Justicia y gratitud
No tomamos aquí la palabra justicia en el sentido de las Sagradas Escrituras, pues la usan a veces para significar la gracia, que justifica y santifica las almas, o el estado de justicia y de santidad. La entenderemos aquí como una virtud particular, y una de las más excelentes entre las morales, la cual, como enseñaba San Ambrosio, da a cada uno lo que le pertenece, y no solamente no se atribuye los bienes ajenos, sino que, incluso, abandona sus intereses más legítimos, cuando la equidad común lo requiere para conservar los de su prójimo. Y es en este sentido como podemos decir verdaderamente que el Sr. Vicente ha poseído esta virtud en un grado excelentísimo y que ha sabido llevarla perfectamente a la práctica en todas las ocasiones que se le han presentado.
Tenía a menudo en el pensamiento y en la boca esta palabra de Jesucristo: Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Y según esta regla divina ha ofrendado cuidadosamente a Dios todas las obligaciones de Religión, a las que estaba obligado en calidad de hombre racional, de cristiano, de sacerdote y de misionero. Ha prestado verosímilmente a su prójimo en general y, a cada uno en particular, según su rango y su condición, todo lo que la justicia podía desear de él, sin desviarse nunca, de algún modo, del camino recto de esta virtud. Sobre este tema decía frecuentemente a los suyos, en especial en las consultas que despachaba con ellos: Señores, que tengamos en cuenta los intereses del prójimo como los nuestros. Vayamos por el camino recto, obremos leal y equitativamente. Y tenía tal interés en cumplir con las menores obligaciones de la justicia, que creía que las debía preferir a todas las demás. Fue pensando de esa forma como, al escribirle a una persona de confianza, le dijo: «Acuérdese especialmente de rezar por mí a Dios, porque, al verme ayer obligado, al mismo tiempo, a cumplir una promesa que tengo hecha, o realizar un acto de caridad a una persona, que nos puede hacer mucho bien o mucho mal, y al no poder satisfacer a uno y a otro, he dejado el acto de caridad por cumplir la promesa; por lo cual la susodicha persona ha quedado descontenta. Mas yo no estoy tan disgustado por ello, como de que yo, así me parece, haya seguido demasiado mi inclinación, realizando ese acto de justicia».
Se preocupaba mucho de que la Comunidad pagara pronto lo que debía, y le disgustaba que los acreedores se vieran obligados a venir varias veces a solicitarlo. Y cuando esas personas se dirigían a él, les rogaba que no se molestaran en venir otra vez, prometiéndoles que les enviaría a su casa el dinero que les era debido. Le han visto también en varias ocasiones, que, cuando le llevaban letras de cambio que él debía pagar, se informaba del domicilio de las personas a quienes tenía que pagar, y, en cuanto se cumplía el tiempo, enviaba expresamente a alguno de la casa a llevarles el dinero. Y cuando le decían, que había que esperar a que ellos vinieran, o enviaran en busca de su dinero, sin molestarse en llevárselo, manifestaba que no aprobaba tal procedimiento, creyendo que no era justo causarles la molestia de volver, para pedir una cosa que les era legítimamente debida.
Un día el cochero, al recular su carroza, cerca de la puerta de SaintDenis, echó por el suelo algunos panes de la tienda del panadero, y de ellos uno o dos quedaron un poco manchados de barro. Inmediatamente el Sr. Vicente se mostró tan justo, que, temiendo que aquellos panes fueran vendidos a precio más barato, hizo que se pagaran al panadero al precio que quiso, y los hizo llevar a San Lázaro.
En otra ocasión, el mismo cochero, al recular dio contra una gran puerta cochera, que estaba cerrada por dentro con una vieja tranca de madera medio podrida, la cual se rompió muy fácilmente. Entonces no vivía nadie en aquella casa, excepto un hombre para guardarla, y que podía cerrar la puerta de otra manera. Pero el Sr. Vicente, por iniciativa propia, envió al Hermano que lo acompañaba en busca del carpintero, para que hiciera una tranca del todo nueva; la pagó, y le costó tres o cuatro veces más de lo que valía la otra.
