De lo que se refiere a los enfermos. Capítulo VI de las Reglas Comunes

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Autor: Vicente de Dios, C.M. · Año publicación original: 2008 · Fuente: Vincentiana, 2008.
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¿Pervive hoy lo que dice el capítulo VI de las Reglas Comunes sobre los enfermos? ¿La atención a los enfermos (números 1 y 2) y su participación en la misión (número 3)? Por supuesto que pervive. Los avances en las ciencias médicas y la pastoral de la salud han progre­sado tanto en los últimos tiempos que nuestros santos Vicente y Luisa, tan amigos de consejos y recetas medicinales, se habrán que­dado pasmados donde quiera que estén. Pero lo que nuestro santo dice en ese capítulo VI pertenece, en esencia, a todos los tiempos: que cuidemos a los enfermos y que los enfermos aprovechen la opor­tunidad para la evangelización de los pobres.

 I.- El cuidado de los enfermos.

Fue una de las obsesiones de san Vicente más explícitas: cuidado de la salud de los misioneros, de las hijas de la caridad, de los pobres asistidos por ellos y ellas, de santa Luisa, como santa Luisa de él. El tema ha sido desarrollado profusa­mente por algunos escritores vicencianos. Por ejemplo, en la VI Se­mana Vicenciana de Salamanca, 1977, hay dos estudios que parecen insuperables mientras no se demuestre lo contrario: uno de André Dodin, C.M. («Vicente de Paúl y los enfermos») y otro de Margaret Flinton, H.C. («Luisa de Marillac y los enfermos»). De todos modos nos es lícito seguir leyendo y admirando las páginas del santo y en­tresacando a su paso sus pensamientos más impactantes y reiterados.

Entre las Conferencias del santo, sólo hay una dedicada al «buen uso de las enfermedades» (la 107). Hay un extracto bastante extenso de una conferencia «sobre la utilidad y el buen uso de las enferme­dades» (la 203). Y se citan simplemente otras dos: «Asistencia a los enfermos» y «La enfermedad y la convalecencia». No es mucho y casi todo se refiere al «buen uso» tanto para la santificación como para la evangelización. Las Cartas son mucho más efusivas y nume­rosas en los dos aspectos: el del cuidado de los enfermos y el del buen uso de las enfermedades.

Leyendo estas cartas, nos preguntamos si hubo algún asunto que le preocupara más a nuestro santo que la salud de sus misioneros. Naturalmente que todo en él tenía como procedencia la evangeliza­ción de los pobres. Veamos algunos de sus acentos más urgentes y conmovedores (sólo algunos):

Al padre Pedro du Chesne le pide que cuide del P. Dufestel, enfermo en su comunidad: «Le escribo y le ruego que haga todo lo posible, sin ahorrar nada, por hacerse tratar. Le suplico, padre, que ponga cuidado en ello y, para este efecto, haga que el médico lo vea todos los días y que no le falten los remedios ni el alimento. ¡Oh, cuánto deseo que la Compañía sea santamente generosa en esto! Me sentiría lleno de gozo si de algún lugar me dijeran que alguno de la Compañía vendió los cálices para ello!» (carta 382). Le escribe al P. Blatiron: «En nombre de Dios, padre, cuide bien de su pobre vida, conténtese con ir gastándola poco a poco por el amor divino; no es suya, sino del autor de la vida, por cuyo amor tiene usted que con­servarla hasta que ser la pida, a no ser que se le presente la ocasión de darla…» (carta 561). A un misionero: «No tema usted de ningún modo ser una carga para la Compañía a causa de sus enfermedades y crea que no lo será nunca jamás por ese motivo, pues, por la gracia de Dios, no son para ella una carga los enfermos, sino que, por el contra­rio, los considera una bendición» (carta 2490)8. A Sor Francisca Menaje, H.C.: «La práctica de la caridad, cuando es necesaria, como la de asistir a los miembros afligidos de nuestro Señor, es preferible a cualquier otro ejercicio»; y a Sor Nicolasa Harán: «Tiene usted razón en no tener escrúpulos de perder la misa para atender a los pobres, ya que Dios quiere más la misericordia que el sacrificio» (cartas 2493, 2610 y 2887) He seleccionado estos cuatro textos de san Vicente con ideas que reitera en su correspondencia: la de los cálices a ven­der, la de la salud que es de Dios, la de la enfermedad como bendi­ción para la comunidad y la caridad para con los enfermos como la virtud más eminente e importante.

