Pero una cuestión mucho más grave preocupaba entonces a san Vicente. Desde hacía tiempo estaba pendiente en la curia de Roma la cuestión de los votos. En 1638, El Sr. Le Breton había sido enviado especialmente a este fin a la Ciudad eterna. Había muerto en 1641 después de contribuir en gran manera a preparar la solución definitiva, sin que se hubiera podido zanjar aún.
En 1642, los votos habían sido aprobados y renovados en asamblea general. En 1647, los Srs. Portail, de Horgny y Alméras habían sido enviados especialmente a Roma para obtener su consagración solemne en bula pontificia.
En 1651, la asamblea general los había confirmado y renovado una vez más, y parecía que en las intenciones de la Providencia hubiera llagado el momento de la aprobación definitiva por la sanción de la autoridad suprema. No obstante la controversia estaba todavía entablada entre san Vicente y los superiores en los que mayor confianza tenía depositada sobre la mejor manera de combinar todas las cosas para responder lo mejor posible a los planes de la divina Providencia sobre la pequeña Compañía. Según su costumbre, mientras podía, san Vicente consultaba a los doctores y a personas competentes. La carta siguiente nos muestra a la vez cuál era sobre este asunto la opinión del Sr. Blatiron y los motivos que alega san Vicente frente al modo propuesto por este digno superior:
«Señor,
19 de febrero de 1655
«Os he escrito, por mis dos últimas, mis pensamientos sobre el tema que me habéis escrito, y el Sr. Duport al Sr. de Horgny, con respecto al afianzamiento de nuestra pequeña Compañía y de la apertura que habéis hecho al Sr. cardenal Durazzo. Ahora os escribo algo más extenso, para que hagáis el uso conveniente. Bueno pues, he pensado que para proceder en esto con algún orden había que estudiar: qué uso parece el mejor, o el que proponéis, que es que el cuerpo de la Compañía no haga votos, y que no haya más que algunos que sean destinados a los principales cargos, o bien si conviene quedarnos en la costumbre de la Compañía, que es que todos se comprometan a Nuestro Señor por los votos de pobreza, castidad, obediencia y estabilidad, (indispensables, si no es por el Papa o el general de la Compañía), y proseguir su aprobación en la curia de Roma. Pues, mirad algunas razones por las que la Compañía hace estos votos simples, y luego hablaremos de las que vos y el Sr. Duport alegáis para autorizar vuestra opinión, a las que responderé al final.
«La primera es que los que la Providencia ha llamado de los primeros a una Compañía naciente tratan (de ordinario) de colocarla en el estado más agradable a Dios que se puede. Ahora bien, verdad es que el estado más agradable a Dios es el de la perfección que Nuestro Señor ha abrazado en la tierra y que ha hecho abrazar a los apóstoles, que consiste, entre otros medios, en vivir en pobreza, castidad, obediencia y estabilidad en su vocación. Según eso, parece que la Compañía ha hecho bien en hacer los votos de pobreza, castidad, obediencia y estabilidad; no a algunos sino a cada uno de la Compañía.
«La segunda es que las personas que se han entregado a Dios de esta manera trabajan más fielmente en la adquisición de las virtudes que tienden hacia la perfección de su vocación, a causa de la promesa que han hecho a Dios por los votos, que los que no tienden a este bienaventurado estado de vida que abrazó Nuestro Señor; y que según eso, la Congregación de la Misión trabajará más eficazmente por los votos en su adelanto espiritual que si no los hiciera.
«La tercera es que Dios ha querido fortalecer a las personas de cada estado en su vocación por promesas expresas o tácitas que hacen a Dios de vivir y de morir en este estado los Judíos por la circuncisión. Que les obligaba a vivir y morir en la religión que profesaban, bajo pena de la vida; Los cristianos, por el bautismo, que les obliga a morir antes que renunciar a él; los sacerdotes, por las promesas de castidad y de obediencia que hacen; y los religiosos, por tres votos, a saber de pobreza, castidad y de obediencia; los casados, por un sacramento que les obliga a permanecer siempre en este estado, sin poder salir de él más que por la muerte. Siendo esto así, ¿no es acaso justo que la Congregación de la Misión tenga algún lazo que ate a sus misioneros a su vocación para siempre?
