Uno de los sentimientos que nuestros Fundadores experimentaron y expresaron con mayor fuerza, es su profunda convicción de que ellos no eran más que instrumentos en manos de Dios. Escuchándolos, se diría que fue sin ellos saberlo, o en todo caso de manera imprevista, como el Señor se sirvió de ellos —y de algunos más— para instituir la Compañía.Este sentimiento era tanto más vivo en ellos cuanto que se encontraron en el origen y tuvieron que ponerse al frente de algo completamente nuevo en la Iglesia:
«¿Quién hubiera pensado que habría Hijas de la Caridad —exclamaba San Vicente el 14 de junio de 1643— cuando vinieron las primeras a algunas Parroquias de París? ¡Ah, no, hijas mías! yo no pensaba en ello; vuestra Hermana Sirviente (es decir, Luisa de Marillac) tampoco lo pensaba, ni el Sr. Portail; Dios lo pensaba por vosotras. Es El, hijas mías, a quien podemos llamar autor de vuestra Compañía; lo es mucho más que ninguna otra persona. ¡Dios sea bendito, hijas mías, de que habéis sido escogidas por su bondad, vosotras, de las que la mayoría sois pobres aldeanas, para formar una Compañía que, con la ayuda de su gracia, pueda servirle! (Coste IX, 113).
Por eso es por lo que San Vicente y Santa Luisa no tuvieron mayor preocupación que la de la fidelidad, por parte suya y por parte de todos, a ese designio de Dios, y concretamente a la originalidad, a la novedad, a la característica específica de la Compañía. Trabajaron toda su vida para hacer que la Iglesia reconociera e insertara dentro de ella el estatuto que habría de permitirle ser plenamente ella misma, en la medida, evidentemente, en que sus propios miembros fueron los primeros en impregnarse de su espíritu y en vivirlo auténtica y radicalmente.
En las vísperas de la Renovación, yo quisiera insistir en esa radicalidad en la fidelidad y prestar oídos especialmente —porque su pensamiento nos es menos conocido— a Santa Luisa en su correspondencia. Veremos así cómo para ella, al igual que para San Vicente pero añadiéndose su nota personal, existen dos convicciones que se remiten una a otra y afianzan la unidad de su pensamiento y de su vida:
- por una parte, el estatuto original de las Hijas de la Caridad les hace vivir la radicalidad del don de sí mismas de una manera peculiar suya;
- por otra, esa misma razón hace que tengan que darse tan radicalmente y aun en cierto modo más que podrían hacerlo en cualquier otra familia espiritual reconocida por la Iglesia para participar en su misión universal de salvación.
En una exposición como ésta, la dificultad está siempre en tratar de no separar lo que se quiere mantener unido. Antes de abordar cada una de estas dos convicciones y para captar mejor que ambas forman una misma cosa, veamos cómo Santa Luisa presenta la vocación a sus múltiples corresponsales.
La vocación presentada por Santa Luisa de Marillac
En varias ocasiones, dirigiéndose ya a las Hermanas, ya a personas extrañas a la. Compañía o bien —al menos indirectamente— a jóvenes que deseaban entrar en ella, Santa Luisa se ve en la necesidad de hacer maravillosos «resúmenes» de la vocación de Hijas de la Caridad. En pocas frases dice lo que le parece esencial, fundamental. Por eso, teniendo en cuenta los destinatarios, y relacionando entre sí todos esos pasajes, no podemos menos de dar la importancia que merecen a esas breves «síntesis» que se van escalonando a lo largo de unos treinta años. Como nos ocurre al estudiar a San. Vicente, es sorprendente encontrar siempre el mismo hilo conductor, con añadidos que lo van enriqueciendo u observaciones que lo profundizan, a medida que la experiencia humana y espiritual se los va suministrando. Por lo demás, cuando es a San Vicente a quien escribe, Luisa deja percibir mejor su propio recorrido espiritual. Pero también aquí lo mismo que a través de sus diversas preocupaciones por la Compañía, vemos transparentarse convicciones que con el tiempo se afianzan más y más.
1. Santa Luisa habla de la vocación a sus Hermanas
Escribiendo en los primeros días del año 1650 a las Hermanas de Chantilly, Santa Luisa les recomienda que tengan entre ellas «una gran cordialidad… sin la que no podrían no sólo ser buenas Hijas de la Caridad, sino ni siquiera buenas cristianas». Y añade:
«Creo que ustedes, cumplen lo más exactamente, posible sus reglas, sin perjuicio de los pobres, cuyo servicio debe ser siempre preferido a todo, pero de la forma debida y no según la propia voluntad.»
