Al trazar estas líneas, san Vicente no sospechaba que entraba en los planes del Señor que el Sr. Blatiron coronaría la inmolación continua que hacía de su vida por la santificación de las almas por el martirio de la Caridad. Pocos meses después en efecto, los primeros ataques de la peste se hicieron sentir en Génova. A la aparición de la plaga el Sr. Blatiron y varios de sus cohermanos fueron a ponerse a disposición de la autoridad eclesiástica para la asistencia de los que estaban atacados y ellos informaron a san Vicente de su decisión. Fue una noticia bien dolorosa y bien consoladora para el santo cuyos sentimientos destacan en la carta que dirigió el 28 de julio de 1656 la Sr. Blatiron:
«Oh Señor, y qué generosa y de qué perfección es la resolución que habéis tomado de ir a servir a los apestados en caso de enfermedad, con los Srs. Le Juge y Lucas! Tan solo se necesita una acción heroica como esa para alcanzar la perfección en vuestro estado, porque no hay caridad más grande que la de dar su vida por el prójimo. Bueno, darla es exponerla, y exponerla es sacrificarla a Dios, como lo hacéis, por un fin así. Sin embargo la cosa es de tal alcance, y veo tantas razones contra esto, al menos, pensando sólo en vosotros, que no me atrevo ni a consentir ni a oponerme a vuestra resolución. Espero que Dios os hará conocer por el Sr. Cardenal o por sí mismo su santísima voluntad en todo esto».
Pocos días después, san Vicente transmite al Sr. Jolly, superior de la casa de Roma, y al superior de la de Génova una instrucción común sobre la conducta que deberían guardar en las circunstancias críticas en que se hallaban. Ya que, si el celos que llevaba al Sr. Blatiron y a sus cohermanos a exponer su vida por acudir al socorro de los apestados es de los más plausibles, él no excluirá la prudencia que debe regularlo según las circunstancias; es lo que nos dice la carta del 11 de agosto de 1656: «Escribo al Sr. Jolly, superior de la casa de Roma, y al superior de la de Génova, con el parecer de nuestros asistentes, rogándole no exponerse, y a su familia que no se le permitan por los grandes inconvenientes que seguirían a la pérdida de su persona. Os hago a vos, Señor, la misma súplica, y a vuestra familia también; y si me atreviera, se la haría también a Mons. Cardenal, no sólo para que no se lo permitan, sino para que él os lo prohíba. Que vuestros sacerdotes vayan a asistir a los apestados en lugar de vos, en buena hora, es justo que los miembros se expongan para la conservación del jefe es lo que hace la naturaleza; pero decir que es el jefe a quien le toca el primero, no es verdad, sino en ciertas ocasiones que no son de la calidad y de la importancia de ésta; ya que cuando se trata de una gran desolación en que los superiores deben dar las órdenes, lo mismo que en los ejércitos en los combates y las batallas, son y deben ser de los últimos en ponerse en peligro. Se verán a alguno de vuestra familia que se ofrecerá a ir el primero y los demás a continuar. Os ruego, Señor, que los reunáis y les digáis lo que os escribo, aunque no os escriba más que muy sucintamente, viéndome sin tiempo.».
Estos consejos llenos de sabiduría del santo fundador de la Misión apenas habían llegado a Génova, cuando el Sr. Blatiron se ve en una gran perplejidad y uno de los bienhechores insignes de la casa, el Sr. Christophe Moncha fue atacado por la peste. El superior de los misioneros se persuadió que en parecida circunstancia su venerable Padre se habría apartado de las prescripciones transmitidas. No obstante para estar más seguro sobre la voluntad divina con respecto a él, se fue a tomar consejo al cardenal arzobispo sobre la línea de conducta que seguir. Su Eminencia admiró la sabiduría de las instrucciones del Superior general y, más interesado que cualquiera otro en la conservación del digno señor de Génova, para la necesidad de su diócesis, se opuso a que fuera a ver al enfermo, y permitió, todo lo más, a uno de sus compañeros que fuera. El Sr. Le Juge aceptó de buena gana esta comisión y, presentándose a la puerta del Sr. Moncha, éste, profundamente impresionado por la entrega de misionero, no quiso que se expusiera a coger el contagio, y él se murió la noche siguiente, sin duda completamente resarcido por el Dios de todo consuelo.