La cuarta es que la sabiduría de Dios hace uso de ella así y ha inspirado este uso a la Iglesia, por la ligereza del espíritu humano, que es tan grande que no permanece nunca en el mismo estado: Nunquam in eodem statu permanet. Lo que quiera este año, ya no lo querrá el siguiente, quizás ni siquiera mañana, sobre todo cuando se trata de dedicarse a las cosas duras y difíciles como son los ejercicios de la Misión: ir a catequizar de pueblo en pueblo, principalmente en invierno cuando se está mal alojado y mal alimentado y cuando se ha de tratar con el pueblo tosco, con molestias indecibles. Los que hemos enviado a las Islas Hébridas se ven obligados a vivir de pan de avena. En Berbería, están sometidos a insultos, y en las Indias tienen que sufrir mucho de otras maneras.
La quinta es que esta práctica ha sido propuesta por el Superior general en dos congregaciones que ha tenido con para esto, compuestas de los principales superiores de dicha compañía, en las cuales habiéndose propuesto las cosas, se resolvió, por mayoría de votos, que se harían dichos votos simples, bajo le decisión de Mons. el arzobispo de París, a quien el Papa había enviado el poder de aprobar las reglas que hiciera el General para el buen gobierno de dicha Compañía.
La sexta, es una máxima de los santos, que una cosa de importancia que se refiere a la gloria de Dios y el bien de la Iglesia, una vez hecha tras muchas oraciones y consejos tomados a este efecto, hay que creer que es la voluntad de Dios que la cosa se haga, y que se deben tener por tentaciones diabólicas las propuestas que se hacen contrarias a esta resolución, y es por esta máxima por la que Clemente VIII se deshizo de la tentación que tenía de que se condenaría por haber reconciliado a la Iglesia y declarado poseedor del reino de Francia a Enrique IV, quien, siendo hugonote, se había hecho católico y había recaído por segunda vez en la herejía. Este santo pontífice, en un sueño que tuvo, se imaginó que era llamado al juicio de Dios, y que allí le fue reprochado haber dado al lobo a guardar las ovejas, obligando a los pueblos de Francia a obedecer al rey a quien no habrían reconocido como tal de otra manera. Pero un cardenal en quien tenía gran confianza y a quien comunicó sus penas, le pacificó por la regla ya dicha. Pues bien sucede que los sacerdotes de la Misión han hecho muchas súplicas a este efecto, después de lo cual propusieron su pensamiento a Mons. el arzobispo de París, que dijo en primer lugar que había pensado a menudo que era imposible conservar a esta Compañía como él la veía, sin un lazo interior y perpetuo; que no obstante se lo pensaría y examinaría la cosa. Lo que hizo durante cinco o seis años, y la aprobó al final el año 1653, poco antes de su muerte; y en dos asambleas de los principales superiores, que la Compañía ha tenido en diversos tiempos, ha aprobado y confirmado esta práctica.
La séptima y última razón es que siendo la costumbre de estos votos simples de la Compañía durante trece años o así, no hay apariencia de cambiarlo por el simple pensamiento de una o dos personas de dicha Compañía. Y además, cómo se podría hacer estando aprobada la cosa Poe por dios veces por el prelado?, no pudiendo cambiar los inferiores [178] de lo que el superior ha aprobado sino por la autoridad de la Santa Sede; y habría que hacer un extraño trastorno en la Compañía.
Estas son algunas de las razones a favor del estado presente de nuestros votos que dejan ver que se trata de una obra de Dios y que a ellas nos hemos de atener.
Contra esto se alega como primera razón de este cambio que es preciso volver a la compañía al estado en que estaba al principio, sin votos, cuando ella no estaba compuesta más que de tres o cuatro personas sólo; mas que al tercer o cuarto año que constaba de cinco o seis personas hizo votos simples sin reserva al Papa o al General, y esto sin permiso, que no se ha pedido, con la reserva al General, más que doce o trece años después de esta costumbre lo que quiere señalar el atractivo interior que tenía darse a Dios por votos.
