Devoción y piedad para con Dios
La Devoción es una virtud, por la cual nos relacionamos con todas las cosas tocantes al culto y al servicio de Dios con un afecto singularísimo y con un deseo de glorificarle y honrarle que no tiene más límites que los prescritos por la caridad.
Y como podemos honrar y glorificar a Dios con la práctica de toda clase de virtudes, por está razón San Ambrosio ha dicho muy bien, que la devoción era el fundamento de las demás virtudes; y San Agustín asegura que «Verae virtutes, nisi in eis quibus inest vera pietas in Deum, inesse non possunt» August. lib. II, De civitate, cap. 4las verdaderas virtudes no se pueden hallar, sino en los que tienen una verdadera devoción y piedad para con Dios.
Y como el Sr. Vicente ha sobresalido en toda clase de virtudes, según hemos podido ir viendo en los capítulos anteriores y continuaremos en los siguientes, no hay lugar para dudar que ésta de la devoción la haya poseído en un grado muy excelente, y que haya estado dotado de una devoción sincera y perfecta para todo lo relacionado con el culto y el honor de Dios.
Y en primer lugar, la devoción de este Santo Varón esta cimentada en una estima muy grande de la grandeza infinita de Dios, y sobre un profundísimo respeto a su Divina Majestad. Sus humillaciones maravillosas en todos los actos de Religión, los términos llenos de honor y de respeto que usaba cuando se trataba de hablar de Dios, y el afecto singularísimo con el que se esforzaba en infundir en todos los espíritus un grandísimo aprecio y reconocimiento de las grandezas y las perfecciones de Dios, han sido las señales evidentes de la santa disposición que tenía en su corazón.
«Tratemos, Hermanos míos, —dijo un día a su Comunidad— de concebir no ya una grande, sino una grandísima estima de la Majestad y de la Santidad de Dios. Si tuviéramos la vista de nuestra mente bastante poderosa como para penetrar un poco en la inmensidad de su soberana Excelencia ¡oh Jesús!, ¿qué altos sentimientos no lograríamos? Podríamos decir muy bien, como San Pablo, que los ojos no han visto nunca, ni los oídos oído, ni la mente concebido nada que le sea comparable. ¡Es un abismo de perfecciones, un Ser eterno, santísimo, purísimo, perfectísimo e infinitamente glorioso; un bien infinito, que comprende todos los bienes, y que es en Sí incomparable! Pues bien, este conocimiento que tenemos de que Dios está muy por encima de todos nuestros conocimientos y de todo entendimiento creado, nos debe bastar para hacerle apreciar infinitamente, para anonadarnos en su presencia, y para hacernos hablar de su Majestad Suprema con un gran sentimiento de reverencia y de sumisión; y cuanto más le apreciemos, más lo amaremos también; y este amor producirá en nosotros un deseo insaciable de que le agradezcamos sus beneficios, y de procurarle verdaderos adoradores».
Sentía una aversión increíble contra el orgullo, porque este vicio le quita a Dios el honor que se Le debe, y hace que los soberbios se lo atribuyan con tanta temeridad como injusticia. Por eso le hacía una guerra continua, no solamente en sí mismo, sino en todos los que estaban bajo su dirección. Como lo podremos ver con más amplitud cuando tratemos de su humildad. Aquí sólo presentaremos algunos de los sentimientos que escribió un día a uno de sus Sacerdotes que estaba trabajando en misiones: «¡Oh qué consolado he quedado —le dice— por lo que me ha escrito acerca de ese buen pueblo, que ha cumplido bien con su deber! Porque no sabría decirle cuánto he temido que no lo hiciera así. Sólo a Dios le sea dada la gloria por ello, y que los que trabajan le rindan fielmente este agradecimiento. Si los trabajos de ustedes logran algún éxito, o si producen algún efecto bueno, a Domino factum est istud!, es Dios quien lo ha hecho, y es a El a quien se ha de rendir todo honor. ¡Ah Señor! ¡Qué gran obstáculo presentaría a la santificación del Nombre de Dios y a la justificación de las almas quien se atribuyera la una o la otra, o quien pensara que tenía en ellas alguna parte! Quiera la Bondad divina que no suceda nunca que ninguno de la Misión admita en su espíritu semejante pensamiento; eso sería indudablemente un sacrilegio cometido por él, y todo el Cuerpo de la Congregación de la Misión se haría culpable del mismo crimen, si se complaciere en esa manera de pensar tan desgraciada, de que, por sus trabajos, él había convertido los pueblos a Dios, y que por eso es digno de ser estimado y considerado. ¡Cuánto deseo que quede profundamente grabada en nuestros corazones esta verdad!: que los que piensan ser los autores de algún bien, o que tienen en él alguna parte, y que sienten alguna complacencia en tal pensamiento, pierden mucho más que ganan en ese mismo bien».
