Tenía un sentimiento muy bajo de sí mismo, y buscaba con sus palabras y sus actos comunicárselo a los demás. A menudo, con una profunda convicción, se llamaba un miserable pecador; se condenaba de ordinario a sí mismo cuando hablaba durante los retiros que hacía con la comunidad. Se humillaba profundamente publicando sus defectos, pidiendo penitencia, y encomendándose a las oraciones de la comunidad para obtener la gracia de corregirse y llegar a la práctica de la virtud. Estando en el mundo, había hecho sus estudios de gramática y aprendió la lengua latina, pero nunca dejó entrever que entendía el sentido de los pasajes latinos de la santa Escritura. No podía aguantar que le alabaran y aprovechaba las alabanzas para hablar de sí mismo con desprecio. A veces, en su ancianidad, le preguntaban cuántos años tenía de vocación, él se contentaba con responder que desde hacía mucho abusaba de las gracias de Dios; pero que por cierto él no abusaba de su ancianidad, ya que no hablaba de lo que había hecho o de lo que podía redundar en su alabanza. Trabajaba de buena gano bajo otro hermano más joven que él, y le ayudaba lo que podía en su oficio, hasta en su más avanzada edad. Lavaba y secaba la vajilla de la cocina de pie y recitando oraciones, y comprometía a sus hermanos a hacer lo mismo; barría también las más viles inmundicias. Por espíritu de humildad y con el permiso de los superiores, había dejado su hábito de color negro para llevar los hábitos usados de los demás, y se presentaba a veces de una manera tan miserable que era capaz de hacer reír a los externos. Esta misma humildad le llevaba, por gratitud, a escribir de vez en cuando al Sr. Jolly, «para renovar, decía él, el recuerdo de los beneficios que he recibido de vos en particular y de mi querida madre la Congregación que tantos años me ha aguantado y me soporta todavía hoy». Tales eran los términos en los que escribía y que le sugería su gran humildad.

Su afabilidad. –Su exterior gracioso mostraba bien su afabilidad; tenía siempre el rostro sereno y palabras dulces, moderadas y amables en los labios, incluso para los que le maltrataban con palabras o acciones descorteses. No tenía para ellos la menor sombra de resentimiento, y no les respondía con ningún reproche. Las debilidades y enfermedades más agudas no pudieron nunca perturbar la paz y la tranquilidad de su corazón, ni amargar la dulzura de sus respuestas. Cuando era portero recibía a todos con educación, los escuchaba con amabilidad y les satisfacía lo mejor posible; también todos los externos estaban maravillados de él y hablaban maravillas. Los pobres, bien que importunos y a veces insolentes, nunca lograron irritarle ni arrancar de su boca una palabra de impaciencia ni de amargura. Los caracteres más extravagantes, los procedimientos más ofensivos nunca le han llevado a quejas o a impaciencias, o a decir que no podía vivir así o a acomodarse a semejantes maneras de hacer. Qué dulzura de corazón no necesitaba para suavizar las amarguras de todos los malos tratos, de todas las antipatías.

Su mortificación. –Era su virtud querida, la que tenía su predilección y que ha practicado constantemente y universalmente, en su exterior y su interior, hasta su muerte. Tenía de ordinario los ojos bajos y controlaba su lengua con mando; siempre ha demostrado que era el señor, guardando un exacto y religioso silencio. Cuando se veía obligado a hablar con los externos, no buscaba jamás informarse de los asuntos o de las noticias del mundo, y hasta le resultaba insufrible que los demás lo hicieran en su presencia; evitaba todas las conversaciones  favorables a su persona o perjudiciales al prójimo, y sobre todo los que eran contrarios al respeto debido a los superiores o a los Srs. sacerdotes. Nunca se le oía hablar de su tierra, ni de sus padres ni de las aventuras de su vida. Sufría con agrado el frío del invierno, el calor del verano, y en todos los tiempos el hambre o la sed. Regularmente se aplicaba la disciplina una vez a la semana y pedía de vez en cuando permiso para hacerlo con más frecuencia. En sus comidas no tomaba apenas más que agua; cuando tomaba vino lo  hacía con tal cantidad de agua que perdía todo su gusto. Por lo demás, comía poco y de su parte lo menos agradable; no tocaba nunca lo que se servía de extraordinario y, los días de ayuno, se contentaba casi siempre con un solo plato. Le gustaba servirse con los restos de los demás, y había pedido a Dios la gracia de perder el gusto por todo lo que podía halagar los sentidos. A veces dormía en una esterilla sin manta, o también en una tabla con una manta.

