Comprensión de la Humildad
Dos caminos podemos seguir para el estudio y comprensión de la humildad: el camino que nos han trazado los doctores con su doctrina y el camino que han seguido Jesús y los santos. Jesús, además, nos ha dicho: Aprended de mí que soy manso y humilde.
Los doctores nos dirán que la humildad tiene como función moderar los ímpetus de la soberbia que nos lleva a creernos poco menos que únicos en el mundo. No es una virtud cuyo papel sea empujarnos hacia arriba, sino más bien hacia abajo. Pone ante nosotros nuestra condición de creaturas, nuestras limitaciones y debilidades y nuestros pecados. La humildad es luz, es conocimiento de lo que somos. No es timidez ni gazmoñería y, mucho menos, es inutilización de los dones recibidos.
Un aspecto importante merece ser destacado, porque a veces se olvida o se deja en la penumbra. La humildad cristiana hace referencia necesaria a Dios. Pide la sumisión del hombre a Dios, de la creatura al Creador y sólo por esto, la humildad exigirá someterse a los hombres. Insisto en este aspecto «religioso» de la humildad cristiana. Es esencial para su recta comprensión. Pero, además, porque creo es uno de los aspectos que se deben poner de relieve en la humildad como virtud de estado de la Hija de la Caridad. Más adelante volveré sobre esto mismo más detenidamente.
La experiencia de los santos nos abre un camino mucho más rico y atrayente, más sugerente e inspirador. Pensemos en Santa Teresa de Jesús, en San Vicente y en Santa Luisa. Pensemos en Santa Catalina, a quien no debemos olvidar cuando se trata de formar a las Hijas de la Caridad en la humildad. San Pedro de Alcántara daba en cierta ocasión este consejo a Santa Teresa: Para los asuntos del Evangelio haga más caso a los que lo viven que a los que solamente lo enseñan. Voy a seguir este consejo en mi exposición y así, desde la experiencia de los santos quedará completada la doctrina de los doctores.
Anclar en verdad
«Andar en verdad», así define Santa Teresa la humildad. «Estaba considerando, nos dice la Santa, por qué razón era Nuestro Señor tan amigo de la humildad y púsome delante… que es porque Dios es la suma Verdad y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino miseria y ser nada; y quien esto no lo entiende, anda en mentira».
Así, pues, andar en verdad o andar en mentira depende de la humildad. La expresión no es original de Santa Teresa, sí la vivencia. Otros autores espirituales nos dicen lo mismo. El P. Rodríguez, del que tanto gustaba San Vicente, nos describe así la humildad: «Ama Dios tanto la humildad, porque es muy amigo de la verdad, y la humildad es verdad, y la soberbia y presunción es mentira y engaño».
Lo mismo dice San Vicente en una carta que escribe al P. Francisco du Coudray, en 1631: «La verdad y la humildad se avienen muy bien las dos juntas.»
La cuestión que puede aflorar y que, de hecho, aflora muchas veces es ésta: Si la humildad es andar en la verdad, ¿de qué verdad se trata? Una respuesta global podría ser: Se trata de toda verdad que afecte a nuestro comportamiento moral. Merece la pena que concretemos un poco más.
Se trata, ante todo, de la verdad que es Dios. La humildad clarifica las relaciones entre Dios Creador y el mundo y nosotros, creaturas. Lo que somos y tenemos son dones de Dios, puestos en nuestras manos, pero no con el poder de usar y abusar, sino sólo con la misión de administrar. «Nosotros pertenecemos a Dios, recordará San Vicente, y no a nosotros mismos.» Por eso «es necesario vaciarnos de nosotros mismos y Dios nos llenará, pues Dios no puede sufrir el vacío». La humildad es, en efecto, la aceptación psicológica y desde la Fe de la dependencia de Dios Creador. Esta es la razón por la que la humildad se fundamenta en el dogma de la creación. El hombre se siente depender de Dios y acepta esa dependencia. En la espiritualidad vicenciana esto es tan importante que, para algunos estudiosos de San Vicente, situarnos fuera de esta actitud hace imposible la vida espiritual. Es necesario insistir en este aspecto si queremos que la humildad tenga raíces sanas y no se confunda con otras actitudes psicológicas, aunque sean muy laudables. Sólo el sentido vivo y profundo de lo que Dios es, inspirará una humildad verdadera.
