Bergson y el Padre Pouget (VIII)

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Jacques Chevalier .
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pougetViviendo de este modo en lo real, porque «somos realistas», me repetía con frecuencia; viviendo en el gran día de la eternidad, porque «actuamos en el tiempo, pero no vivimos en él»; en contacto con el Divino Crucificado, porque «sólo El permanece con­migo, pero sólo El cuenta: sólo importa el contacto de loeterno y lo divino»; amigo de los pobres y de los humildes, pobre él mismo, no hubiese querido ser más rico que su Maestro, el Hijo del Hombre, que no tuvo una piedra donde descansar su cabeza, el padre Pouget se nos aparece como un santo.

Todos aquellos que yo conduje hasta él, todos los que gozaron de su contacto y del resplandor de sus prodigiosas luces, todos ellos, digo, experimentaron su influencia a medida de su propia vida interior. Los nombraré más adelante. Sería preciso hablar de cada uno de ellos, de lo que recibieron de él unos y otros. He aquí tres de estos hombres, cuyo testimonio se me ha pedido que presentase aquí.

Emile Genty, amigo de Edouard Le Roy, norma­lista de la promoción de 1896, catedrático de mate­máticas, hoy día director de las fábricas Normant en Romorantin y presidente general del Comité central de la lana, es un hombre admirablemente dotado en todo. Eminente matemático, estima, según la expre­sión de Pascal aFermat, de la que tanto gustaba el padre Pouget, que «la geometría es buena para hacer el ensayo, pero no el empleo de nuestra fuerza». En el otoño de 1905, le di a conocer al padre Pouget, así como a nuestro gran amigo Maurice Legendre, luego director de la Casa de Velázquez, que tuvo trato ínti­mo y frecuente con él y nos dejó escrito : «El padre Pouget era único. Era la cima que, desde el borde mismo del océano, se eleva enhiesta hacia el cielo… Un gigante intelectual, y mucho más que intelectual, en la aurora de una nueva Edad Media que debe ser todavía más grande que la otra».

Por su parte, Emile Genty, en una carta a Jean Guitton, nos dejó un admirable esbozo del «grande y santo padre Pouget», como él le denomina ; a propó­sito de la demostración que había intentado el padre Pouget de una proposición de Fermat que resistió los intentos de todos los matemáticos, nos dice : «Todo el padre Pouget está ahí: ningún problema le parece tan alto que no quiera medirlo ; y si fracasa, lo reconoce con la más conmovedora sencillez. Pero raramente ha fracasado en todo aquello que ha emprendido » A este respecto, Emile Genty evoca una circunstancia en la que le encargué de poner a punto con nuestro maes­tro un texto de redacción particularmente delicado, que comprendía los derechos de la verdad y los debe­res de la humildad: el padre Pouget, luego de haberlo sopesado durante dos horas, redactó, en veinte líneas, un texto lapidario, semejante a un diamante.

Veinte años más tarde, Emmanuel Mounier prepa­raba en Grenoble el primer año de Medicina; su hastío llegaba entonces hasta la desesperación, casi hasta el suicidio. Después de haber oído unas confe­rencias mías sobre Malebranche y sobre César Franck, vino a verme con su padre, el 15 de marzo de 1924. Me pidió, como él dice, ponerse bajo mi dirección.

Cursó, pues, conmigo su licenciatura, y luego obtuvo su diploma de estudios superiores de filosofía sobre «el teocentrismo de Descartes». Cuando partió para París, a fines de octubre de 1927, para preparar allí su cátedra, lo recomendé al padre Pouget como hacía con todos mis alumnos Se inscribió en su escuela y tra­bajó asiduamente con él hasta el día en que otras preocupaciones, entre ellas la aparición de la revista Esprit, le apartaron de su lado. El padre Pouget esti­maba en el más alto grado, al igual que yo, la profun­didad y la seriedad de su espíritu, el fervor y la pureza de su alma. De él, Mounier me decía: «Cuando me encuentro en presencia del padre Pouget, me parece que estoy en presencia de la Verdad.»

El 27 de febrero de 1933, después de haber acom­pañado al padre Pouget a su última morada, Mounier me enviaba este testimonio que resuena en nuestros oídos como un mensaje del más allá: «He acompaña­do ayer, con Jean, a vuestro viejo amigo. Llegó a nosotros por detrás del altar, primero por un cortejo invisible de salmos, luego a través de la larga fila blanca de los suyos, y al fin él mismo, en su ataúd de madera blanca envuelto en un paño de plata. La po­breza del hombre en la gloria de la Iglesia: he aquí algo realmente conmovedor… Creo que de la pobreza deberán hacerse nuestros años futuros. ¡Dios sabe en qué forma! Desde hace algunos días me preparo para la muerte. Y no ha mucho vivo entregado al renun­ciamiento, que es en el fondo la lucha de la Esperanza contra las confidencias humanas. Uno mis oraciones a las suyas.»

En cuanto a Paul Claudel, yo no sé si aceptaría to­das las ideas del padre Pouget, al menos tal como las conoce por la interpretación de Jean Guitton. Yo no sé si haría suya su explicación de la Escritura. Me lo ha dicho. Pero me ha dado a conocer también el atrac­tivo que ejerce sobre él este «Sócrates cristiano», como él lo denomina en un penetrante símil.

De hecho, el hombre que acaba de presentarnos de manera inolvidable tres santas figuras—Charles Fou- cauld, Eve Lavalliére, Thérése de Lisieux—debe ser, más que nadie, sensible a la grandeza secreta de este santo campesino, en quien encuentra de nuevo un temperamento acorde con sus aspiraciones personales más profundas y con las aspiraciones de una época que sobrelleva cruelmente la ausencia de Dios.

Claudel lo ha dicho: «Cristo vino a la tierra para restituir todo a Dios. Y nosotros estamos en la tierra para restituir, cada uno según sus medios, todo a Dios por medio de Cristo.» Esta era precisamente toda la enseñanza del padre Pouget. Entre Claudel y él hay, como dijo Bergson, esa especie de armonía preesta­blecida que es la señal de lo verdadero y la impronta del amor.

Y ahora, dejemos hablar a Bergson y al padre Pou­get. Escuchémosle. Dejemos que resuenen en lo más profundo de nosotros esas palabras que tienen, una a una, su peso eterno. Escuchemos sus silencios: hagamos el silencio en el interior de nosotros mismos.

Porque sólo en el silencio se oye la voz de Dios.

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