Dejemos a san Vicente, en su carta del 1º de septiembre de 1656 al Sr. Blatiron, expansionar sus sentimientos de admiración sobre este doble acto de caridad heroica «Hemos sabido con dolor la muerte del buen Sr. Christophe Moncha, vuestro bienhechor, y este dolor es tanto mayor porque la Compañía no ha podido testimoniarle bastante su agradecimiento en estos extremos; mas al menos si no pudo hacerlo durante su vida, bueno será que lo haga después de su muerte, ofreciendo a Dios sus oraciones y sus santos sacrificios a su intención. Es lo que ya hemos comenzado a hacer aquí, donde he informado a la familia del consuelo tan grande que he recibido por la disposición en que todos estáis de exponeros en caso de peste por la salvación del prójimo y porque habéis ido vos mismo a ofreceros con el Sr. Le Juge al servicio de vuestro bienhechor. Es un santo movimiento digno de vuestra vocación y que era debido al afecto y al mérito de este buen difunto. Pero no sé quién ha ido más lejos en caridad vos o él, uno queriendo exponerse por el otro, o el otro prefiriendo privarse de la asistencia en su hora extrema, al ver al otro en peligro. Os confieso que estos actos heroicos de virtud me arrebatan por igual. El vuestro es de aquellos a quienes Nuestro Señor ha puesto en el más alto grado cuando dijo que no hay amor más grande que dar la vida por el amigo; y yo encuentro en el suyo algo de grande y extraordinario, a causa de que, en la cercanía y terrores de la muerte, no hay nada tan deseable como la presencia y el apoyo de las gentes de bien. Nuestro Señor mismo no se quejó por uno de sus profetas porque llevado al suplicio y mirando por un lado y por otro no vio a ninguno que viniera a consolarle. No dudo de que este buen siervo de Dios no conozca ahora por experiencia el precio de las buenas obras y que su divina bondad no le haya recompensado abundantemente por el bien que os ha hecho. Saludo cordialmente a vuestra familia, en particular al Sr. Le Juge que se ha puesto en plan de ofrecer un holocausto de su persona.
Siempre lleno de la más viva solicitud para la conservación de los días tan preciosos del superior de su casa de Génova, san Vicente le renueva, en su carta del 29 de septiembre de 1656, los consejos anteriores, y prevé el caso en que, siendo elegida la casa de los misioneros para retirar a los apestados, los misioneros se verían obligados a prestarles cuidados. «Renuevo la recomendación que ya os he hecho varias veces de vigilar vuestra propia conservación y la de la familia, mientras os lo permita una prudente caridad. Si Mons. el cardenal ordena que alguno de los vuestros se exponga por la salvación de los enfermos, en buena hora, conoceréis por este medio la voluntad de Dios; mas aparte de eso, contentaos con ofreceros en espíritu a su divina bondad para todo lo que les plazca, sin pedir a otro que sea dedicado a este servicio peligroso por el que yo creo que se encontrará a otros sacerdotes y religiosos. Pase lo que pase, confío plenamente que Dios os conserve y que contribuiréis con todas vuestras fuerzas. Que si fuera del agrado de Dios afligiros por algún efecto contrario y hacer un hospital de vuestra casa, según se propone, bendeciremos su santo nombre, y trataremos de mantenernos en paz con una humilde sumisión a su proceder que, siendo muy buena y muy sabia, hará que todo redunde en el mayor bien».
Aumentando el número de los enfermos en proporciones considerables, la casa de la Misión como todos los demás establecimientos fue requisada por las autoridades religiosas y civiles para servirles de refugio; y los misioneros debieron alquilar una casa en la ciudad. El Sr. Lucas se ofreció para asistir a los apestados, y se preparó con un retiro de algunos días. Fue enviado al lazareto de la Consolación.
Ante este anuncio, san Vicente se apresuró a enviar al Sr. Blatiron el 1º de diciembre de 1656: «Todo lo que os recomiendo con la mayor insistencia y afecto es que empleéis todas las precauciones razonables para conservaros. Por lo demás, yo no puedo dar suficientes gracias a Dios por la disposición que da a cada uno de ustedes, por hacerle un sacrificio de su vida, exponiéndose, si es necesario, para la asistencia de los apestados. Como ello no puede ser sino por una caridad soberana que contempla sólo a Dios en esa salvación de las almas, por eso no hay nada tan consolador ni más capaz de atraer las bendiciones del Cielo sobre la Compañía, aunque el efecto no se siga, porque ya no depende más que de la santa obediencia que esperáis. La que ha puesto ya al Sr. Lucas en la ejecución de este divino movimiento es una señal de la gracia que Dios ha puesto en vuestra comunidad, para protestar como él, ante la faz de la Iglesia triunfante y militante, que el amor es más fuerte que la muerte, y que solo Dios merece ser amado y servido. –Quien pierde su alma de esta manera la salvará, y quien quiera salvarla de otra forma la perderá. Doy gracias a Nuestro Señor Jesucristo que dijo estas palabras, por haber puesto al señor Lucas en estado de consumarse por él».
