Bertrand Ducourneau (1614-1685) (II)

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Author: Noticias de los Misioneros .
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III. Virtudes propias de la Congregación: su humildad, su obediencia y su pobreza y su castidad.

Tomaba ocasión de todo para humillarse y buscaba la ocasión con tanto cuidado como un soberbio la tomaría para exaltarse. Tenía muy bajos sentimientos de sí mismo y creía que no había en el mundo un hombre más universalmente ignorante, más ridículo, abominable y malo como él. Y declarando un día la razón que tenía de creerse como tal y de ponerse por debajo de todos los hombres, dijo: «Es verdad que he cometido mil pecados y no conozco a nadie que haya hecho tantos como yo; y así debo con justicia creerme el peor de todos, tanto más que los he cometido teniendo el conocimiento y el espíritu sereno, al menos en la mayor parte. Decía que no había nada. Decía que no había nada en el mundo que le hiciera tanto conocer su orgullo y su soberbia como ver que era inútil a todo el mundo.

Sin embargo cada uno sabe todos los grandes servicios prestados a Dios y a la Compañía durante más de treinta y dos años que él ha sido misionero. Tenía un sentimiento tan bajo de sí mismo que creía tener todos los vicios e imperfecciones que hay en el mundo. Así se expresó sobre esto en un escrito: «Por mis malas cualidades, dice, me he alojado en el i, siendo en efecto o en potencia idólatra, desafortunado, imperfecto, ignorante, indigno, imprudente, inhábil«. Éstos eran sus sentimientos y hasta dónde alcanzaba su humildad. Había resuelto buscar la confusión y el desprecio en todo y por todas partes, y era esto lo que practicaba en todas las ocasiones; como también no hablar de sí ni bien ni mal, «no más, decía él, que de una carroña que se oculta bajo tierra para que no infecte el aire. Es estar loco estimarme más que un nada y un detestable pecador, después de las humillaciones de Jesucristo y la experiencia que tengo que me engaño de ordinario en mis juicios, de manera que no tengo más que hacer un juicio para equivocarme». Por último, nuestro venerado hermano ponía todo su contento y todo su gozo en las humillaciones, diciendo que «si pudiera una vez ser verdaderamente humilde amaría a Dios en adelante según estaba obligado a ello. La humildad, decía él, es con relación a las virtudes lo que la tierra es  con respecto a nosotros. Pues la tierra nos lleva y a los animales; se edifican sobre ella los palacios magníficos y las iglesias;  en fin ella es el fundamento de todas las cosas que están bajo el cielo; igualmente la humildad debe ser el fundamento de todas las virtudes y de nuestro edificio espiritual«. Ahora bien él hacía consistir particularmente la humildad que debe tener un hermano de la Misión en amar y complacerse en su estado como se complaciera a causa de que según el mundo, esta condición es abyecta y despreciable, pues se considera  de ordinario a un pobre hermano de comunidad como los barredores y el desecho del pueblo. «Debemos pues, decía él, complacernos en este estado en que Dios nos ha puesto, quien  nos hace parecidos a Nuestro Señor, su Hijo, humillado, escarnecido y despreciado del mundo; así amar todo lo que va unido a este estado, como los desprecios, las burlas, las bromas, las contumelias, los escarnios, el sometimiento continuo, etc. y no querer nunca salir por cualquier pretexto que sea aunque fuera por las mayores cosas del mundo«. Según esta santa resolución, en la que estaba nuestro venerado hermano desafiaba al rey para que le hiciera más grande de lo que era, porque tenía el honor de estar en una vocación que le hacía incapaz de ninguna carga eclesiástica o secular, sin poder subir ni bajar  más de lo era su pobre estado de pobre hermano, y también porque él se consideraba como la bajeza misma, diciendo «que era el más despreciable que hubiera en la Iglesia de Dios», sobre lo cual ha hecho los versos siguientes, que repetía a menudo:

Cómo me complazco en la miseria
Y en mi envilecimiento!
Mi enemigo no me odia apenas
Al tratarme con tanto miramiento.