La lógica de Santa Teresa es normalísima: El, Dios, suma y divina Majestad; yo, pobre y miserable creatura. Es la grandeza de Dios la que me hace ver mi pequeñez, su riqueza, mi pobreza, su bondad lo insignificante de la mía. Si omitimos esta relación a Dios, es fácil que la miseria nos parezca riqueza, y saber cuatro noticias nos haga creer que estamos bien informados y que conocemos profundamente el problema. Sucede lo que a aquel niño que nunca había salido de su aldea y para quien no había nada más alto que la modesta torre de su pueblo.
Interesa al cristiano la verdad que es Cristo, en toda su amplitud. Como Hijo de Dios. Como hombre nacido de mujer. Sin visiones parciales que recortan o falsifican. Toda la verdad que es Cristo. También la humildad cristiana hace referencia a Cristo. Si Cristo se humilló, ¿cómo no se va a humillar el cristiano? Si Cristo fue pura disponibilidad a la voluntad del Padre, ¿cómo voy a tener yo voluntad propia cerrada sobre sí misma? Si Cristo lavó los pies a sus discípulos, nada especial tiene que un cristiano lave los pies a quienes Cristo ama. Si Cristo cedió sus derechos, ¿por qué poner el sumo valor de la dignidad humana en exigirlos a toda costa? Cuando se habla de la pobreza, una forma de practicarla es la indiferencia hacia los propios derechos. Lo mismo hay que decir de la humildad. Sabemos que la humildad se traduce en pobreza y que la pobreza no es posible sin humildad.
Podríamos seguir en esta misma línea y ahondar, desde la verdad de Dios, en la verdad de las demás realidades. Pensemos en la verdad de nuestra vocación, designio de Dios sobre nosotros. Pensemos en la Comunidad, don de Dios a la Iglesia para el servicio a los pobres. Pensemos en la verdad del Pobre, como predilecto de Dios, sacramento de Cristo. Quizá la idea mereciera desarrollarse más amplia y profundamente. Lo que yo intento poner de relieve es sencillamente esto: La humildad se inspira en la verdad de Dios, en la proyección de Dios en la historia personal y del mundo. Esto mismo podemos decirlo de otra manera, es decir: la humildad es ante todo un acto de fe en Dios, cuya percepción de valor absoluto hace que el cristiano sienta la necesidad de abrirse a Dios, zambullirse en el inmenso y profundo misterio divino, para ser instrumentos de su querer; injertarse en la vida divina que es la que hace que todo ser llegue a su plenitud. Aunque parezca paradójico, no somos menos cuando los humillamos. Somos más porque nos ponemos en la línea de nuestro ser verdadero.
Anonadamiento voluntario
En la experiencia de Jesús y de los santos, la humildad cristiana lleva consigo el anonadamiento, el rebajarse voluntaria y libremente. No podemos quedarnos con la sola moderación y dominio de nuestras tendencias orgullosas como parecen significar ciertas definiciones de los doctores, al menos de algunos de ellos. Jesús no tenía que moderar nada y, sin embargo, se anonadó. María nada tenía que moderar, porque nada desordenado había en ella y, sin embargo, se anonadó. Los santos, cuanto más santos, es decir, cuanto más ordenada está su vida, más se humillan. La razón teológica es que la humildad cristiana es participación del anonadamiento de Jesús ante el Padre y ante los hombres, visto con los ojos de Dios. San Juan de la Cruz lo dice muy bellamente: «el humilde es quien se esconde en su propia nada y sabe mostrar a Dios.» Esconderse es rebajarse, anonadarse. Las humillaciones de los santos nos desconciertan, nos parecen inverosímiles. De S. Vicente se ha dicho muchas veces que nos hace sentirnos incómodos, molestos, cuando le oímos hablar sobre la humildad y, sobre todo, cuando le vemos rebajarse y aplicarse ciertos conceptos que traspasan los límites del lenguaje corriente. Se confiesa públicamente el «más miserable de los hombres», «peor que el mismo demonio», «una bestia pesada». Hoy estamos seguros que no hay en ello nada de «humildad de garabato», como diría el famoso Padre Rodríguez, sino opción del anonadamiento del anonadamiento voluntario. La razón suprema es la humildad de Jesús que consintió y aceptó el ser tenido por loco, para que brille más la gloria de Dios.