A veces, en aquellos tiempos de guerra y peste, la enfermedad se cebaba en la comunidad: «Tenemos tantos enfermos que hemos llegado casi al límite» (carta 1634). Y lo detalla: «Todavía estamos aquí con veinte enfermos y convalecientes, e incluso más. Son enfermedades gra­ves y de las que cuesta mucho reponerse. Además de eso, casi todos los que trabajan en Etampes han caído también enfermos. Ha habido que llevar a tres o cuatro para que ocuparan su lugar, y a dos para que los llevaran y cuidaran en un castillo cercano. Tenemos también a otros seis o siete obreros esparcidos por acá y por allá en aquella diócesis, buscando las parroquias privadas de sacerdotes, y en ellas a los pobres enfermos para prepararlos a bien morir o a vivir bien…»(carta 1628).

Ese «límite» que dice el santo, le llegó de manera especial a la casa de Génova. Hubo peste en muchas ciudades. Donde había misione­ros, no dudaron en entregarse a socorrer a los afectados o estuvieron dispuestos a hacerlo, como en Roma, donde por fin la peste sólo atacó suavemente (cartas 2185 y 2172). Pero donde atacó con toda su furia fue en Génova. Se dice que cada semana morían cuatro o cinco mil personas. La entrega de los misioneros de aquella comuni­dad fue generosa pero mortal. De los nueve sacerdotes de la comu­nidad sólo sobrevivieron dos. La reacción de san Vicente fue tan admirable que aún nos emociona leer lo que dijo en San Lázaro en una repetición de oración: «¡Oh Salvador Jesús, cuánta pérdida y aflic­ción! Ahora es cuando tenemos que resignarnos con la voluntad de Dios, pues si no, ¿qué haríamos sino lamentarnos y entristecernos inú­tilmente por la pérdida de estas personas tan celosas de la gloria de Dios? Con esta resignación, después de haber concedido algunas lágri­mas al sentimiento de esta separación, nos elevaremos a Dios, le ala­baremos y bendeciremos por todas estas pérdidas, que han ocurrido porque así lo ha dispuesto su santísima voluntad. Pero, padres y her­manos, ¿podemos decir que perdemos a los que Dios lleva consigo? No, no los perdemos; hemos de creer que las cenizas de estos buenos misio­neros servirán como semilla para producir otros. Estad seguros de que Dios no retirará de esta compañía las gracias que les había confiado, sino que las dará a los que tengan el celo suficiente para ir a ocupar sus puestos». Especialmente expresivas de su solicitud por los enfermos son las cartas a los padres Juan Martín y Blatiron, o al padre Alme­rás, o a los misioneros de Polonia.

Y, si de asistir a los enfermos pobres se trata, tenemos que recu­rrir ante todo al Reglamento de la Caridad de Mujeres de Chatillon­les-Dombes (noviembre de 1617).

II.- La enfermedad como «un púlpito».

La comparación es del mismo san Vicente en las Reglas Comunes » y, aunque los púlpitos ya no pervivan más acaso que como reliquias de tiempos pasados, el sentido del púlpito pervive en este caso con total actualidad. Dicen las Reglas Comunes que los enfermos:

  • no están sólo «para curarse»;
  • sino para «predicar, al menos con el ejemplo, como desde un púlpito, las virtudes cristianas… para hacerse fuertes en la virtud»;
  • y «para ser, para los que les asisten y les visitan, como el suave aroma de Cristo»…

La expresión es escueta, pero le dice al enfermo que tiene una tarea espiritual consigo mismo, y una tarea de edificación para con los demás.