Habiéndole dicho uno de nosotros «que le había pedido a Dios en su retiro que le hiciera uno de los mayores santos de la Misión,» el verdaderamente humilde respondió: «Querido hermano, ¿habéis pedido entonces que yo sea humillado, despreciado, escarnecido de todos y muy mortificado, porque estos son los medios para mí«? Un día conversando con otro de la diversidad de las cosas que se ven bajo el cielo, unas grandes, las otras pequeñas y mediocres, etc. dijo: «En cuanto a mí, yo soy pequeño bajo todos los aspectos: pequeño de nacimiento, pequeño en fortuna, pequeño en riquezas, pequeño de cuerpo, pequeño de espíritu, pequeño de vocación y estado, y por la gracia de Dios, estoy bien contento, y no querría ser otra cosa. ¿Acaso no veis, añadió él, qué admirable es Dios en sus obras! Llena las paraderas con una hermosa variedad de todas las clases de flores, y de todas las clases de colores, y de todas las clases de grandezas, pequeñas, grandes, menores, medianas, y estas flores que son las menores no envidian a las que son más grandes, sino que se contentan con su ser y sus cualidades y esa diversidad admirable sirve para recrear al hombre para quien Dios lo ha hecho todo. Asimismo entre los hombres se ve la misma diversidad que entre las hierbas y las flores, grandes, pequeños, siervos, ignorantes y de todas las clases, y ninguno descansará si no está contento con el estado en que Dios le ha puesto«. Ocho días antes de caer enfermo, dijo a dos de nuestros hermanos «que no había meditación que le impresionara más  que la de la humildad, diciendo que no salía nunca de ella sino muy confundido, al verse tan aleado» y haciendo un discursito, les dijo al hermano René Retrou y al hermano Pierre Chollier, su historiador. De quien tomamos esto: «Venga, hermanos míos, hagamos una sociedad para adquirir esta hermosa virtud tanto por una particular comunicación de nuestras oraciones, como principalmente por el ejemplo recíproco que pondremos empeño en darnos unos a otros. Y  con éstas, les chocó las manos a cada uno de ellos como pacto de esta empresa. Y desde entonces su colega vio que él puso una atención particular en humillarse cada vez más. Y como sucedió que uno de los que habían hecho el pacto vino a su presencia a representar un pequeño acto de vanidad, no tardó nada en recordarle el pacto y la sociedad que habían formado para darse ejemplo de humildad. Así de industriosas son la humildad y la caridad. Con lo cual, su colega ha estimado esta práctica de nuestro venerable hermano ser como su testamento y su última voluntad, habiéndole parecido del todo excelente para servir de espuela y picar a los perezosos, así como yo estoy para hacerles avanzar en la práctica de esta incomparable virtud».

Nuestro venerado hermano Ducourau ha tenido un singular afecto por esta virtud en la que se ha señalado de manera especial durante los treinta y tres años que ha conversado casi siempre con el Sr. Superior general y los principales oficiales de la Compañía, lo que le ha permitido practicar en todo momento esta virtud, sobre la cual ha dejado escritas de su mano estas bonitas palabras:»el oficio y mi vocación son mis cruces; debo mantenerme muy cerca de ellas agradable y constantemente«. Y repitiendo un día su oración, él dijo que su vocación y su oficio eran la tumba del amor propio y que él ya estaba crucificado en ella, muerto y enterrado». Y podía muy bien decirlo de su colega y sucesor en el mismo empleo, ya que por la virtud de la obediencia se había destrozado vivo como san Bartolomé, y cortado las manos y los pies como a san Atanasio, sacado los ojos como a san Clair y cortado la cabeza como a san Pablo. Porque, no contento con el voto de obediencia que había hecho según la costumbre en la Compañía desde el año 1646, hizo después un voto particular de obediencia ciega, tal era el afecto que sentía por esta virtud. Es lo que se ha hallado escrito de su mano en estos términos: «Por el amor de Nuestro Señor, que se ha visto sometido, he dado mi juicio y mi voluntad a mis superiores con mi voto particular de obediencia ciega, abandonándome por completo a los deseos de ellos como un cuerpo muerto, y así Jesucristo vivirá en mí«. Preguntándole un día en qué consistía la obediencia ciega a nosotros que estábamos de alguna manera obligados a presentar algunas cosas al superior en algunos casos sobre lo que nos ordenaba hacer, él respondió: «Es que después de nuestras denuncias y que el superior persevere, trate de convencernos que lo ha se ha de hacer es para mejorar, aunque nuestro juicio tanga que añadir algo a lo que debemos renunciar«. Ésta era su práctica. Había expuesto siempre ante los ojos un breve escrito en el que se contenía una máxima que había sacado de una de las cartas de nuestro venerable Fundador, y la practicaba al pie de la letra, es ésta: «Oh, qué bueno es no mezclarse más que en aquello para lo que tenemos orden! Dios está siempre ahí, y nunca o rara vez en lo demás«. Él se mantenía firme en esto y decía  «que así le ha ido siempre bien«. La práctica de una obediencia perfecta viene de una luz tan alta que hay pocas cosas que igualen su mérito y si excelencia. «Ah, hermano mío, decía un día, qué virtud más grande es morir pobre, obediente y paciente! Y esto es propiamente cuanto debemos hacer, nosotros hermanos, que el que está adornado con estas virtudes es valiente con una valentía hermosa. Sobre todo la obediencia es la única virtud de los hermanos, la cual siendo verdaderamente poseída por alguien, todas las demás virtudes le vienen con ella, y él tiene todo cuanto puede desear. Esto se entiende cuando se es obediente por el amor de Dios y paciente por el amor de Dios, que es el amor que lo anima todo; si falta, hay hombres que están en ese estado por obligación, que no dejan de ser malos y desagradables a Dios, por no imitar a Nuestro Señor que se hizo obediente hasta la muerte, y la muerte en la cruz, por el amor a nosotros. En cuanto a mí, no sé cómo estas palabras de san Pablo: Christus factus est pro nobis obediens, etc.  no nos avisan pues no sé si este gran apóstol ha dicho nada más enfático ni más  impresionante«. Por último, para acabar este artículo, nuestro venerado hermano practicaba excelentemente esta virtud por lo general en todas las cosas, grandes y pequeñas, y la ha practicado a imitación de su Salvador hasta la muerte, habiendo querido morir por obediencia, ya que dos horas antes de expirar, sintiendo acercarse el sudor de la agonía, en la que ha tenido siempre el uso de la razón, rogó a nuestro hermano que le velaba que fuera a ver a nuestro muy honorable Padre, el Sr. Jolly,  antes de que se acostara para pedirle su obediencia para hacer su gran viaje a la eternidad; acordándose sin duda de que nuestro difunto y muy digno padre, el Sr. Alméras, teniendo gran necesidad de él, le había recomendado que no se muriera antes que él, sin que le diera la obediencia. El Sr. Jolly habiendo venido pues a verle al punto se la pidió con su bendición  con sentimientos de humillación y de compunción extraordinarios; obtenido lo cual, se quedó tan feliz, diciendo que ya estaba de partir cuando Dios quisiera, de suerte que consumó su sacrificio por obediencia.

