Perfecto desprendimiento de los bienes de esta vida y amor a la pobreza
¡Oh «Quam magnum est contemnere divitias, sed quam rarum hoc ipsum est!» Ambros. Ser. 8qué gran virtud es —dice San Ambrosio— despreciar los bienes de la tierra! ¡Pero cuidado que es rara esta virtud, y qué pocos hay en el mundo que la pongan en práctica! En efecto, son muy pocos los que tienen el coraje para arrancar de sus corazones de raíz la malhadada codicia, que la Sagrada Escritura llama la raíz de todos los males, y que pueden decir en verdad con el Santo Apóstol: ¡Mira, Señor! Nosotros hemos dejado todo por seguirte y por servirte! Feliz ciertamente —dice el Sabio— quien no ha permitido a su corazón correr tras el oro ni tras la plata, y el que no ha puesto sus esperanzas en las riquezas ni en los tesoros de la tierra.¿Dónde está, para que demos con él, y le concedamos las alabanzas merecidas?, porque ha hecho maravillas en su vida.
No será necesario emplear aquí un discurso más largo para hacer resaltar esta virtuosa disposición en la persona del Sr. Vicente, ya que la Historia de su Vida y el relato de sus grandes y santas obras nos proporcionan pruebas evidentes de ello. No, «Ne mireris posessorem virtutum: antea se professus est abrenuntiatorem divitiarum». Ambros. ser 26 de Verbis Apostno hay que sorprenderse, porque haya poseído las virtudes en un grado tan eminente, pues ha despreciado tan generosamente las riquezas. No repetiremos aquí lo que hemos dicho en el primer Libro de cómo se portó este venerable amador de la pobreza de Jesucristo en todas las ocasiones en las que se trataba de su interés y del de su Compañía; ya cuando se trató de la Fundación del Sr. General de las Galeras y de la Señora, su esposa, pues en primer lugar la hizo ofrecer antes a diversas Comunidades, y sólo la aceptó, cuando vio que no la podía rechazar sin faltar a lo que Dios quería de él, ya, cuando se le quiso dar la casa y el Priorato de San Lázaro, que él rechazo en absoluto, y persistió un año entero en esa negativa, a pesar de las apremiantes instancias que le hacía el Sr. Prior: fue más de treinta veces a buscarlo al Colegio de BonsEnfants para esa cuestión, sin poder influir nada sobre su espíritu, excepto, cuando, por consejo de personas sabias y virtuosas, quedó convencido de que Dios quería que le sirviera en aquel sitio.
Ciertamente, sólo esos dos actos bastarían para conocer cuán desprendido estaba su corazón del afecto a las riquezas y a los bienes de la tierra, y qué grande era su amor a la pobreza. Pero, además de eso, lo ha dejado ver en infinidad de ocasiones; y puede decirse sin exagerar, que jamás un avaro ha buscado con tanto ardor las ocasiones para enriquecerse, como las que ha buscado el Sr. Vicente para practicar y abrazar la pobreza, manifestando siempre, ya en sus palabras, ya en sus actos, su gran amor por esta virtud.
Le han oído decir sobre este tema, que, aunque tenía razones para preocuparse por su seguridad personal, antes de que Dios lo hubiera llamado a la Misión, a pesar de eso, sentía no sé qué movimiento secreto en su corazón, que le inclinaba a no desear poseer nada propio, y a vivir en comunidad. Y en cuanto comenzó a vivir de esa forma, comenzó también a practicar el amor que sentía por la pobreza, de todas las formas que se le ocurrieron.
Y en primer lugar, no ha querido nunca tener para él una habitación con chimenea, por mucha incomodidad que sintiera, incluso en su edad más avanzada, excepto los cuatro o cinco años antes de su muerte; durante ellos, toda su Comunidad, al ver sus continuos y penosos achaques, le obligó en cierto modo con sus oraciones e insistencias a aceptarla; de forma que hasta la edad de ochenta años no ha querido disponer de otro refugio que una habitación pequeña, de paredes desnudas, sin estera y sin otros muebles que una mesa sencilla de madera sin tapete, con dos sillas de paja, y un catre pequeño provisto únicamente de un jergón, una manta y una almohada. Y como un día que estaba con fiebre, le pusieron un pequeño pabellón, él mismo lo quitó más tarde, y no quiso sufrirlo; y no contento con eso, mandó quitar también de su habitación algunas estampas que uno de los Hermanos de la casa había colocado allí en diversas ocasiones, y sólo quiso quedarse con una, diciendo que era contra la pobreza tener varias. Cuando se pasaba la visita de las habitaciones, quería que se visitase la suya igual que las demás, para quitar de ella todo lo que fuera superfluo. Además, como alguno puso una pequeña alfombra vieja ante la puerta de su habitación del piso bajo, donde solía estar durante el día para recibir en ella a los externos, y la puso a causa del viento muy frío, que entraba por aquella puerta, a pesar de eso, en cuanto se apercibió de ello, la mandó quitar.