Estaba muy contento cuando le enviaban a las granjas de la casa, porque entonces iba a pie a pesar de sus setenta años, y aunque hubiera que hacer seis leguas; porque allí sobre todo podía llevar una vida más austera. No comía más que un poco de pan y carne salada, cocida de días, y no bebía por lo general más que agua y dormía sobre paja. Edificaba mucho a la gente de la tierra. Asistía en la iglesia a todos los oficios los domingos y las fiestas, se acercaba  los sacramentos como en casa, y programaba el tiempo para poder oír la santa misa todas las mañanas y cuidar de las cosas temporales sin descuidar las espirituales. La gente de estas granjas se quejaron más de una vez  del poco cuidado que tenía de su salud, ya que en lugar de reponerse mientras que os obreros, a quienes debía vigilar, tomaban sus comidas, él se ponía a hacer oración. Los trataba con mucha afabilidad, aunque su temperamento fuera proclive a la cólera. Era un hermano que valía su peso en oro; siempre igual a sí mismo, ejemplar tanto en casa como en el campo, y no había peligro de que dejara nunca hacer nada contra las reglas en cosa de importancia. Nunca se vio qua se haya tomado diversión alguna, y moderaba hasta la risa cuando tenía la ocasión de demostrar su alegría, y aun entonces se reservaba. De la misma manera sabía mortificar su vista; lo hacía sobre todo al llegar a los lugares donde se debían dar las misiones, durante el tiempo que permanecía allí, y cuando se marchaba. Además, estaba muy atento a mortificar el primer movimiento de las pasiones y la ligereza de la imaginación; huía de la inutilidad de los pensamientos y la obstinación del juicio por medio de su aplicación continua a la presencia de Dios. Mortificaba los deseos y los afectos del amor propio como también el apego a su propia voluntad, firme en no querer ni desear otra cosa que lo que Dios le pedía. Y como amaba mucho esta virtud de la mortificación, se complacía en oír hablar de ella y en hablar de ella con los demás; y no se le podía producir una satisfacción mayor que presentarle actos en su presencia, pues sabía muy bien que sin la mortificación no se pueden adquirir las demás virtudes y que con ella se poseen todas en un grado perfecto.

Su celo. –Tenía un gran celo por su propia perfección, por la salvación eterna de su prójimo y por el bien espiritual de la Congregación. Cumplía con fervor todos los ejercicios de piedad, incluso en la época de sus enfermedades; practicaba de continuo las virtudes propias  de su estado y se servía de todos los medios posibles para sacrificarse por completo a Dios. Se ingeniaba para ayudar a los miembros de la Congregación y también a los externos en su adelanto espiritual con sus oraciones o sus mortificaciones, con sus buenos ejemplos y sus charlas espirituales; se entregaba de buena gana a instruir a los hermanos jóvenes en las reglas y las prácticas de la Congregación y enseñarles a cumplir devotamente con su oficio; hacer repetir a los criados encomendados a sus cuidados los puntos principales de la doctrina cristiana, y hablar con todos de cosas de piedad, lo que hacía de buenas maneras y con mucho espíritu y con gran satisfacción del que le escuchaba. Cuando distribuía en la puerta la limosna a los pobres, les preguntaba si rezaban a Dios por la mañana y la noche, y si asistían devotamente a la santa misa los días de fiesta, si se confesaban de cuando en cuando durante el año y si se aprendían las cosas necesarias para la salvarse y todo lo que debe saber un buen cristiano, y por último si les preocupaba la salvación de su alma. Un día habiendo oído decir que el jansenismo duraba todavía, hizo muchas mortificaciones y oraciones para obtener que fuera destruido por completo, y pidió con mucha insistencia a profesores del seminario que le hicieran buena guarra. Como amaba a la congregación tan tiernamente como un niño ama a su madre, trabajaba con sus oraciones y mortificaciones extraordinarias para obtener de Dios para ella la conservación de su espíritu primitivo y la fidelidad a sus reglas y a sus prácticas, que tanto le importaban. Comprometía a muchos hermanos a respetarlas y a estimarlas, y les comunicaba los sentimientos de san Vicente respecto a la observancia de las reglas; y tomaba a menudo su defensa contra los que no hablaban de ellas con toda la reverencia debida.