El amor a la pobreza era tan grande en el corazón de nuestro venerable hermano, que lo llevaba a  rebuscar sus necesidades todo lo que podía, sufriendo el frío, el calor, el cansancio, el hambre, la sed; en una palabra, se esforzaba en todo por no saciar del todo la naturaleza, ya que es lo propio de los pobres tener siempre hambre, calentarse mal, estar mal provistos y no tener nunca satisfacción completa. En este espíritu, ha dejado escrito de sí, en las resoluciones de su retiro del año 1662, «que él quería amar los desprecios y las incomodidades que van unidas a la pobreza y recibir en espíritu de mendiga la alimentación y los vestidos«. Ésta era su resolución; y nunca se le ha visto quejarse en esto. es lo propio de los verdaderos pobres de espíritu ser grandemente agradecidos por los bienes que se les dan, recibiéndolos como de la mano paternal de Dios. según esto, nuestro venerable hermano tenía sentía tal agradecimiento por los bienhechores que nos daban de qué vivir que decía que él no iba nunca a tomar sus comidas sin haber pedido antes por su bienhechores. En este estado de pobreza y de desnudez de todas las cosas de este mundo en el que nuestro venerable hermano vivía, despojado de todo interés propio, nacían en su alma grandes deseos de poseer a Dios solo, de amarle y servirle con toda pureza. He ahí por qué dijo un día a su colega: «Vamos, hermano, sirvamos a Dios de todo corazón sin pensar en la recompensa; depositemos todos nuestros intereses en sus manos, dejémosle hacer y aunque nos dejara toda la eternidad sin recompensa y nos destruyera, después de eso no dejamos nunca de servirle, sin buscarnos a nosotros mismos; ya que cuando hayamos hecho lo que estamos obligados a hacer seguimos siendo siervos inútiles». En otra ocasión dice: «¿Se puede ver a Nuestro Señor pobre sin amar la pobreza, se le puede ver humilde y anonadado sin amar la humildad y el aniquilamiento, y se puede ver a Nuestro Señor obediente hasta la muerte sin ser obediente? Oh, si no se le imita ni se le acomoda, es que no se es cristiano«.

No se puede dudar que nuestro venerable hermano, habiendo brillado en toda clase de virtudes, haya estado adornado con ésta que es una virtud angélica en las personas llamadas a una alta perfección, como era nuestro hermano, por la cual el hombre está de tal manera  exento,  por gracia o por virtud adquirida por la gracia, de las impresiones, de los movimientos o sentimientos de impureza, que es todo como si no tuviera cuerpo. Como esta virtud es exteriormente secreta, siendo un tesoro escondido, que permanece sepultado en la oscuridad, si la persona que la posee no la descubre, como santo Domingo hizo a la hora de su muerte «que él era y había sido siempre como un niño en la cuna con respecto a esta virtud«, igualmente san Elzéard, quien guardó perpetua virginidad con respecto de su esposa Delphine; no puedo decir hasta qué punto nuestro venerable hermano la poseía; tan sólo diré que tenía un extremo horror al vicio contrario, del que no podía oír hablar ni de ninguna cosa que tuviera la menor sombra de deshonestidad. Y como no podía oír hablar de ello, tampoco se le ha oído decir nunca una palabra que tan sólo tuviera algo de menos honesta. Decía que «nosotros hermanos teníamos gran motivo de temer en esta materia, y que debíamos desconfiar mucho de nosotros mismos estando más expuestos al peligro que los eclesiásticos que se ven más reservados por su hábito y por el carácter de su estado y que no salen nunca sin  tener a un compañero que les sirve como de testigo de su acciones, en los asuntos que los obligan s frecuentar el mundo«.