Expresión de la Humildad
Importantes son los actos concretos, el ejercicio de la humildad y expresión de la misma. Más importante, sin duda, es el impulso que, desde nuestro interior, nos empuja a imitar a Cristo anonadado voluntariamente, aceptando su condición de esclavo y víctima.
Humildad y sinceridad
Pero ¿cómo compaginar y armonizar la evidencia de lo que uno es y tiene como dones de Dios con las exigencias de anonadamiento de la virtud de la humildad? En otros términos– ¿cómo ser sinceros cuando decimos que no somos más que miseria y pecado y dignos de que todos nos desprecien? ¿Cómo creer a San Vicente cuando dice que es un ignorante?
Casi todos los autores espirituales, desde San Benito, tienen tendencia a jerarquizar los grados de la humildad. Nos fijamos en San Vicente quien, aunque no gusta mucho de sistematizar la vida espiritual, nos propone tres grados: 1.° Juzgarse con toda sinceridad dignos del desprecio de todos los hombres. Esto para empezar. 2.° Alegrarse de que los demás vean nuestras imperfecciones y nos desprecien. 3.° El tercer grado es atribuir todo a la divina misericordia y al mérito de los demás, si alguna vez Dios se digna hacer algún bien en nosotros o en los otros por medio nuestro y no lo hemos podido ocultar, en vista de nuestra propia vileza.
¿Cómo aceptar con alegría el que nos desprecien justa o injustamente? ¿Cómo ser sinceros si decimos que no valemos nada? No es fácil armonizar la humildad con una sinceridad creíble. San Vicente cuenta cómo encontrándose un día con unos señores, uno de ellos le dijo: No entiendo la humildad si no es como la describen los filósofos, es decir, como una conveniente moderación, un honrado comportamiento y respetuosa deferencia… Pero, Señor, le respondió S. Vicente, ¿quién mejor que Nuestro Señor conoce la naturaleza de las virtudes? San Vicente sobrepasa el nivel del discurso de su interlocutor. La razón no puede ir más allá. La humildad cristiana sí. Toda la vida del cristiano trasciende el mero vivir natural y racional.
A veces se insiste en la contradicción, por lo menos aparente, que puede existir entre la conciencia de nuestros valores y las exigencias de la humildad, entre el desarrollo de aquéllos y la profundización de ésta.
Todos los autores espirituales están de acuerdo en que la humildad no tiene por objeto destruir sentimiento alguno sobre la dignidad de la persona, ni va en menoscabo de la personalidad. La rica personalidad de los santos más humildes es la mejor prueba. Hay sentimientos legítimos, queridos por Dios. Entre ellos hay que contar el sentimiento de la propia dignidad. De lo contrario, se caería en la laxitud, en la indiferencia e insensibilidad. Al fin, la misma humildad se vería herida en cuanto que la gloria de Dios quedaría oscurecida en estas personas.
Siempre se ha entendido como falsa humildad alejarse de una obra apostólica porque se pondría en peligro la humildad por la posible tentación de vanidad. Esto, más que humildad, es signo de almas cerradas sobre sí mismas e insensibles a otra virtud que es la magnanimidad. La vanidad es un defecto, pero encogerse por miedo a caer en ella también lo es. Complacerse en sí mismo es un vicio, pero entristecerse hasta el desánimo también es otro vicio.