Este mismo celo le hacía atento y vigilante en observar las menores faltas, de manera que, aunque no viera gran cosa de un ojo, pues había perdido el otro, se enteraba no obstante de toda falta en esta materia, y todos estaban tan persuadidos de ello que nadie se atrevía en su presencia a obrar o hablar contra la regla, pues no dejaba pasar ninguna inobservancia, por pequeña que fuese, sin procurarle el remedio conveniente. Bastaba que los Srs. eclesiásticos del seminario se dieran cuenta que se hallaba en el patio para mantenerse modestos y callados; y si tenían entre ellos alguna dificultad, el primero que le veía aparecer decía «Ahí tenemos al hermano Antoine, y en el mismo instante todos se callaban y se preparaban a escuchar, tal era la fuerza de su celo y de sus buenos ejemplos. Tenía siempre gran placer en ir a misiones aunque le costara mucho por una hernia respetable. Allí llevaba una vida muy pobre y muy austera en lo referente a su alimentación, su lecho y sus ropas. No tomaba más que los restos de los demás y, por espíritu de humildad, no quería comer con los sacerdotes y cuando estaba a punto de partir de un lugar para ir a otro, todo su alimento consistía en un  trozo de pan seco mientras hacía las maletas. Durante el invierno, en casa o en misión, no se acercaba nunca al fuego para calentarse. Le gustaba mucho estar delante del santísimo Sacramento los momentos que sus ocupaciones le dejaban libres, y decía que los hermanos de la Misión no tienen tiempo para el recreo pues tienen cantidad de ocupaciones diversas durante el día. Tomaba de ordinario en misión un lugar retirado en la iglesia, detrás de alguna columna para no verse molestado mientras asistía las vísperas y, cuando podía, a los sermones. Mostraba siempre una gran atención y un gran respeto por la palabra de Dios, de cualquier manera que fuera anunciada al pueblo. Animaba también a los misioneros jóvenes a este santo ministerio, y se entregaba de continuo a pedir a Dios por la conversión de las almas. Era igual de celoso por la pureza de su alma, nunca se paraba a conversar con las personas del sexo, y tenía mucho cuidado de impedir que ninguna mujer entrara en las habitaciones de los misioneros. Era tan exacto y recogido en todos los ejercicios de piedad y  en sus empleos como si estuviera en su casa y no se negaba nunca a hacer la lectura de mesa, aunque hubiera estado trabajando todo el día, y decía por costumbre  que la lectura espiritual le servía de descanso. Advertía a los superiores cuando veía que comían algo con el pan en el desayuno, y con esta misma santa libertad y con prudencia, les exponía los defectos que había notado en cualquiera otra ocasión. Este celo le hacía querer  tiernamente a los buenos obreros y a la Congregación entera, porque trabajaba por la salvación de las almas, y se entristecía mucho cuando veía faltas o inobservancias de regla, y mucho más cuando alguno volvía a las cebollas de Egipto. No dejaba pasar ningún día sin traer a cuento algunas palabras o algún rasgo de nuestro santo fundador, contando su manera de hablar o de actuar, a fin de ayudar a los demás así a entrar en su espíritu.