No hablaba nunca a las personas del otro sexo sino a la vista de alguien y tampoco en términos tiernos y afectivos, y mucho menos ciando se veía obligado a escribirles, lo que no hacía más que por pura necesidad, pero de manera admirable como se ve en la historia de su vida, aprovechándose de todo para llevarlas a elevarse a Dios en el desprendimiento de las criaturas y en el desempeño de sus deberes y obligaciones. «Desde el tiempo, dice él, en que acompañaba al señor Vicente por la ciudad, iba a menudo a una casa donde tenía que hacer; y como yo me pasaba a veces mucho tiempo esperando en una sala, poco a poco, oficiala de la casa, se acercaba a mí con discursos y palabras espirituales. Pero al final, reconociendo que insensiblemente se formaban ciertos afectos, aunque sin ninguna mala impresión en apariencia en esta persona, creó deber apagar inmediatamente bajo la ceniza la chispa que el demonio quería arrojar a mi estopa». Por eso un día, al acercarse para encomendarse a mis oraciones, le dije: «Retiraos; pido a Dios que yo no vuelva a acordarme jamás de vos. Sois para mí un motivo de escándalo y una trampa de Satán!» Ante estas palabras, como un trueno, fulminó la sensualidad que quería insinuarse so capa de espiritualidad. Así fue como nuestro venerable hermano estaba atento sobre sí y se mantenía con los ojos abiertos para que no entrara nada en gabinete real de su corazón donde el Rey de los reyes  venía con tanta frecuencia a adornar su hermosa alma con todas las virtudes de las que se ha visto adornada durante la estancia que ha permanecido en la prisión de su cuerpo, en la peregrinación de esta vida mortal.

IV. Su mortificación, su mansedumbre, su celo por la salvación de las almas; su conformidad con la voluntad de Dios, su amor a su vocación.

Este es un rasgo que nos indica  cuál debía de ser la mortificación de nuestro venerable hermano de la que vamos a hablar aquí. La mortificación es el mayor resorte de la vida espiritual, es la y la que destrozan la sensualidad. Por último, es una fuerza en el alma que, mediante los auxilios de la gracia, le hace detener sus movimientos moderar sus afectos y domar sus apetitos, del cuerpo como del espíritu. Todos los santos han sido grandes amantes de esta virtud, y nuestro venerable difunto Padre, el Sr. Vicente, le daba tanta importancia y la reconocía tan necesaria para entrar en el cielo que decía que si un hombre tenía ya un pie en él y viniera a dejar la mortificación por el tiempo que se necesita para poner el otro pie, que estaría en peligro de no entrar nunca.

Nuestro venerable hermano, educado en esta escuela y bien saturado el cuerpo con las máximas de un padre tan bueno que era un gran hombre de mortificación, había hecho a su ejemplo una buena provisión de ella. Veamos cómo se expresa sobre este asunto en un escrito de su puño y letra: «Rigor para mí, decía, y dulzura para otros, desear que esta deuda que la criatura teme me alcance; leer y practicar mis reglas hasta en las cosas menores como un medio de perfección; sufrir de buena gana y llevar los dolores y las aflicciones más grandes; renunciarme a mí mismo; llevar mi cruz; hacer bien a los que me hagan mal, y por último, hacer siempre la voluntad de piadoso, y además, ayunar los viernes y sufrir los dolores violentos y menores para participar en la pasión de Nuestro Señor; mortificar mi lengua; amar a Jesucristo; abandonarme al Espíritu Santo; invocarle y a mi buen ángel, imaginándome que me dice: «Por el amor a Jesucristo, hazlo». Ciertamente no se puede apenas formar una idea de perfección más clara, y los que han conocido a nuestro venerable hermano saben que era tal como se expresa en sus escritos. Dijo un día con gran fervor a su colega: «Mi buen hermano, vayamos a Dios por el camino por el que Nuestro Señor fue. Y fue por los sufrimientos, por las humillaciones, las negaciones, las persecuciones, la pobreza y la muerte vergonzosa de la Cruz«.

Por ahí es también por donde debemos ir. Tenía un ardor tal por el uso de la disciplina que se sintieron obligados a recomendarle la moderación, sirviéndose de ella hasta derramar su sangre; también estaba persuadido que la mortificación del cuerpo es una preparación necesaria y muy útil para la buena oración. Pero sobre todo esto no le ha sido una pequeña mortificación del cuerpo y del espíritu haber sido treinta años el esclavo de Jesucristo; así se llamaba él. Recluso en un agujero de habitación de seis pies, donde apenas podía moverse, en la más estrecha sujeción donde nadie de la Compañía pudiera estar, no teniendo apenas un momento para satisfacer las necesidades corporales, y sin salir nunca de su habitación sino por un miedo continuo a que el superior le buscara  mientras estuviera afuera, porque le necesitaba con frecuencia y el amor a la sujeción le hacía así cautivo. En verdad, era preciso que estuviera bien muerto a sí mismo y hubiera renunciado a todo y por todo por el amor de Dios y del que estando en la forma y sustancia de Dios ha tomado la forma de un esclavo por amor a nosotros. Nuestro venerable hermano había llegado a la mortificación del espíritu que, siendo la más noble, es también la más difícil, siendo lo propio de esta virtud llevar al hombre a recortar incesantemente todo cuanto puede ser desreglado o superfluo en sus potencias: la memoria, el entendimiento y la voluntad.

