Inclinada la cabeza bajo el peso del dolor, quedó iluminado por la tenue luz de un sencillo candelero; la tímida llama extiende sus rayos para acariciar la nieve que han ido dejando los inviernos de las preocupaciones en la vida de este hombre admirable, y luego baja respetuosa para mirarse en una lágrima que asomaba entre el brillo de sus ojos.
Junto al anciano hay un joven religioso; debe ser el Hermano secretario; tiene un papel en la mano; la carta viene de lejos; por el semblante de los lectores, trae malas noticias. Silencio en la sala. Tan sólo se oye el chisporroteo del cirio en que acaba de quemar sus alas una incauta mariposa, la que se enredó en el encendido pábilo. Por fin, se atreve el joven secretario a turbar el doloroso silencio de la estancia.
—¿ Continúo, Padre Vicente?
Oh Salvador, oh Salvador !… ¡ Qué feliz el misionero que sabe morir mártir de su deber !…
* * *
El Superior de San Lázaro reunió a la Comunidad para darle la triste nueva que venía de tierras lejanas. La noticia corrió luego por todas las casas de la Pequeña Compañía.
En Varsovia se había desatado una espantosa peste que había deshecho a la población. Como nadie se hacía cargo de la Villa, cundió pronto el desorden y los enfermos morían en el más horroroso abandono.
No había quien se atreviera a enterrar a los que entre indecibles dolores abandonaban la vida. Los más felices eran los que ya sin aliento eran devorados por los famélicos canes que merodeaban a sus anchas por las calles desiertas. El ambiente que se respira está cargado de miasmas; nadie se atreve a transitar por donde reina el silencio impuesto por la muerte. Los más valientes quizá se han quedado velando los últimos momentos de algún ser querido; pero pronto la repugnancia vence y, como la vida se hace imposible en casa, el pobre enfermo es abandonado aun con vida entre los montones de carne en descomposición, y muere irremisiblemente de la peste o del hambre, ya que no hay quien le lleve de corner. Braceros, fámulos, viudas y huérfanos, sufren a la par el azote. No hay quien les contrate al trabajo y, por tanto, no hay pan para acallar el hambre. Los ricos y los señores, que han tenido cómo, huyeron a tiempo de la ciudad, quedándose ésta en manos de su propia suerte.
En estos críticos momentos aparece la figura de un celoso sacerdote extranjero que, poniendo en juego su talento organizador, se da cuenta al primer vistazo del estado de las cosas y, en pocas horas, organiza a los que pueden moverse por sí solos para hacer entrar de nuevo el orden donde parecía imposible. Es el P. Lambert, misionero Paúl, que acaba de dejar a las Hijas de la Caridad en la ciudad de Cracovia, igualmente apestada, y recorre a la capital polaca a derramar la dulzura de su amor a las almas.
Las calles quedan limpias; a los muertos se les da cristiana sepultura; en lugares convenientes, se acomodan los enfermos, y todos reciben del animoso misionero los cuidados necesarios para sus cuerpos extenuados y los saludables auxilios para sus almas. Los pobres tienen ya quien les enjugue las lágrimas y el pan vuelve a las huesosas manos crispadas por el hambre.
Vuelve a correr el dinero que, por medio de las amorosas manos del misionero, envía la caritativa, reina doña María Luisa de Gonzaga. Pero el trabajo abrumador vino a confirmar que la fortaleza del hombre tiene un límite, y el P. Lambert cayó víctima de su deber a fines de enero de 16.53, después de tres meses de una tremenda labor.
Un voluntario
En la casa de Troyes hacía una semana que esta nueva era el tema obligado de las conversaciones. Los ánimos estaban caldeados por lo tremendo del hecho y por las palabras que el Santo fundador dirigiera a este propósito a sus misioneros.
En la cocina se han quedado, después de la cena, varios Hermanos que comentan lo de Varsovia; entre ellos sobresale por su entusiasmo un joven como de unos 27 años; a pesar de llevar diez en el arrabal de San Miguel, se delata por su deje provinciano que tiene un resabio del eco que tomara en los montes pastoriles en cuyas faldas juguetea el Zona.
—… ¿A qué me lleva a mí el P. Ozenne?