Recordemos la única Conferencia que conservamos del santo con el tema de «el buen uso de las enfermedades» (26 de junio de 1658). Es una conferencia, sencilla, familiar. Ha llegado tarde, pero cuando toma la palabra desgrana bien su pensamiento:

  • todo lo que nos pasa viene de Dios: la muerte, la vida, la salud, la enfermedad y siempre es para nuestro bien y salvación;
  • repito una vez más que los enfermos son una bendición para la casa y para la Compañía, lo cual es cierto por el hecho de que nuestro Señor Jesucristo quiso este estado de aflicción, que él mismo aceptó para sí…;
  • y aquí fustiga san Vicente a los «espíritus tornadizos», que quie­ren cambiar de casa, ir de un sitio a otro (damiselas y seño­ritas llega a llamarlos), con cualquier pretexto, por ejemplo el pretexto de un clima mejor, a veces «¡sólo porque han tenido un pequeño achaque!…. «Tener tantos mimos con nosotros mis­mos, derrumbarnos por el menor daño que tenemos que sufrir, oh Salvador, éso es lo que tenemos que evitar»‘;
  • en contraste cita al padre Pillé, al padre Senaux, al hermano Antonio, ejemplos del buen uso de las enfermedades, y lo hace con detenimiento y cariño;
  • «podemos y debemos usar los remedios temporales que le ordenen a uno para el alivio y la curación de su enfermedad; hacerlo así, es también honrar a Dios, que ha creado las plantas y le ha dado a cada una su virtud»;
  • y, según costumbre, no podía terminar el santo sin pedir perdón por el escándalo que ha provocado «por el mal uso de mis peque­ñas molestias».

El extracto de una conferencia (n° 203) gira en torno a la con­vicción de que en la enfermedad «es donde se conoce lo que uno tiene y lo que es; la enfermedad es la sonda con la que podemos pe­netrar y medir con mayor seguridad hasta dónde llega la virtud de cada uno…».

Las referencias de las Cartas son muy abundantes. Lo difícil no es encontrarlas, sino ordenarlas. En el apartado anterior, ya hemos hablado de la visión cristiana de la enfermedad (enviada por Dios, estado divino, bendición para los demás). El enfermo debe ser cons­ciente de todo esto. Durante toda su enfermedad y sobre todo cuando se acerca la muerte. Ejemplo, el mismo san Vicente: «Hace dos o tres días caí peligrosamente enfermo; esto me hace pensar en la muerte: Por la gracia de Dios, adoro su voluntad y la acato con todo mi corazón» (carta 196)». Pero, como tantas otras veces, el santo quiere buen sentido. A una persona que pensaba demasiado en su muerte, le dice que «el pensamiento de la muerte es bueno y nuestro Señor lo ha acon­sejado y recomendado; pero que tiene que ser moderado y que no es necesario ni conveniente que esa persona lo tenga sin cesar en su espí­ritu; basta con que piense en ello dos o tres veces al día, pero sin dete­nerse mucho tiempo, e incluso, si se siente inquieta y preocupada, que ni siquiera se detenga en ello, sino que se divierta tranquilamente» (carta 3282). Del padre Juan de la Salle escribe que «había tenido miedo a morir, pero, como desde el principio empezó a considerar la muerte con agrado, me dijo que se iba a morir porque, decía, me había oído decir que Dios les quita al final el temor a la muerte a los que lo tuvieron durante la vida y ejercitaron la caridad con los pobres» (car­ta 424). En otra carta le escribe a santa Luisa: «Siento mucho lo que me dice de tantas hermanas enfermas: le pido a Dios que las santifique y las glorifique. La muerte de los mártires fue semilla del Cristianismo; espero que lo mismo ocurrirá con la muerte de sus hijas. Es Dios el que ha fundado a esa pequeña compañía y es el que la dirige; dejémosle hacer y adoremos su divina y amable dirección» (carta 1468). El segundo biógrafo del santo Pierre Collet refiere que san Vicente dijo una vez a dos eclesiásticos, hablando de un sacerdote, que «había tenido siempre un gran temor a la muerte, pero, como la veía venir sin temor alguno y hasta con alegría, me dijo que estaba seguro de que iba a morir porque había oído decir que Dios quita el temor a la muerte en la última hora a aquellos que habían amado y servido a los pobres y a los que en vida atormentaba el pensamiento de la muerte». Segura­mente el santo pensaba en el padre Juan de la Salle.

III.- Hay muchos acentos vicencianos sobre la enfermedad en los que no nos hemos detenido.