Es claro, pues, que la solución no puede venir por la destrucción o aminoración de la conciencia de los propios valores. El desarrollo y la evolución normal de la vida cristiana requieren que ambos aspectos estén en armonía. Es cierto, no obstante, que la humildad lleva consigo y pide poner más manifiestamente en la conciencia la realidad de Dios, mientras que es propio del otro aspecto poner de manifiesto la existencia de la propia persona.
Tampoco se resuelve el problema considerando exageradamente que somos una fuente de tentaciones para el orgullo y la soberbia. Sería un pesimismo exagerado. Pero es razonable reconocer el peligro. Los santos han tenido miedo, y entre ellos San Vicente, siempre muy cauto contra los posibles trucos de la naturaleza. Sabemos cómo entre los grados de humildad que establece está el ocultar el bien que Dios ha hecho en nosotros o por nosotros. La tradición cristiana, los autores espirituales, aunque sea por motivos pedagógicos, inculcan más que se fomente la humildad que la conciencia de lo que uno es y uno vale.
La verdadera solución está en la armonización de ambos aspectos, sabiendo subordinar lo creado al Creador, dando la primacía a Dios o, por decirlo con frases de San Vicente: «Atribuirlo todo a la divina misericordia», porque, al fin, para todo cristiano ésta es la verdad.
La humildad, virtud apostólica
Las Constituciones actuales de las Hijas de la Caridad nos describen muy brevemente la humildad. La brevedad no ha impedido que sea una hermosa descripción, a mi modo de ver. Efectivamente, teniendo en cuenta lo que debe ser un texto constitucional, declaran que la humildad «las acerca a los pobres y las mantiene ante ellos en actitud de siervas».
Son dos aspectos inseparables. Es correcto ver en el primer incisa el matiz personal, el que mira a la perfección de la persona, mientras que en el segundo inciso es clara su referencia al apostolado del servicio a los pobres.
Es interesante constatar que San Vicente haya ofrecido la humildad a todas las personas que se comprometen a vivir su vida cristiana dentro de las obras que él ha fundado. Una muestra clara, según el pensamiento de San Vicente, del valor apostólico de la humildad.
Apenas la Hija de la Caridad se coloque en la verdad sobre sí misma, ante Dios, ante Jesús, ante los Pobres, renunciará consecuentemente a toda autonomía de su propio yo. Todo apostolado, proyección y continuación del apostolado de Jesús, debe ser humilde servicio. Recordemos el pasaje que nos traen todos los sinópticos, cuando Jesús dice a sus discípulos: «Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último y servidor de todos». Jesús considera su misión y ministerio como un servicio, hasta la entrega total de sí mismo. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida por los demás». Recordemos la escena del Lavatorio de los pies y su conclusión final, cuando el Señor dice: «Os he dado ejemplo para que hagáis vosotros lo mismo que yo he hecho con vosotros».
La Hija de la Caridad debe recordar que «el enviado no puede ser mayor que el que le envía». La Hija de la Caridad es una enviada, una misionera de Jesús, quien sirvió en humildad. Es más, la lógica pediría que nunca hiciera menos que Jesús. Sería el signo convincente de que se pone en la verdad de su misión. San Pablo entendió bien su misión, entendió bien el ejemplo del Maestro, por eso no duda en decir que es «esclavo de los fieles por amor de Jesucristo; libre como era, se ha hecho esclavo de todos para ganarlos a todos para Cristo».
San Vicente nos orienta por ese mismo camino. Le da miedo que no sea Dios quien actúe, sino nosotros, que estén vivas nuestras razones y no las razones de Dios.
La humildad crea entre nosotros una atmósfera de evangelización. Crea en nosotros el convencimiento de la entrega total. Siempre me parecieron muy bellas las palabras de San Vicente al P. Nacquart, escogido para ir a Madagascar: «Cuando uno es escogido para una misión se le exige una entrega especial de sí mismo y esta gracia solamente se consigue con la humildad».
