Bárbara Angiboust, una Hija de la Caridad silenciosa (Segunda parte)

Mitxel OlabuénagaHistoria de las Hijas de la CaridadLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Benito Martínez, C.M. · Año publicación original: 1994 · Fuente: Folleto "Las cuatro cumplieron con su misión" (Asociación Feyda, Teruel, 1994).
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Sor Bárbara había alcanzado una madurez humana y espiritual. El 25 de marzo de 1642 San Vicente la escogió, junto con Santa Luisa de Marillac, Sor Enriqueta Gesseaume, Sor Isabel Turgis y otra Hermana, para que fueran las cinco primeras Hijas de la Caridad que hicieran los votos en la Compañía. San Vicente de Paúl presidió la Eucaristía. Con toda sencillez, sin testigos, una a una cada Hermana recitó la fórmula de los votos y se entregó a Dios de nuevo para servir a los pobres.

Sor Bárbara Angiboust estuvo con los galeotes tres años, hasta junio de 1644, cuando la destinaron a visitar a los niños de pecho abandona­dos, distribuidos por los pueblos para que fueran amamantados por no­drizas. Era un trabajo responsable, sacrificado y complicado. ¿Por qué? Veamos.

Niños abandonados eran los niños que dejaban a la puerta de las igle­sias o de los conventos las madres solteras, adúlteras o los padres pobres que no podían alimentarlos. Dan pena las madres solteras, pero duele cruelmente el abandono a la muerte de unas criaturitas recién nacidas. Se les abandonaba de noche y los que, al amanecer, no habían muerto de frío o comidos por alimañas, morían poco después a causa de la incle­mencia de pasar una noche a la intemperie. A los pocos que sobrevivían los llevaban a una casa llamada la Cuna, malamente atendidos por una señora a sueldo y sin ternura. Llegó a vender niños a mendigos que les rompían los pies o las manos para atraer la compasión de los transeúntes mientras pedían limosnas. No los alimentaban porque, si morían, era más barato comprar otro. San Vicente decía que en los cincuenta últimos años habían muerto todos los niños abandonados, excepto los pocos que se habían dado en adopción.

A aquella sociedad farisea no le importaban estos niños porque eran hijos del pecado, como si los pobres inocentes fueran culpables y lleva­ran en su sangre el pecado y la culpa.

San Vicente de Paúl y las Damas de la Caridad no pudieron sufrir tal crueldad y encargaron a Santa Luisa de Marillac que organizara otra casa para acoger a los más de trescientos niños que se abandonaban en Paris cada año. Las Damas se encargarían de que no faltara dinero. Luisa de Marillac, organizadora dinámica y aguda, planificó unas estructuras que permanecieron durante siglos: escuela, formación cristiana a través de un catecismo compuesto por ella, formación profesional para el trabajo, que todos al cumplir los catorce años tuvieran su oficio y su puesto de trabajo, comprensión para las jóvenes y para los tarados, pudiéndoles tener más tiempo; apoyarse en las Hijas de la Caridad y en los empleados de garantía. El edificio, la limpieza y la comida son puntos claves de una organización…

El problema mayor eran los niños de pecho que necesitaban ser ama­mantados. La señorita Le Gras comenzó a base de biberones con leche de una cabra. Pero no la complació. Observadora de la realidad sabía que en aquella época más de la mitad de los niños morían antes de cumplir un año. Había, por lo tanto, muchas mujeres que alquilaban sus pechos para alimentar a otros niños. Luisa de Marillac aceptó la oferta y distribuyó a los bebés abandonados entre las nodrizas de los pueblos.

Tanto San Vicente y Santa Luisa como las Damas de la Caridad cono­cían los inconvenientes de las nodrizas: era corriente que las nodrizas fueran pobres y estuvieran mal alimentadas o que tuvieran enfermeda­des. También conocían la picaresca de los necesitados: que no amaman­taran ni cuidaran bien a unos niños que no eran sus hijos, que no avisaran si el niño moría para seguir cobrando la pensión, que lo contratara una mujer y lo alimentara otra, etc.

Para superar estos inconvenientes Luisa de Marillac llevaba unos ficheros detallados y propuso que dos Hijas de la Caridad visitaran a los niños de tiempo en tiempo, pagaran a las nodrizas y vieran si los niños estaban bien atendidos. Las dos Hermanas llevaban una ficha para cada niño que rellenaban después de la visita. Para cumplir esta misión se necesitaban Hermanas no sólo avispadas sino que supieran sufrir y no les repugnara acariciar a unos niños que todos consideraban hijos del peca­do de la carne. San Vicente y Santa Luisa escogieron a Sor Bárbara Angiboust y a Sor María Daras. Al frente iba Sor Bárbara.