He aquí, en pocas palabras, un retrato de la mansedumbre y benignidad que tenía nuestro venerable hermano. Era las delicias y el consuelo de su hermanos que estaban encantados de disfrutar un poco de su conversación, y por lo general esta virtud le hacía amable y respetable a todo el mundo. Tenía un acceso extremadamente afable y gracioso y de tan grandes testimonios de benevolencia para cada uno, que todos creían ser singularmente amados y queridos de él. Relacionaba las cosas que podía relacionar con tanta gracia que parecía que daba al mismo tiempo el corazón, y sus negativas de lo que no podía hacer iban tan sazonadas que se separaban siempre de él contentos y satisfechos. Nuestro venerable hermano tenía una alta idea de esta virtud de la mansedumbre¸ así lo ha dejado escrito: «Esta virtud, dice, me parece muy grande; es la virtud de Dios, cuya dulzura inefable  es el encanto de los bienaventurados y constituye la felicidad de los santos. Es la virtud de los hombres grandes y de los hombres apostólicos; muchas razones me obligan a practicarla. Como los ejemplos de Nuestro Señor en sus respuestas en el momento de su captura en el huerto y en su pasión; en su presencia en el Santísimo Sacramento cuando viene a mí, llenándome se su dulzura, de manera que me parece que tengo todo lo que deseo en el cielo y en la tierra. Los efectos de la mansedumbre son producir la paz en nosotros, como nuestro Señor Jesucristo dijo, y que la experiencia me ha dado a conocer; pues cuando he cometido actos contrarios he sentido confusión en el espíritu por el remordimiento. Se agrada a todo el mundo y se gana a todos los duros, testigo el Sr. Vicente que se alía con los que le hablan, de la casa y de fuera, buenos y malos. Se da a conocer al mundo por esta virtud la bondad y la belleza de nuestra religión, y así se ganan las almas; como se ve en san Pedro cuando hubo recibido al Espíritu Santo, que hablaba en público; se le llamaba borracho; y como él usó de dulzura en su respuesta; continuando su discurso, convirtió a tres mil personas. El ejemplo del compañero de san Francisco Javier es hermoso también, cuando le escupieron al rostro, y dulcemente sin conmoverse, continuó hablando cosa que operó también muchas conversiones».

Nuestro venerable hermano dijo un día de la abundancia de su corazón afligido por el celo de la salvación de las almas: Oh, hermano, no hay nada que me vuelva más tonto ni más estúpido que saber que tantas almas se pierden, ver que yo no les seque el dolor y no me sienta impresionado». Y como le dijeran que pues estaba con esos sentimientos eso ya era una señal de que le impresionaban, respondió: «Sí, pero yo debería morir de dolor y de pesar, lo que me hace temer que estoy condenado; ya que los que tienen el espíritu de Nuestro Señor entran en sus dolores y en sus sentimientos que fueron tales que sudó sangre de dolor en el huerto de los Olivos al considerar la pérdida de las almas que no se aprovecharían de la muerte y de los tormentos que iba soportar por su salvación«. Preguntó un día a su colega si pedía a Dios que enviara obreros a trabajar a su viña. Y respondiéndole que sí, alguna vez: «Y bueno, replicó, tened la intención cuado decís el Pater de pedirle Dios, sobre todo cuando sobre todo cuando digáis: Sanctificetur nomen tuum et adveniat regnum tuum; ya que ¿no pedimos con esto que Dios envíe buenos obreros a fin de que su nombre de Padre sea santificado den todos sus hijos y que reine en ellos por la verdadera fe? Y cómo tendrá hijos por la fe del bautismo si no hay obreros para trabajar en ello? Pues la fe entra en el alma por el oído, se necesita entonces que haya obreros que hablen y que enseñen a los hijos de Dios para que su reino llegue hasta ellos». Era una de sus principales ocupaciones durante la oración y era la de pedir a Dios obreros apostólicos, a imitación de santa Teresa; y se ha visto en su caridad para con el prójimo que comprendía en sus oraciones a Dios a los justos y a los pecadores, a los fieles y a los infieles pero sobre todo el estado eclesiástico y al pobre pueblo, y su celo era tan desinteresado que no pensaba en sí mismo: «Que Dios me condene, decía él, con tal que sea alabado y glorificado por sus criaturas! Me importa poco lo que sea de mí«.

Una día, repitiendo su oración, que era el día de san Pedro, dijo que después de ponerse en la presencia de Dios y agradecerle por los bienes que había repartido a los santos apóstoles a quienes consideraba como las cotorras de los fieles, expresó en la presencia de Dios las necesidades de la Iglesia para obtener los remedios de la bondad de Dios por su intercesión. Luego se las presentó también a Nuestro Señor como cabeza de la Iglesia, a la que consideró como ignorante en la mayor parte de sus hijos, como humillada, despreciada y odiada de los herejes que la tratan con el último desprecio, (acordándose de un edicto de Inglaterra, en el que se permite el ejercicio libre y público de todas clases de religiones por infames que sean; pero en cuanto a la religión católica, no permiten  el ejercicio públicamente). Pidió a Dios que exaltara a la santa Iglesia y humillara a los herejes, paganos e infieles, con una humillación salvadora, para iluminarlos con las luces de la santa fe, y que había que darse a Dios para no escandalizar, con más razón por se por nuestros pecados, y por el castigo de nuestros pecados y nuestros escándalos, subsistían los herejes; lo que parece opuesto del todo al celo que se debía tener por la gloria de Dios y la salvación de las almas.