Calle, calle, Hermano Delorme —atajó un viejo lego—, apacigüe usted sus ínfulas misioneras y acabe lo que tiene entre manos. No piense en desvestir a un santo…
Para vestir a diez mil, si —reclamó con viveza el interpelado—. Creo que más me necesitará aquella pobre gente que no tiene quien se cuide de ella, que todo lo que, poco o mucho, pueda hacer por aquí.
— ¿Pero cree usted que los Superiores no han previsto ya el caso? —rearguyó el más antiguo—. A última hora me envían a mí…
—Ja, ja… Eso no más faltaba. Con esos años no sé qué hará.
Terminó la frase tapándose la boca en un gesto de arrepentimiento por la osadía; luego terminé, humilde, con un «dispénsenle usted, no he querido faltarle aI respeto». —Siga, Hermano… no ha sido nada… —contestó, bonachón, el vejete, y continuó luego con acento triste—: Dice verdad. Ya los años me pesan y no sirvo sino para…
—Para ir mañana temprano a San Lázaro —acabó sonriendo la frase el mismísimo Superior, que entraba en esos momentos en la cocina.
—Padre Ozenne,
—Sí, usted mismo irá a la Casa Madre a pedir que le ultimen lo del viaje.
Luego, volviendo la vista hacia Delorme, que Ie miraba corno buscando inquieto algún indicio, le dice cariñoso:
–Nada, Hermanito. Hasta he hablado con el Padre Vicente y a él le ha parecido lo que aquí ha opinado el Consejo, Hay que terminar las obras; esta casa está llamada a prestar grandes servicios a la diócesis de sus fundadores. Y luego añadió prometedor: —Ya insistiré para que le envíen.
Se quedó un rato con la mirada fija en la llama que alumbraba la estancia. En realidad, pensaba en lo bien que le vendría la ayuda del virtuoso y trabajador joven, cuyo celo había experimentado a lo largo de diez años, desde que lo vid entrar con los fervores del noviciado y que había justipreciado aún más en sus tres años de superiorato. De robusta constitución, el P. Ozenne no aparentaba los cuarenta años que ya habían pasado por él. Le ayudaba a conservar su vigor la dulzura de su carácter que, unida a una sencillez admirable, le hacía pronto dueño de los corazones con quienes trataba:
Nunca impaciente, aun en las más fuertes pruebas en que le vieron, regalaba alegría por doquier. Era el hombre en que San Vicente había puesto los ojos para encomendarle la difícil misión de Varsovia. Y ahí estaba él, como siempre, con el alma en manos de sus Superiores.
Preciosa prenda
Ya en la capital polaca, el antiguo Superior de la Casa de Troyes pronto se granjeé las simpatías del pueblo y de la Corte. La misma Reina se preocupaba para que a los misioneros no les faltara cuanto pudieran necesitar para ejercitar su celo. Les cede el barrio de Santa Cruz, ordena que se les agrande el jardín que rodea la iglesia y abre sus arcas para dotar generosamente a los nuevos apóstoles.
Ante la perspectiva de los trabajos, el P. Ozenne piensa en su antiguo coadjutor del barrio de San Miguel. Con repetidas instancias lo pide al Superior General y, a pesar de los cuidados que ponía el Santo fundador en enviarle buenos coadjutores, el de Varsovia no quedaba satisfecho. Esto es lo que se colige por una carta que San Vicente escribe al P. Ozenne el 23 de enero de 1655: «Me place sobremanera el que usted pida al H.0 Delorme. Trataré de enviároslo con el otro hermano que me solicita y que tiene las condiciones necesarias».
Sin embargo, los de Troyes no querían soltar su preciosa prenda. La Casa necesitaba en esos momentos un hombre de cualidades que se hacía imprescindible en los trabajos del establecimiento y de las misiones. Así, pues, San Vicente no pudo dar este consuelo al P. Ozenne. Este pidió, rogó, insistió. Pese a la buena voluntad del Padre Superior, los Hermanos que sucesivamente le llegaban, no le satisfacían del todo. El Hermano que partió con el P. Lambert desagradó al limosnero de la reina, señor Fleury y al P. Ozenne no hizo sino mortificarlo en su humildad. No tardó San Vicente en aliviarle con un buen coadjutor que envió acompañando a tres Hermanos Estudiantes en julio de 1654.
La Casa de Santa
Cruz comienza ahora a parecer un nuevo San Lázaro. Pero es claro, cuanto más se siembra más hay que recoger, y multiplicándose los trabajos, son necesarios nrás operarios.