Y haciendo alusión (probablemente) a la estampa de Santa Marta que les envía para primero de año, escribe:
«Esta Santa debe enseñarnos nuestro oficio, puesto que fue tan feliz sirviendo a los pobres en la persona de Nuestro Señor, así como nosotras servimos a Nuestro Señor en la persona de los pobres,»
Es pido un programa de vida centrado en el servicio e inscrito, por el hecho mismo, en tina línea de radicalidad que es su inspiradora, dentro de la unidad:
«Le ruego, querida Hermana, escribe el 29 de agosto de 1648 a Ana Hardemont, que se halla en Montreuil, que nos dé con frecuencia noticias suyas y de nuestras queridas Hermanas, a las que deseo sean muy santas para que así trabajen útilmente en la obra de Dios. Porque no es bastante ir y dar, es necesario tener un corazón perfectamente purificado de todo interés y no cesar de trabajar en la mortificación general de todos nuestros sentidos y pasiones. Para ello, tenemos que tener continuamente ante los ojos a nuestro modelo, que es la vida ejemplar de Jesucristo, a cuya imitación estamos llamadas, no sólo como cristianas, sino también por haber sido escogidas por Dios para servirle en la persona de los pobres.»
Durante el transcurso de su largo viaje a Angers y Nantes, de julio a octubre de 1646, Santa Luisa manifestaba su entusiasmo a Juana Lepintre, que la suplía en París como Hermana Sirviente:
«Me he encontrado tan bien de salud, que va no hay por qué temer emprender grandes viajes ni cualquier otra cosa que la voluntad de Dios haga emprender para su servicio y el de los pobres.»
Y no dejaba de añadir:
«Son sus oraciones, queridas Hermanas, las que atraen de la bondad de Dios todas sus gracias. Agradézcanselo y trabajen todas por adquirir la perfección y la fidelidad que Dios pide de ustedes.»
La vemos insistir también en el espíritu de la vocación. En 1654, dice a una Hermana Sirviente, refiriéndose a sus Compañeras:
«Les suplico por el amor de Nuestro Señor que no se dejen disipar demasiado el espíritu por los discursos que puedan oír, ya que tienen que estar entre toda clase de personas. Unas, es cierto, nos llevan al recogimiento y a la consideración de las miserias humanas, pero otras pueden darnos otros pensamientos a causa de las costumbres que tales personas han contraído y por su manera de vivir. La pura intención, que deben renovar a menudo, de hacer todas sus acciones por amor de Dios, les servirá de ayuda para conservarse en el espíritu que las verdaderas Hijas de la Caridad deben tener. Por último, les suplico a todas que el alejamiento no les borre de la memoria el cuidado de practicar nuestras reglas y las virtudes que deben tener las Hijas de la Caridad.
2. Santa Luisa habla de la vocación a otras personas.
El 16 de mayo de 1639, en una carta a la que no le falta chispa, Santa Luisa habla a la Superiora de las Benedictinas de Argenteuil de una de sus jóvenes de la Chapelle. La aclaración que hace en su carta en tal ocasión nos ha valido uno de esos excelentes «resúmenes» de que hablábamos antes:
«No he querido creer, Señora, que fuera usted quien hubiese encargado se la desviase de su vocación, por no poderme imaginar que los que conocen la importancia de esta vocación quisieran emprender el opone’ se a los designios de Dios y poner a un alma en trance de hacer peligrar su salvación, privando de socorro a los pobres y abandonados que sé hallan en toda clase de necesidades y no pueden ser socorridos si no es por el servicio de estas buenas jóvenes que, desprendidas de todo interés, se dan a Dios para el servicio temporal y espiritual de aquellas pobres criaturas que Su Bondad se digna considerar como miembros suyos.»
Todo queda dicho en este párrafo:
- Una vida totalmente dada a Dios,
- para el servicio corporal y espiritual
- de los más abandonados
- en los que se ve a Jesucristo
- y por quienes se deja todo… especialmente una misma.
Una carta al abad de Vaux, en Angers, del 28 de abril de 1644, vuelve a poner de relieve a propósito de la vida comunitaria, ese puesto central que ocupa el Servicio:
«Estas Hermanas nuevas que les enviamos van, para su mayor consuelo, a renovar el fervor de las primeras, para que así puedan, juntas, servir mejor a los pobres.»