Si creía que había contristado a alguien con alguna palabra o con un acto, que consideraba no del todo justo, por su parte no quedaba sin la oportuna reparación.
El Gobernador de una ciudad importante le rogó un día que le hiciera un buen favor en la Corte, y le aseguró que apoyaría a los Misioneros de aquella ciudad contra varias personas influyentes que se oponían a su fundación, y que contra ellos ejercían presión en el Parlamento. El Sr. Vicente le respondió que, si podía servirle, lo haría, pero le suplicaba que dejara el asunto de los Sacerdotes de la Misión en manos de Dios y de la Justicia que juzgara del asunto, pues no deseaba estar en ningún sitio pendiente del favor ni de la autoridad de los hombres.
En los pleitos algo importantes que su Compañía se veía obligada a tener, iba o enviaba, a veces, a los jueces, no tanto para recomendarles la causa de la Compañía, como para rogarles que sólo miraran por la justicia. Y se podía decir muy bien de él que era el impulsor justicia, y no el defensor de sus propios intereses. No iba ni a favor ni en contra de nadie, pero solicitaba igualmente en favor del demandante, que del defensor, porque no pedía otra cosa sino que se diera a cada uno lo que se viera que le pertenecía. Incluso le disgustaba mezclarse en estas materias. Un día un Hermano de la casa de San Lázaro, encargado de los negocios, le indicó, con motivo de un pleito ya pendiente de ser juzgado, que sería conveniente que fuera a ver a los jueces para recomendarles el derecho de la Compañía. Mostró repugnancia ante aquello, diciendo que había que dejar hacer a la Providencia de Dios y a la Justicia, y que no creía que las recomendaciones hicieran mucho, sobre todo, ante ciertas personas, y que, también él, cuando estaba empleado en la provisión de los Beneficios, no tenía ninguna consideración con las recomendaciones que le hacían, sino que miraba si la cosa que solicitaban era justa y para mejorar la gloria de Dios, y que en este caso la apoyaba sin preocuparse de las recomendaciones.
En otra ocasión dijo al mismo Hermano que había que tener como norma, cuando se consultara algún asunto, alegar siempre todo lo que hacía a favor de la parte contraria, sin omitir nada, como si ella estuviera presente para aducir sus razones y defenderse; y que así era como había que proceder en materia de consultas.
Los Misioneros, que poseen algunos bienes en las Provincias, donde están establecidos, tienen mucho que sufrir de parte de los arrendatarios y de otras personas, que les son deudoras, pues como saben que los Misioneros no los van a tratar mal, abusan de su paciencia; y como están acostumbrados a los enredos del país, no se preocupan de pleitear ante los jueces naturales. Por eso, los Superiores de algunas de las casas de la Congregación han solido molestar frecuentemente al Sr. Vicente, para que les obtuviera un Committimus, con el fin de intimidar a las personas, que no quieren darse a razones. Mas este Hombre de Dios les ha disuadido de semejante pensamiento, diciéndoles que hicieran lo que pudieran. El también sentía que la casa de San Lázaro, que tiene sus causas confiadas al Tribunal Soberano de la Corte y al Tribunal del Parlamento, hiciera asignar a esos organismos a los que vivían lejos, particularmente si eran pobres, porque les costaría mucho venir a pleitear hasta París. ¿ Será justo —decía — hacer venir a esa pobre gente a pleitear tan lejos?
Como él era el Titular del señorío de San Lázaro, donde tiene derecho a ejercer la Justicia alta y baja, ejercía las causas gratis. Y para eso escogía hombres capaces y gente de bien, que no estaban interesados en el cargo, prefiriéndolos a otros que pretendían esos cargos y que estaban muy recomendados. También esta justicia la ha dejado muy bien administrada para gloria de Dios, y con contento y satisfacción de los súbditos.