Por eso, el Superior suspira otra vez por el H. Delorme; mas otra vez recibe la respuesta de siempre.
En agosto de 1655, San Vicente hace partir por mar a dos Hermanos coadjutores con varias Hijas de la Caridad, bajo la dirección del P. Berthe. Pero, Dios tenía otros designios y quiso que la misión polaca pasase años de prueba.
El rey de Suecia, Carlos Gustavo, invadió Polonia, impidiendo así todo auxilio a los misioneros.
A los tres años cabales de la toma de Varsovia por los suecos, el P. Ozenne, que tanto había sufrido durante este tiempo, cae enfermo de una fiebre maligna que en cinco días acaba con él. El 14 de agosto entregaba su alma a Dios y sus restos al cementerio de su Parroquia en Varsovia. Más tarde, sus cenizas fueron transportadas a la cripta subterránea de la iglesia de Santa Cruz.
Se abre la puerta
En la Casa de Troyes hubo uno que lloró con más sentido cariño la muerte del P. Ozenne. Junto con la noticia de esta sensible pérdida venía la de las tremendas calamidades que sufriera por entonces la probada Polonia. La capital había pasado alternativamente de manos de los suecos a la de los defensores, y los misioneros que en ella habían quedado se veían abrumados por el trabajo: el cuidado de los enfermos, el entierro de los muertos, la limpieza de las calles repletas de cadáveres que había que arrancar de los dientes de los perros y lobos que buscaban, hambrientos, algo que comer.
Fue en estos aciagos momentos en que los PP. Lambert y Desdames pusieron en práctica las lecciones de San Vicente y echaron los verdaderos fundamentos de la. Congregación de la Misión en Polonia. Por eso, el anciano y venerado Fundador, reavivándose con el fuego del celo de sus hijos, no sabía enardeces mejor en él a los que le rodeaban sino hablándoles cada semana, en las acostumbradas Conferencias, de los prodigios de la caridad en tierras lejanas.
«¡Qué felices nuestros hermanos de Polonia —exclamaba—, que tienen tanto que sufrir con ocasión de estas últimas guerras y de las pestes que asuelan aquel país! Padecen porque ejercen las obras de misericordia: las del cuerpo y las del espíritu, y padecen por cuidar, asistir y consolar a los pobres. Felices misioneros a quienes ni los cañones, ni el fuego, ni el hambre, ni la peste son capaces de apartar de Varsovia, donde las miserias del prójimo les tienen atados. Felices porque han perseverado y siguen aun valerosamente en medio de tantos peligros, de tantos sufrimientos, en aras de la misericordia. ¡Oh, qué dichosos son, ya que emplean tan bien estos momentos de su vida!»
San Vicente pedía oraciones por sus hijos que luchaban contra la miseria humana sin contar con los medios materiales necesarios. En efecto, lo que dejaban los suecos después de un primer pillaje lo tornaban luego, cuando volvían a pasar por el mismo lugar. Así desmantelaron nuestra iglesia y la casa de Santa Cruz.
Las noticias que llegaban eran, como se supone, contradictorias. Hasta se habló de la muerte de los PP. Desdames y Duperroy. Mas estos fieles servidores de la ley del amor, sabios de la ciencia del sufrir, seguían firmes en sus puestos en medio de la mortandad y del hambre.
Los suecos entraron aún por tercera vez a sangre y fuego en la capital polaca, pudiendo escapar el P. Desdames con sólo la sotana que llevaba encima, y cuando aquellos desalmados llegaron a Santa Cruz, encontraron la jaula vacía. Fue, según contó él mismo, una verdadera gracia de la Providencia, que oyó las oraciones de los hermanos que, gozando de tranquilidad, rogaban por ellos. Pero no se libraron las casas, establos y demás dependencias de la Congregación: quedaron sólo escombros y las cenizas orce dejó el incendio,
¿Cómo reparar ahora tanto destrozo, cuando la bolsa no da ni para comprar un pañuelo? Ni el limosnero real, el dadivoso Fleury, quiere abrir la mano, excusándose que hay muchos pedigüeños y pocos prestamistas…
En París no se habla de otra cosa que de la firmeza de los inquebrantables misioneros que preferían sufrir con sus ovejas a descansar cerca de loe retes que les rogaban insistentemente dejasen la desgraciada ciudad.
