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Vidas paralelas
A pesar de la distancia de dos siglos entre ellos, hay en las biografías de Vicente de Paúl y de Federico Ozanam algunos puntos curiosos de coincidencia que pudieran justificar el título de este apartado. Aunque nacidos muy lejos de París (Ozanam en Italia), fueron ambos habitantes de esa ciudad la mayor parte de sus vidas de adultos; estudiantes ambos y titulados en su universidad de la Sorbona. Sin embargo, en este plano superficial las diferencias entre ellos son más llamativas que las coincidencias, sobre todo en cuanto al origen (burgués para Ozanam, netamente campesino para Vicente), así como en cuanto a la profesión (intelectual-escritor-profesor para el primero).
Precisamente la diferencia de origen social pudo haber sido causa, o al menos ocasión, de una posterior divergencia de caminos que hubieran convertido en imposible todo paralelismo entre sus vidas. Pues mientras el deseo de superar la pobreza de su origen estuvo a punto de desorientar la vida de Vicente por los caminos estériles de la ambición hasta alrededor de los treinta y seis años, Ozanam daba «gracias a Dios por haberme hecho nacer en una posición entre la escasez y la abundancia… Dios sabe qué peligros hubiera tenido para mí la molicie de la condición rica» (Lettres, I 239).
Hay entre sus vidas semejanzas mucho menos superficiales y más significativas que las señaladas. La dedicación de la propia vida a la redención de los pobres nació en ambos como solución de una crisis de fe. Apenas significa nada como diferencia el que Vicente padeciera la crisis después de los treinta años, mientras que Ozanam la tuviera resuelta antes de los veinte. El resultado fue, en ambos casos, el mismo.
Hay incluso una muy curiosa coincidencia que, aunque a primera vista anecdótica, resultó ser en las vidas de ambos un hecho de consecuencias decisivas. El joven agnóstico y saintsimoniano, Jean Broet, actuó, sin saberlo, en riguroso paralelismo en la vida de Ozanam con el llamado «hereje de Marchais» en la vida de san Vicente. Ambos plantearon a uno y a otro la misma objeción: ¿cómo puede ser la Iglesia Católica la verdadera iglesia de Jesucristo si se olvida de los pobres? Es cierto que la objeción se le planteó a Ozanam antes de que hubiera pensado en trabajar por los pobres, mientras que Vicente la oyó cuando llevaba unos tres años de dedicación a las misiones rurales.
Sin embargo, todos los biógrafos importantes de san Vicente subrayan, con razón, la importancia del incidente para la trayectoria posterior de su vida. Abelly, que nos da la primera noticia del hecho, le dedica en detalle cuatro páginas. La dedicación de sus misioneros «a la instrucción y santificación de los pobres» los convierte «en testigos de que el Espíritu Santo dirige a la Iglesia» (1.1,c.XIII, pp.73- 75). Lo mismo para Vicente que para Ozanam la caridad activa por los pobres será desde ese momento, a la vez que el principio orientador de sus vidas, la mejor prueba de la veracidad de su fe y de la veracidad de su Iglesia.
Continuidad
Desde su misma fundación, la Sociedad de San Vicente de Paúl reconoce al santo como su patrono, y se inscribe en una tradición de dedicación a los pobres que arranca de y se inspira en la obra y el espíritu de san Vicente de Paúl. Por ello no es nada extraño que Ozanam y sus primeros compañeros acudieran a aprender espíritu vicenciano y técnicas de trabajo por los pobres de aquella excepcional hija de san Vicente que se llamaba Rosalía Rendu, ni que encontraran en las Reglas Comunes de la Congregación de la Misión ideas que a veces copiaron casi literalmente en sus propios Reglamentos para inspirar el estilo sencillo, humilde y caritativo de su acción entre los pobres.
Pero en el pensar y en los escritos de Ozanam se advierte una continuidad aún más profunda; a decir verdad, una continuidad que llega a las raíces mismas de lo que se suele calificar como espíritu vicenciano. Diversas sistematizaciones modernas de ese espíritu han venido a señalar, con acierto, el puesto central y radical que para Vicente de Paúl ocupa la voluntad de Dios como base y raíz de su propia vida espiritual. Así lo vio con toda claridad ya el mismo Abelly, su primer biógrafo: «La conformidad de su voluntad con la voluntad de Dios era la virtud general de este santo varón, virtud que derramaba su influencia sobre todas las demás virtudes» (1.3, c.V, p.571); incluso, por supuesto, sobre su «virtud» característica de amor a los pobres. No era otro el fundamento de la «espiritualidad» de Federico Ozanam:
«Hasta ahora he pedido luz Dios para conocer su voluntad. Ahora…sólo queda que me dé la fuerza para cumplirla» (Lettres, I 425).