Un pensamiento en el que san Vicente se explayó varias veces y extensamente fue este: «… cuando uno ha sen­tido en sí mismo las debilidades y las tribulaciones, es más sensible a las de los demás. Los que han sufrido la pérdida de sus bienes, de la salud y del honor, están mucho mejor dispuestos para consolar a las personas que se encuentran con estas aflicciones y dolores, que los demás que no saben lo que es eso… Ya sabéis que nuestro Señor quiso experimentar en sí mismo todas las miserias…». Esto nos da pie para pensar en él, y también en santa Luisa, enfermos crónicos, como per­sonas especialmente dotadas para la sensibilidad y el consuelo de los enfermos.

Pero, antes, entremos un poco en el mundo de los pobres al que ellos atendieron personalmente y por medio de sus discípulos. Sabe­mos, por ejemplo, cómo dedicaron a los misioneros y a las hijas de la caridad a ayudar a los pobres, víctimas de la guerra, en Lorena, en Champaña y Picardía, en el mismo París: «Hemos emprendido con la ayuda de nuestro Señor, la asistencia a los pobres que hay en Lorena, y hemos enviado allá a los padres Becu y Rondet y a los hermanos Gui­llard, Aulent, Bautista y Bourdet, dos a cada ciudad de Toul, Metz, Ver­dun y Nancy. Espero proporcionarles a cada uno dos mil libras…» (carta 393). Y más tarde enumera «las buenas obras que se hacen en París: «1°. Dar de comer todos los días un potaje a cerca de 15,000 pobres, tanto vergonzantes como refugiados; 2°. Acoger a las jóvenes refugiadas en casas particulares en donde son atendidas e instruidas hasta el número de 800; piense usted en los males que se habrían seguido si se las hubiera dejado vagabundear por las calles, nosotros tenemos un centenar en una casa del barrio de Saint-Denis; 3°. Se va a apartar de ese mismo peligro a las religiosas del campo que los ejércitos han echado a París… Finamente, se nos ha enviado aquí a los pobres párrocos, vicarios y demás sacerdotes del campo que han dejado sus parroquias para huir a esta ciudad… Las pobres Hijas de la Caridad todavía participan más que nosotros en la asistencia corporal de los pobres…» (carta 1579, también la 1580).

Para terminar, procede fijar los ojos en los dos Fundadores, Vicente y Luisa, que vivieron para mirar y ver a los pobres, especial­mente a los enfermos. Si, como decía el santo, haber experimentado la enfermedad sensibiliza para conectar con los enfermos, ellos, muy enfermos, lo pudieron hacer. Claro está que éste no fue el único motivo, ni siquiera el principal. El principal fue la identificación de Cristo con los pobres, que nunca perdieron de vista, la realidad del Cuerpo Místico de Cristo. Por ahí iba Luisa cuando pide perdón a Vicente «por la libertad que me he tomado de enviarle ese Jesús coro­nado de espinas. El pensamiento de que estaba usted sufriendo unos dolores tan grandes me inspiró la idea de que nada podría aliviarle mejor que ese ejemplo» (carta 3166). Todos conocemos en algún grado la cualidad de enfermos que adornó a los dos santos, y por eso vamos a hacer el camino abreviando.

Por lo que hace a san Vicente, se daba un contraste más que nota­ble entre su constitución robusta y sus innumerables deficiencias físicas. Desde el flechazo aquel que recibió a los veinticinco años (carta 1), pasando por fiebres de todas clases, y por caídas del caballo o de la carroza su «ignominia», y por hinchazones y ulcera­ciones de las piernas, mal de piedra y retención de orina, purgas y sangrías, uso de bastón y de muletas, hasta ser recluido en su habi­tación donde para moverse tenía que valerse de un cordel atado a una vigueta: «Mis piernas cada día se están poniendo peor y ya no me quieren sostener» (carta 3154). «Ya estoy bastante bien, excepto las piernas que ya no me permiten decir la santa misa y me obligan a estar todo el día sentado» (carta 3202).

Y por lo que hace a santa Luisa, el mismo san Vicente nos ahorra detalles cuando en carta al padre Blatiron le escribe: «Con razón se me ocurre a veces que pasa con usted como con la señorita Le Gras, a la que considero muerta naturalmente desde hace diez años; si uno la ve, diría que sale de la tumba, dada la debilidad de su cuerpo y la palidez de su rostro; pero Dios sabe la fuerza de espíritu que posee» (carta 1044).