Su pobreza. –Le gustaba y practicaba fielmente la pobreza. Se vestía y se alimentaba como un pobre sin quejarse nunca; se contentaba con lo que se le daba y pedía frecuentemente los hábitos viejos y usados por los demás y se los ponía aun así por mucho tiempo, con todos los remiendos. No tenía nada propio; jamás daba nada ni recibía nada sin permiso; no había que temer que no rindiera cuenta al procurador y que no le devolviera por la noche el resto del dinero que había tenido a disposición durante el día; pues era él quien iba a hacer las provisiones, y hacía sus compras con mucho ahorro. Él tenía igualmente un gran cuidado de de los bienes y de los muebles de las comunidad y de todo o que dependía de él. no contento con cuidar de lo que estaba a su disposición, recogía todo lo que veía abandonado o en peligro de perderse, y si veía alguna prodigalidad en el alimento o en lo demás, avisaba amablemente a los oficiales o a los que cuidaban de esas cosas. Inspiraba además su amor por la pobreza a los otros hermanos, y les recordaba que habían hecho voto de ello a Nuestro Señor, y si observaba que alguno pusiera afectación en sus ropas, o mostrara alguna repugnancia en llevar vestidos de un color o de una forma diferentes de los que se les daban, se lo decía enseguida a los que podían poner remedio a este mal.

Su castidad. –Era muy casto, mortificando siempre sus sentidos exteriores e interiores; entregado casi de continuo a la oración, incluso mientras trabajaba, caminaba siempre en la presencia de Dios. Huía con todo cuidado de la conversación vana e inútil, de toda delicadeza, como de todo exceso en el comer y en el beber; evitaba la pereza y la ociosidad; observaba un riguroso silencio y una absoluta templanza acompañada de la actividad y del amor al trabajo. Llevaba los ojos tan modestos que saliendo a la ciudad con un compañero, no sabía siquiera con quién había hablado este compañero y no miraba nunca a la cara de las personas de otro sexo, y huía siempre que podía de la ocasión de hablarles; y cuando estaba obligado a hacerlo, por su oficio de portero, les respondía con unas palabras y se retiraba al momento; para con sus hermanos no demostraba nunca ninguna amistad particular, y se guardaba cuidadosamente de no transgredir esta regla que prohíbe tocarse unos a otros, ni siquiera jugando.

Su obediencia. –Consideraba la virtud de la obediencia como el camino más seguro para llegar a la perfección y unirse a Dios. Por eso daba mucha importancia a todo lo que venía de parte de los superiores, honrando a Nuestro Señor en su persona, y con toda sumisión de su voluntad y de su juicio a sus órdenes; y además emprendía valientemente su defensa contra los que querían buscar de qué criticar. Aunque el buen hermano amara mucho la práctica de la mortificación y los ejercicios de la vida interior, como las oraciones, las lecturas espirituales, la asistencia a la santa misa y demás ejercicios parecidos, no hacía ninguno extraordinario sin los debidos permisos, y dejaba de buena gana los ejercicios de piedad para ejecutar lo que se le mandaba. Aparte de eso, descubría sinceramente sus penas y sus tentaciones a los superiores lo antes que podía, y recibía las respuestas y los remedios que le daban como venidos de la mano de Dios, y se sometía a ellos con confianza y respeto. Fue siempre fiel a la práctica de no pedir ni rehusar, puntual en hallarse en los lugares destinados a recibir los avisos y las órdenes de los superiores, en los días y en los momentos indicados. Practicaba la misma obediencia en sus enfermedades, bien con los remedios, bien con la santa comunión, aunque deseara mucho recibirla más a menudo que el uso de la Congregación no le permitía