Pero principalmente era en la celebración pública de los Divinos Oficios, donde la devoción del gran Siervo de Dios aparecía con una edificación singularísima de los asistentes. Cuando podía asistir al coro para cantar o salmodiar, lo hacía con gran recogimiento de su espíritu, de manera que se le veía embelesado y elevado en Dios. Con frecuencia también recomendaba a su Comunidad que desempeñara ese deber para con Dios con respeto y sentimiento de piedad, que recitara pausadamente, que mantuviera los ojos bajos o fijos en el breviario o diurnal, sin mirar ni a un lado ni a otro. Aunque él tenía un corazón lleno de mansedumbre, con todo, no podía sufrir las menores faltas que se cometían en los Divinos Oficios, como, por el contrario, no podía manifestar suficientemente su gozo, cuando se realizaba aquel acto en la forma conveniente.
Cuando debía celebrar el Oficio solemnemente, ponía mucho cuidado en hacerse instruir en todo lo que era propio y particular, según lo requiriera la solemnidad de la fiesta. En sus últimos años se humillaba mucho porque sus achaques no le permitían hacer del todo las genuflexiones prescritas por orden de la Iglesia. Le gustaba mucho y recomendaba la limpieza en los ornamentos sagrados; y, sobre todo, la exactitud en la observación de la Rúbricas; y cuando se faltaba a alguna, quería que se humillara mucho.
Su devoción no se dejaba ver solamente en la celebración pública de los Oficios Divinos, más también en la recitación particular: la hacía siempre con una postura humilde y respetuosa, con la cabeza descubierta y las rodillas en tierra, excepto los dos o tres últimos años de su vida: en ellos estaba obligado, a causa de sus grandes molestias, a recitarlo sentado, por no poder hacerlo de otra forma.
Dios le había concedido una devoción muy grande a los Misterios de nuestra Religión, y, en especial, a los de la Santísima Trinidad, de la Encarnación del Hijo de Dios y del Santísimo Sacramento del altar. Por lo que respecta a la Santísima Trinidad, como este misterio contiene la primera y principal de las verdades que hay que creer y adorar, tenía sumo interés en procurar el conocimiento y el aprecio en las almas, y en enseñarlo y hacerlo enseñar en las misiones. Diariamente rendía, con una devoción especial que ha inspirado a todos los de su Congregación, un homenaje, a la mañana y al anochecer, a este adorabilísimo misterio. Y logró que Nuestro Santo Padre el Papa, con la Bula de la Erección de la Congregación de la Misión, obligara a todos los que pertenezcan a ella a honrar de una manera muy particular este inefable misterio y el de la Encarnación, haciendo de ello incluso una Regla expresa en estos términos: «Trataremos de cumplir este deber con un esmero muy grande y de todas las maneras posibles, pero principalmente haciendo estas tres cosas: 1. haciendo a menudo y de corazón actos de fe y de religión acerca de estos misterios; 2. ofreciendo cada día en su honor algunas oraciones y buenas obras, y, sobre todo, celebrando sus fiestas con solemnidad y con la mayor devoción posible; 3. trabajando con diligencia, sea con la palabra, sea con el ejemplo, en esparcir en las almas de la gente el conocimiento, el honor y el culto a estos misterios».