«La segunda razón es que se alega que la Compañía se convertiría en una religión, siendo aprobados los votos por el papa, según Lessius (Lib. II: De justicia et jure, c. XLI, De statu religioso), que dice, hablando de los votos simples: Non esse necessarium ad essentiam status Religionis ut vota ista sint solemnia. A lo que se responde en primer lugar que, si así fuera, esta parte de la Compañía que hiciera los votos como se propone sería pues religiosa: lo que significaría el mismo inconveniente. En segundo lugar, se responde que una Compañía se hace religiosa cuando la Iglesia aprueba sus votos simples, al efecto que la Compañía en la que se hacen sea tenida como una Religión, como lo hacen ver las palabras: Sufficit, dice, ut ab ecclesia in enin dinem acceptentur, y añade luego el ejemplo de los primeros votos simples de los padres jesuitas que la Iglesia aprueba, con el fin que tengan la eficacia de los votos de religión. Pues bien, lo mismo da que la Compañía desee que sus votos sean de esta naturaleza, que por el contrario declare por el acta de aprobación del arzobispo de París, que aunque haga estos votos simples de pobreza, de castidad, de obediencia y de estabilidad, ella no crea que se la tenga por una religión, sino al contrario ser siempre del cuerpo del clero. Según eso, esta segunda objeción parece manifiestamente nula. Lo que dice Layman se ha de entender de la misma manera. En cuanto a Azorius no dice nada de eso; al menos no se ha visto nada después de recorrer todas estas materias.
A la tercera dice que la Compañía será más agradable a los prelados sin estos votos respondo en primer lugar: Nuestros señores los prelados no tendrían por más grata a esta parte de la Compañía que hiciera los votos; lo cual sería caer en el inconveniente que se quiere evitar. En segundo lugar, ellos no se preocupan demasiado si hacemos votos o no, con tal que vivamos en la observancia de nuestras reglas, que trabajarnos en la salvación del pobre pueblo de los campos, y en servir útilmente en el al estado eclesiástico con los ejercicios de los ordenandos y con los seminarios cuya dirección nos entregan: pues ¿qué razón tendrán, si así fuera, en querernos menos por a causa de nuestros votos simples, ya que ellos mismos se han obligado en la recepción de las sagradas órdenes, a la obediencia y a la castidad? Y en cuanto a la pobreza, la Iglesia al ordenar que después de recibir los víveres y el vestido, deben dar lo sobrante a los pobres, ¿no es verse obligado a la pobreza? Y además, nuestro voto de obediencia ¿no nos obliga a obedecerlos, como el siervo del Evangelio a su amo, en nuestras tareas? Por qué pues se alega que nuestros señores los prelados nos iban a querer menos!
La cuarta, que los sacerdotes que hagan votos y están empleados en los principales oficios de la Compañía la harán avanzar a la perfección sin los votos. Respondo que es una cuestión si será, y hay más apariencias que avanzarán incomparablemente más habiendo hecho los votos que de la otra forma, ya que la observancia de los mismos votos es un adelanto continuo en la adquisición de las virtudes que llevan a la perfección a la que deben tender todos los misioneros. Añado además a lo que he dicho que no conozco en la Iglesia de Dios ninguna congregación que lo haga así, si acaso las hijas de la Magdalena de esta ciudad, donde, de ciento diez o ciento cuarenta que son, sólo hay unas treinta que hacen votos de religión, y las demás son simple congregación, con el fin de que aquéllas dirijan un día a éstas. Bueno pues, la experiencia dice que esta costumbre perjudica más de lo que aprovecha a estas pobres criaturas, porque las primeras son unas suficientes, menosprecian a las demás y se vuelven insoportables; y las segundas sienten tal aversión hacia las demás, que a la menor falta que cometan, murmuran y gritan contra ellas; y las primeras, que no tienen suficiente virtud para soportar los efectos de esta aversión, gritan por otro lado, y esto es causa de que se vean en continuas peleas y produce un divorcio en su casa. Y si no fueran las de Santa María que las dirigen y que hacen todo lo posible para moderar todas las cosas, hace tiempo que esta casa estaría patas arriba. Por eso no se admita más a de estas pobres hijas a los votos, sino las menos posibles, con el fin de quitarlas poco a poco del todo.
Se dirá tal vez contra esto que los padres jesuitas tienen esta costumbre también, siendo algunos de ellos profesos y haciendo votos, si bien diferentes.