El bien que el apostolado aporta lleva el peligro de buscar recompensas humanas. «Nos teníamos que morir de vergüenza, dice San Vicente: pretender un poco de reputación por el servicio que damos a Dios, viendo a Jesucristo recompensado de sus trabajos con el oprobio y el patíbulo». «¡Qué bueno, le dice al P. Portail, que se haya visto usted humillado!, porque esa es la suerte de Nuestro Señor, la que El prepara a los que desean servirle útilmente. El mismo fue humillado desde el principio de su misión. La conclusión es: Démonos al desprecio, a la vergüenza, a la ignominia y desaprobemos los honores, los aplausos, la buena reputación que se nos da, y no hagamos nada que no sea para la práctica de la humildad, Trabajemos siempre humilde y respetuosamente». Quizá nos parezca exagerada esta enseñanza, pero bien sabemos lo sutil que es esta clase de tentación, por aquello de «¿a quién le amarga un dulce?».
Los pobres, humanamente hablando, dan poco. Son pobres. La humildad marca, debe marcar, todo lo que a su servicio se refiere. La aceptación de la llamada, la práctica del servicio concreto que el pobre necesita, el lugar donde el pobre se encuentra, los mismos medios para el servicio, el no exigir más que lo que el pobre tiene y goza.
Toda virtud exige que se practique oportunamente. Hoy nos preguntamos con frecuencia sobre las posibles formas nuevas de practicarla. Cierto que la novedad no sólo debe consistir en inventar expresiones nuevas. A veces es necesario. La novedad puede consistir en recuperar y dar sentido a expresiones que fueron válidas y que, después de períodos de crisis, vuelven a recuperar el valor. San Vicente fue en este aspecto un renovador admirable. Se le puede discutir la originalidad, pero nadie le discute su capacidad de dar vida, de potenciar prácticas, ministerios, estructuras que parecían haber perdido toda su capacidad de poder seguir sirviendo.
Muchas veces añoramos la humildad de los orígenes. Aquella humildad real y visible no será jamás recuperable. No en vano han pasado más de tres siglos de historia. Con todos los altibajos propios de una institución que, en general, ha escrito una bella historia de la caridad en la Iglesia. Es normal que esta historia se proponga a las nuevas generaciones, que se tenga que contar con ella. La cuestión es cómo suscitar en todos los miembros de la Compañía, de alguna manera posible, aquella humildad. Cuando el Concilio nos manda volver al espíritu primitivo, como elemento necesario de renovación permanente, muchos se preguntan si es posible, por faltar una serie de elementos o condiciones objetivas que existían entonces y que ya no existen. Entonces, las Hermanas eran un puñadito, las obras sencillas, los servicios humildes. Nuevos elementos han entrado en juego. Pensemos en la profesionalidad, la magnitud de ciertas obras. No sé lo que nos deparará la historia en el futuro. En todo caso, la humildad de los orígenes es un punto de vista que no se debe olvidar.
Si somos impotentes ante las condiciones objetivas; más aún, si necesariamente tienen que ser otras, el talante espiritual y la audacia de la humildad primitiva no deben olvidarse, ni mucho menos despreciarse. No insisto en esta idea. Las invito a releer la circular de la Madre General datada el 2 de febrero del presente año.
El valor apostólico de la humildad crea, o mejor dicho, exige la verdadera indiferencia. Crea el desapego de personas, lugares, obras y medios. Sólo se preocupa de dar lo que tiene y como lo tiene. Una comunidad así quizá no sea brillante; pero será vigorosa en el apostolado. Cuando, por intereses de cualquier género, las personas y las comunidades se estabilizan, fácilmente quedan devoradas por eso mismo que han querido salvar.
La humildad comunitaria
El llamado «espíritu de cuerpo» que convertía a las comunidades religiosas en cotos cerrados, sensibles a sus privilegios intocables, no creo que exista actualmente. Por lo menos en aquellas proporciones. A esto aludía San Vicente en el Consejo del 19 de junio de 1647. «Hay comunidades, dice, que sólo buscan el interés propio y es tan grande que incluyen dentro de él los intereses de Dios». Para San Vicente, lo único que interesa es el interés de Dios. Hoy nos resulta sorprendente que San Vicente tardara más de veinte años en pedir vocaciones. Así se lo dice al P. Blatiron: «Yo he estado más de veinte arios sin atreverme a pedírselas a Dios, creyendo que, siendo la Congregación obra suya, había que dejar a la divina Providencia el cuidado de su conservación y crecimiento».