Al mismo inolvidable director espiritual de las Hermanas del Hospital de Angers repetirá Luisa de Marillac, en su carta del 18 de noviembre de 1649, la importancia que tiene para ellas una sólida vida espiritual, a la altura de las exigencias de su vocación de siervas de los pobres:
«Temo, Señor, que lleguen a tener un espíritu demasiado blando con relación a sus sentimientos interiores y que se complazcan demasiado en contemplarlos.
«Le ruego humildemente, Señor, que se digne tomarse la molestia de poner atención en ello y en ver los medios para impedir ese defecto, que es más peligroso en nuestra Compañía que lo que podría serlo en unas religiosas.»
Se comprende que ese carácter propio de la Compañía, en el que con tanta frecuencia insiste como es lógico, en la correspondencia con San Vicente, se lo haya señalado también con fuerza al Abad de Vaux, a causa del papel importante que desempeñaba. Nos es conocido este otro pasaje, del 29 de junio de 1656, con relación al hospital de Nantes (fijémonos en las fechas, tan diversas y veamos cómo se mantiene la unidad de pensamiento acerca de lo esencial):
«Temo que nuestra Sor Juana haya hablado de los votos de forma que no haya quedado claro que no son distintos de los que un devoto o devota pudieran hacer en el mundo; y aun ni siquiera son así, puesto que de ordinario las personas del mundo que hacen votos los hacen en presencia de su confesor, para ser oídos por él. Tenemos que honrar los designios de Dios y bendecirle en todo tiempo… Hágame el favor, Señor, de tomarse la molestia de advertirme si en ese primer artículo del reglamento de nuestras Hermanas hay algo que dé la nota de una comunidad regular y diferente de la de Angers, lo que jamás ha sido mi intención; al contrario, he visto dos o tres veces al Vicario General para explica que éramos sencillamente una familia secular.»
Como se desprende de todo esto, la «secularidad» es (Ara forma de expresar la fidelidad al designio de Dios sobre la Compañía. Bien dicen las Reglas que la «profesión» original de las Hijas’ de la Caridad consiste en su total disponibilidad para responder a las llamadas de Jesucristo en los pobres según su vocación propia. Los votos no se añaden o superponen a esta «profesión»: lo que hacen es urgir su radicalidad por un a modo de «tratado entre el alma y Dios», según la acertada expresión de Santa Luisa.
3. Santa Luisa habla de la vocación a las aspirantes.
Se comprende que cuando se trataba de presentar la vocación a eventuales aspirantes, Santa Luisa más que nunca haya ido a lo que le parecía «esencial». Más que nunca, pues, va a insistir en la radicalidad y a situar esa radicalidad en la línea específica de las Hijas de la Caridad. Prestemos atención a sus palabras.
A Juliana Loret, que le ha enviado una joven, le dice el 20 de abril de 1652: «Lo bueno que nos dice usted (de ella) hace que la dejemos aquí pero sólo para probar. ¡Dios quiera que sea apta para servirle en la persona de los pobres!»
Así desde la etapa del discernimiento, de los primeros contactos, se fija la atención en el punto central de la vocación. En una carta anterior al Abad de Vaux, del 29 de junio de 1644, encontramos ya reflexiones similares:
«Necesitamos jóvenes que tengan completo deseo de perfección, y me parece que ésta tiene todavía un poco el deseo de ver y saborear el mundo (Santa Luisa desconfiaba de las jóvenes que, con pretexto de vocación, iban a París para ver la ciudad y hasta para encontrar acomodo en ella).
«Hay una que por su propio impulso ha venido a vernos y nos ha dicho que hacía tiempo deseaba ser de la Compañía, la que prefería a una religión. La impresión de franqueza que me causó y de buena voluntad, me predispuso en favor suyo e inclinó mi voluntad a acceder a su petición, por parecerme capaz de poder un día prestar mucho servicio a Dios en esta Compañía.
«Preguntando por ella a su señora hermana, me habló en tales términos que aumentaron todavía más mi buena disposición hacia ella. Y sin embargo, he sabido después que algunos de sus parientes quieren desviarla de su propósito y la acusan de que su buen deseo ha disminuido, aunque ella habló ayer en distinto sentido a nuestra Sor Isabel. Si Dios nos la quiere dar, ya sabrá El encontrar los medios. Y vo, Señor, por mi parte le aseguro que la respetaré y la amaré como si fuera de mi propia familia, con la esperanza de que, juntas, podremos trabajar por la gloria de Dios.»