Uniremos aquí la virtud de la gratitud a la justicia, ya que, según la Doctrina de Santo Tomás, le es particularmente aneja, porque sería faltar a uno de los más justos deberes del cristiano mostrarse ingrato desagradecido por los bienes recibidos, sea por lo que toca a Dios, primera y principal fuente de ellos, sea por lo que toca al prójimo, de quienes la Divina Bondad se sirve a veces como un canal para hacer fluir sobre nosotros diversas clases de bienes. El Sr. Vicente estaba tan alejado de ese vicio, que su corazón se sentía llevado por su inclinación natural, y, aún más, por el movimiento de la gracia a la virtud de la gratitud y del reconocimiento tanto a Dios, como al prójimo.
Decía sobre esta cuestión, que no había nada que tuviera tanta eficacia para ganar el corazón de Dios, como ofrecerle un corazón agradecido por sus dones y por sus bienes, y con ese sentimiento, acostumbraba a dar gracia a Dios frecuentemente por todos los bienes, que su Bondad infinita comunica sin cesar a toda clase de criaturas, y que El ha comunicado desde el comienzo del mundo; como también de todas las obras buenas y actos de virtud que se han practicado por inspiración de Su gracia; e invitaba a otros a hacer lo mismo. Y descendiendo más al detalle, invitaba con frecuencia a los suyos a dar a Dios muy frecuentemente acciones de gracias por la protección y por el progreso que Dios daba a su Iglesia y a las principales partes de que estaba compuesta, sobre todo, a los Prelados, Pastores y otros Obreros eclesiásticos, que trabajaban por su conservación y su progreso. Tenía mucho cuidado en agradecer a Dios por todos los frutos que daban en la Iglesia las Compañías y Congregaciones bien regladas. Y por lo que tocaba a la suya, no se podría explicar con qué sentimientos de agradecimiento daba gracias a la Divina Bondad por tantas bendiciones como ella derramaba sobre cada una de las funciones a las que los suyos se dedicaban, como son: las Misiones, los Ejercicios de los Ordenandos, los Retiros, las Conferencias, los Seminarios y otros servicios parecidos que prestan a la Iglesia. Daba gracias también con frecuencia a la Bondad Divina por las asistencias que prestaba a los pobres, por la promoción de los buenos eclesiásticos a los cargos y dignidades de la Iglesia, por los felices resultados que Dios daba a los buenos proyectos del Rey, por las victorias conseguidas, sea por Su Majestad, sea por los otros Príncipes y Estados cristianos sobre los infieles, Herejes y Cismáticos, y generalmente por todos los sucesos ventajosos para la gloria de Dios, y para el bien de la Religión católica. Esos eran los motivos más habituales de sus acciones de gracias a Dios; que como le parecían demasiado pequeñas, solía invitar a todas las personas piadosas y a Comunidades enteras, y principalmente a la suya, a alabar y glorificar a Dios con él, y a ofrecer sus sacrificios y oraciones por esa intención.
Se le ha oído a menudo decir que había que dedicar tanto tiempo en dar gracias a Dios por sus beneficios, como se ha dedicado en pedirlos. Y se quejaba con un grandísimo sentimiento de la ingratitud extrema de los hombres para con Dios, aduciendo por este motivo la queja que el mismo Jesucristo tuvo en el Evangelio, cuando, después de haber curado a diez leprosos, sólo volvió uno a darle gracias por el bien que le hizo. Y por eso exhortaba sin cesar a los suyos a la práctica de esta virtud de la gratitud y del agradecimiento, cuya falta, como él decía, nos hace indignos de recibir ningún favor de Dios ni de los hombres. No se sabe de qué gracias, tocante a su persona, agradecía a Dios, porque no hablaba nunca de ellas: su humildad le hacía guardar los dones que recibía de Dios bajo el sello del silencio; pero todos los años tenía esta costumbre: el día de su bautismo rogaba a los de su Comunidad que le ayudaran a dar gracias a Dios, porque hacía tantos años que su Bondad lo soportaba en la tierra. Podemos juzgar por el agradecimiento que tenía a los hombres, que era inconcebible, cómo sería el que tenía a Dios, y esto tanto más, cuanto que recibiendo los beneficios de los hombres como repartidos por la mano liberal de Dios, su intención era darle a El las acciones de gracia que daba a los hombres.