Se alegra del éxito de otras comunidades, y nos recuerda lo que Moisés dijo porque alguien se quejaba de que había varios profetas en el pueblo: ¡Ojalá todos fueran profetas! Prohíbe que se hable mal de ninguna y a todas considera como santas, menos las suyas. Bien, todo esto lo conocemos, como conocemos los epítetos que aplica a la Compañía y a las personas que la componen. Pero no sólo son palabras. Hay hechos que, aun en medio de su espontaneidad, quizá por ello, nos ponen de manifiesto los sentimientos de San Vicente sobre la Compañía. En el Consejo en que se estudió la fundación de Cahors, al final de él, ruega a Santa Luisa que haga pedir a las Hermanas por un asunto importante de la Compañía. Pero corrige inmediatamente como si hubiera cometido un error. «No, no diga que recen por un asunto importante. La Compañía nunca tiene asuntos importantes. Dígales que recen por una necesidad de la Compañía».
En las enseñanzas de San Vicente, la doctrina de la humildad comunitaria aparece como el resultado de la humildad de las personas. Alguien ha dicho que, en buena filosofía, el argumento no es correcto por aquello de que la personalidad moral, la Compañía es algo más que la suma numérica de sus miembros. San Vicente no va por los caminos de la filosofía y no se preocupa de hacer buenos silogismos. Bien sabemos lo que quiere decir cuando argumenta de esa manera.
La objeción hecha nos ha permitido ver algo que el objetante no vio y que quizá tampoco estaba muy explícito en el pensamiento de San Vicente. Me refiero a la humildad de las Instituciones. Una casa no es humilde sólo porque lo sean sus habitantes. También tiene que ser humilde en otros aspectos, por ejemplo, la misma construcción, los muebles, la organización, etc. Me dirán que entro en el campo de la pobreza. Es cierto, pero ya dijimos antes que la humildad y la pobreza son dos hermanas gemelas.
Los miembros de la familia vicenciana deben ponerse muy contentos cuando encuentran ocasiones de desprecio o de humillaciones, no sólo particulares, personales, sino también cuando se humilla y se desprecia a la Comunidad San Vicente añade algo muy importante: «Será una buena señal de que sois verdaderamente humildes. Entonces la Compañía atraerá las bendiciones de Dios como los valles concentran el jugo de las montañas». No sé por qué resortes de la sensibilidad se toleran menos las críticas comunitarias, es decir, las hechas a la Comunidad, que las hechas a nosotros. No creo que sea por la universalización, casi siempre injusta, sino porque hieren sentimientos de grupo. No es tan frecuente salir en defensa de las injurias personales como salir en defensa de las injurias inferidas al grupo. La humildad vicenciana nos pone en guardia contra estas tendencias, muy justificadas hoy en una sociedad que cultiva la solidaridad.
La humildad comunitaria debe entrar entre las preocupaciones de la formación. Hay que procurar profundizar en ella. A veces se da la sensación de que se repiten unos pensamientos de los Fundadores que no nos atrevemos a contradecir, pero que tampoco calan profundamente. No se trata de aceptar la humildad comunitaria como suavizante de nuestros fallos o sedante ante nuestras crisis internas, de obras, de aprecio exterior. Sería poco. Interesa verla como un elemento positivo, incluso de iniciativa por parte nuestra. No nos olvidemos de lo que ya dejamos dicho: «Los intereses de Dios son más importantes que los de la Compañía.» «La riqueza, el poder, la buena reputación, decía San Vicente a la Madre Chantal, hacen mucho daño». Por eso añade: «¡Si supiera cuánta ignorancia hay entre nosotros (se refiere a los Misioneros) y cuan poca virtud, es seguro que nos tendría una gran piedad!».