El Sr., en efecto, prodigó durante trece días los cuidados más urgentes a los apestados; al cabo de ese tiempo, fue alcanzado él mismo por el contagio que le llevó a la tumba después de tres días de enfermedad.
Hallándose interrumpida toda comunicación entre Génova y Francia, fue por el Sr. Martín, superior de la casa de Turín, como San Vicente se enteró de la muerte del Sr. Lucas. Acusando recepción de su carta, san Vicente le escribía el 29 de diciembre de 1656: «Todos los sacerdotes de esa casa (Génova) están dispuestos a seguir el ejemplo de este querido difunto exponiéndose como él lo mismo que los de Roma, y no esperan más que la orden del Sr. Cardenal, sin el cual yo les he rogado que no lo hagan. Lo que nos da una vez más motivos de agradeceré a Dios por colocar entre nosotros a almas totalmente desprendidas de la tierra y tan preparadas para salir de ella que quedarse cuando se trata de su servicio o de su voluntad».
En las parroquias que evangelizaban, los misioneros, no limitándose en sus cuidados al bien de las almas, se esforzaban en ayudar a los pobres con la fundación de Cofradías de la Caridad, conforme se practicaba en Francia; y por la misericordia de Dios, esta piadosa institución era bien acogida en todas partes, según se constata en una carta de san Vicente, del 14 de julio de 1656, al Sr. Blatiron: «Alabo a Dios por la facilidad que encontráis por ahí para fundar la Cofradía de la Caridad en la mayor parte de las parroquias, y por la piedad de los habitantes contribuyendo a mantenerla. Quería saber si las que habéis fundado se mantienen».
El Sr. Richard, que estaba en Génova, fue enviado en 1656 a Turín para las misiones, y el Sr. Ennery a Génova para enseñar filosofía.
Habiendo obligado las circunstancias a nuestros misioneros de Génova a confiar a un externo el cuidado de lo temporal, san Vicente alaba al Sr. Blatiron por lo que ha hecho en esta ocasión.
«13 de octubre de 1656.
Señor,
» Habéis hecho bien en recibir a un hombre de fuera (entiendo que se trata de un sacerdote y con y aficionado) para arreglaros, con tal que la elección sea buena, y lo apruebo toda vez que es por consejo del oráculo, Sr. cardenal, cuyas luces y sentimientos vienen de Dios y tienden siempre a él. Me parce bien el alivio que sentís, pues habiendo tanto que hacer más importante que lo temporal, es conveniente que os entreguéis por completo a lo espiritual, sin repartirlo entre los demás. Será preciso no obstante que os den cuenta a menudo, e incluso que mandéis a ese procurador que no resuelva nada de importancia sin vuestro consejo, etc.»