Como la Iglesia en las principales fiestas nos invita a honrar más particularmente los misterios cuya memoria se solemniza, era precisamente en esos días cuando el Sr. Vicente mostraba una devoción muy extraordinaria: celebraba ordinariamente la Misa Mayor y oficiaba en las Vísperas; pero con tal recogimiento, modestia y gravedad, que era fácil ver cuán unido estaba interiormente a Dios. Y aunque su devoción fuera tal en la celebración de las grandes fiestas, no se mostraba menor los demás días en todos los actos relacionados con el culto y el honor que rendía a Dios. Se levantaba, de acuerdo con la Regla, a las cuatro (como ya se ha dicho), aunque se acostara siempre tarde y pasara muchas noches sin poder reposar más de dos horas, como a veces lo ha confesado él mismo; y, a pesar de eso, a la primera señal, se levantaba con tal presteza y fervor, que el segundo golpe de la campana no lo hallaba nunca en la misma postura que el primero. Nunca fallaba en ofrendar inmediatamente con gran humildad sus primeros deberes a Dios. He aquí lo que se ha encontrado escrito de su propia mano a una persona de alta cualidad para hacer bien este acto: «Al levantarme adoraré la Majestad de Dios y le daré gracias por la gloria que posee, por la que ha dado a su Hijo, a la Santa Virgen, a los Santos Angeles, a mi Angel de la Guarda, a San Juan Bautista, a los Apóstoles, a San José y a todos los Santos y Santas del paraíso. También Le daré gracias por las que ha derramado sobre su Santa Iglesia, y, en particular, por las que he recibido de El, sobre todo, porque me ha conservado durante la noche. Le ofreceré mis pensamientos, mis palabras y mis acciones en unión con las de Jesucristo, y le pediré que me libre de ofenderle y que me dé la gracia de cumplir fielmente todo lo que Le sea agradable».
Después de estos actos de Religión y gratitud, hacía la cama, iba a la Iglesia a la presencia del Santísimo Sacramento, donde, a pesar de la incomodidad de sus piernas hinchadas que tenía que vendar todas las mañanas, llegaba de ordinario antes de la media hora y antes que muchos otros. Manifestaba una gran alegría por ver todas las mañanas a la Comunidad reunida delante de Nuestro Señor, y felicitaba a los más diligentes y a los más asiduos, y expresaba pena cuando veía a algunos mostrarse más tardos que los demás.
Terminada la meditación, recitaba en voz alta las letanías del Santo Nombre de Jesús con una devoción inexpresable, gustando y saboreando las expresiones de honor y de alabanza que presentaba a este Divino Señor y esparciendo de esta manera la unción y el perfume de este sagrado Nombre en los corazones. Después se preparaba para la Santa Misa con gran recogimiento, dando a eso un tiempo razonable, sin dejar de hacerla por muchos que fueran los asuntos pendientes y, además, se confesaba a menudo. Esto escribe en pocas palabras uno de sus sacerdotes: «He tenido el consuelo de servirle de confesor durante mi estancia en París. Con esa ocasión he conocido más en concreto la santidad y la pureza de su alma, que no podía sufrir ni la apariencia del pecado».
Pronunciaba todas las palabras de la Santa Misa muy claramente y de forma tan devota y tan afectuosa, que se veía bien que su corazón hablaba por su boca; eso producía en los asistentes grandes sentimientos de piedad. Con un tono de voz moderado y agradable, con una expresión espontánea y devota, que no era ni demasiado lenta, ni demasiado acelerada, sino conveniente a la santidad del acto. Entonces se veían en él dos cosas que se hallan rara vez en una misma persona, a saber, una profunda humildad y un porte grave y majestuoso. También entraba en el espíritu de Jesucristo, que lleva a ese sacrificio dos cualidades muy diferentes, una de Hostia y otra de Sacrificador: a la vista de la primera, el Sr. Vicente se rebajaba internamente, como un criminal digno de muerte ante el juez y lleno de temor pronunciaba el Confiteor y estas otras palabras In spiritu humilitatis et in animo contri to, etc. Nobis quoque peccatoribus, etc. Domine, non sum dignus, etc.y otras parecidas, con un sentimiento muy grande de contrición y de humildad. En calidad de Sacrificador ofrecía con toda la Iglesia las oraciones y las alabanzas de Dios, juntamente con todos los méritos y la persona misma de Jesucristo sacrificado. Y todo esto lo hacía con un espíritu de Religión, de respeto y de amor a Dios.
«No basta —decía un día sobre esta materia a sus Sacerdotes— con celebrar la misa; además hemos de ofrecer ese sacrificio con la mayor devoción que nos sea posible, según la voluntad de Dios, conformándonos, en cuanto podamos con la gracia de Dios, con Jesucristo, que se ofreció a Sí mismo en su vida mortal en sacrificio a su Padre eterno. Esforcémonos, pues, señores, en ofrecer nuestros sacrificios a Dios con el mismo espíritu con que Nuestro Señor ofreció el suyo, y de la forma más perfecta que pueda permitirnos nuestra pobre y mísera naturaleza».