Esta virtud o actitud básica no podía menos que ir de mano, igual que en Vicente de Paúl, con una humildad profunda. Escribe Ozanam:
«Puede que no haya en la viña del Señor una cepa que Él haya rodeado de mayores cuidados…Pero yo, planta malvada, no he florecido ante el soplo divino…; no he sabido querer, no he sabido obrar…y siento que he acumulado sobre mi cabeza la responsabilidad de las gracias de las que no hago caso cada día» (o.c. I, 172).
Recuérdense los patéticos exabruptos de san Vicente sobre su propia indignidad, sus «soy peor que el demonio», sus «soy el peor de todos los hombres», que tanto desconciertan al lector medio de hoy probablemente porque no se siente, ni lo es, tan sinceramente humilde como estos dos hombres.
Ambas virtudes van de la mano también con una confianza sin límites, tan típica de san Vicente, en la Providencia divina. Escribe Ozanam en edad muy temprana:
«Creo poder asegurar que hay una Providencia, y que esta Providencia no ha podido abandonar durante seis mil años a sus criaturas racionales al genio malvado del mal y del error» (o.c. I, 34).
Sólo sobre la base de una tal confianza en la Providencia se puede mantener el ánimo y la esperanza ante el aparente fracaso histórico del esfuerzo por mejorar la condición espiritual y material de los pobres del mundo.
Pero la verdadera continuidad de espíritu entre san Vicente de Paúl y el beato Federico Ozanam se da sobre todo de lleno en lo que define, desde un punto de vista teológico, la esencia misma de la espiritualidad vicenciana: la identificación de Cristo con el pobre. He aquí un texto impresionante de Ozanam que recuerda con fuerza aquel otro texto decisivo de san Vicente: ‘Dad la vuelta a la medalla, y veréis a la luz de la fe que los pobres nos representan al Hijo de Dios» (XI 725). Escribe Ozanam:
«A los pobres los vemos con los ojos de la carne; ahí están y podemos meter los dedos en sus llagas; las marcas de la corona de espinas son visibles en sus frentes…Vosotros sois la imagen sagrada de ese Dios a quien no vemos. Y como no podemos amarle de otra manera, le amaremos en vuestras personas…Vosotros sois nuestros amos y nosotros seremos vuestros servidores» (o.c. 1,243).
Frase esta última que parece no sólo inspirada sino calcada literalmente en otra frase bien conocida y muy característica de san Vicente de Paúl.
Renovación
Una lectura cuidadosa de los documentos propios de la Congregación de la Misión durante los siglos XVIII y XIX (asambleas generales, circulares de los superiores generales…, constituciones de 1954) deja en el lector la penosa impresión de que la congregación fundada por san Vicente pretendía mantener la fidelidad al espíritu del fundador sobre la base de la repetición literal de sus palabras. Y ello en unos tiempos de profundos cambios sociales de los que, por supuesto, se era consciente, pues eran tan obvios (revoluciones, industrialización, democratización…), y que además eran vistos por los más lúcidos, tal el padre Etienne (superior general de 1843 a 1874), como una excelente oportunidad histórica para reconstruir, y a la vez renovar, lo que el mismo Etienne denomina el edificio de la Congregación de la Misión:
«¿No hay en esta situación nueva un terreno totalmente nuevo sobre el que la congregación puede diseñar libremente y reconstruir su edificio en condiciones favorables a la libertad de movimientos y al desarrollo de su actividad?» (Recueil des principales circulaires des supérieurs generaux, París, 1877-1880 t. DI, p.399).
Ahí estaba la gran oportunidad, percibida y expresada con toda lucidez. Para aprovecharla, se creyó encontrar la clave, como decíamos, en la fidelidad literal a la palabra de san Vicente:
«La naturaleza de la congregación no puede estar sometida a los cambios y alternativas que sufren las instituciones formadas por la mano del hombre…No se debe introducir el menor cambio en nuestras reglas y constituciones, pues pueden ser observadas con el mismo fruto y con la misma fidelidad en el tiempo presente que en los siglos pasados» (circular y asamblea general de 1849, ibid., p. 135).