No podemos por menos que citar aquí las cinco últimas cartas de san Vicente a propósito del Sr Blatiron. La primera va dirigida al Sr. Duport, su cohermano en Génova, y las otras cuatro al Sr. Blatiron mismo. Son testimonio a la vez de la entrega valiente de estos misioneros que sucumbieron todos en el trabajo y del tierno afecto que san Vicente les conservaba, así con a este pueblo tan machacado. Escribía pues, el 13 de julio de 1657, al Sr. Duport:
» Señor,
» El azote que supone la enfermedad en Génova me espanta y me aflige en exceso y hace que yo comunique mi dolor a toda la gente de bien que pueda ayudarnos a pedir a Dios que tenga a bien apartar de esta pobre ciudad el peso de su brazo que la aplasta. Es la petición que le hace sin cesar nuestra pequeña Compañía, y que le hará mientras dure esta visita del cielo. Pues, además de que es una aflicción pública, es un motivo de temer para nosotros que vuestra familia no se vea exenta. Es preciso sin embargo someterse al proceder adorable de Dios, que os perdonará si es más conveniente para su gloria. Será suficiente que renovéis al Sr. Cardenal, el ofrecimiento que el Sr. Blatiron le ha hecho de la familia en general, y de cada uno en particular, para la asistencia espiritual de los enfermos, cuando Su Grandeza encuentre a propósito emplearle en ello; diréis todo y haréis todo lo que debéis, Dios no os pide más. Él sabe vuestras disposiciones y sabrá llamaros por vuestro nombre, cuando llegue la hora en que se necesite servirse de vos en esta ocasión. Os suplico que no os adelantéis a ella, andando solo sin una orden especial. El qué dirán no debe detenerse en vuestro espíritu y sería respeto humano servirse de él de otra manera, bajo pretexto de que alguno se escandalice por no veros en el peligro, como si fuera necesario que todos los sacerdotes y religiosos estuvieran allí a una vez. Siento mucho la indisposición de nuestro hermano Rivet, pido a nuestro Señor por él y que os bendiga a todos con sus grandes bendiciones. Continuad mandándome vuestras muy queridas noticias, y pidiendo a dios por mí que estoy siempre cerca de la muerte, a mi edad avanzada».
Al Sr. Blatiron, superior de Génova.
París, 27 de julio de 1657-
«Señor, he recibido vuestra carta del 25 de junio; a medida que el mal aumenta, nuestro dolor crece y nuestras oraciones se multiplican. Ah, Señor, eso es un motivo de gran aflicción para toda la Iglesia, ver a un tan gran pueblo desolado de esa manera, y para nosotros de un gran temor al veros expuesto, como lo estáis, con el resto de la familia, pues si de momento ninguno estáis en el servicio de los enfermos no dejáis de veros rodeado de la enfermedad, y en vísperas de ser llamado, según la disposición que el Sr. Duport ha presentado a Mons. el cardenal, y la respuesta que Su Eminencia ha dado, digna de un grande y santo prelado, como lo es. Vos mismo me decís que varias personas han muerto de la peste, dos días o tres después de ser oídas y haber comulgado por vos, lo que demuestra el peligro en que os halláis. Dios por su bondad infinita os aparta, si así lo dispone, con toda los vuestros, y se digna mirar con piedad a los de los campos y de la ciudad. Es cuanto espero, y esta esperanza me consuela, así como las precauciones que os tomáis. Os pido que la continuéis y que os sirváis de todos los medios a mano e imaginables para estar a salvo».
Al Sr. Blatiron, superior de Génova. París, 3 de agosto de 1657.
» Señor, siento preocupación por vuestras cartas y por la del Sr. Duport, desde que os escribí. Temo mucho que en adelante sean más raras que en el pasado, como las de Roma, de donde no las hemos recibido por los dos último ordinarios, a causa de la enfermedad que hace difíciles los caminos y retrasa los correos. ¿Cómo os encontráis, Señor, y cómo están los que Nuestro Señor ha puesto bajo vuestra dirección? Tengo miedo de que este mal entre en vuestro pequeño rebaño; pero quiera Dios apartarlo y liberaros de él! Cuidaos todos mucho y usad de todos los remedios posibles y razonables. Si estáis aún en los campos como lo deseo, alejaos del peligro, todo lo que podáis. Mi gran confianza está en Dios y no en estas industrias humanas; sin embargo creo que es de su agrado que uséis de ellos, mientras sea con resignación a lo agrade a su conducta paternal ordenar sobre vuestras personas. No dudéis, Señor, que no las recomendemos muy a menudo a Nuestro Señor. Decídselo a vuestra familia y que la abrazamos en espíritu y alma; me encomiendo a sus oraciones y a las vuestras».