Su paciencia. –Se ha advertido su paciencia en la paz y la calma con que soportó muchas contradicciones y reproches por parte de aquellos mismos que debían tener con él más consideraciones, así como en las frecuentes enfermedades que padeció en el curso de su larga vida, en su fidelidad a la observancia de las reglas y en la frecuencia de sus actos de mortificación. La atención que tenía de notar los defectos que veía y de informar a quien por derecho servía para más de un reproche tácito por su negligencia y despreocupación, y a veces se atraía por ello palabras desagradables y malos procedimientos; pero él no se turbaba por ello ni se inquietaba tampoco. Desde hacía tiempo ya tenía una hernia importante que le hacía sufrir mucho pero no quiso excusarse de caminar ni de trabajar como si se hallar en plena salud. No llevaba siquiera el vendaje, único remedio a este mal, a fin de tener ocasión de sufrir más y de practicar la paciencia. «Tengo mucho gusto, decía este buen hermano tan amante de los sufrimientos, al ver caerse esta casa de barro». Con la misma paciencia sufrió muchos accesos de fiebre y la pérdida de un ojo, varios años antes de su muerte. Se vio varias veces en peligro de perder el otro, pero conservaba la misma resignación a la divina Providencia. La pérdida de su ojo le ocasionó flujos  ardientes con violentos dolores de cabeza que soportó siempre sin la menor queja. En estas ocasiones, tomaba por las buenas los remedios más repugnantes y soportaba bien las operaciones más dolorosas. No concedía en sus enfermedades ninguna satisfacción a la sensualidad y no exigía esos alivios que la humanidad busca a menudo bajo pretexto de necesidad o de convalecencia; pero él se sometía por completo a las órdenes del médico y del enfermero.

Su regularidad. –Observaba con gran exactitud las pequeñas reglas como las más importantes y hasta las menores prácticas de la Congregación. Asistía con fervor a la oración y tomaba en ella resoluciones prácticas conformes a sus necesidades; a los exámenes particulares, y no faltaba y se dirigía para ello a la capilla saliendo de la mesa. Iba también exactamente a la capilla para el examen general un poco antes que los demás, a fin de tener más tiempo para recogerse y preparar su espíritu a hacer los actos propios en este devoto ejercicio. No dejaba de hacer cada tres meses su comunicación interior con sinceridad y docilidad; la hacía por escrito y de viva voz, y cada año hacía el retiro acostumbrado. Asistía de buena gana a las pequeñas conferencias que se dan a los hermanos después de cenar los días de fiesta y los domingos, y observaba según su costumbre una gran modestia, sentándose sin apoyarse en el respaldo del banco para no dormir, y si sentía venir al sueño se ponía de pie para combatirlo. A los demás les hacía también la caridad de despertarlos cuando se dormían, y escuchaba con una santa avidez todo lo que se decía. Era puntual en servirse devotamente del agua bendita y en hacer de rodillas una breve oración al salir de su habitación o al entrar, como en visitar el santísimo Sacramento al salir de casa o a su regreso. Los días de su vocación pedía permiso para comulgar, se humillaba delante de la comunidad y se encomendaba a sus oraciones. Era diligente en prepararse desde la noche a la meditación del día siguiente y no iba a acostarse hasta las nueve menos cuarto. Por la mañana a las cuatro se levantaba siempre sin luz y se encontraba de los primeros en la oración. Los días en que a causa de la enfermedad o de la edad, se le permitía descansar se levantaba  a las cinco y media. Los viernes no tomaba nada antes de comer. Era difícil reportar a los superiores las faltas que veía cometer contra las reglas o los usos.