Iba a tomar la comida con ese mismo espíritu de pobreza, diciendo a menudo para sí mismo: ¡Ah desgraciado! ¡No has ganado el pan que comes! Y cuando podía coger los pedazos que habían sobrado de otros, los cogía para comérselos y para hacer de ellos su comida.
Se ha hecho notar a propósito del amor que sentía por la pobreza, que le gustaba ser alimentado y vestido pobremente, y que quedaba encantado cuando le faltaba alguna cosa, sea de comida, sea de ropa y de otras comodidades necesarias. Por eso, llevaba habitualmente sotanas muy usadas, y hasta remendadas, y su ropa interior muy pobre, y, a veces, toda rota. Un Señor notable, que le visitó un día, viéndole con una sotana muy mala, con remiendos en las mangas, quedó tan emocionado, que al salir de estar con él, y hallándose con gente distinguida, dijo que la pobreza y la limpieza del Sr. Vicente lo habían edificado muchísimo.
Cuando iba al Louvre para hablar con la Reina, o para asistir al Consejo, siempre era con los hábitos ordinarios, pobres y bastos, sin jamás querer ponerse otros. Y un día el Sr. Cardenal Mazarino, cogiéndole por el ceñidor, que estaba muy deshilachado, lo mostró a los que estaban allí, y dijo riéndose: Vean cómo viene vestido el Sr. Vicente a la Corte, y el hermoso ceñidor que lleva.
Si alguno de casa le indicaba que su alzacuello estaba muy estropeado, y que debía coger otro; o bien, que el sombrero era demasiado viejo, lo tomaba como una broma y decía: ¡Ah Hermano! Eso es cosa que solamente la puede hacer el Rey: llevar un alzacuello que no esté roto, un sombrero nuevo.
Cuando necesitaba calentarse en invierno, quería que se echase muy poca leña al fuego, por temor a hacer el menor gasto de los bienes de la casa, y decía que eran los bienes de Dios y los bienes de los pobres; y de los cuales nosotros no éramos más que meros distribuidores, y no señores; y por eso mismo, habría que rendir una cuenta exacta delante de Dios, igual que de todo lo demás. Que sólo había que usar lo necesario, y nunca más que eso.
Más de una vez se vio en el campo sin dinero; y al verse necesitado de comida, se sentía contento por ir a la casa de algún pobre labrador a pedir un pedazo de pan por amor de Dios: esto le sucedió precisamente, cuando volvía, cierta vez, en ayunas muy tarde, desde SaintGermain a París.
Su amor a la pobreza le movía a practicar esa virtud incluso en los ornamentos de la Iglesia de San Lázaro. Quería que vieran en ellos la santa pobreza, pues los mandó hacer de camelote sencillo, tanto para el uso ordinario de los Sacerdotes de su Comunidad, como para decorar los altares, con excepción de las Fiestas Solemnes. Una vez se disgustó, de que los carpinteros de la casa hubieran hecho una pequeña balaustrada para separar una capilla de la Iglesia de San Lázaro de la nave central, porque tenía demasiados adornos. Y por eso razón, no permitió, durante varios años, que se colocara la balaustrada en su sitio, y, al final, lo permitió por pura necesidad.
Sin embargo, eso no impedía que fuera generoso y, en cierto modo, santamente pródigo, cuando se trataba de hacer alguna cosa para la gloria de Dios o para la salvación de las almas; porque entonces no escatimaba nada, y el dinero era para él como basura, y hasta no ponía ninguna dificultad para endeudarse notablemente, cuando era necesario para los intereses del servicio de Dios, o para el bien espiritual del prójimo.