En cuanto a su gratitud a los hombres, era tan grande, que daba gracias en particular, no solamente por los beneficios señalados y los servicios importantes recibidos por él, sino también por las cosas más pequeñas que hacían por él. Eso procedía de su profunda humildad, pues estaba persuadido de que no se le debía nada, y que todos le brindaban más honor y gracias de los que él merecía, de forma que hallaba motivos de agradecimiento en cosas que las personas más agradecidas no hubieran podido ver. Con ese espíritu de gratitud decía a los que lo abordaban, aunque no fueran en plan de visita, o para rendirle el menor favor, a unos: Les agradezco, porque no deprecien la vejez. A otros: Porque aguantan a un desgraciado pecador. A algún otro: Porque me han enseñado una cosa que no sabíao bien: Por la pacien cia que han practicado escuchándome, o: Por la caridad que Dios les da por mí, etc. Y daba esas acciones de gracia hasta a los menores Hermanos, y también al que estaba más habitualmente junto a él en sus enfermedades, agradeciéndoles los más pequeños servicios, como encenderle la vela, llevarle un libro, abrir o cerrar una puerta, etc., manifestando que tomaba nota de las menores cosas y de recibirlas con espíritu de agradecimiento. Y eso hacía que todos sintieran gusto en prestarle alguna clase de servicio.
Se comportaba de igual modo en los viajes por la menores atenciones que le prestaban, como ayudarle a montar a caballo, u otras parecidas; daba por ello varias veces gracias con cordialidad y de una forma muy amable, incluso a los niños, añadiendo muchas veces a las palabras alguna retribución. Y era tan exacto en el agradecimiento, que, si el que le acompañaba en sus viajes no agradecía bastante, o lo hacía fríamente, se lo advertía, como si fuera una falta.
Este Venerable Padre, que en todo imitaba a Nuestro Señor, lo ha imitado particularmente en esto: en tener como hecho a su persona, lo que habían hecho al menor de los suyos; y por eso agradecía y recompensaba a los que hacían un favor al Hermano que tenía la felicidad de acompañarlo, como si se lo hubieran hecho a él mismo.
Hemos dicho en otro lugar que el Sr. Vicente, yendo de viaje, cayó al agua cerca de Durtal, camino de la Le Mans en Angers; y que un Sacerdote de su Congregación, que por aquellos días se encontró con él, se lanzó rápidamente al agua para sacarlo. Pues bien, sucedió más adelante, que ese Sacerdote se relajó mucho en su primer fervor, y ya no daba buen ejemplo, y finalmente abandonó la Misión para irse a su tierra, contra el parecer del Sr. Vicente, quien le había indicado que aquel plan era una tentación del demonio para hacerle perder la vocación. Efectivamente, Dios le retiró del todo el espíritu de sus primeros años, y lo abandonó al suyo propio. Así que, lejos de llevar a cabo sus bellos planes, se halló abrumado de dificultades, rodeado de problemas y hostigado por los enemigos de su salvación.
Al cabo de un año, más o menos, de encontrarse en aquel estado, abrió los ojos para conocer su desgracia espiritual, aunque, por lo demás, se hallaba bastante bien en lo temporal. Comenzó a reconocer que el Sr. Vicente había tenido razón al tratar de disuadirle de aquel viaje, y que él se había equivocado al salir de la Compañía, adonde Dios lo había llamado. Hizo como el hijo pródigo: se propuso volver al Padre. Le escribe, a tal efecto, una carta tras otra, le pide perdón por su desvarío, y le ruega que le reciba en alguna de sus casas; pero el Sr. Vicente no le contesta. El Sacerdote redobla sus cartas y le escribe claramente que está perdido, si no le tiende una mano compasiva. Como el Sr. Vicente no juzgaba conveniente para el bien de la Congregación que aquel hombre volviera a ella, le hizo saber que su comportamiento pasado no le daba pie para esperar mucha confianza en su conducta, y se mantuvo firme en no admitirlo. Finalmente, el Sacerdote pensó en ganar al Sr. Vicente por la parte más sensible de su corazón, que fue el agradecimiento, sabiendo que era ésa una de sus grandes virtudes.
