Vida de san Vicente de Paúl: Libro Tercero, Capítulo 16, Sección única

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Luis Abelly · Translator: Martín Abaitua, C.M.. · Year of first publication: 1664.
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Luis Abelly

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Continuación del mismo asunto

Ya hemos hecho notar que el Sr. Vicente seguía cierta norma, cuando le pedían un consejo sobre algún asunto: la de no precipitarse, pensando maduramente todas las circunstancias de la cosa acerca de la cual había que deliberar. A tal efecto, cuando no había alguna urgencia, ordinariamente tomaba tiempo para poder pensar ante Dios con más tranquilidad, y para dedicarle al asunto una consideración más atenta. Ahí van algunos ejemplos, entre otros muchos.

Una persona, conocida suya, tenía muchos deseos de que un joven abogado entrara en una gran casa para hacerse con la administración, y tramitar los negocios, y rogó al Sr. Vicente, muy influyente en aquella casa, que lo empleara en aquello. El le respondió: Lo pensaremos, pero antes de que trabaje allí, guardaremos silencio un mes entero sobre este asunto, para escuchar a Dios y para honrar el silencio que Nuestro Señor guardó tan frecuentemente en la tierra. Así quiso reprimir el ardor que dejaba traslucir aquella persona, y la prisa que manifestaba tener sobre dicho asunto, y consultar la voluntad de Dios. Pero después de haberlo diferido cuatro o cinco meses, actuó de forma que dicho abogado fuera recibido en el cargo indicado. Ahí se echa de ver que su manera de obrar era muy opuesta al procedimiento ordinario del mundo, que quiere rápidamente y sin ninguna dilación emplear toda clase de medios, y mover cielo y tierra (como suele decirse) con tal de conseguir sus propósitos.

Cuando se trató de dar unas Reglas a su Congregación sin las cuales él sabía bien que no podría subsistir, aunque su corazón se sentía urgido a tener que dar la última mano a una obra que le era tan querida, como la cosa era de extrema importancia, esperó treinta y tres años antes de entregarlas, pero haciéndolas practicar a los de su Compañía. Juzgó así por una norma de altísima prudencia que, para hacer las Reglas no solamente perfectas, en cuanto dependía de él, sino también estables y duraderas, hacía falta empezar a practicarlas antes de escribirlas, y hacer de forma que fueran grabadas en los corazones de todos los suyos, antes de que fueran escritas sobre el papel.

Era extremadamente reservado y circunspecto en sus palabras, no solamente para no decir nada ni responder algo que pudiera causar alguna sospecha o desconfianza, o que diera motivo de pena a alguien, sino también para no adelantar nada que no estuviera maduramente considerado y digerido en su espíritu; y hay motivos para creer que era por eso, por lo que hablaba poco y muy despacio.

«Decía que es una prueba de prudencia y de sabiduría, no sólo hablar bien y decir cosas buenas, sino decirlas a propósito de modo que fueran bien recibidas, y aprovechasen a las personas con las que hablamos. Nuestro Señor nos dio el ejemplo de ello en muchas ocasiones, sobre todo, cuando habló con la samaritana, tomando pie del agua que venía a buscar, para hablar de la gracia e inspirarle el deseo de una perfecta conversión».

Yendo por el campo, se encontró con un joven sacerdote de aldea, a quien no conocía, y que tenía un libro en la mano. Su prudencia y su caridad le hicieron pronunciar estas palabras al saludarle: ¡ Señor! ¡ Qué bien está eso de entretenerse así con Nuestro Señor con esa buena lectura; me edifica usted mucho, y su ejemplo me enseña cómo entretenerse uno con buenos pensamientos. El Sr. Vicente no sabía si el libro que llevaba aquel eclesiástico era bueno o malo; pero por un rasgo de prudencia y de caridad, todo junto, suponiendo que fuera bueno, quiso aprovecharse de las palabras del saludo para persuadirle con aquella aprobación graciosa, que hiciera alguna buena lectura.