Por fin se retiró el enemigo, y pudo empezarse la reconstrucción. El H. Delorne, que había seguido con gran interés los pormenores de esa vida tan agitada que llevaban los sacerdotes de la Congregación en tierra extranjera, creyó por fin abierta la puerta para ir también su vez a fertilizar con sus sudores y embalsamar con sus virtudes aquel ambiente que comenzaba de nuevo a cristianizarse. Mas, hubo de esperar otros dos años, ya que San Vicente, con su prudencia característica, juzgaba aventurado enviar nuevo personal sin aguadar al final de la guerra o sin estar bien preparado en eI conocimiento de la intrincada lengua polaca.
La Paz
Llegó el amanecer del año 1660, y con él la tan deseada paz; con ella también llegaron las Hijas de la Caridad y los refuerzos que San Vicente enviaba al P. Desdames, por entonces al frente de la Misión en Varsovia. La Reina se deshizo en atenciones ante las mensajeras de la Caridad: les hizo arreglar una espaciosa casa en que albergar a todas, y las puso bajo el Patronato de San Casimiro, Santo protector do su real esposo. Con tales auspicios dieron principio las Hermanas a la cristiana obra, que en favor de los huérfanos v pobres había de reportar tan grandes bienes a la población polaca.
El P. Almerás, sucesor de San Vicente —muerto por aquellos días—, pudo satisfacer los deseos del buen coadjutor de Troyes.
Se dispuso la partida para el verano de 1661, época la más recomendada para los viajes. De haber esperado al año siguiente, bien se pudiera haber temido que no hubiese llegado nunca a Varsovia.
A mediados de 1662, el Obispo de Troyes estableció su Seminario diocesano en la casa de los padres, y el trabajo tuvo que incrementarse en gran manera. Cuando los que se encargaron de la obra pensaron en Letus Delorme, ya estaba nuestro Hermano en el valle del Vistula, junto con su buen humor y su gran espíritu de caridad, que le impulsaba a ayudar no pocas veces a las Hijas de la Caridad, ya en la reparación de los edificios, ya en el cuidado de los enfermos.
De otra Seminario debía ocuparse y mostrar en su construcción las buenas dotes de albañil, con pujos de arquitecto, que tenía. En efecto, en 1668 se pusieron en Santa Cruz los fundamentos para el edificio que había de servir para la formación de la juventud clerical de Polonia. En pocos meses se levantó un establecimiento grande y sólido, que fue habitado por el nuevo refuerzo de misioneros que envió el Padre Almeras.
En la línea de fuego
En 1670, el Padre Duperroy sucede al P. Dupuich, quo había reemplazado al P. Desdames, y comienza un nuevo impulso ascendente para la Casa Misión de Santa Cruz, creciendo, bien pronto, la pequeña comunidad, no sólo con los venidos de Francia, sino con los que ingresan de Polonia.
El P. Jolly, tercer Superior General, da a conocer estos felices resultados en su circular de 1674: «Nuestros misioneros de Polonia — dice — comienzan a misionar con extraordinario éxito, admirando y edificando a los notables del reino por su celo…, pero tememos que esto no pueda continuar así, porque el Turco amenaza invadir Polonia». Efectivamente, durante ocho o diez años, sufrieron los países centroeuropeos la invasión turca, hasta que el Gran Sobieshi, rey de Polonia, los derrotó y salvó a Europa de tan terrible enemigo.
Como después de grandes calamidades bélicas, fuerza es que se sigan hambre o peste, o ambas cosas a la vez, se vio Varsovia de nuevo asolada. La epidemia segaba vidas sin piedad. El celo ardiente que el Hno. Letus tenía para el bien del prójimo brilló en esta ocasión como nunca. Sin temor a exponer su vida, servía a los apestados, con mayor cariño aun si oran pobres, los más numerosos en tales días. Les llevaba a menudo medicinas y alimentos que su caridad ingeniosa buscaba entre las familias pudientes o menos damnificadas.
Pero la peste seguía su labor destructora en horrísono crescendo, de tal manera que los enfermos, que se amontonaban en las casas y por las calles, hacían casi intransitable la ciudad. Contra este flagelo lucharon también nuestras Hermanas en su hospital. El Hermano, con su infatigable fortaleza — hay que suponer que tenía una salud a toda prueba — y con su vicenciano amor al desvalido, ayudaba a sacar al campo, por arcillares, a los enfermos para desembarazar la ciudad.