Vino, pues, a llamar a esa puerta con sus palabras: Señor, yo le ha salvado una vez la vida del cuerpo; sálveme la del alma. Inmediatamente aquel Superior agradecido, viendo la perseverancia, y esperando que se portaría mejor, le escribió que viniera directamente a San Lázaro; allí sería recibido con lo brazos abiertos. Este Sacerdote, en cuanto recibió aquella respuesta favorable, muy alegre, por haber hallado gracia en el espíritu del Sr. Vicente, se disponía a salir, cuando Dios le envió una enfermedad, y de ella murió.
Después de que el Sr. Vicente estuvo fuera del agua, adonde había caído, como acabamos de decir, entró en una casita que encontró. Era el albergue de un hombre muy pobre, y le manifestó tanto agradecimiento por haberlo recibido en su casa para secar allí la ropa, como se lo hubiera manifestado a un Gentilhombre que lo hubiera acogido en su castillo. Y después de aquella acción de gracias, le pagó muy bien, y más de lo que debía, pero no fue eso todo. El hombre le manifestó que estaba muy molesto por una hernia; el Sr. Vicente le dio esperanzas de que le enviaría un braguero, que le aliviaría mucho, y, en efecto, aunque el Sr. Vicente no volvió a París sino tres o cuatro meses más adelante, no se olvidó de hacérselo comprar en cuanto llegó, y de enviárselo al pobre campesino junto a una carta que le escribió para agradecerle de nuevo por haberlo recibido en su vivienda. Y esto sí que es digno de notarse: como no había ningún medio seguro para hacerle llegar el encargo, no tuvo inconveniente alguno en emplear a una Señora de gran categoría, Mariscala de Francia, a quien pertenecía el lugar: le escribió expresamente para suplicarle que hiciera llegar el braguero y su carta a aquel hombre dolorido, señalándole el lugar de su vivienda.
También se mostraba agradecido a quienes no lo esperaban de él; por ejemplo, a la gente decidida a labrar y a cultivar tierras, y que así proporcionan al Clero y a la Nobleza medios para vivir según su condición. He aquí cómo expresó un día su sentimiento a la Comunidad acerca de este punto: «Dios nos sirve aquí de proveedor; El provee a todas nuestras necesidades.El nos da la cantidad suficiente, y aún más. Yo no sé si pensamos bastante en agradecérselo. Vivimos del patrimonio de Jesucristo, del sudor de la gente pobre; deberíamos pensar, cuando vamos al comedor: ¿ he ganado la comida, que voy a tomar? Muchas veces me viene ese pensamiento, que me hace sentirme confuso. Desgraciado, ¿ has ganado el pan que vas a comer? El pan y las comodidades que proceden del trabajo de los pueblos. Al menos, si nosotros no lo ganamos como ellos, oremos a Dios por ellos, y que no pase ningún día sin que los ofrezcamos a Nuestro Señor, para que El quiera hacerles la gracia de hacer un buen uso de sus calamidades y sufrimientos, y un día darles Su gloria»
Eran tan agradecido, que, cuando había recibido alguna asistencia o favor de alguien para su Compañía, no dejaba de hacerlo público por todas partes, y de llamarlo protector, bienhechor y otros títulos semejantes; exhortando a sus Hijos a que lo encomendaran a Nuestro Señor, y le manifestaran siempre en las reuniones el recuerdo de aquel beneficio».