Un Párroco célebre de París tenía la intención de tomar por vicario a un eclesiástico, quien, después de haber vivido durante algún tiempo en la Congregación de la Misión, había salido de ella, y le escribió al Sr. Vicente, rogándole que le informara sobre aquel sujeto, que había salido de su Compañía, cómo se portó y si creía que sería apto para la función a la que lo destinaba. El Sr. Vicente se encontró en situación embarazosa sobre qué le debía responder porque no quería causar daño al eclesiástico, cuyos defectos conocía, y por los cuales pensaba que no podría irle bien la condición de vicario; tampoco quería engañar al Párroco, ni hacerle creer las cosas de distinto modo del que eran. Por eso, para no caer ni en uno ni en otro de esos inconvenientes, su prudencia le sugirió un medio, que fue darle la siguiente respuesta al Párroco: «No conozco suficientemente, señor, al eclesiástico del que usted me escribe, como para darle ningún informe, aunque él haya vivido bastante tiempo entre nosotros. Un Sacerdote antiguo de la Compañía estaba presente, cuando el Sr. Vicente dictaba la respuesta, y como no conocía de qué se trataba, le interrumpió para decirle que aquel Párroco tendría motivos para extrañarse, si le escribía que no conocía suficientemente a un Sacerdote que había vivido un tiempo notable en su Compañía y bajo su dirección. El le respondió: Ya me doy cuenta de eso, pero ¿puedo yo actuar mejor que Nuestro Señor, que dijo de los réprobos que habían profetizado en su nombre, que no los conocía? Lo cual se entiende de un conocimiento de aprobación. Acepte, pues, como bueno que yo siga Su ejemplo, y Su manera de hablar».

Como no tenía otra intención en la distribución de los Beneficios, mientras estuvo empleado en los Consejos de Su Majestad, sino la de procurar el mayor bien de la Iglesia, nunca usaba de otros artificios para concederlos a los que juzgaba más dignos, que presentar la virtud y el mérito de ellos con las ventajas que se seguirían para el servicio de Dios y para el bien del prójimo, sin jamás rebajar la buena opinión que se podía tener de los demás pretendientes para no causarles ningún daño. Por eso, estaba obligado a usar de grandísima prudencia y circunspección en sus palabras, para mantener el interés de la Iglesia y no lesionar ni la Verdad ni la Caridad.

Pero, sobre todo, mostraba una maravillosa prudencia, cuando estaba obligado a llamar la atención o a reprender a alguien, de forma que no quedara entristecido o amargado, y que hiciera un buen uso de la advertencia o de la corrección, que le había hecho. Veamos cómo se portó en este punto en determinadas ocasiones; de ahí se podrá juzgar de otras.

Un día se enteró de buena fuente, que un eclesiástico sabio y gran predicador, que solía venir a verle con frecuencia por algún motivo, no tenía buenos sentimientos acerca de la fe; y como, por otra parte, tenía de ello alguna conjetura más que probable, usó de un recurso no menos prudente que caritativo en la corrección fraternal que le hizo de la forma siguiente, según el relato que el mismo Sr. Vicente ha dejado escrito con un seudónimo.

«Considerando delante de Dios —dice— lo que tenía que hacer en esta ocasión, pensé que, según la norma del Evangelio, debía decírselo a Dámaso en secreto y en forma de parábola. Así pues, hablando un día familiarmente con él le dije: Padre, como es usted un gran predicador, tengo que pedirle un consejo so bre una cosa que nos ocurre a los misioneros, cuando vamos a trabajar en el campo, y nos encontramos a veces con personas que no creen en nuestra Reli gión. No sabemos entonces qué tenemos que hacer para convencerlas. Por eso, le ruego que me diga lo que usted cree que debemos hacer en esas ocasiones para inducirlas a creer en las cosas de la fe».

«Entonces Dámaso me respondió con cierta emoción: ¿ Por qué me pregunta us ted eso? Le repliqué: Es que los pobres se dirigen a los ricos para obtener alguna asistencia y ayuda; y como nosotros somos unos pobres ignorantes, no sabemos de qué manera hemos de tratar las cosas divinas y nos dirigimos a usted para ro garle que nos instruya en esto».

«Dámaso se recobró enseguida y me respondió que a él le parecería bien enseñar las verdades cristianas, primero, por la Sagrada Escritura; luego, por los Padres; en tercer lugar, por algún razonamiento; en cuarto lugar, por el común sentir de los pueblos católicos de los siglos pasados; en quinto lugar por tantos mártires, como han derramado su sangre por la confesión de estas mismas verdades y, finalmente, por todos los milagros que Dios había hecho para confirmarlas».