Esto es, Señor, lo que he pensado tener que deciros sobre el asunto de la propuesta que me habéis hecho, de mandar cambiar el estado de la Compañía, y de lo que habéis hablado a Mons. el cardenal, con el fin de que os afirméis cada vez más en los sentimientos de esta santa práctica , y aclaréis a Su Eminencia las dificultades que vuestra propuesta le haya podido llevar su espíritu, poniendo esto (que os escribo) en italiano, y que le deis a saber los sentimientos que Dios os dé sobre ello, rogándoos, además, que penséis ante Dios si las aversiones que algunos tienen contra los votos no vengan de la naturaleza que reclama siempre la libertad. Os abrazo con todas las ternuras de mi corazón y soy vuestro, etc.»
Hasta qué punto sostendría el Sr. Blatiron la opinión a la que san Vicente respondió con la carta precedente, y cuál fue el efecto que esa misma carta produjo en él? Es algo no podríamos precisar por falta de documentos. Sólo sabemos que poco después san Vicente creyó conveniente emplearle a él mismo en conseguir la solución cuya utilidad y oportunidad tan invenciblemente acababa de mostrarle, y que este digno misionero no puso ninguna dificultad en encargarse de lo que se le pedía. Se encontraba en Roma ocupado en este asunto importante, cuando san Vicente le escribió la carta siguiente.
9 de julio de 1655.
» Señor,
Por lo que veo, las dificultades continúan, pero no hay otra manera, ya que tenéis a la cabeza a semejante cardenal y semejante cuerpo; ello no impedirá, ni aunque me hubieran arrancado los ojos, que yo no los estime y los quiera tan tiernamente como los hijos a su padre: Putant enim obsequium praestare Christo [Pues piensan prestar un servicio a Cristo]. Deseo y pido a Nuestro Señor que cada uno de nuestra Congregación haga lo mismo. No dejéis, Señor, de solicitar nuestro asunto, en la confianza que es la voluntad de Dios, que permite a veces que surjan contradicciones entre los santos y los mismos ángeles, no manifestándose las mismas cosas unos a otros. Los éxitos de semejantes diferencias se dan con frecuencia en la paciencia y en la vigilancia con que se ejercitan. Los padres jesuitas han tardado más de veinte años en la solicitación de su consolidación bajo Gregorio XVI. Las obras de Dios tienen su momento: su Providencia las hace entonces, y no antes ni más tarde. El hijo de Dios veía la pérdida de las almas, y no obstante no adelantó la hora que estaba ordenada para su venida. Esperemos pacientemente, pero actuemos y (por decirlo así) acelerémonos lentamente en la negociación de no de los mayores asuntos que la Congregación tenga nunca…»
Una vez cumplidos estos deberes de obediencia, el Sr. Blatiron se dio prisa en tomar la ruta de Génova, dejando a los demás el gozo de recoger los resultados a los que había contribuido tan poderosamente. Entretanto, era feliz atendiendo a las necesidades de la casa de Roma, que acaba de dejar, por lo que san Vicente le felicita por la carta que sigue:
1º de septiembre de 1655.
» Señor,
» Yo no puedo por menos que deciros de nuevo que estoy muy edificado por la bondad que tenéis al incomodaros en enviar a dos de vuestros sacerdotes a Roma, para ofrecer medios al Sr. Joly para satisfacer a tan grandes prelados y cardenales que sienten devoción al emplear a la Compañía en su diócesis. Oh, quiera Dios dar este espíritu de apoyo y de arreglo a cada particular, lo cual traería una gran unión y un gran adelanto a todo el cuerpo, pues consideraríamos los intereses de los demás como nuestros propios, y el fuerte sosteniendo al débil, todo iría mejor, etc.…
La solución deseada a propósito de los votos una vez otorgada al Sr. Joly, como lo hemos dicho, el 22 de septiembre de 1655, por un breve de Alejandro VII, san Vicente, después de recibirla, se la anunciaba en estos términos al Sr. Blatiron, un mes día a día después de su emisión:
«Señor,
«A propósito de los votos, Dios ha querido y nuestro santo Padre el Papa aprobar los que nosotros hacemos, ya he recibido el breve, y se lo hemos ofrecido a Nuestro Señor como una obra de su mano. El Sr. Joly os debe enviar una copia auténtica, la cual os pido que presentéis a Mons. el cardenal de Durazzo, como un efecto de su oraciones y de su recomendaciones. En cuanto a la dependencia de los obispos, os puedo asegurar que yo no he contribuido de ninguna manera a hacer que le dieran la explicación que contiene dicho breve; no he hablado de ello ni de cerca ni de lejos; todo lo han hecho estos Señores a quienes el Papa ha señalado, que han juzgado conveniente dejarla como está. Sabéis muy bien que la voluntad de Dios no puede ser mejor conocida en los acontecimientos que cuando suceden sin nosotros, o de otra forma de la que los pedíamos. Siempre es verdad que nuestros Señores los obispos tienen un poder absoluto sobre nuestras funciones exteriores y también en los seminarios, las ordenaciones y las misiones, etc.…»