Comenzaron las visitas en junio de 1644 y las terminaron en agosto. El trabajo era sacrificado, yendo de pueblo en pueblo por malos cami­nos, en carretas o a pie, subiendo montes o cruzando bosques y ríos. Viajes con el sudor que produce el sol tórrido de verano. Sor Bárbara se mostraba exigente y firme en lo tocante al niño y dulce y compasiva si solamente era cuestión de la pobreza familiar. El niño debía aparecer limpio y bien alimentado. Sor Bárbara era lista y campesina como aque­llas labradoras. ¡Cuántas veces fingió estar de acuerdo, marchar y volver al de unos kilómetros para confirmarse de lo que sospechaba: que el niño que le presentaron era el hijo de una vecina porque el que le habían entregado había muerto y querían seguir cobrando la pensión! ¡Cuántas otras tuvo que esperar a la sombra de un árbol o en el pórtico de la iglesia a que llegara el párroco y pudiera asegurarle que el niño vivía y era el mismo que le presentaban!

Así iban visitando, de pueblo en pueblo, a los 15 o 20 niños que estaban con nodrizas. A los niños destetados los traían de nuevo a Paris. Volvían cargadas con uno o dos niños en brazos, agotadas. En años suce­sivos repitió idénticas correrías.

El 28 de junio de 1646, cuando decidieron enviar Hijas de la Caridad al Gran Hospital de Nantes, la propusieron para que fuera la Hermana Sirviente (superiora), pero Luisa de Marillac se opuso porque tenía poca salud y el trabajo en Nantes sería enorme. Sin embargo, se la nombró Hermana Sirviente en Fontainebleau, la ciudad de verano de los reyes de Francia. ¡No quiso servir en el palacio de la duquesa de Aiguillon y de nuevo pisaría la corte de los reyes! Pero ella iba para atender a los pobres enfermos y su compañera para enseñar en una escuelita a las niñas po­bres.

Llevaba tan solo unos meses cuando comunicaron a Santa Luisa que Sor Bárbara se moría. Ya la habían ungido con el óleo de los enfermos.

Luisa de Marillac se alborotó. Sor Bárbara era uno de los puntales de la Compañía. Sin esperar, pidió permiso a San Vicente para que esa misma tarde saliera para Fontainebleau una Hermana que le diese noticias cier­tas y trajese a la enferma a Paris si la veía con fuerzas.

No hubo necesidad. Poco a poco Bárbara fue mejorando, pero era un sufrimiento para ella, tan observante de los reglamentos, no poder levan­tarse con su compañera ni poder hacer los ayunos que solía. Al de unas semanas se consideraba pecadora al verse sin hacer nada y se puso a trabajar. No se había metido Hija de la Caridad para cuidar de su salud sino de la de los enfermos pobres. Como estaba débil para visitar las casas de los enfermos, pidió a su compañera que cuidara de los enfermos y ella daría la escuela. Semanas después se atrevió a cuidar los enfermos que se reponían en el hospital; finalmente volvió al trabajo que se le encomendó al llegar a Fontainebleau.

En verano de 1648 llamó a su casa un mosquetero de la reina Ana de Austria, viuda del rey Luis XIII y madre regente de Luis XIV. Traía un mensaje de la reina: las invitaba a palacio para conversar con ellas. Sor Bárbara se emocionó aunque lo esperaba. Fontainebleau era como una ciudad de los reyes de Francia y sabía que Ana de Austria, católica fer­viente, se interesaría por los pobres.

Se arreglaron y las dos antiguas aldeanas fueron al palacio. Cruzaron el patio del Cheval-Blanc y subieron la majestuosa escalinata curvilínea del Fer-á-Cheval que hacía pocos años había mandado construir Luis XIII. En el primer piso torcieron a la derecha acompañadas por una ca­marera de la reina. Estaban en los aposentos de la reina madre. La cama­rera las introdujo en un saloncito y poco después entró Ana de Austria con sus damas de compañía. Ceremonias de respeto y sumisión y hablar y hablar de todos los quehaceres de las Hermanas. La reina se enteró de todo. Durante la conversación Sor Bárbara tenía presente una frase que le había escrito Luisa de Marillac: «No deje de exponerle las necesidades de los pobres». Y se las expuso. Las dos Hijas de la Caridad salieron encantadas de la entrevista y con dinero para los pobres.