El bienaventurado estado del alma se basa en la conformidad de su voluntad con la de Dios y en la conformidad con su voluntad, fundada en la persuasión de que nada se hace en este mundo sin la voluntad de Dios, la cual hace que se cumpla de tres maneras 1º permitiendo que la cosa se haga; 2º u ordenando que sea hecha; 3º o haciéndola él mismo.

Esta conformidad la poseía nuestro venerable hermano, se [408] puede confesar, en el estado de perfección y se ve por todo lo que él ha dicho de sí hasta el presente, y mejor aún por lo que yo voy a decir.

«Mi querido hermano, decía él a su colega, que el que pudiera estar atento `para hacer lo que se debe para agradar a Dios, por conformarse a su santa voluntad, sin tener en consideración a nadie en el mundo, y a su propio interés, que haría grandes progresos, es todo lo más grande que se puede hacer en el cielo, hacer sin cesar la voluntad de Dios y así sería vivir como un ángel en la tierra».

Y en efecto era así como vivía, ni teniendo otro deseo que el cumplimiento de esta divina voluntad. Por eso repetía con frecuencia la tercera petición del Pater: Fiat voluntas tua, y habiendo leído que un santo personaje, Grégoire Lopez, la repitió durante tres años tantas veces como respiraba, dijo que él había tratado de hacer lo mismo.

El amor al santísimo Sacramento del altar ha sido siempre la gran devoción de los santos y sus corazones abrasados en este amor decían con David: «Como el ciervo perseguido y agotado por una jauría de perros desea las aguas de las fuentes para refrescarse, así, Señor, mi alma os desea».

E incluso algunos languidecían, hambrientos del pan de vida bajado del cielo, y que tiene la virtud de fortalecer a las almas para llevarlas hasta el trono de Dios. Él envidiaba la suerte de aquellos primeros siglos de la Iglesia en que los fieles comulgaban todos los días, y habría deseado disfrutar de esta gracia, y se sentía bien pesaroso cuando no recaía ninguna fiesta en la semana que le procura la ocasión de comulgar más a menudo que de ocho en ocho días, y decía que cuando comulgaba varias veces a la semana su alma se encontraba mucho mejor;  que cuando sólo comulgaba una vez, estaba como reseca, igual que la tierra sin agua.

Razón por la cual, la víspera de las fiestas disfrutaba y decía con gran fervor a su colega: «Qué amor deberíamos tener en consideración del amor con el que Nuestro Señor se nos da! Me sorprende cómo no estamos todos extasiados ante la considera ión de los innumerables beneficios de Dios, pero sobre todo por el del Santísimo Sacramento que recibiremos mañana con el que este Dios de amor nos da su sagrado cuerpo para hacernos vivir de su vida y de su espíritu, y para unirnos a el de una manera inefable.

En otra ocasión, dijo sobre el mismo asunto con su fervor ordinario: «Deberíamos ser sagrados todos aunque no seamos sacerdotes; pero más todavía deberíamos estar todos divinizados pues nos alimentamos todos con una carne divina que operaría infaliblemente este efecto en nosotros si hiciéramos buen uso. Pero, ay, todos nos vemos detenidos como plomo y tendemos hacia la tierra, en lugar de que no deberíamos tocarla ni con el pie«. No había nada que le llegara  más al corazón que ver un tan gran medio de santificación tener tan poco efecto, como se ve por experiencia, y «él no podía comprender cómo gentes que comulgaban todos los días podían ser también tan sensuales e inmortificados, como se veían tantos, cosa que le producía llantos.

Los días que había comulgado y que había conversado boca a boca con su Señor, tenía todo el día como un gozo continuo de él, sintiéndole a él como un principio vital, que influye en todas sus acciones, que le da fuerza y poder para obrar sobrenaturalmente en todo como se ve en la historia de su vida; también se ve veía más recogido y si bien no huía de la conversación de prójimo cuando se le presentaba la ocasión, trataba no obstante no encontrarse con él para tener una conversación más familiar y agradable con el mismo Señor y Redentor de nuestras almas que le hacía compañía como un amigo de vivía en él, y no solamente encontraba en este divino Salvador una agradable conversación, sino recreo, consuelo, y si no es osadía, delicias, como está escrito de la sabiduría increada: Mis delicias son estar con los hijos de los hombres. Su alma encontraba en Jesús a quien había recibido un alivio en sus disgustos, y ocupaba el lugar de los que los demás hombres buscan en las diversiones, paseos y placeres,, teniéndolo todo en él,  su vida ordinaria era la de abrazar a su Señor, pasear y conversar con él, lo que no sucedía por visiones o revelaciones, como se ha dicho de algunos santos, sino por una viva fe, seguida de una operación muy sensible del verbo hecho carne y pan vivo en el alma.