El 12 de noviembre, el Sr. Blatiron es felicitado por san Vicente por las oraciones que hace por la propagación de la Compañía:
«Señor,
«Doy gracias a Dios por las devociones extraordinarias que os habéis propuesto hacer para pedir a Dios, por el bienaventurado san José, la propagación de la Compañía. Pido a su divina bondad que le sean agradables. He pasado más de veinte años sin atreverme a pedírselo a Dios, creyendo que siendo su obra la Congregación, había que dejar a su Providencia sola el cuidado de su conservación y de su crecimiento; pero a fuerza de pensar en la recomendación que se nos hace en el Evangelio, que pidamos que envíe obreros a su siega, me he convencido de la importancia y de la utilidad de esta devoción. Soy, etc.…»
Un poco más tarde, nuestro bienaventurado Padre consuela a este buen misionero por alguna inquietud que experimentaba:
19 de noviembre de 1655
«Señor,
» No hay nadie en la tierra, por santo que sea, que no haya tenido alguna inclinación al mal; es el ejercicio de las almas buenas y una fuente de méritos. Es posible que san Pablo no se sintiera nunca tan inclinado al pecado como cuando dios le tocó para su conversión, ni más agradable a los ojos de Nuestro Señor que en lo más fuerte de de las tentaciones que sufrió a partir de entonces. Dicho esto, Señor, no debéis sorprenderos si tenéis parecidas inclinaciones; sirven para humillaros y produciros demores; pero lo debéis hacer con tan buena forma, que os sintáis a la vez animado a confiaros más en Dios, pues su gracia os basta para vencerlos asaltos de la naturaleza rebelde. Le pido que os dé fuerza en esto y en todos vuestros trabajos, en los que temo lo demasiado, etc.…»
Una nueva carta de san Vicente, que vemos a continuación, con fecha del 31 de diciembre de 1655, nos hace saber que el celo ardiente de este ferviente misionero no hace sino crecer de día en día. Una vez más este buen y tierno Padre se siente movido a recordarle la moderación.
«Señor,
«Estoy en un continuo temor de que vuestros grandes trabajos, agotando poco a poco vuestras fuerzas, acaben con vos, de manera que no os podáis recuperar ya. Por eso, Señor, evitad, os lo suplico, que llegue este inconveniente. Sé muy bien que en cualquier estado en que os halléis estaréis contentos, porque no buscáis más que la voluntad de Dios, y sabéis que son bienaventurados los que se consumen pronto o tarde en el servicio de un tan buen Maestro. Esto es bueno para vuestro interés, pero no se ajusta a las necesidades del prójimo. La mies es mucha, hay pocos obreros; sabéis también que hay grandes dificultades en formarlos buenos, y que entre los sujetos que se presentan, pocos son aptos y dispuestos para serlo siempre, etc.…
Sin embargo, la cuestión de los votos ya decidida por el Soberano Pontífice, el breve de Alejandro VII fue comunicado a todos los superiores. San Vicente informa, el 7 de enero de 1656, al Sr Blatiron, sobre el consuelo que siente al ver con qué gozo fue acogido en todas partes:
«Señor, tenemos grandes motivos de alabar a Dios por la suavidad con que todas nuestras casas aceptan la aprobación de nuestros votos, ya que todos demuestran gran alegría y grande gratitud por este breve, y unas ganas iguales de someterse a él que contiene aprobación de nuestros votos, pues todos expresan grande alegría, renovando sus votos y haciéndolos según el mismo breve, lo que nos confirma cada vez más de que es la obra de Dios, etc.…»
El 21 de enero de 1656, después de recordarle que el superior debe remitir el dinero de la casa a las manos del procurador, que sin embargo no puede disponer de ello por sí mismo, añade: «…apenas llegasteis de vuestras misiones cuando ya estáis metido en otro empleo por los ejercicios que dais a los párrocos, en lugar de tomaros un descanso. Oh, qué grande será el que Dios os prepara en el cielo, ya que vos os tomáis bien poco en la tierra, donde consumís vuestra vida por el amor de Nuestro Señor, que ha dado la suya por nuestra salvación. Le ruego con todo que os conserve largo tiempo para hacer que su muerte sea eficaz a aquellos a quienes asistáis, etc.…»
El celo que el Sr. Blatiron desplegaba sin cesar para procurar a la pequeña Compañía nuevos obreros, y por lo cual ya le había felicitado san Vicente, cuando este celo consistía ante todo en pedir para que Dios se dignara dar vocación a un gran número para esto, tomaba a veces otra forma. El santo fundador le expone a propósito qué poco se necesita contar con los niños que se educaran con la esperanza de preparar vocaciones para el seminario interno:
«3 de marzo de 1656.