Su corazón estaba repleto del amor a esta virtud de la pobreza, cuyo valor y excelencia conocía. Trataba también de llevar a los suyos hacia ella, y de inspirar ese mismo espíritu en toda su Compañía. Hablando cierta vez sobre eso a los de su Comunidad, les dijo: «Deben saber, señores, que esta virtud de la pobreza es el fundamento de esta Congregación de la Misión. Esta lengua que les habla, gracias a Dios, no ha pedido nunca ninguna de las cosas que posee ahora la Compañía, y aunque no fuera necesario más que dar un paso o pronunciar una palabra para hacer que la Compañía quedara establecida en todas las Provincias y grandes ciudades, y se multiplicase en número y tareas considerables, yo no quisiera pronunciar esa palabra, y espero que Nuestro Señor me daría la gracia de no pronunciarla. Esta es la disposición en que estoy, dejando que actúe siempre la Providencia de Dios «.
Al manifestar una vez el temor que tenía de que el amor a la pobreza no fuera cualquier día a disminuir entre los suyos, les dijo: «¡Ah! ¿Qué será de esta Compañía, si el apego a los bienes del mundo se mete en ella? ¿En qué se convertirá, si da entrada a la codicia de las riquezas, que el Apóstol dice ser la raíz de todos los males? Algunos grandes Santos han dicho que la pobreza es el nudo de las Religiones. Nosotros, ciertamente, no somos religiosos, porque no ha parecido que lo fuéramos, y tampoco somos dignos de serlo, aunque vivimos en común; pero no es menos verdad, y lo podemos también decir, que la pobreza es el nudo de las Comunidades, y particularmente de la nuestra: es el nudo que, desatándola de todas las cosas de la tierra, la ata perfectamente a Dios. ¡Oh Salvador! ¡Danos esta virtud, que nos ate inseparablemente a tu servicio, de forma que no queramos y no busquemos nada más que a Ti solo y a tu pura gloria!».
Y en otra ocasión, movido interiormente por ese gran amor que tenía a la pobreza y al deseo de transmitir ese mismo espíritu a la Congregación, increpó fuertemente al espíritu contrario, hasta lanzar su maldición por tres veces a los de su Compañía, que se dejaran llevar por los sentimientos del propio interés y el deseo de amontonar riquezas, diciéndoles: «Malhaya, malhaya, señores y hermanos míos, sí, malhaya el Misionero, que quiera apegarse a los bienes perecederos de esta vida!, porque se verá apresado por ellos, clavado por esas espinas y atado por sus ligaduras; y si esta desgracia cayera sobre toda la Compañía, ¿qué es lo que se diría de ella y cómo se viviría en ella? Se diría: Tenemos tantos miles de renta; podemos estar tranquilos; ¿por qué ir a corretear por las aldeas? ¿por qué trabajar tanto? Dejemos a esos pobres campesinos; que cuiden de ellos sus párrocos, si quieren; vivamos tranquilamente, sin tantas preocupaciones. De esta forma, la ociosidad vendrá tras el espíritu de avaricia; sólo se pensará en conservar y aumentar los bienes temporales y en buscar las propias satisfacciones, y entonces habrá que decir adiós a todas las actividades y a la misma Misión, pues dejará de existir. No hay más que repasar la historia para ver una infinidad de ejemplos de cómo las riquezas y la abundancia de bienes temporales han causado la pérdida, no sólo de muchas personas eclesiásticas, sino también de Comunidades y de Ordenes enteras, por no haber sido fieles a su primer espíritu de pobreza».
Uno de sus Sacerdotes le presentaba un día la pobreza de su casa. El le preguntó: «¿Qué hace usted, señor, cuando le falta algo de lo necesario para la Comunidad? ¿Recurre a Dios? —»Sí, a veces«, respondió el Sacerdote. —»Bien» —le replicó— «Eso es lo que hace la pobreza: nos hace pensar en Dios y elevar a El a nuestro corazón, mientras que si estuviéramos bien provistos, quizá nos olvidaríamos de Dios. Por eso, siento una gran alegría, al ver que la pobreza voluntaria y real se practica en todas nuestras casas. Debajo de esa pobreza hay oculta una gracia que no conocemos». —»Pero» —le replicó el Sacerdote— «¿atiende usted a los demás pobres y no piensa en los suyos?» —»Le ruego a Dios» —le dijo el Sr. Vicente— «que le perdone esas palabras. Me doy cuenta de que las ha dicho sin pensar; sepa usted que nunca seremos tan ricos como cuando nos parezcamos a Jesucristo».