«Después que acabó, le dije que me parecía muy bien todo aquello y que le rogaba que pusiera todas aquellas cosas por escrito sencillamente y sin artificio, y que me las enviara. Así lo hizo al cabo de dos o tres días, trayéndomelas personalmente. Le di las gracias, diciéndole: Se lo agradezco mucho, y siento un gozo especial al verle con tan buenos sentimientos, y que me los demuestre usted mismo; pues, además del provecho que sacaré de ello para mi uso particular, me servirá también todo esto para justificarle a usted. Quizá le cueste a usted trabajo escuchar lo que voy a decirle, pero es muy verdadero: hay personas muy conven cidas de ello, que andan diciendo que usted no tiene buenos sentimientos acerca de las cosas de la fe. Así, pues, vea usted la forma de concluir con lo que tan bien ha comenzado; y después de haber sostenido tan dignamente su fe por es crito, entréguese a Dios para vivir de una manera no solamente apartada de esa falsedad que andan diciendo de usted, sino que además pueda servir de edifica ción a la gente. Añadí que cuanto más elevada de condición es una persona, como él, tanto más obligada estaba a entregarse a la virtud; y que por esa misma razón, los que escribieron la Vida de San Carlos Borromeo dijeron que la virtud era tanto más virtud cuanto más distinguida era la persona en la que se encontraba; y que era como una piedra preciosa, que despedía un esplendor mucho más brillante cuando estaba engastada en una sortija de oro, que cuando la sortija era de plomo».

«Se mostró conforme Dámaso con lo que le dije, y me aseguró que en adelante propcuraría obrar de ese modo. Se marchó, y me dejó muy contento al verlo en tan buena resolución».

Estando un día en compañía de unas personas de gran condición, sucedió que a una de ellas, por una viciosa costumbre que había contraído hacía tiempo, se le escapó la frase que el demonio te lleve, y otras imprecaciones parecidas. En cuanto las oyó el Sr. Vicente, se acercó donde él, y dándole un abrazo cordialmente, le dijo sonriendo: Y yo, Señor, yo lo retengo para Dios. Aquello edificó mucho a todo el grupo, y sirvió de corrección suave y eficaz a quien se permitía proferir aquellas palabras, de modo que, confesando que había hecho mal, prometió abstenerse de semejantes modos de hablar.

Un virtuoso eclesiástico ha manifestado que él le vio hacer un acto parecido un día, aunque en una circunstancia muy distinta, con un Prelado que se encontró en la calle. Después de saludarlo, le dijo con mucha gracia: Monseñor, le ruego que se acuerde del anillo. El Prelado le respondió, riendo: ¡ Ay señor! ¡ Me ha cogido! El eclesiástico presenció esto, le pidió la explicación de aquello del anillo. El Sr. Vicente le dijo que aquel buen Prelado, que le profesaba una gran amistad, le había dicho varias veces que no cambiaría nunca de esposa, es decir, de su Iglesia, por otra, por muy hermosa y rica que pudiera ser, enseñándole a tal efecto el anillo que llevaba en su mano derecha, y añadiendo estas palabras del Salmista: Oblioni detur dextera mea, si non meminero tui. Y es de destacar que, por entonces, se hablaba de un rico Arzobispado para ese mismo Prelado. En el curso de la vida del Sr. Vicente se encuentra uno con un número casi innumerable de acciones parecidas a éstas, que, a pesar de que las realizó riendo, sin embargo partían de una grandísima prudencia y producían ordinariamente muy buenos efectos.

También era efecto de su prudencia usar de tal circunspección en sus palabras, que no contristaba nunca a nadie, y jamás despedía a alguno descontento de junto a él.