La Humildad, una de las virtudes centrales del espíritu de la Hija de la Caridad
De la voluntad de San Vicente y de Santa Luisa no se puede dudar. Es verdad que existen formulaciones un poco diferentes sobre el contenido del espíritu de las Hijas de la Caridad, pero la humildad siempre está presente.
Una respuesta global está ya dada por lo que he dicho anteriormente. Creo, sin embargo, que se pueden dar otras razones más cercanas al propósito que manifestamos cuando hacemos la pregunta del porqué esta virtud y no otras.
No he visto que este problema se plantee frecuentemente entre los estudiosos de San Vicente. Últimamente, lo ha hecho uno, pero su respuesta me parece demasiado genérica. La razón, dice este autor, es que son virtudes que deben practicar todos los cristianos, es la virtud de los campesinos, de las más útiles para la acción misionera. Pero, sobre todo, por el ejemplo que nos dio Nuestro Señor.
Personalmente, creo que la razón del porqué es un conjunto de razones. Puesto a escoger entre ellas las que me parecen más fundamentales, seleccionaría las siguientes:
La humildad sostendrá la Compañía
En una conferencia San Vicente dice: «Si me preguntáis quien puede sostener a la Compañía de la Caridad, os responderé: la humildad. ¿Y nada más que la humildad? La humildad y nada más, porque la humildad unida al desprendimiento de todas las cosas de la tierra, hace que no veamos nada más que a Dios, que nos ha llamado. Si no hay humildad, no habrá obediencia, ni paciencia. La Compañía será un montón de ruinas… sólo el hábito… el nombre… ¡qué dolor!
Si analizamos detenidamente el pensamiento de San Vicente, veremos que el trasfondo de su enseñanza es la doctrina común enseñada por todos los teólogos y moralistas. Es la humildad cristiana. Pero como siempre hace él, escoge aquello que le interesa más.
Para él es evidente que la Compañía es un don de Dios para la Iglesia, para los pobres. Es absolutamente necesario que ese don se mantenga puro, libre de toda mezcla, de toda corrupción. El peligro existe, porque el don está puesto en nuestras manos. ¿Qué hacer para que no mancillemos el don de Dios? Él ha encontrado un medio, y este medio es la virtud de la humildad, vivida en profundidad, como su propia experiencia le dictaba. La humildad, ya lo hemos dicho, aparta de nuestra consideración todo lo humano y nos centra en Dios, siempre en Dios y sólo Dios.
La imitación de Jesús, Adorador del Padre
San Vicente, creo, ha querido que una Compañía nueva en la Iglesia, compuesta de mujeres ansiosas de Dios, pero necesitando vivir en el mundo sin cortapisas conventuales, no dejase de vivir la actitud más profunda de Jesús, Hijo de Dios, es decir, ser el verdadero Adorador del Padre. Para Jesús, el Padre es Todo: el que envía, el que comunica la Palabra, el que actúa. La voluntad del Padre es su alimento. Así, las Hijas de la Caridad, como personas, como comunidad apostólica, toda ella entregada a los pobres, pero siempre adoradoras del Padre, siempre en condición de creaturas, instrumentos dóciles al querer del Padre.
Las Constituciones actuales han tenido el acierto de formular la cristología de la Hija de la Caridad. Pues bien, el primer rasgo que deben contemplar es el Cristo Adorador del Padre.
En fin, tengo el convencimiento de que para San Vicente el Absoluto que es Dios lo siente tan fuerte, tan profundamente, que se ve forzado a la humildad. Busca en ella la propia fidelidad a los dones recibidos. Busca en ella la fidelidad de sus obras. Busca el remedio más expeditivo ante la tentación de lo humano. Todo esto lo encuentra en la humildad cristiana. Como dicen muy bien las Constituciones: (la humildad) «les hace tomar conciencia de su indigencia ante el Señor y las mantiene en actitud de siervas».
Finalmente, también son estas palabras de San Vicente: «la gran señal para saber si una Hija de la Caridad lo es de verdad, es la humildad».