«Señor, Me he visto privado de vuestras cartas desde la del 3 de julio; pero el Sr. Jolly me ha informado de la que le habéis escrito el 13 siguiente, en la que le habéis comunicado la gracia que ha querido hacer al Sr. Ennery de atraerlo a sí, y al Sr. François Vincent por poco; de disponer de uno por una feliz muerte, y de reducir al otro a las últimas por la vehemencia de la enfermedad. Decís además que el hermano Jean ha sido atacado. Dios mío, Señor, éstos son golpes difíciles de digerir! No me faltaba razón cuando me temía las consecuencias de este feo mal. Podéis imaginaros cuánto nos aflige esta tristeza. Me llega a las entrañas, y más de lo que os pueda decir; y lo que aumenta nuestra aflicción es el temor que Dios nos haya privado también de algunos más, y quizás de todos. Mi buen Señor, tened piedad de nosotros, por favor, pero sobre todo tened piedad de mí, pecador, que soy la causa de que quitéis así a una pequeña Compañía naciente lo que tiene de más querido! De verdad, Señor, yo no pedo atribuir más que a mis pecados lo que hace sobre ella. Pedimos todos los días a su divina bondad por toda la ciudad y por vuestra casa para que disponga librarlas de este mal. Lo que colma mi dolor es el temor que tengo por la persona sagrada del Sr. cardenal, cuya conservación pedimos también al Dios sin cesar. No sé qué deciros a la vista de estas pérdidas irreparables y de las otras que podemos temer, sino deciros que me rompen el corazón. Lo que me obliga a concluir adorando los designios de Dios, y sometiéndome al peso de su mano».
París, 24 de agosto de 1657.
«Señor, tras las tristes noticias que hemos recibido de Roma del estado en que se encuentra vuestra casa el 13 de julio, vivimos en el temor y la esperanza por el gran peligro fatal al que os halláis expuestos, que parece amenazar a la Compañía con la privación más sensible que pueda ocurrir y que nos abrumaría de dolor si la bondad de Dios, que ve la gran pérdida que sufriríamos y el perjuicio que recibiría la diócesis de Génova, no nos aumentara el valor, a la espera de que os conserve, como se lo pedimos incesantemente. Le pedimos también por las salud de toda la ciudad y por la conservación particular de la persona sagrada del cardenal. Entretanto la terrible plaga seguía causando estragos. ‘Las cartas de san Vicente en esta época, dice el abate Maynard, están llenas sobre esto de horribles detalles. Al regresar de los campos a la ciudad, donde el mal crecía cada día, el Sr. Blatiron había encontrado las calles cubiertas de montones de cadáveres, entre los cuales cuatro personas con vida caídas allí de debilidad, esperando convertirse pronto en cadáveres ellas también. Había cinco o seis mil muertos por semana. Nadie se atrevía a acercarse más que de lejos para socorrer a esta desdichada ciudad y nadie tenía la fuerza de ir a recoger las limosnas arrojadas a sus espaldas. San Vicente escribía el 29 de septiembre de 1657: ‘Una barca de Savone arribada al puerto para traer algunos refrescos, y después de gritar por largo tiempo, nadie respondió; de suerte que dejando en la orilla los víveres que traía y habiendo regresado días después, los encontró como los había dejado.»
En la época de esta carta, la peste se había redoblado. Los jesuitas y los misioneros se habían visto obligados a ceder sus casas a los apestados, y éstos se habían colocado en una casa de alquiler. Ni los cambios de las estaciones ni las oraciones que acababa de hacer la Iglesia con ocasión de un jubileo, nada podía alejar la plaga. «Es preciso que los pecados del Estado cristiano sean muy graves, pues obligan a Dios a ejercer su justicia de esta manera. Quiera su divina misericordia venga a su vez a visitar pronto a estas pobres ciudades y a consolar a tantos pueblos afligidos en todas partes, quien de un modo, quien de otro!»
En su profundo dolor, lograba dar gracias a Dios por que sus casas habían sido preservadas hasta entonces, y le rogaba que siguiera su protección hasta el final. Pero pronto el superior mismo, Étienne Blatiron, había sido atacado en Génova, al mismo tiempo que Edme Jolly lo era en Roma, y otros en otras partes. Qué dolor ante la noticia del peligro de sus excelentes operarios, y qué cantidad de oraciones partieron por ellos de San Lázaro y de todas las casas de la Compañía! DE estos dos grandes siervos de Dios, uno quedó para gobernar más tarde la Congregación; el otro, con algunos de sus compañeros de heroísmo, fue atacado y llamado a Dios.