Uno de los pasajes más interesantes se encuentran en una carta de enero de 1658 al Hermano Ducourneau, secretario de San Vicente, que sirvió muchas veces de intermediario entre éste y santa Luisa, sobre todo al final de su vida:
«Es necesario hacer saber a las jóvenes de Saint Fargeau que piden se las reciba en la Compañía de las Hijas de la Caridad, que no %e trata de una religión, ni de un hospital del que no haya que moverse, sino de ir de continuo a buscar a los pobres enfermos a diversos lugares, en todo tiempo y a horas determinadas.»
Y a continuación indica las exigencias profundas de radicalidad con su repercusión en el género de vida:
«… Que se visten y alimentan muy pobremente, sin llevar nada a la cabeza, si no es una toca de tela blanca cuando es muy necesario. Que no deben tener otra intención, al venir a la Compañía, que la de venir puramente para el servicio de Dios y del prójimo. Que en ella han de vivir con una continua mortificación de cuerpo y espíritu; tener la voluntad de observar exactamente todas las reglas y en particular la obediencia sin réplica; que sepan también que aunque salen a la calle por la ciudad, no podrán hacer ninguna visita a sus conocidos sin permiso.»
Y después de haber recordado que esas jóvenes tendrían que tener normalmente lo necesario para pagarse el viaje y el primer hábito, Santa Luisa añade una observación muy atinada:
«La experiencia nos ha hecho ver (en efecto) que las que se unen a las Hermanas para trabajar con ellas, en los lugares alejados, antes de que se las reciba y dé el hábito aquí en la casa, no suelen dar buen resultado, porque vienen convencidas de que no tendrán que hacer más de lo que han hecho antes.»
Es cierto que en el contacto con una comunidad local no puede dar una idea lo bastante amplia y profunda de la vocación y de todas sus exigencias.
Esas líneas de Santa Luisa son el eco de la experiencia de toda una vida. Más impresionantes todavía son estas otras dirigidas a Margarita Chétif, que estaba en Arras, en los primeros días de 1660, es decir, unas semanas antes de la muerte de la Fundadora:
«¿No encuentra usted jóvenes que tengan deseos de darse en la Compañía para el servicio de Nuestro Señor en la persona de los pobres?
«Ya sabe que las tenemos de más lejos, pero se necesitan espíritus equilibrados y que deseen la perfección de los verdaderos cristianos; que quieran morir a sí mismas por la mortificación y la verdadera renuncia, ya hecha en el santo bautismo, para que el espíritu de Jesucristo reine cn ellas y les de la firmeza de la perseverancia en esta forma de vida, del todo espiritual, aunque se manifieste de continuo en acciones exteriores que parecen bajas y despreciables a los ojos del mundo, pero que son grandes ante Dios y sus ángeles.»
No podemos menos de admirar a qué comunión de pensamiento han llegado San Vicente y Santa Luisa, a pesar de tener unas personalidades y un recorrido espiritual tan distinto. A menudo, en su correspondencia, Santa Luisa repite como un eco el contenido de una conferencia que San Vicente acaba de dar; más frecuentemente todavía, se inspira de manera implícita en lo que Ie ha oído, y no sería difícil encontrar esa fuente de inspiración en lo dicho en tal o cual momento. Pero sobre todo, las convicciones fundamentales son —y lo son cada vez con más claridad— las que hemos apuntado y tratado de ilustrar en referencia al «estatuto» de la Compañía.
El estatuto jurídico, en efecto, no es otra cosa que la expresión y el reconocimiento de ese «estado de Caridad» en el que estamos llamados a vivir. En más de una ocasión, hemos citado la célebre descripción que San Vicente da de ese estado a Ana Hardemont, el 24 de noviembre de 1658:
«Le ha costado a usted acostumbrarse a ese país (Ussel), pero también tendrá gran mérito ante Dios por haberse sobrepuesto a sus repugnancias y por haber hecho su divina Voluntad, antes que la de usted. ¡Oh Salvador!, ¡qué consuelo experimentará a la hora de la muerte por haber consumido su vida en la misma causa por la que Jesucristo entregó la suya! Por la Caridad, por Dios, por los pobres…
«Y ¡qué mayor acto de amor puede hacerse que el de darse una misma toda entera, por estado y por oficio, por la Salvación y el alivio de los afligidos! Ahí está toda nuestra perfección.»