A un Sacerdote Misionero, que había aceptado unos bienes que habían sido dados a la Congregación de la Misión por un eclesiástico de singular piedad para hacer una nueva fundación, el Sr. Vicente le escribió en estos términos: «Esos favores son unas gracias tanto más grandes, cuanto que eran menos esperadas, y que no las hemos merecido. Usted ha obrado según el beneplácito de Dios, y según nuestra norma de dejar obrar a la Providencia de Dios, sin contribuir a ello con ninguna otra cosa que su sola conformidad. Es así como se han fundado todas nuestras casas, y lo que la compañía debe observar inviolablemente».
Escribiendo un día sobre esa misma cuestión al Superior de una de sus casas le dijo: «La propuesta que me hace de hacer averiguaciones sobre el Priorato que me indica, es contraria a la norma y al uso existente entre nosotros de no andar buscando ningún bien temporal, ni fundación directa ni indirectamente. Sólo la Providencia nos ha llamado a todos esos sitios que poseemos por las personas que tenían derecho a hacerlo; y si la Compañía me cree, se conservará inviolablemente en esta discreción».
Otro de sus Sacerdotes le escribió para saber si debía aceptar dos beneficios que le ofrecían en su tierra, con la intención de hacerlos pasar a poder de la Compañía. El se lo agradeció en estos términos: «Se lo agradezco tanto más, cuanto que su intención no es otra, sino la de hacer que, por ese medio, Dios sea honrado y el pueblo asistido. Esos son los efectos de su celo, que Dios no dejará sin recompensa. Pero le diré como respuesta, señor, que nosotros no debemos desear otros bienes, ni otras actividades para la Compañía, que los que quiera darles Dios por sí mismo sin nosotros; quiero decir, sin que nosotros vayamos por delante. Y le ruego que se atenga a esto».
Pero su perfecto desprendimiento de los bienes de este mundo nunca se manifestó mejor que cuando, habiendo sido llamado por la Reina Regente al Consejo de Asuntos Eclesiásticos, donde él tomaba parte en la concesión de todos los Beneficios de Francia que estaban a nombre del Rey, nunca pidió ni propuso ninguno para su Compañía, ni para sus parientes más próximos, aunque fueran pobres, ni para sus amigos en cuanto tales. Al contrario, sabemos que algunos habían solicitado presentar a alguno de sus parientes y procurarle algún beneficio; él no quiso hacer nada, y prefirió que fueran labradores, y que ganasen su vida con el sudor de su cuerpo, y no por falta de afecto, sino por un desinterés, tanto más admirable, cuanto que se encuentran muy pocos de ésos, y, casi ningún ejemplo, en la actualidad, entre los hombres. Era generoso y servicial con los demás, pero con los suyos, muy moderado y reservado, hasta el punto de que sus mejores amigos estaban extrañados. También le oyeron decir, que, cuando fue llamado al cargo de la Corte arriba indicado, hizo ante Dios una firme resolución de no servirse nunca del poder, ni de las ocasiones que dicho cargo le pudiera ofrecer para favorecer a ninguno de los suyos, ni para provecho de su Congregación. Y esto lo llevó a la práctica tan perfectamente y lo realizó tan fielmente, que es cierto que su Congregación ha perdido más que ganado según el mundo.
Uno de los principales Magistrados de este Reino, hombre de gran autoridad, había pedido una abadía al Rey, cuando el Sr. Vicente estaba empleado en el Consejo de Asuntos Eclesiásticos, para uno de sus hijos, que carecía de las cualidades requeridas, y le comunicó por medio de un Sacerdote de su Congregación que le rogaba hiciera que le concedieran aquella abadía, y le prometía actuar de tal modo, sin que fuera necesario que ninguno de los suyos se mezclara en ello, que la casa de San Lázaro volvería a hacerse con la posesión de jugosos derechos y rentas, que le habían sido enajenados y perdidos, y que conocía bien los medios para hacerse con ellos. Que, por lo demás, el Sr. Vicente no debía perder la ocasión de mejorar su Compañía, mientras gozaba de favor, ya que se le presentaba ocasión para ello, y que otras Comunidades, que nombró, usaban de esos medios. Cuando le comu nicaron esto al Sr. Vicente, dijo: Por todas las riquezas de la tierra no haré nunca na da contra Dios, ni contra mi conciencia. La Compañía no perecerá por la pobreza, antes al contrario, si falta la pobreza, temo que vaya a perecer.