Poco disfrutó Sor Bárbara de la entrevista. En otoño Luisa de Marillac la envió de nuevo a visitar a los niños abandonados. Cuando volvió esta­ba destinada de Hermana Sirviente para el Hospital de Saint-Denis.

El hospital de Saint-Denis fue único. Las Hijas de la Caridad no eran tan solo empleadas como en los demás hospitales, eran también las directoras. El hospital estaba a su cargo: la Hermana Sirviente hacía los ingresos, daba las altas, organizaba el hospital y dirigía a los empleados, retenía a los enfermos que no podían llevar una convalecencia en sus casas, pues la señorita Le Gras decía que las recaídas eran más gravosas al hospital que los gastos de recuperación, retenía igualmente a las muje­res ya restablecidas que tenían peligro de caer en la prostitución hasta que encontraran trabajo.

Todos conocían su amor a los pobres, sus valores humanos y sus do­tes para el servicio. En Saint-Denis descubrieron que tenía cualidades sociales para la catequesis. Los domingos y días festivos reunía en el hospital a las mujeres y las daba catequesis o les leía vidas de santos. Sus compañeras se asombraron cuando vieron que acudían hasta sesenta mu­jeres, a pesar de ser una persona exigente. Pero el asombro fue mayor al ver el delicioso atractivo que manifestaba con las jóvenes.

Bárbara se sentía feliz sin miedo a la guerra que se desarrollaba en los alrededores de Saint-Denis, la Fronda. El Parlamento y el pueblo de Paris se habían levantado contra Mazarino y los reyes. Condé vino en ayuda del rey y cercó Paris. Las comunicaciones se rompieron con la capital a pesar de estar tan solo a siete kilómetros. Sin embargo, Saint-Denis im­ponía respeto a los franceses. En su basílica estaban enterrados los reyes de Francia y San Dionisio era el patrón de Paris. Las Hermanas no tenían miedo de que les sucediera nada malo, pero el dinero no llegaba. Las familias de categoría y las adineradas habían huido de la capital o habían quedado encerradas en la ciudad.

Un día llegó la fatal noticia: no había dinero y cerraban el hospital. Antes de anochecer los enfermos saldrían a sus casas o a la calle los que no tenían a donde ir. Sor Bárbara se estremeció. Echarlos a la calle era en­viarlos a la muerte. Su amor a los pobres le decía que era un crimen horrible. Sin aguardar a la noche, Sor Bárbara habló con los administra­dores y les pidió tan solo un día de prórroga. Se lo concedieron.

Esa misma mañana, con el valor que da el amor, emprendió a pie el camino de Paris. Por el camino tropezaba con labriegos que huían, con pobres pidiendo pan, con soldados armados que daban miedo; se identi­ficaba y seguía adelante. Nuevo control y más controles de las tropas reales. Cuando llegó a la Puerta de Saint-Denis el control se lo hicieron las tropas del Parlamento. Era la señal de que había entrado ya en Paris. Al mirar hacia atrás descubrió lo que tanto miedo le daba mirar por el camino: entre el pueblo de Saint-Denis y la capital todas las casas esta­ban en llamas y los campos arrasados.

Envuelta en el retumbar de tambores ensordecedores y esquivando a gente con armas que se dirigía a las murallas entró en San Lázaro. Vicen­te de Paúl estaba deliberando con Luisa de Marillac sobre los problemas que la guerra causaba a los niños abandonados de Bicétre. En pocas pa­labras, con prisa, Sor Bárbara les expuso que cerraban el hospital por falta de dinero y que ella se proponía, si se lo permitían, pedir a las señoras que aportaran lo necesario para continuar la obra. Se lo permitie­ron y sin más fue casa por casa, palacio por palacio, iglesia tras iglesia, pidiendo «limosna» para sus enfermos. Apenas comió un poco de pan. Por la tarde estaba animada: la gente había respondido. Al atardecer creía tener suficiente para unos meses. Con el dinero escondido entre sus ro­pas tomó el camino de vuelta. Sólo que ahora tenía miedo que la asalta­ran. Los controles los salvó graciosamente y anocheciendo entró en el hospital. Llena de alegría podía descansar. Cuando los administradores contaron el dinero: oro, plata, bronce y algunas joyas, calcularon que podían tirar entre tres y cuatro meses. Lo suficiente para ver terminada la guerra. En la iglesia Sor Bárbara reía con Jesucristo, el Señor de la casa.

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