Hay muchos que han llegado a la unión del amor, como era nuestro venerable hermano cuando participaba en la santa Eucaristía.

Hemos visto hablando de la fe de nuestro venerable hermano qué vigor le daba para última comunión de su vida, cuando no bien había oído que Nuestro Señor se acercaba por el son de  la campanilla, se levantó tan rápido para ponerse de rodillas en su lecho para esperar su divino Salvador, como si tuviera plena salud, cuando momentos ante apenas tenía fuerzas para escupir ni siquiera volverse de un lado para el otro.

Veamos cuáles era sus sentimientos sobre esta sobre esta querida vocación que él declaró seis o siete años antes de su muerte en una repetición de oración, el día de Santiago: dijo entonces «que después de agradecer a Dios las gracias concedidas a este santo apóstol, y a todos los apóstoles en general, y por la suerte, por pobres y rudas que fueran, los había llamado a grandes cosas, y que después de pedir también a Nuestro Señor el espíritu de los apóstoles para todos los llamados a dirigir las almas, a los particularizó en nuestro santa padre el Papa, etc. …se había preguntado cuál era su vocación, y que había visto que estaba llamado a un estado de objeción, de pobreza, de negación, de humillación, de sujeción, de vida oculta, vida de sufrimiento, y eso para siempre, y merecidamente su vocación era la tumba de su amor propio; y que luego se había ofrecido a Dios para ser crucificado en ella con todos sus sentimientos de la naturaleza, muerto para no vivir más que de la vida de la gracia, sepultado en el olvido, y en la vida interior». Por último, en un escrito de su retiro de 1662, dice estas hermosas palabras: «Mi oficio y mi vocación son mis cruces, debo estar unido a ellos agradable y constantemente«. En cuanto a sus votos, los hizo de una manera sublime y con muy puras intenciones. Hizo este sacrificio total de sí mismo a Dios el día de Saint-Denis, el 9 de octubre de 1646 en la misa de nuestro venerable padre, el Sr. Vicente, en un altar que se hallaba en la tribuna, después de la cual, según se lo ha contado nuestro venerable hermano a su colega nuestro buen Padre le dijo «que hacía mucho tiempo que no había sentido  tal dulzura y ternura diciendo la santa misa como aquellas. Nuestro buen hermano no dijo más, pero es de creer que nuestro venerable Padre tuvo algún conocimiento del interior y de le buena y generosa intención de nuestro querido hermano en esta acción que hizo con tanto amor y que él me dijo que no se sentía menos obligado después que si los hubiera hecho en los Capuchinos o en los Cartujos, aunque no estuvieran todavía aprobados por la Santa Sede, y cuando lo fueron, él los renovó en conformidad con el breve de Su Santidad; pero dijo: «que él no había añadido nada porque la primera vez que los hizo había tenido intención de hacerlos de la mejor manera que podían hacerse«. Sentía gran compasión por las personas a quienes veía tentados contra su vocación, y empleaba todo su ingenio que su caridad le podía sugerir para ayudarlos a apartarse del peligro en que los veía. Por eso, habiéndose enterado que uno de los hermanos más virtuosos de nuestra Compañía (es nuestro hermano Cristophe Gautier, fallecido en Sedan el 11 de octubre de 1671) estaba a punto de sucumbir a la tentación de abandonar su vocación, empujado a ello por ciertos religiosos que le querían para ellos porque tenía hermosas cualidades le escribió al momento de una forma admirable para disipar las nubes que le habían metido en la cabeza y los rechazos en su corazón, y esto sin dar a entender que supiera el estado de tentación en que estaba. Y Dios dio tal bendición a esta carta que tuvo el buen efecto que deseaba, de manera que este buen hermano ha perseverado y fallecido en su vocación en estado de santidad, llorado por toda la ciudad donde murió, que asistió a su entierro y mandó hacerle un servicio solemne en agradecimiento por la edificación que todo el mundo había recibido de él, hasta los mismos herejes hablaron dignamente de este querido difunto, el cual después de a Dios debe su felicidad a la caridad de nuestro venerable hermano Ducournau quien, lleno de estima y de amor a su vocación, le inspiró estos mismos sentimientos Con su carta escrita a finales de diciembre de 1664, en estos términos: «Mi querido hermano. Viva el Rey de los pobres, quien por su gracia, nos ha despojado hasta el punto de no tener nada, ni siquiera la libertad de recibir o dar regalos sino al modo de los ángeles, a cual es toda espiritual. Permitirme entonces consideraros al menos si no como un ángel, al menos como un hombre espiritual y que entesta calidad os presente no un  corazón de carne como es el mío, sino un amor del todo divino tal como lo siento por vos. Yo lo llamo divino porque no debe haber otro entre nosotros, que somos hermanos engendrados por la caridad de Jesucristo, el cual habiéndonos dado el poder de ser hechos hijos de Dios, nos compromete felizmente a amarnos con el mismo amor con que nos amó y, si bien este amor está por encima de los sentidos, me resulta no obstante sensible por el libre consentimiento que le doy, la inclinación que me lleva a él, el consuelo que allí recibo y el respeto que me inspira hacia vuestra querida persona. Todo eso no son más que palabras, pero en verdad yo tengo los sentimientos en el alma con la resolución de pasar a los efectos por los muy humildes servicios que os debo, cuando Dios tenga a bien darme la ocasión. No es razonable, mi muy querido hermano, honrar y servir al siervo de Dios a quien su providencia aplica al alivio y al consuelo de los sacerdotes y de los pobres que son los miembros más nobles y más queridos de nuestro adorable Jefe; es una gracia que va unida al oficio de hermanos, y yo no sirva entre ellos más que de número y sea el más inútil de todos y el hermano Mosca, pero estimo infinitamente nuestra condición a causa de la relación que tiene con la que el hijo de Dios ha querido tomar al venir al mundo, de quien el Evangelio nos dirá uno de estos días, hablando de José y María, que eran pobres, que les era obediente. La ha ejercido también más que ningún otro, pues eso fue su vida mortal, como lo puso de manifiesto la víspera de su pasión cuando, lavando los pies a los apóstoles, que han sido los primeros sacerdotes, les dijo que había venido para servir, si añadimos a esto que dejando el oficio de Marta damos de alguna manera medio a nuestra Congregación de hacer las otras cosas que Nuestro Señor ha hecho, como evangelizar a los pobres, formar buenos pastores, en una palabra, sacrificarse ella misma a Dios por la salvación de todo el mundo, ¿no hemos de confesar que nuestra suerte es incomparable? –Sí, los hermanos de la Misión con preferencia todos los demás tienen la dicha de poder honrar, por sus humillaciones y sus empleos, a los del Salvador del mundo. No os parece también, mi muy querido hermano, que nuestro estado, que por otra parte es menos estimado de los hombres es como un sacramento o como un misterio que bajo apariencias vulgares y despreciables, oculta las hermosas virtudes y las abundantes gracias de nuestra santificación. Me siento deudor de vos porque me dais el ejemplo del buen uso que debo hacer de ellas y os pido la ayuda de vuestras oraciones para que busque, por el amor de Dios, la privación de todo espíritu sensual, de todo honor perecedero y de toda otra libertad que la de los hijos de Dios; que ame el trabajo, la abyeción y la fraternidad y que así pueda obtener de su inmensa misericordia la perseverancia en mi vocación, el espíritu de penitencia y la vida del espíritu. Nuestra vida mortal es como una escalera que va de la tierra al cielo y del tiempo a la eternidad, y nuestros años son como los escalones, pasamos de un escalón al otro sin saber si estaremos pronto en el final, en el que la muerte nos espera. Ahora bien, igual que si yo hubiera llegado  os invito a subir alegremente a este último paso, desde donde veremos con claridad el valor inestimable de las humillaciones, de los sufrimientos y de los actos de caridad que se practican aquí abajo, en conformidad con Nuestro Señor, que será entonces la corona y la gloria de sus imitadores.