Y no solamente el Sr. Vicente no pidió nada para su Congregación, ni tampoco para sus parientes y amigos, sino que, cuando quisieron quitar a su Compañía lo que era suyo propio, se portó con tal indiferencia ante el suceso, que hasta varios jueces se quedaron extrañados, y no podían menos de decir que el Sr. Vicente era un hombre de otro mundo, ya que estaba tan poco apegado a las cosas de aquí. En efecto, cuando tuvo problemas sobre la posesión del Priorato de San Lázaro, estuvo dudando, si no sería mejor abandonarlo a una Comunidad que se lo quería quitar, o defender sus derechos en un pleito. Pero, después de aconsejarse de un gran Siervo de Dios, que le dijo que en aquel asunto se trataba del servicio de Dios, más que de un interés particular, y que, por consiguiente, debía defenderlo y no abandonarlo, se decidió a pleitear en atención a aquel consejo; pero siempre estuvo tan dispuesto en su interior a abandonar esta posesión, como a retenerla, si la Justicia se lo hubiera ordenado así.
Actuó de igual forma, cuando su Compañía fue inquietada a propósito de la casa del Espíritu Santo de la ciudad de Toul. Estuvo varias veces a punto de abandonarlo todo, y de llamar a los Misioneros allí residentes. Y lo hubiera ejecutado, si una persona de virtud y de confianza no le hubiera disuadido, pues creyó que debía hacer más caso a los consejos de ella, que a sus propias convicciones.
En otra ocasión se resolvió, efectivamente, a llamar a los Misioneros instalados en cierta diócesis, y ordenó al Superior de qué modo debían actuar al abandonar aquella casa.
«Después de haber rendido cuentas —le dijo— a los Sres. Vicarios Generales, y entregado el inventario de las cosas que han recibido, y que ustedes las pondrán en sus manos, se despedirán atentamente sin decir ninguna palabra en son de queja, ni tampoco dar muestras de contento por salir de aquel sitio; y pedirán a Dios que bendiga la ciudad y toda la diócesis. Sobre todo, le ruego que no digan nada desde el púlpito, ni en otros sitios, que deje traslucir algún descontento. Reciban la bendición de esos Señores, y procuren tomarla en nombre de toda la pequeña Familia, y la pedirán, al mismo tiempo, por mí, que deseo prosternarme en espíritu con ustedes a sus pies».
Aunque el Sr. Vicente había tomado aquella resolución, Dios no permitió que tuviera efecto, porque las circunstancias cambiaron de aspecto, tanto que la fundación ha permanecido.
Si él estaba tan despegado de las fundaciones de las casas de su Congregación, no lo estaba menos de las Hijas de la Caridad, de cuya Compañía era Fundador. El envió a esas Hermanas a las ciudades, pueblos y aldeas, de donde las habían pedido para que sirvieran a los enfermos de las parroquias y de los Hospitales, aún con esta condición: que les estaba permitido despedirlas, cuando les pareciera; esto sí que es un modo de obrar muy desinteresado, y casi sin ejemplo. Y sobre esta cuestión, como le informaran que los Administradores del Hospital de la ciudad de Nantes querían despedir a las Hijas de la Caridad que servían allí a los enfermos, para poner en su lugar a unas Religiosas Hospitalarias, les escribió inmediatamente, que había oído hablar muy bien de esas Religiosas Hospitalarias y que si ése era su plan, el de instalarlas en Nantes, y, para ello, despedir a las Hijas de la Caridad, les rogaba muy humildemente que procedieran sin ninguna dificultad. Luego de escrita esta carta, la envió a la Señorita Le Gras, Superiora de las buenas Hijas de la Caridad, para hacérselo saber; y le escribió que era preciso actuar de aquella manera, y no tener pena alguna por aquella expulsión: «Porque así es —decía— como actuaría Nuestro Señor, si todavía estuviera viviendo en la tierra. El espíritu del Cristianismo quiere que entremos en los sentimientos del prójimo, y Dios sacará gloria de ese cambio, si Le dejamos hacer».
Dijo, además, al que llevó esta carta y estas palabras a la buena Señorita, que un día una de las dos Hijas de la Caridad que servían a los enfermos pobres en una de las principales parroquias de París, cuyo nombre dijo, se casó con el consentimiento del párroco, pues ella le prometió que continuaría sirviendo a los enfermos cuando estuviera casada, tal como lo había hecho siendo soltera; y, sin otra formalidad, el Sr. Párroco envió a la otra Hermana a la Señorita le Gras. El Sr. Vicente le dijo entonces a la Señorita, a propósito de aquel hecho, que no había por qué quejarse, sino adorar a Dios y bendecirlo por su forma de actuar, asegurándole que todo iría bien. Y, en efecto, la recién casada, al no hallar en su matrimonio la gracia de su primera vocación, dejó pronto de atender y de servir a los enfermos; y entonces el Sr. Párroco se vio obligado a acudir al Sr. Vicente para pedirle otras dos Hijas de la Caridad. Se las concedió, y dijo a continuación estas hermosas palabras: ¡Oh! ¡Quién pudiera cambiar así tan fácilmente de decisión! ¡Cuántas cosas no haría! Porque cuanto más disponibles nos halle la Providencia de Dios para sus deseos, las cosas resultarán para su mayor gloria, que es lo que debemos pretender únicamente.