Era también muy exacto en guardar un riguroso silencio en el refectorio y en las oficinas, evitando toda ocasión de encontrarse  con los demás junto al fuego durante el invierno, y detenerse en la cocina cuando no había necesidad verdadera. De vez en cuando, en el capítulo, pedía ser avisado de sus defectos y hacer las humillaciones, y besar los pies a miembros de la casa. Avisaba igualmente en espíritu de humildad y de caridad a los que habían pedido ser avisados. Con frecuencias se humillaba en las conferencias y en las repeticiones de oraciones, pidiendo perdón por sus inobservancias de reglas que él creía cometer pero él leía estas reglas con frecuencia y devotamente. Para conservar siempre el recogimiento, hacía actos de presencia de Dios, al son del reloj, y repetía durante el día jaculatorias, y acompañaba con la recitación de diversas oraciones vocales. Insistía mucho ante aquel que le cortaba el pelo para que se lo cortara muy corto y de manera que sus orejas quedaran al descubierto. Ponía también atención en que su abrigo como el de los demás hermanos no descendiera más abajo de las rodillas. Decía que los reglamentos estaban hechos para ser observados y si se faltaba en los de menor importancia, se faltaría luego en los más fundamentales; que las reglas, decretos y resoluciones de las asambleas y las respuestas de los superiores generales eran de grande consecuencia para el bien de la Congregación. Finalmente los superiores estaban de tal manera convencidos de su regularidad que le enviaron a la casa de Troyes para servir de modelo a los otros hermanos en la observancia de las reglas. Sufrió allí mucho como se puede juzgar por la carta siguiente que escribió un día a uno de los superiores mayores. «Os suplico que excuséis el honor y la libertad que me tomo al escribiros, pero lo hago por la gloria de Dios y para informaros que N… y N…me demuestran gran aversión, ya que informo de sus faltas a los superiores  que los reprenden luego y no les dejan toda la libertad que querían. Ponen dificultades para someterse a la regla del silencio, se los ve hablar a todas horas y divertirse juntos o con los externos contra el orden y sin necesidad. Quieren salir a la ciudad todas las semanas, hacerse amigos y divulgar en el exterior todo lo que se hace aquí y en las demás casas, y para recoger allí noticias del mundo y tomar refrescos. Y como no se les permiten todos estos paseos, se enfadan y murmuran contra el superior y contra quien los ha avisado; dicen que no tengo caridad y que tengo un espíritu raro porque no quiero charlar con ellos ni entretenerme con discursos inútiles. Mi venerado y querido Padre, me echo a sus pies con toda humildad y todo el respeto posible y os ruego que dispongáis de mí como del peor de vuestros hijos».

En su última enfermedad rogaba a menudo a uno de los confesores de la casa que fuera firme en la regularidad, y le contaba las funestas consecuencias que había visto de ciertos abusos que se habían introducido insensiblemente, y le mostraba la importancia recordándole los reglamentos hechos por san Vicente y los primeros misioneros. El mismo sacerdote le preguntaba la víspera de su muerte si no tenía nada que decir para la edificación común, y le recordó también la exacta observancia de la regla y la atención a hacerla cumplir.

Sus virtudes principales. – Las principales virtudes  que se vieron más en la vida de nuestro buen hermano Antoine Grenon fueron una constante y universal mortificación de todos sus sentidos, de sus pasiones y de las potencias su alma, hasta su muerte; un perfecto desprendimiento de las criaturas y una entera renuncia a sí mismo; una profunda humildad, una pronta obediencia y una entrega a Dios y a la oración, una vigilancia infatigable por observar todas las reglas y prácticas y por hacerlas observar, un fervor siempre ardiente e igual en los ejercicios de piedad y en la práctica de la virtud; un gran coraje para el trabajo, para el cumplimiento de sus obligaciones y para el buen empleo del tiempo; por último un deseos santa y urgente de ser todo entero y totalmente de Nuestro Señor y de llevar a él a todos los demás con sus palabras y sus ejemplos.

Conclusión de esta relación. –El conjunto de todas estas virtudes le hacía igual y universalmente digno de amor y de estima, de suerte que las personas de la congregación como los externos le admiraban como a un excelente cristiano, un verdadero misionero, un modelo de todas las virtudes y un hombre del todo muerto al mundo y unido santamente a su Dios. Todos los eclesiásticos que le habían conocido y habían tratado con él en el seminario mostraban hacia él una estima extraordinaria y todos los que venían a la puerta cuando era portero se sentían muy edificados por él; en todas partes no se hablaba de otra cosa que de su bondad y con elogios. Esta estima aumentó maravillosamente después de dejar este mundo. Entonces todos los hermanos, los criados y muchos sacerdotes de la Misión pidieron con insistencia tener algún libro o alguna estampa de lo que tenía en su habitación; se deseaba sobre todo el crucifijo del que tan bien se había servido para la santificación de su alma. Todos reconocieron que el hermano Antoine había tenido la muerte de los justos y que su memoria sería siempre en bendición.

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