No era cuestión ahora de leer las cartas que los misioneros enviaran otros años a París. Ya estaba él en la línea de fuego; palpaba con sus propias manos los miembros doloridos de Cristo que sólo se imaginara antes en nublado e impreciso cuadro; y respiraba el imposible ambiente que manaba de la descomposición de la vida.
¿Cuántos Hermanos Letus Delorme había en aquel cuadro apocalíptico? Se le veía en todas partes: entre las ruinas de la ciudad y en las chabolas de la campiña, todas ellas llenas de huesas en que aun palpitaba la vida. Hasta allí no podían ir las tocas blancas de la Caridad, ocupadas en febril ajetreo en el ya repleto hospital; pero, ¿qué importa? Allí estaba ese corazón que San Vicente reconocería por suyo, olvidándose de sí mismo y procurando aliviar en algo el dolor ajeno.
«La Hna. Clement — según atestiguó en París en una conferencia su compañera Sor De Vaux — estaba al servicio de los apestados en compañía de una mujer del hospital y del Hermano Delorme. Tenía a su cargo 800 enfermos (otros escritos elevaban la cifra a 4.000) que no les dejaban un momento de reposo. Fueron ocho meses en que hubo que velar de noche y dormir a duras penas en una silla cuando las pierna, no podían ya sostener el cuerpo. Un verdadero milagro de la gracia».
«En medio de tales trabajos, su caridad se extendía también a las Hermanas que quedaban en el hospital, y Sor Clement rogaba al Hermano que fuese a verlas, porque habiendo tan sólo cuatro muchachas dedicadas a los apestados temía que todas cogiesen a la vez tan temido mal.»
En estos infaustos años dejaron de saberse noticias del Superior P. Duperroy, desconociéndose la de su misma muerte.
La iglesia de Santa Cruz había sufrido gravísimos desperfectos durante la invasión de los suecos; pero, en los primeros años del Gobierno de Sobieski, los misioneros trabajaron activamente para restablecerla. El rey y su esposa hicieron, como siempre, grandes limosnas, y enviaron a su hijo para poner la primera piedra de la iglesia, que fue bendecida por el Obispo de Poseen el 10 de abril de 1682. En esta construcción se distinguió el Hno. Letus en tal manera que es uno de los datos históricos de sus trabajos. Todavía en tiempo del Superior Padre Monteils (1682) dirigió las excavaciones para las tumbas subterráneas de dicha iglesia, adonde fueron trasladados los restos del P. Ozenne. Bien podría haber bromeado el Hermano Delorme con la muerte cuando cavaba su propio sepulcro, que todavía tendría que esperarle veinte años más.
Por los Pueblos de Polonia
Construyendo la iglesia material, quería el Superior Padre Godquin engrandecer también el edificio espiritual de la Congregación. Sus trabajos en las misiones habían hecho nacer el deseo de propagar una obra tan útil a la salud de las almas.
En estos años, nuestro Hermano se vio atareadísimo con el servicio de los pueblos, en especial los de las montañas que limitaban con los húngaros y en los alrededores de Cracovia.
La gracia de Dios corría a raudales por los corazones más endurecidos. Se veían en las misiones cuadrillas de salteadores que dejaban sus guaridas para oír las palabras del P. Godquin y de sus compañeros.
El fervor de los misioneros no se saciaba con las almas de los aldeanos y, una fría mañana, parte el Padre acompañado tan sólo del Hermano a una empresa que parecía humanamente descabellada. Despreciando todos los peligros, aun la vida, piensa coger a los lobos rapaces en sus mismas madrigueras. Las cabalgaduras van trepando par las abruptas montañas, y hay que ir con mucho cuidado, pues la nieve impide ya distinguir el angosto camino de herradura. Llega un momento en el que es imposible seguir. El paso se ha hecho imposible para las bestias. Desmontan los misioneros y se disponen a escalar las rocas.
Usted, Hermano, se queda con las mulas; prefiero ir solo.
—Eso no, Padre. Donde va usted, va su coadjutor, y si nos matan, moriremos juntos.
Usted se queda, Hermano. De todos modos, es más conveniente que suba solo.
El Hermano obedeció, sacrificando su generoso ofrecimiento, mientras el Padre, levantada la sotana, empezaba la difícil y peligrosa ascensión.