Fuerza de espíritu les sobraba a los dos santos y con espíritu los dos entregaron su alma al Señor el año 1660, con sólo seis meses de diferencia. Una de las acciones obvias en la atención a los enfermos es procurar remedios. Y en esto el cuidado mutuo de Luisa y Vicente nos sigue emocionando, aunque, a esta distancia de siglos, también nos hace sonreír. Sus recetas se las brindaban a todos, pero especial­mente florecían entre ambos. Su correspondencia es un recetario que, ante todo, indica que estaban al tanto. Las recetas que Luisa le endosa a Vicente son más numerosas que viceversa y se las explica como experta enfermera. Un ejemplo solo, aunque sea largo: «Creo que su dolor de piernas pasará cuando usted se purgue. Permítame que le explique de una manera que me han enseñado y que no produce nin­guna molestia: el peso de un escudo de sen, metido en remojo durante una hora en medio cuarto de litro del primer caldo ordinario, y tomár­selo muy caliente. Tomárselo poco antes de la comida y comer un potaje después de haber tomado esa pequeña cantidad, también muy caliente. Esto, repetido durante dos o tres días, hace el efecto de una medicina muy fuerte, pero sin debitarle a uno; y continuar así, una o dos veces por semana, si le sienta a usted. De esta forma podrá sentir algún alivio en esas pobres piernas. Me olvidaba decirle que eso no le impide seguir tomando la sopa de la mañana ni comer a medio día…» (carta 2853).

Vicente le contesta en la carta siguiente cuál ha sido el resultado de tomar su receta (carta 2854). Contestando a otra receta de Luisa, Vicente le había escrito: «Me encuentro mejor del constipado, gracias a Dios y hago todo lo que puedo por reponerme; no salgo de la habita­ción, descanso toda la mañana, como todo lo que me dan y me tomo, todas las tardes, una especie de julepe que me prepara el hermano Ale­jandro. En cuando al catarro, han disminuido al menos en la mitad las molestias que sentía y va desapareciendo poco a poco. Así, pues, no es necesario pensar en el té. Si por casualidad empeorase un poco, lo tomaría. Ruego a su caridad que esté tranquila por ese lado, le agra­dezco su interés» (2265). También a él le gustaba proporcionar rece­tas, como la que le envía al señor de Comet en su primera carta: el medio de curar el mal de piedra, que le había dado su amo, el médico espagírico, con el que «todos los días le veía hacer milagros’. Prefiere los remedios caseros y fáciles. En 1648 se niega, sin em­bargo, a que se mate un pichón para que su sangre caliente se apli­que a su ojo enfermo para sanarlo. Lo cual no quiere decir que san Vicente fuera vegetariano, pues le mandaba al hermano Albino, el cocinero de Turín que no dejara de «hacerle al P. Martín sopas de capones para alimentarlo y sostenerlo en sus desmayos» (carta 3012), y llega a pedir a la duquesa de Aiguillon «un pie de venado, que tiene el poder de curar la epilepsia’.

Muchas recetas, muchos remedios: nos hacen sonreír. Estamos muy lejos de aquel mundo, aunque también estamos invadidos por recetarios abusivos en todos los medios de comunicación. Se ve que el hombre, ya que sabe que no puede evitar la muerte, pone todo su empeño en diferirla. Y también, gracias a Dios, en dotar la vida y la muerte de sentido y ojalá de fe. Y es aquí donde el capítulo VI de las Reglas Comunes pervive. Comienza por Cristo, el que sana y se encarna en los enfermos, y por eso hay que mirarlos como a Cristo mismo; pide a la Congregación una solicitud especial para visitar y ayudar a los enfermos corporal y espiritualmente, a los de casa y a los demás, especialmente en las misiones y con el voluntariado de la Caridad; y pide a los enfermos que no sólo se curen, sin que predi­quen con el ejemplo desde el púlpito de su lecho, que evangelicen, y se hagan fuertes en la virtud. Todo esto pervive. Entonces se llamaba Caridad con los Enfermos. Hoy se llama Pastoral de la Salud.

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