San Vicente se enteró de la muerte del Sr. Blatiron por medio del Sr.Jolly, quien hacía poco había escapado a la plaga a la que su digno cohermano acababa de sucumbir con otros más. Así le contesta a todo esto:
«Señor, vuestra carta del 28 de agosto ha puesto el colmo a nuestro dolor por la triste noticia que nos ha anunciado de la disposición que Dios ha hecho de los Srs. Blatiron, Duport, Fratebas y otros. Oh, qué pérdida! Oh, qué aflicción! En este accidente extraño es donde debemos adorar a Dios y hacerle un sacrificio de nuestros sentimientos sometiéndolos a su conducta muy amable, y conformando nuestra voluntad a la suya, siempre adorable. Es lo que nosotros hacemos de todo corazón. Pero os confieso que no puedo hallar consuelo por la privación de tantos buenos servidores de Dios, con el justo motivo que tengo de creer que mis pecados hayan obligado a la justicia de Dios a quitárnoslos. Pedidle, por favor, Señor, que se compadezca de mí por su infinita bondad. Hemos celebrado aquí un servicio por todos estos queridos difuntos.
«Doy gracias a Dios porque vuestra salud está algo mejor. No me contáis nada, pero ya lo adivino pues me escribís de vuestra propia mano… El Sr. Blatiron era titular del priorato Saint-Nicolas de Champtaut, diócesis de Poitiers, que el difunto Sr. cardenal donó a nuestra casa de Richelieu, y que ahora queda vacante por la muerte del propio Sr. Blatiron. Es de la orden de San Benito. Os ruego que toméis una provisión a nombre del Sr. Leopardus Le Bouène, dioecesis Rhedonensis, y mandéis que se realice un perquiratur, para ver si se ha impetrado en la curia de Roma, o antes o después del deceso del señor Blatiron, o como devuelto, o como vacante por muerte; y en ese caso haréis que se tome fecha del mismo beneficio dos o tres días seguidos para dicho Sr. Le Bouène».
Veamos ahora en qué términos anunció san Vicente a la Compañía la muerte del Sr. Blatiron y de varios de sus misioneros, víctimas de su caridad:
«Oh, qué verdad es, Señores y hermanos míos, que debemos tener una gran confianza en Dios, y ponernos por completo en sus manos, creyendo que su Providencia dispone para nuestro bien y para nuestro beneficio todo lo que quiere o permite que nos suceda. Sí, lo que Dios nos da y lo que nos quita es para nuestro bien, ya que es por su alta voluntad y su alta voluntad es nuestra pretensión y nuestra felicidad. Con estas miras os notificaré una aflicción que nos ha sucedido, pero puedo decir con toda verdad, hermanos míos, una de las mayores que nos podrían sucede; y es que hemos perdido el gran apoyo y principal soporte de nuestra casa de Génova. El Sr. Blatiron, superior de aquella casa, quien era un buen siervo de Dios, ha muerto: se acabó! Pero eso no es todo, el buen Sr. Duport, que se dedicaba con tanto gozo al servicio de los apestados, que tenía tanto amor al prójimo, tanto celo y fervor por procurar la salvación de las almas, se lo ha llevado la peste también. Uno de nuestros sacerdotes italianos, el Sr. Dominique Bocconi, muy virtuoso y buen misionero, como he sabido, ha muerto al parecer en un lazareto, donde había entrado para servir a los pobres apestados del campo. El Sr. Fratebas, que era también un verdadero siervo de Dios, muy buen misionero y grande en todas las virtudes, ha muerto también. El Sr. François Vincent, a quien conocíais, que no cedía en nada a los demás, ha muerto. El Sr. Ennery, hombre sabio, piadoso y ejemplar, ha muerto. Se acabó! Señores y hermanos míos, la enfermedad contagiosa nos ha arrebatado a todos estos valientes obreros. Dios se los ha escogido. De ocho que eran ya no queda más que uno, el Sr. Le Juge quien, atacado por la peste, se curó de ella y sirve ahora a los demás enfermos. Oh Salvador Jesús, qué pérdida y qué dolor! Ahora es cuando necesitamos resignarnos por completo a todas las voluntades de Dios; ya que de otra manera ¿qué haríamos sino lamentarnos y entristecernos inútilmente por la pérdida de estos grandes celosos de la gloria de Dios? Pero con esta resignación, después de conceder algunas lágrimas al sentimiento de esta privación, nos elevaremos a Dios, le alabaremos y le bendeciremos por todas estas pérdidas, pues nos han sucedido por la disposición de su santísima voluntad. Pero, Señores y hermanos míos, ¿podemos decir que perdeos a los que Dios nos quita? No, no los perdemos; y debemos creer que la ceniza de estos buenos misioneros servirá como de semilla para producir otros más. Tened por cierto que Dios no quitará a esta pequeña Compañía las gracias que les había confiado, sino que se las dará a los que tengan el celo de ir a ocupar sus puestos».