«Nos os digo nada, mi querido hermano, que no sepáis mejor que yo; ¿por qué escribiros una carta sobre todo esto que no sea sino para decir sí? Es para consolarme un poco con vos, conversando como los artesanos sobre lo que toca a nuestro oficio. Porque de qué sirven los discursos que no nos llevan al deseo de nuestra perfección? Sería mejor no escribir ni conversar que hablar de noticias o de palabras ociosas. No puedo sin embargo terminar sin pedir noticias de vuestra salud, ni sin deciros que no he visto nunca, me parece, practicar la virtud en esta casa más sólidamente y más universalmente como se practica ahí ahora. La unión de los corazones parece completa y la regularidad muy exacta, son efectos de la bendición que Dios da a la dirección. El Sr. Alméras está bastante bien gracias a Dios, y no hay otros enfermos en casa que los enfermizos ordinarios, ni nadie que sea más que yo en el amor de Nuestro Señor, etc.»

Hablando un día con su colega de ciertos sacerdotes, de esos medio siervos, de quienes habla santa Teresa, los que habiendo hecho voto en la Compañía se salían sin el consentimiento del Superior general, explicando sus dispensas o conmutaciones a sus jefes le dijo: «Seamos prudentes, hermano, a sus expensas; abracemos siempre el tronco del árbol y encadenados por la obediencia, tengámonos por felices por permanecer unidos como esclavos por las manos, los pies, por el cuello y por todos los miembros de nuestro cuerpo, incluso por nuestros juicios, voluntad, imaginación y pensamientos, despreciando todas las libertades de la carne corrompida y de los placeres del mundo. A propósito de los votos, decía «que debíamos todos los días renovar nuestros votos y hacerlos como si no los hubiéramos hecho, es decir renovarlos por entero, libre y cordialmente como si no los hubiéramos hecho aún, y añadía que esta práctica era muy agradable a Dios y que había tesoros de méritos en esta renovación, de suerte en cada vez que se hace se merece tanto como la primera vez que se han hecho, así todo culpa al que hace una mala acción que es pecado peca tantas veces como la reitera«.

Trad. Máximo Agustín

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