«En cuanto a mí —dice el Superior de una de sus casas— no he tenido nunca el honor de acercarme a él, sin que al retirarme, haya sacado toda la satisfacción que podía pretender, sea que me concediera, o que me negara lo que yo le pedía. Y aún más, la víspera del día que salí de París para ir adonde él me mandaba, estuve con él bastante tiempo, y durante el mismo vinieron a hablarle varias personas; y quedé admirado, como siempre, de qué manera despedía a todos contentos. Le vinieron a pedir dos cosas, entre otras varias. La primera fue la libertad de un criminal, que había cometido un asesinato en la carretera de SaintDenis, en un paraje perteneciente a la jurisdicción de San Lázaro. Recibió muy cordialmente a un eclesiástico que le vino a hablar, y le manifestó toda la benevolencia posible; pero como la cosa no dependía del todo de él, le hizo conocer cuál era el comportamiento de Dios en los efectos de su Justicia, como también en los de su Misericordia, y que había que respetar tanto los unos como los otros. Le habló inmediatamente de las circunstancias del asesinato que había sido cometido, y de la justicia de los castigos que Dios había establecido para los crímenes parecidos; y lo hizo con tanta gracia, que aquel honrado eclesiástico se retiró contento, no teniendo nada que objetar a lo que acababa de oír. La segunda cosa fue que un seglar vino a pedir dinero en préstamo. El Sr. Vicente le dio mil excusas: que la casa no estaba en situación de poder prestar, y que sentía mucho no poder servirle en aquella ocasión, y le habló, finalmente, con tanta dulzura y prudencia, que su negativa no tuvo ningún mal efecto en el espíritu de aquel seglar, quien se retiró muy contento».

En el viaje que hizo el año 1649 visitó varias de sus casas, entre otras, un seminario, que había sido establecido en una ciudad episcopal, cuya Sede estaba vacante. Había, es cierto, un Obispo recién nombrado, que aún no estaba en posesión de sus Bulas, y de quien el Sr Vicente se había mostrado contrario en su promoción a aquel Obispado, de lo cual ese Prelado se había quejado mucho. Pues bien, hallándose precisamente entonces en aquella ciudad, contra toda previsión del Sr. Vicente, se puso a pensar de qué manera debería portarse con él: Porque—decía— si le voy a saludar, verosímilmente quedará sorprendido, y quizás emocionado e impre sionado; si le mando a preguntar si le gustará mi visita, no sé cómo recibirá el cum plido; si no voy donde él, y no envío a nadie allí, ese buen Señor tendría razón para indignarse aún más contra mí, y eso es lo que hay que evitar. ¿ Qué hago entonces? Vean lo que la prudencia y la humildad de este sabio sacerdote le sugirió en esa coyuntura. Envió donde el Prelado al Superior de la casa con otro Sacerdote para decirle que acababa de llegar a su diócesis; que no se atrevía a quedarse allí sin permiso suyo, y que le suplicaba muy humildemente que aceptara de buen grado que se quedara siete u ocho días donde los Sacerdotes de la Misión. Este humilde cumplido fue muy bien recibido por aquel Prelado, y quedó tan satisfecho, que le hizo saber que consentía muy gustosamente en que él se quedara allí todo el tiempo que quisiera, y que si no hubiera tenido una casa en aquella ciudad, le hubiera ofrecido la suya. El Sr. Vicente quiso aprovecharse de una respuesta tan amable para ir a agradecérsela al Prelado, y presentarle sus respetos con el fin de aplacarlo enteramente. Pero no tuvo tiempo para ello, pues el Sr. Obispo se marchó el mismo día inopinadamente, para trasladarse a otro lugar.

El Sr. Vicente seguía esta gran norma en todas sus deliberaciones, consejos y resoluciones: la de consultar siempre y, ante toda otra cosa, al Oráculo de la Divina Verdad, es decir, de ver y considerar lo que Nuestro Señor había dicho y había hecho, que tuviera alguna relación con la cosa sobre la cual iba a tratarse, para así conformarse a sus ejemplos, y someterse a sus enseñanzas; Jesucristo venía a ser como la fuente de donde sacaba todos los consejos más sabios, que daba a los demás y todas las resoluciones más santas que tomaba para sí mismo. Después de eso, no hay por qué admirarse si obraba con prudencia, si le salían las cosas con tanta bendición, ya que iba a la fuente de la Sabiduría misma, que es la Palabra Divina encarnada; y que se le pudiera decir bien que, según el deseo del Sabio, esta Divina Sabiduría le asistía, le guiaba y obraba con él en todas sus circunstancias. A propósito de esto, preguntando un día a uno de sus Sacerdotes su opinión sobre una duda que tenía, y como dicho Sacerdote le dijera que había que hacer la cosa, por razón de las consecuencias enojosas que se seguirían, si no se llevaba a efecto, el Sr. Vicente le replicó diciéndole que no había por qué preocuparse tanto de las consecuencias, como de la sustancia de la cosa, y de la relación que podía tener con las palabras y los ejemplos de Jesucristo.