» Señor, el medio que proponéis para poblar vuestro seminario interno es bastante largo y muy aventurado, ya que los niños que tomamos antes de la edad de hacer una opción de vida son cambiantes; dirán lo suficiente que quieren ser misioneros, e incluso se someterán por algún tiempo, para estudiar; pero ¿son capaces de algo, cambian de lenguaje, dicen que no tienen vocación y se marchan? ¿Cuántos tenemos de éstos? Teníamos no hace mucho quince o dieciséis, después de hacer buenos gastos, se han marchado. El difunto Mons. cardenal de Joyeuse ha fundado un seminario en Rouen para educar a jóvenes clérigos y hacer con ellos buenos eclesiásticos para la diócesis, pero apenas se ve uno que llegue, porque cuando han hecho sus estudios, abrazan las profesiones seglares, y los demás que se hacen sacerdotes, no queriendo someterse a servir a la diócesis, toman otro partido. Las casas de la Visitación caen a menudo en algún inconveniente parecido. Acogen a jovencitas en pensión y, educándolas en el espíritu de la religión, dan el hábito a las que lo piden a los dieciséis años; pero casi todas las que lo toman de esta manera llevan después una vida floja y perezosa, porque no tienen una verdadera vocación, habiendo sido colocadas allí por sus padres y permaneciendo por respeto humano. Igualmente, Señor, hay razón para temer que, aunque estos jovencitos quisieran perseverar en nuestra Congregación no serían aptos para nuestras funciones y serían motivos para echarlos fuera. Otra cosa será cuando en misiones se encuentran niños piadosos y de buen espíritu, y que piden ser de nuestra Compañía; pues con éstos sería bueno hacer un ensayo, si hubiera un medio de alimentarlos sin pagar nada. No obstante, tantas razones contra eso, que dudo mucho si convendría, etc.…»
El Sr. Blatiron habiendo expuesto a san Vicente las condiciones en las que un santo sacerdote quería hacernos una donación, nuestro santo fundador creyó ver algo injusto y la rechazó en estos términos: «ya he informado al Sr. Duport que hay que demostrar gran respeto y grande gratitud a este venerable sacerdote quien nos quiere dar una casa pero que, para aceptar su donación, no era preciso, si no fuera por el pensamiento de Mons. cardenal que, teniendo el espíritu de Dios, no os aconsejará nada más que según las luces de este mismo espíritu, y las máximas cristianas por las que debemos conducirnos, esta donación no se podría hacer sin causar perjuicio a una comunidad de pobres hermanas. Y si es verdad que la casa donada haya sido construida, en todo o en parte, con las limosnas de este buen eclesiástico para dichas hermanas, hay que tener mucho cuidado con una injusticia; también sé que os guardaréis bien de hacerlo, sino que obraréis de manera que dicha casa sea para las hermanas, o que el dinero que les pertenece les será devuelto. Me tenéis a la espera de informarme más en particular sobre este asunto y cuál será el parecer de Su Eminencia, me quedo esperando».
En esta misma carta, este buen Padre, siempre lleno de solicitud por sus hijos, y especialmente por los más generosos y los menos dispuestos a controlarse, añadía: «Alabo a Dios por vuestro regreso a Génova y por el santo éxito de vuestras misiones. Descansad bien, os lo ruego, para recobrar las fuerzas perdidas. Pido a Nuestro Señor que os las conserve y aumente, por el espíritu y por el cuerpo, y conceda la gracia a ese pueblo de perseverar en las buenas disposiciones en que le habéis dejado».