Pero el desprendimiento de los bienes externos y el amor que el Sr. Vicente tenía por la pobreza se manifestó todavía de una manera más sorprendente con ocasión de la pérdida de un pleito sobre una finca, que había sido donada a la Comunidad de San Lázaro, con la carga de una renta vitalicia, y que él únicamente la había aceptado por contentar a un Bienhechor de la Compañía, pues le había rogado y urgido insistentemente de parte de los posesores. Sucedió, después de muchos anticipos y mejoras realizadas en dicha finca, que la Comunidad de San Lázaro fue despojada de su posesión, sin que se ordenara ningún reembolso de todo lo que la Comunidad había desembolsado para poner la finca a punto. Con la sentencia la Comunidad sufrió un perjuicio muy grande, y una pérdida por valor de casi cincuenta mil libras. El Sr. Vicente, al anunciar la pérdida a los de su Comunidad, e informarles que, inmediatamente después de pronunciarse el fallo, uno de los jueces había venido a verle para persuadirle a que interpusiera un requerimiento civil, dijo a este respecto: «¡Oh Dios mío! ¡No lo haremos! ¡Tú mismo, Señor, has pronunciado la sentencia! Será, si Te place, irrevocable, y para no diferir la ejecución, hacemos desde ahora un sacrificio de esos bienes a tu Divina Majestad. Y les ruego, señores y hermanos míos, acompañémoslo con un sacrificio de alabanza: bendigamos al Soberano Juez de vivos y muertos por habernos visitado en el día de la tribulación. Démosle infinitas gracias, por haber apartado no solamente nuestro afecto de los bienes de la tierra, sino también, porque efectivamente, nos ha despojado de los que teníamos, y porque nos ha hecho la gracia amar ese expolio. Quiero creer que estamos todos alegres por la privación de algo temporal: porque, ya que Nuestro Señor dijo en la apocalipsis: Ego quos amo castigo.¿Es que no tenemos que amar los castigos como señales de su amor? Pero no basta con amarlos; hay que alegrarse de ellos. ¡Oh Dios mío! ¿Quién nos hará esta gracia? Tú eres la fuente de toda alegría, y fuera de Ti no la hay verdadera: por eso Te la pedimos a Ti. Sí, señores, alegrémonos, porque parece que Dios nos ha hallado dignos de sufrir. Pero, ¿cómo puede uno alegrarse de los sufrimientos, al ver que naturalmente nos desagradan, y que se huye de ellos? Es lo mismo que pasa con los remedios: sabemos muy bien que las medicinas son amargas, y que las más dulces hacen botar al corazón, aún antes de que las tomes. Con todo, no dejamos de tomarlas con alegría, y ¿por qué? Porque amamos la salud que esperamos conservar y recobrar con las purgas. Igualmente, las tribulaciones que, de por sí, son desagradables, contribuyen, sin embargo, al buen estado del alma y de una Compañía. Por medio de ellas Dios nos purifica, como el oro por el fuego. Nuestro Señor en el Huerto de los Olivos no sentía más que angustias, y en la cruz sólo dolores, que llegaron a ser tan excesivos, que parecía que en el abandono en el que se hallaba de todo socorro humano, estaba también abandonado de su Padre. Mas en los terrores de la muerte y en los sufrimientos de la Pasión, El se alegra por hacer la voluntad de su Padre: ella es su alimento y sus delicias. Hermanos míos, ésa debe ser también nuestra alegría: ver cumplir en nosotros su Voluntad, por las humillaciones, las pérdidas y las penas que nos ocurren: As picientes —dice San Pablo— in auctorem fidei et consummatorem Jesum, qui proposito sibi gaudio, sustinuit crucem, confusione contempta.Los primeros cristianos vivían esos sentimientos, según el testimonio del mismo Apóstol: Rapinam bonorum vestrorum cum gaudio suscepistis. ¿Por qué no nos alegramos con ellos hoy por la pérdida de nuestros bienes? ¡Ah Hermanos míos! Dios se alegra mucho al vernos aquí reunidos para eso y para excitarnos a este gozo. Por una parte, hemos sido un espectáculo para el mundo por el oprobio y la vergüenza de esta sentencia que, al parecer, nos proclama como injustos detentadores de los bienes del prójimo: Spectaculum facti sumus mundo et Angelis et homini bus. Opprobriis et tribulationibus spectaculum facti. Más por otra parte, Omne gaudium existimate, fratres mei, cum in tentationes varias incideritis.Crean, Hermanos míos, que les ha llegado toda la alegría, cuando se vean en varias tentaciones y tribulaciones».