El Hermano empezó a rezar: Dios te Salve, Reina y Madre… Cuidado, Padre… Madre de misericordia… No ponga allí el pie; más a la izquierda… Vida, dulzura y esperanza nuestra… Cójase bien. ¡Qué locura…! …para que seamos dignos de alcanzar… Vaya, por fin… Oh clementisima, oh…
Cogiéndose con las manos en las hendiduras de las rocas y colocando los pies con precaución en algunos entrantes, pudo alcanzar el misionero la cima. Lo que pasó una vez que estuvo arriba frente a aquella feroz gente, lo supo después todo el mundo. La dulzura del ángel de paz desarmó los primeros impulsos de aquellas naturalezas prontas al mal. Admirados ante la audacia del intrépido visitante, no supieron qué hacer.
Esta indecisión la aprovechó el misionero para, con el fuego de sus palabras, convertir en brasas la nieve de aquellos corazones:
No solamente no le hicieron daño alguno, como se hubiera temido, sino antes le dieron pruebas de admiración y veneración por el valor que había tenido al exponer su vida por ganar sus almas.
El P. Godquin, hombre providencial, hizo florecer en sus cuarenta y cuatro años de estancia en Polonia los nuevos establecimientos de la Congregación en aquel país, Cracovia y Lituania. Clérigo al llegar, con el dulce eco de las palabras del Santo Fundador resonando aun en sus oídos, supo dar a sus enseñanzas la forma que pretendía San Vicente. Fue un Misionero de cuerpo entero.
En su tiempo, Juan III, el Gran Sobieski, no sólo conservó con justicia las obras caritativas de la reina María Luisa y el rey Casirniro — muertos años atrás, con gran dolor de los pobres y de loa misioneros —, sino que, llevado de su liberalidad, renovó las franquicias a las obras de los Padres Paules y de las Hijas de la Caridad, cuyos derechos escritos habían desaparecido ponla guerra, y los puso bajo su especial protección.
Lleno de méritos…
La Casa de Varsovia debe mucho al infatigable H. Delorme. En esos años en que todo era reparar daños y reconstruir edificios, sabía dar agilidad a sus cincuenta o sesenta otoños, y se daba maña para estar a punto en todas partes. Aquí con el pico, en la iglesia vigilando las obras, allá dirigiendo y trabajando en la– fábrica del Seminario. Se le veía lo mismo en los grandes huertos del Hospital, a los que hacía producir como entendido agricultor, como en los jardines que la Reina había hecho disponer para esparcimiento de la Casa de Santa Cruz o en los del arrabal de San Lorenzo. Era infatigable. De esos hombres que se morirían si estuviesen un rato ociosos. Parecía que la muerte no podía cogerlo porque siempre se estaba moviendo. Amaba tanto su vocación, que el celo tan ardiente que por eI bien común tenía, se extendía a todo y a todos. A principios del siglo XVIII era el decano de los Hermanos coadjutores no sólo por su edad —setenta y cuatro años—, sino por sus ejemplos. La vista de los postulantes, de los novicios y de todos se fijaba en este adalid del trabajo y de la piedad que había inyectado en sus venas el espíritu que San Vicente quería para sus coadjutores.
La vida de los grandes hombres suele resumirse en un dicho, en una frase. ¿Fue el Hno. Delorme un gran hombre? Para muchos pasó desapercibido. ¡Bah! Un lego.
Quien lo viera al nacer una mañana otoñal, cuando en el pueblecito, «Monte de los carneros», las campanas tocaban a la fiesta de San Luis Rey no hubiera augurado para este nuevo hijo de Eva, que recibía entre vagidos la existencia, una vida tan llena de virtudes cuyo escenario estaría a mil trescientos kilómetros de su simpático rincón paterno. Mas un viejo manuscrito hallado en Santa Cruz le hace justicia. Entre los humildes hechos -de nuestro buenísimo Hermano puso esta flor: «Brilló, sobre todo, por su caridad con los pobres».
En fin, «infatigable hasta la muerte —continúa el manuscrito—, lleno de días y de méritos, descansó el año 1702, a los setenta y siete de edad, y fue enterrado en la cripta de la iglesia de Santa Cruz, junto a los buenos misioneros que entregaron sus energías por el bien de las almas».
Bien se merecía un sitio allí, quien había pasado sesenta años sirviendo fielmente a Dios bajo la Regla de San Vicente.