Con las misma intención de conformarse al Divino Ejemplar usaba de esta otra norma: la de hacer todas las cosas apenas sin ruido, sin fasto y sin brillo: eligiendo las obras y los caminos más humildes, así como los más caritativos, para no excitar la envidia, ni la contradicción de los hombres. Y cuando el demonio ha suscitado algunas, el Sr. Vicente no ha usado de otras armas para superarlas que la humildad, la paciencia, la penitencia y la oración; pues no quiso nunca defenderse ni justificarse para rechazar la maledicencia y la calumnia, ni servirse de ninguna fuerza ni autoridad temporal para tener éxito en sus buenos propósitos, y juzgando prudentemente que por ese medio triunfaría de ese enemigo; como así lo ha hecho.

Finalmente, el Sr. Vicente ha demostrado la pureza y la solidez de su prudencia y de su sabiduría, en que siempre ha tratado se seguir y cumplir en todas las cosas la santísima Voluntad de Dios, preferentemente a todo lo demás, y sin tener ningún respeto a los intereses temporales, que despreciaba y pisoteaba, cuando se trataba de los intereses del servicio y de la gloria de Jesucristo. Ese era el único y grande principio sobre el cual fundaba sus resoluciones, y por el cual ejecutaba fiel y constantemente lo que había resuelto, prefiriendo soberana e incomparablemente la voluntad de Dios y lo que miraba a su gloria y a su servicio sobre toda otra cosa, sin exceptuar ninguna.

Para conclusión de este Capítulo, referiremos aquí el testimonio, dado por escrito por un virtuosísimo eclesiástico, relativo a la prudente y sabia actuación del Sr. Vicente, principalmente en sus respuestas a los que le consultaban y le pedían sus consejos; porque he aquí el orden que seguía, según lo que este eclesiástico ha dicho, que lo había observado con frecuencia:

En primer lugar, y antes de toda otra cosa, elevaba su alma a Dios para implorar Su asistencia, convidando ordinariamente a los que venían a pedirle consejo a hacer lo mismo; y, con una breve y ferviente oración, que hacía con ellos, pedía luz y gracia para conocer la voluntad de Dios en las cuestiones sobre las que iban a deliberar. En segundo lugar, escuchaban muy atentamente lo que se le proponía, considerándolo y sopesándolo con tranquilidad, y, si lo creía necesario, pedía mayores aclaraciones sobre ello, para conocer mejor todas las circunstancias. En tercer lugar, no precipitaba nunca su parecer; y también, si el mérito de la cosa lo requería, pedía tiempo para pensar, exhortando con todo, que la encomendaran a Dios. En cuarto lugar, le parecía muy bien el que pidieran consejo a otros, y también él lo pedía gustosamente, y difería siempre, tanto cuanto la justicia y la caridad se lo podían permitir, a los consejos del prójimo que él seguía más a gusto que los suyos propios. En quinto lugar, cuando estaba obligado a proponer sus sentimientos, lo hacía de una forma ponderada, y, con todo, tan humilde, que ha ciendo ver lo que estimaba más conveniente, dejaba a la persona que se decidiera ella misma, diciendo, por ejemplo, hay tal y tal razón que parece invitar a tomar tal resolución; o bien, si se le urgía absolutamente a determinar y a decir su parecer, los proponía con el mismo estilo, diciendo: Me parece que estaría bien, o que sería más conveniente hacer tal cosa, o portarse de tal modo. Después de lo cual observaba dos cosas: una, retener bajo el sello del secreto los asuntos acerca de los cuales se le había consultado, sin hablar de ellos nunca, sino con la anuencia de la persona que le había consultado, y por alguna necesidad evidente o utilidad; otra, permanecer constante en las resoluciones tomadas: porque después de que había una vez conocido la voluntad de Dios, no cambiaba más, sino que tenía como norma, que había que proceder a la ejecución y guardarse del vicio de la inconstancia, que es muy opuesto a la verdadera prudencia, y arruina las más santas y las más solidas resoluciones.

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