Pero, como suele suceder, la pretendida repetición literal no fue tan literal como se pretendía. No pasan en vano doscientos años entre el que dice una cosa y el que pretende repetirla literalmente doscientos años después. Refiriéndose a los números 15 y 16 del capítulo VIII de las Reglas Comunes (números que con toda sensatez advierten al misionero que no dedique su tiempo ni su energía a los avatares de la política de periódico), escribe el padre Etienne:
«Por nuestra vocación debemos permanecer enteramente ajenos a todos los movimientos de la política, a todos los cambios que tienen lugar en el orden social» (13 de agosto de 1874; ibid., p.112).
Si bien la primera parte de esa afirmación parecería coincidir literalmente con la idea de las Reglas Comunes, la segunda («ajenos a todos los cambios que tienen lugar en el orden social»), aparte de que el seguirla en la práctica es imposible para ningún individuo y aún menos para ninguna institución, no se le hubiera ocurrido a san Vicente ni siquiera el pensarla. Sólo muchos años después de la muerte de san Vicente, por lo menos cien, fue posible a nadie concebir y expresar la idea de cambio social.
Federico Ozanam sí fue un hombre extremadamente sensible al cambio social. No sólo es sensible al cambio, sino también a la idea de que el cambio social plantea al cristiano un revisión de sus modos de entender la fe, para que también ante el cambio social pueda seguir la antigua fe actuando como levadura en la sociedad nueva:
«La cuestión que agita hoy al mundo no es ni una cuestión de personas, ni una cuestión de formas políticas, sino una cuestión social. Es la lucha de los que no tienen nada y de los que tienen demasiado; es el choque violento de la opulencia y de la pobreza…El deber de nosotros, los cristianos, es interponemos entre esos enemigos irreconciliables y hacer que la igualdad llegue a conseguirse en cuanto es posible entre los hombres, y que la caridad haga lo que la justicia sola no sería capaz de hacer» (Lettres, I 239).
Y mientras a los diecisiete años se mostraba aún, muy en la línea de su educación familiar burguesa, netamente legitimista ( «He visto una proclama con el anuncio de que Carlos X ya no debe reinar. ¿Desde cuándo la persona del rey no es ya inviolable y sagrada? Yo seré siempre el súbdito fiel del rey Carlos X»; ibid., p.27), los años, y sin duda también la fe, le enseñaron mucho. Escribe a los veinticinco años de edad:
«Todo gobierno me parece respetable en cuanto representa el principio divino de autoridad. Pero pienso que en la relación con el poder hay que mantener también el principio de la libertad; pienso que hay que advertir con valentía y seriedad al poder que explota en lugar de sacrificarse» (ibid., p.143).
Y a los treinticinco, inmediatamente después de la revolución de 1848:
«Hemos aceptado la república, no como un mal de los tiempos al que hay que resignarse, sino como un progreso que hay que defender» (L’Ere nouvelle, n.16, 1 de mayo de 1848).
Véase, por contraste, lo que escribía el padre Etienne sobre el mismo hecho sólo unos meses después:
«La causa de todas las revoluciones, que derriban los tronos y destruyen los imperios, se encuentra en esta frase que la Escritura pone en boca de los impíos: `Non serviam’, no me someteré. La base sobre la que descansa el orden social es el respeto a la autoridad» (Recueil…, t.III, p.141, circular de 1849).
Apenas se podría dar un contraste más tajante de pareceres sobre un mismo fenómeno histórico. Ambos pareceres proceden de hombres inspirados por san Vicente, ambos quieren expresar posturas inspiradas en la fe cristiana. Pero la postura de Etienne, no así la de Ozanam, aunque inspirada aparentemente en razones bíblicas, malamente puede disimular la realidad de una nostalgia por el Antiguo Régimen cuando éste estaba ya bien muerto y entenado.
Pero las nostalgias del pasado no pueden conducir más que a una postura de rechazo del presente, y a refugiarse en los cuarteles de invierno, postura que adoptó durante cien años buena parte de la Iglesia y buena parte de la Congregación de la Misión, inspirada ésta en buena medida por el que es considerado, por otra parte con justicia, como refundador de la congregación, el padre Etienne.
La levadura no actúa como levadura mientras se la guarde cuidadosamente en la despensa. ¿Qué se hizo en la Iglesia ante el hecho brutal de la proletarización universal de las masas ciudadanas europeas? La postura de aislamiento y de refugio de la Iglesia en sí misma ante los problemas creados por la nueva sociedad capitalista-industrial produjo, así vino a reconocerlo san Pío X a la vuelta del siglo, la pérdida para la Iglesia de la clase obrera. Aún no la ha recuperado, y menos aún a los que son hoy estamentos sociales subproletarios en todo el mundo, no ya sólo en Europa.