«Así pues, creemos que hemos ganado mucho con esta pérdida, pues Dios nos ha quitado con esta finca la satisfacción que teníamos de poseerla, y la que habríamos tenido de poder ir allí de vez en cuando; y ese deleite, por ser conforme a los sentidos, habría sido como un dulce veneno que mata, como un cuchillo que hiere, como un fuego que quema y destruye. Y ya estamos libres de este peligro, por la misericordia de Dios; al estar más expuestos a las necesidades temporales, su divina Bondad nos quiere también elevar a una mayor confianza en su Providencia, y obligarnos a abandonar en ella todas nuestras preocupaciones por las necesidades de esta vida, lo mismo que por las gracias de la salvación. ¡Ojalá recompense Dios esta pérdida temporal con un aumento de confianza en su Providencia, de abandono en sus manos, de un mayor despego de las cosas de la tierra y de renuncia a nosotros mismos! ¡Oh Dios mío! ¡Qué felices seríamos entonces! Me atrevo a esperar de su Bondad paternal, que todo lo hace por nuestro bien, que nos concederá esta gracia».
«¿Cuáles son los frutos que hemos de sacar de esto? El primero, ofrecer a Dios todo lo que nos queda de bienes temporales y consuelos, tanto corporales como espirituales; ofrecernos a El en general y en particular, con toda sinceridad, para que El disponga absolutamente de nuestras personas y de lo que tenemos, según su Santísima Voluntad; de forma que siempre estemos preparados a dejarlo todo para abrazar las molestias, las ignominias y las tribulaciones que nos vengan, y, por este medio, seguir a Jesucristo en su pobreza, en su humildad y en su paciencia».
«El segundo es no pleitear nunca, aunque tengamos algún derecho a nuestro favor, o, si nos vemos obligados a ello, que sea solamente después de haber intentado todos los caminos imaginables para ponernos de acuerdo, a no ser que el buen derecho sea totalmente claro y evidente; pues, el que se fía del juicio de los hombres, muchas veces queda engañado. Practicaremos el consejo de Nuestro Señor, que dice: Si te quieren quitar el manto, dales también la túnica.¡Que Dios le conceda a la Compañía la gracia de aceptar esta práctica! Hemos de esperar que, si es fiel en adoptarla y firme para no apartarse nunca de ella, su divina Bondad la bendecirá y, si por un lado le quita, le dará más cosas por otro».
Muchas personas de gran piedad y muy experimentadas en los negocios, de quienes se había asesorado el Sr. Vicente cuando se trató de esta finca, y aún más adelante durante la discusión previa al litigio para no hacer mal a propósito, viendo que el resultado había sido tan contrario, le apremiaron fuertemente que interpusiera un Requerimiento Civil, asegurándole que el juicio sólo podría serle favorable. Pero no pudieron obligarle a hacer otra cosa, que consultar solamente en secreto a un famoso abogado de la Corte, que estaba presente en el informe y en la discusión del proceso. Después de consultarle, escribió la siguiente carta al difunto Sr. des Bordes, auditor en la Cámara de Cuentas de París, antiguo amigo de la Compañía, hombre muy honesto y muy inteligente, que quería también comprometer al Sr. Vicente en el Requerimiento Civil. Esta carta es del 22 de diciembre de 1658. «Señor: Hemos enviado al Sr. N. nuestros documentos. Me escribe que los ha estudiado puntualmente, y que cree que estamos bien fundamentados para emprender una reclamación civil. También él quiere defender nuestra causa, y promete ganarla; y aunque le gusta el dinero, sin embargo, no quiere nada por este asunto. Y aún va más adelante, Señor, y dice que si la perdiéramos, nos compensaría de alguna manera la pérdida».