Un Sacerdote de la Misión había muerto en Lorena en una casa de los Reverendos Padres Jesuitas, y lo habían hecho enterrar honorablemente. El Sr. Vicente mandó tener sobre eso una Conferencia a su Comunidad acerca del agradecimiento, para excitar a sus Hijos a rogar a Dios por aquellos buenos Padres, y para pedirle la gracia y las ocasiones de agradecer aquel favor, como él lo ha agradecido, por su parte, de todas las formas posibles, poniéndose siempre a favor de esa Santa Compañía cuando se han levantado persecuciones contra ella, tratando de orillar de ella las calumnias, y publicando las virtudes practicadas por ella y los grandes bienes que hace.
Ha provisto a la alimentación de una mujer pobre desde hace veinticinco o treinta años, y ha hecho pagar el alquiler de su vivienda, próxima al Colegio de BonsEnfants, porque ella había atendido a uno o dos apestados de la casa de San Lázaro, al comienzo, cuando los Misioneros acababan de establecerse allí.
Hablando un día en particular con un Sacerdote de su Congregación, dijo alguna palabra en alabanza de una persona por alguna buena acción hecha por ella. Pensando sobre esta alabanza que acababa de hacer, dijo: Tengo en mí dos cosas: el agradecimiento, y que no puedo contenerme sin alabar el bien. Es muy cierto que en su corazón tenía bien dentro estas dos cosas, de cuya abundancia su boca habló en aquella ocasión contra su costumbre, ya que no hablaba de sí mismo en favor propio sin una grandísima necesidad.
Tenía, sobre todo, un agradecimiento muy grande a los Fundadores de las casas de su Congregación; de manera que no ponía límites en las manifestaciones de gratitud que podía rendirles. Escribiendo, a propósito de esto, a uno de sus Sacerdotes: «No podríamos —le dice— tener bastante agradecimiento ni gratitud a nuestros Fundadores. Dios nos ha concedido la gracia los días pasados de ofrecer al Fundador de una de nuestras casas los bienes que él nos dio, porque yo pensaba que los necesitaba. Y me parece que si lo hubiera aceptado, yo habría sentido por ello un consuelo muy notable. Y creo que en este caso la Divina Bondad se convertiría en nuestra Fundadora, y que no nos faltaría nada. Pero aún cuando no nos sucediera eso, ¿qué felicidad no sería para nosotros, señor, el que nos empobreciéramos por ayudar al que nos había hecho un favor anteriormente? Dios nos ha hecho ya la gracia de usar de El una vez de ese mismo modo, pues devolvimos a un bienhechor lo que él nos había dado. Y todas las veces que pienso en ello, siento un consuelo que no puedo expresar».
Esta carta era del mes de septiembre del año 1654, y el año siguiente escribió otra a un Bienhechor de su Compañía, ofreciendo devolverle lo que le había dado, porque creía que podía sentir necesidad de ello.
«Le suplico —le dice— que use de los bienes de la Compañía, como si fueran suyos. Estamos dispuestos a vender todo lo que tenemos, hasta nuestros cálices, por usted. No haríamos con eso más que lo que los Santos Cánones nos ordenan, que es devolver a nuestros Bienhechores en su necesidad todo lo que nos dieron en su abundancia. Y lo que le digo, señor, no es por cumplir, sino en la presencia de Dios y como lo siento en el fondo de mi corazón».
El Sr. Vicente ha demostrado bien la verdad de esas palabras en varias ocasiones, porque, cuando le informaron de alguna necesidad urgente en la que se hallaba un Bienhechor de su Compañía, mandó darle doscientas «pistolas» para socorrerle, pero el las rechazó, por temor a causar demasiadas molestias al Sr. Vicente y a los suyos.
En otra ocasión pidió prestadas trescientas «pistolas» para ofrecérselas a uno de los Fundadores de su Compañía, que se hallaba necesitado; pero esa persona, como sabía bien que él (Sr.V.) no podía hacer aquello sin causar un gran perjuicio a su Comunidad, no las quiso recibir nunca, aunque le insistieron muchas veces.