Uno de los más antiguos de la Compañía ha observado que la devoción del Sr. Vicente era singularísima en la celebración de la Misa, y que aparecía cuando recitaba el Santo Evangelio. Otros han notado que, cuando tropezaba con algunas palabras que Nuestro Señor había proferido, las pronunciaba con un tono de voz más tierno y más lleno de afecto; eso comunicaba devoción a los presentes que lo escuchaban. En varias ocasiones se ha oído a algunas personas, que no lo conocían y que habían asistido a su Misa, decir entre ellas, como admiradas, «¡Dios mío! ¡He ahí un Sacerdote que dice bien la Misa; debe ser un Santo!». Otras han dicho que les parecía un ángel en el altar
Algunos han observado que, cuando leía en el Santo Evangelio algunos párrafos en los que Nuestro Señor había dicho, Amen, amen dico vobis,es decir, En verdad, en verdad os digo, seguía con mucha atención las palabras siguientes, como admirado de esa doble afirmación que el mismo Dios de Verdad empleaba; y, al ver que allí se encerraba un doble misterio, y que la cosa era de gran importancia, manifestaba, con un tono de voz todavía más afectuoso y devoto, la pronta sumisión de su corazón. Parecía que mamaba el sentido de los pasajes de la Escritura como un niño la leche de su madre, y sacaba de ellos el meollo y la sustancia para sustentarse de ella y alimentar su alma. Eso hacía que en todas sus acciones y palabras apareciera lleno del Espíritu de Jesucristo.
Cuando se volvía hacia el pueblo, lo hacía con una cara muy modesta y serena; y por el gesto que hacía al abrir y extender los brazos, daba a conocer la dilatación de su corazón y el gran deseo que tenía de que Jesucristo estuviera en cada uno de los presentes.
Como consideraba al Sacrificio de la Misa el centro de la devoción cristiana y el acto más digno de la piedad de los Sacerdotes, nunca jamás dejaba de celebrarla, exceptuando los tres primeros días de sus Retiros anuales: en ellos se abstenía, según la costumbre de la Compañía, y así se acomodaba a los demás, que emplean esos primeros días para entrar en un espíritu de penitencia haciendo memoria de sus defectos y faltas pasadas, y por esa razón no se acercan a los santos altares, sino después de sus confesiones anuales o generales. Fuera de ese tiempo, el devoto Siervo de Jesucristo celebraba regularmente todos los días la Santa Misa en cualquier sitio donde se hallase, en la ciudad o en el campo, y también estando de viaje. Y ha puesto como Regla a los Sacerdotes de su Compañía que hagan lo mismo. No se sabe que haya jamás faltado a la celebración de ese Santo Sacrificio, mientras ha podido mantenerse de pie, porque sus indisposiciones habituales no se lo impedían; y a menudo iba al altar igual que a la oración con la fiebre llamada por él habitualmente su pequeña fiebrecilla.
No se contentaba con celebrar diariamente la Santa Misa. Tenía además la devoción de ayudarla él mismo en persona a los demás Sacerdotes en el Santo Altar. Le han visto hacer eso en todo tiempo, aunque estuviera abrumado por los asuntos pendientes, incluso en la ancianidad, pasados los setenta y cinco años, cuando no podía casi andar sin bastón, ni ponerse de rodillas sino con gran dificultad a causa de su mal de piernas. En esa edad venerable, y en este estado achacoso, se ha visto al primer Superior General de la Congregación de la Misión hacer el oficio de clérigo e ir a ayudar a un Sacerdote en el altar con un respeto y una devoción que edificaba muchísimo a los presentes.
Recomendaba a los Clérigos de su Compañía que no permitieran nunca, cuando asistieran a alguna misa, que fuera ayudada por un seglar, sino que fueran a coger un sobrepelliz y la ayudaran ellos, «Porque —decía— los seglares no tienen dere cho a hacer eso, salvo en caso de necesidad; es una vergüenza para un eclesiásti co, que tiene el carácter para servicio de los altares que, en su presencia, los que no lo tienen hagan el oficio de ellos»