Sobre este punto fundamental, no hablaba San Vicente de otra manera a sus Misioneros y resulta interesante hacer el paralelo. En su conferencia sobre la Caridad, del 30 de mayo de 1659, exclamaba:
«¡Oh Salvador! que habéis venido al mundo para traer esa ley de amar al prójimo como a nosotros mismos… Sed vos mismo nuestro agradecimiento por habernos llamado a este estado de vida que nos hace estar amando siempre al prójimo; sí, por estado y por profesión estamos aplicados a ese amor. Se dice de los religiosos que están en estado de perfección; nosotros no somos religiosos, pero podemos decir que estamos en un estado de Caridad, porque constantemente nos empleamos en la práctica real del amor o nos hallamos en disposición de estarlo. ¡Oh Salvador! qué feliz soy de hallarme en un estado de amor hacia el prójimo, en un estado que de suyo os habla, os ruega y os presenta incesantemente lo que hago en su favor.»
Estas últimas palabras expresan bien la unidad de nuestra vida que debe tender en todo y a través de todo a proseguir la misión de amor de Cristo y «a hacer efectivo el Evangelio.» Cuando, por ejemplo, San Vicente nos recomienda que nos desprendamos de todo para hacer lugar al Señor —lo que es común a todos los maestros de vida espiritual— puntualiza:
«Debemos, como El, abrazar la pobreza, las humillaciones y sufrimientos, desprendiéndonos de todo lo que no es Dios, y unirnos al prójimo en Caridad, para unirnos a Dios mismo por Jesucristo.»
Estas palabras volvemos a encontrarlas en la célebre conferencia en la que San Vicente explicó a los Misioneros su manera de vivir el Evangelio, el 14 de febrero de 1659.
Por eso —en contra de las leyes canónicas en vigor, de las ideas reinantes, de la mentalidad de la época— San Vicente quiere que las Hijas de la Caridad permanezcan junto a los pobres. Para conseguirlo, se obstina en que «las siervas de los pobres» sean seculares, pero haciéndolas vivir la dura exigencia de la relación mutua e íntima entre el «don total» y el «servicio».
Hemos visto como Santa Luisa capto y vivió esa experiencia única y doble a la vez, de Dios y del pobre, haciendo referencia al anonadamiento de Cristo, que San Vicente evocaba en estos términos:
«¡Oh Salvador!, ¡oh fuente del amor humillado hasta nosotros!… ¿Quién ha amado al prójimo más que vos? Habéis venido para exponeros a todas nuestras miserias, tomar la forma del pecado, llevar una vida de sufrimiento y padecer una muerte afrentosa por nosotros.
«¿Puede haber amor semejante? ¿Quién podría amar de. manera tan eminente? Sólo Nuestro Señor está tan prendado del amor a sus criaturas como para dejar el trono de Dios su Padre y venir a tomar un cuerpo sujeto a las debilidades.
«Y ¿para qué? Para establecer entre nosotros con su ejemplo y su palabra la Caridad hacia el prójimo. Ese amor es el que le ha crucificado y ha dado lugar al acto admirable de nuestra redención. Si sólo tuviéramos un poco de ese amor, ¿permaneceríamos de brazos cruzados? ¿Dejaríamos perecer a aquellos a quienes podemos asistir? ¡Ah!, no, la caridad no puede permanecer ociosa. Nos dedica a la Salvación y consuelo de los demás» (a los Misioneros, el 30 de mayo de 1659).
«Para San Vicente (como para Santa Luisa) la perfección no consiste en anonadarse en Dios, sino en anonadarse ante Dios; no consiste en perderse en Dios, sino en consumirse por Dios. De ahí su decisión inquebrantable de no salir del mundo, de no abandonarlo, de no separar la acción caritativa, la acción buena y perfecta, del conjunto de la vida espiritual. De ahí también la obstinación de este hombre tan ferviente, en pasar y en hacer pasar a los demás del amor afectivo al amor efectivo, es decir, al amor eficaz, al amor que no deja de actuar, de trabajar, aunque deje de sentir y de ver.
«Ello es posible únicamente porque tal hombre, tenaz, arraigado y comprometido en el mundo en el que tiene que vivir, comprende, vive y tiene la experiencia de un Dios vivo y verdadero, un Dios trascendente y al mismo tiempo concreto, metido de lleno en la historia, un Jesucristo revelador y realizador del designio de Amor del Padre, unido al Padre en y para la construcción del Reino de Dios y su justicia, en y para la evangelización y el servicio de los pobres».