Una persona de gran piedad legó en testamento alguna cantidad de dinero a su Congregación, para emplearlo en obras conformes a su Instituto. El Sr. Vicente, en cuanto se lo comunicaron, mandó reunirse a los Oficiales y algunos de los Antiguos de su Comunidad, y uno de ellos dijo, que creía que llevaría consigo muchas cargas, y que de todo ello no llegaría nada a la bolsa del Procurador de la casa, porque esa misma persona había hecho ya alguna fundación muy onerosa. El Sr. Vicente, al oír aquellas palabras cerró los ojos, y después los abrió mirando al cielo, y dijo: «Aún cuando la cosa fuera como usted dice (supongamos el caso de que sea así), siempre es mucho el darnos medios para servir a Dios y de hacerlo conocer, y, por eso, no deberíamos dejar de ser muy agradecidos y de pedir a Dios por él como Bienhechor nuestro. Vemos que la misma iglesia ha tenido tanta gratitud para con los Bienhechores, que llegó a relajarse por ellos, concediendo a los laicos el derecho de Patronato, como vemos en varios sitios, aunque ese derecho sólo debería pertenecer a la Iglesia. ¿Por qué ha actuado así, sino para manifestar su gratitud a los Bienhechores?»
Tenía tanta gratitud al difunto Sr. Prior de San Lázaro y a los Religiosos, que habían precedido a los Misioneros en esta casa, que pedía a Dios insistentemente les aplicara, tanto como se pudiera, el mérito de los pequeños trabajos de su Compañía, y que les hiciera participantes del fruto de las buenas obras que se harían como consecuencia de sus favores. Por otra parte, les manifestaba tanta gratitud, que nunca les negaba nada de lo que pudiera concederles en conciencia. Les tenía un gran respeto, y les tributaba una deferencia singular, no sólo con su ademán exterior, ni a modo de cumplimiento, sino por un verdadero sentimiento de gratitud. Este testimonio lo daba en todos los lugares, tanto en ausencia de ellos, como en presencia.
Si quisiéramos contar todos los ejemplos dados por él en esta materia, jamás lo lograríamos. Nos contentaremos con lo que hemos dicho, y acabaremos este Capítulo con el testimonio que un Sacerdote de su Congregación ha dado con estas pocas palabras: «El agradecimiento del Sr. Vicente a los Bienhechores era muy extraordinario. He sido testigo de los actos de esta virtud practicados con el difunto Sr. Le Bon, antiguo prior de San Lázaro. Lo llamaba nuestro Padre; lo visitaba frecuentemente; y cuando volvía de algún viaje, lo primero que hacía, después de haber adorado al Santísimo Sacramento en la iglesia, era ir a saludar al buen Prior. Un día quedé impresionado, al encontrarme con ellos, al ver los cumplidos que le rendía, y las seguridades que le dio del recuerdo que conservaba con todo cariño tanto de su persona, como de la caridad que había tenido con la Congregación de la Misión. El (Sr.V.) le asistió a la muerte con una caridad muy particular. E hizo venir a toda la Comunidad a su habitación para recibir la bendición: se la pidió en nombre de todos, de una manera que conmovió muchísimo, como todas las demás cosas que hizo y dijo en aquella ocasión, que mostraban su gran agradecimiento en relación a él. Le he oído al Sr. Vicente, al hablar de la virtud de la gratitud, que teníamos que alegrarnos, cuando la Providencia de Dios nos presentaba las ocasiones de hacer algún acto señalado de dicha virtud, que le es tan agradable, como lo ha hecho conocer por los sacrificios de acción de gracias, instituidos por El en la Ley Antigua, y por el de la Eucaristía en la Ley Nueva, que se llama así, no solamente porque contiene el Autor de la gracia, sino también, porque Nuestro Señor, al instituirla, daba gracias a su Padre, y nos obligó a ofrecerla igualmente en acción de gracias por los innumerables beneficios, que hemos recibido, y que recibimos continuamente de su Bondad».