No hubiera sucedido así si se hubiera hecho caso a Ozanam, quien escribía con toda clarividencia en 1848:
«Esas masas tiernamente amadas por la Iglesia, porque representan la pobreza que Dios ama y el trabajo que Dios bendice… Ayudémosles no sólo con la limosna que ata al hombre, sino también con nuestros esfuerzos para lograr instituciones que, al independizarlos, les hagan mejores. ¡Pasémonos a los bárbaros! «(Le Correspondant, 10 de febrero de 1848).
La última frase produjo, como no podía menos, un fuerte escándalo en los medios católicos conservadores (¿qué pensaría de ella el padre Etienne?), escándalo que no se suavizaría seguramente ante las explicaciones que se creyó obligado a dar a un amigo:
«Al decir: ‘pasémonos a los bárbaros’, pido que en lugar de desposar los intereses de una burguesía egoísta nos ocupemos del pueblo. Es en el pueblo donde yo veo suficientes restos de fe y de moralidad para salvar una sociedad que las clases altas ya han perdido» (22 de febrero de 1848; recuérdese aquello de san Vicente: «entre esas pobres gentes se encuentra la verdadera religión, la fe viva…» XI 120).
Y unos meses más tarde a su hermano sacerdote:
«En vez de buscar la alianza de la burguesía vencida, apoyémonos en el pueblo, que es el verdadero aliado de la Iglesia. Pobre como ella, abnegado como ella, bendecido con todas las bendiciones del Salvador» (23 de mayo de 1848).
No se podría ser más explícito. Pero no se hizo mucho caso (no se lo hizo ciertamente la Congregación de la Misión) hasta que la Iglesia oficial empezó a hacérselo con la encíclica Rerum novarum de León XIII casi medio siglo después. Pero hacerle caso del todo, no lo hizo la misma Iglesia oficial hasta más de cien años después con el concilio Vaticano II y su opción preferencial por los pobres. Destacamos lo de oficial en ambos casos, pues una cosa es que se declare tal opción en declaraciones oficiales y otra muy diferente el que tal opción sea una realidad viva en todos los miembros de la Iglesia, Esta misma observación vale también, aunque duela el decirlo, para la Congregación de la Misión.
Continuidad en la renovación
Para poder considerarse legítimamente vicenciano de hecho (y no porque meramente se pertenezca a una de las instituciones fundadas por san Vicente de Paúl, o inspiradas en su mismo espíritu, cual es el caso de las Conferencias), hay que basar la propia vida, también hoy, en las virtudes «tradicionales» vividas por san Vicente de Paúl y propuestas a sus seguidores: cumplimiento de la voluntad de Dios, confianza en la Providencia, sencillez, humildad…, opción neta (no ya sólo preferencial, sino exclusiva) por los pobres. Sin el bagaje de esas y otras virtudes no se puede vivir, tampoco hoy, en plenitud la forma de vida cristiana inventada por san Vicente de Paúl (en realidad, inspirada por el Espíritu Santo) en el siglo XVII.
En el siglo XVII, adviértase. De manera que el basar la continuidad en el mismo espíritu sobre una pretendida fidelidad literal produciría como resultado un cerrar los ojos al hecho palmario de que la sociedad posterior no es ya la sociedad del fundador. La verdadera continuidad en el mismo espíritu deberá adoptar por ello mismo nuevas formas en el trabajo por los pobres para tratar de responder adecuadamente a la nueva situación social.
Dicho brevemente: la fe cristiana y el espíritu vicenciano (que no es más que una forma de vivir la fe cristiana) no pueden ser ciegos hoy (ciertamente no lo fue el fundador en su tiempo) ante las necesarias dimensiones socio-políticas de esa fe y de ese espíritu, dimensiones que fueron ya tratadas en el concilio y están siendo tratadas con mucha agudeza por el pensamiento teológico actual.
Ha habido cierto retraso en el reconocimiento explícito, por parte de la Iglesia y por parte de las instituciones vicencianas, de todos esos fenómenos «nuevos» en la sociedad y en la fe. Más vale tarde que nunca. Pero la tradición vicenciana no tenía por qué haber esperado a estos tiempos y a ese concilio para intentar reformular su propia visión espiritual y apostólica para los tiempos post-feudales. De hecho ya la dejó reformulada, y con qué valentía y claridad, un gran espíritu vicenciano como el de Federico Ozanam.