«Pero no podemos decidirnos a emprender el recurso:
1. Porque un gran número de abogados, que hemos consultado conjunta y separadamente antes de que la sentencia nos hubiera despojado de la finca, nos había asegurado siempre que nuestro derecho era infalible, en particular los Sres. Deffita y Lhoste, que lo habían examinado a fondo. El primero, porque debía llevar la defensa en favor nuestro, si el proceso siguiera adelante; y el segundo, por haber trabajado en nuestras escrituras. Y ambos han dicho, igual que el Sr. N. que no había nada que temer. Y, sin embargo, la Corte nos ha despojado de la finca, como si fuéramos los usurpadores. Tan diversas son las opiniones, y uno no puede fiarse del juicio de los hombres».
2. Uno de nuestros actos en las misiones suele ser poner de acuerdo las desavenencias del pueblo, así que es de temer que si la Compañía se obstinara en 738 una nueva instancia por medio del Requerimiento Civil, que es el refugio de los más grandes pleitistas, Dios nos quitará la gracia de trabajar en los intentos de reconciliación».
3. Sería un gran escándalo que, después de una sentencia tan solemne, volviéramos a pleitear para anularla. Nos echarían en cara el excesivo apego a las riquezas, que es el reproche que suele hacerse a los eclesiásticos. Y nosotros, al dar que hablar tanto en Palacio, les causaríamos daño a las demás Comunidades y seríamos la causa de que nuestros amigos quedaran escandalizados por nosotros».
«Finalmente, Señor, para decirle todo, me da mucha pena por las razones que usted puede pensar, ir contra el Consejo de Nuestro Señor, que no quiere que los que han empezado a seguirle pleiteen. Y si nosotros ya lo hemos hecho, ha sido porque en conciencia no podíamos abandonar unos bienes tan legítimamente adquiridos, y unos bienes de la Comunidad, de los que yo sólo era el administrador, sin hacer todo lo posible para conservarlos. Pero ahora que Dios me ha descargado de esa obligación por una sentencia soberana, que ha hecho inútiles mis desvelos, pienso, Señor, que debemos dejar la cosa como está». «Le suplico muy humildemente, Señor, a usted, que tiene un alma rebosante de máximas cristianas, que considere todas estas razones, y nos permita atenernos a ellas».
He ahí cómo este verdadero Siervo de Dios mostró su desprendimiento total de los bienes de este mundo, abrazando generosamente una pérdida tan grande, y usando sus razonamientos para que su Compañía consintiera en ello, así como sus amigos, aunque, realmente, él estuviera muy seguro que hubiera podido recobrar los bienes perdidos con dejar actuar al abogado, que le dio toda clase de seguridades, y que estaba tan persuadido de que estaba bien fundado para interponer el Requerimiento Civil, que se ofreció a llevarlo él solo adelante, a defenderlo, y a pagar todas las costas, y que también quiso dar seguridades para pagar no solamente los gastos del juicio, sino también a devolver el valor de la finca en cuestión en favor de la casa de San Lázaro. Y se puede afirmar que dicha oferta era tal, que no había nadie, salvo el Sr. Vicente, que fuera capaz de rechazarla; y solía afirmar, como explicación de ese rechazo, que estaba persuadido de que los jueces que habían dado la sentencia eran gente de bien, y que, si habían juzgado injustamente, debía pensar que la Providencia de Dios lo había ordenado así, y que él no podía hacer más que conformarse con sus órdenes.
El Procurador en el Parlamento, encargado en los asuntos de San Lázaro, al morir dejó por escrito la admiración que le causó tal desinterés; y añadió que había también admirado la actuación del Sr. Vicente en todos los demás asuntos relacionados con su profesión, y de los cuales había tenido conocimiento; y que este Santo Varón nunca había emprendido con calor ni prisa, sea en su nombre, como Superior, sea en el de su Comunidad, al pedir o al defender cualquier evidencia que hubiera en su derecho, y cualquier apariencia de injusticia que hubiera en las pretensiones de otros; y que, al contrario, en cualquier ventaja que se viera frente a las partes por sentencia o fallo, estaba siempre preparado y dispuesto para llegar a un arreglo; que se acordaba, que en diversos casos había hecho retrasar la ejecución de varias sentencias, que conllevaban una condena de cantidades considerables, dando como razón, que se hubiera llevado un gran disgusto si, ejecutándolas, hubiera causado la ruina de alguna familia; y que, en efecto, por haber diferido largo tiempo la ejecución por miedo a molestar notablemente a los que habían sido condenados, aquellas sentencias resultaron finalmente inútiles.








