Caridad con los suyos
La caridad del Sr. Vicente al ser perfecta hasta el punto que hemos podido ver en las Secciones anteriores, no podemos dudar de que haya estado bien ordenada; pues el orden es tan necesario para la perfección de esta virtud, que una caridad mal ordenada no merece el nombre de caridad, y sólo tiene una falsa apariencia de ella. Según la doctrina de Santo Tomás y de otros teólogos, el orden de la caridad exige que se tenga un amor especial a los más cercanos, y a los que la Divina Providencia nos ha unido por un lazo más estrecho. Por consiguiente, el Sr. Vicente, como tenía una unión íntima con quienes Dios le había dado como a sus queridos Hijos en el Espíritu, y de quienes él podía decir con todo derecho, como el Santo Apóstol, que los había engendrado por el Evangelio en Jesucristo, no podía menos que llevarlos en el corazón y amarlos muy tiernamente, pero con un amor tanto más perfecto, cuanto más unido estaba al que Jesucristo sentía por los Apóstoles y Discípulos.
En primer lugar, a imitación de ese Divino Prototipo, les ha manifestado ese amor instruyéndolos, excitándolos, animándolos, consolándolos y obsequiándoles con todos los oficios de caridad que tales Hijos podían esperar de semejante Padre. A tal efecto, les hablaba a menudo con charlas llenas de fervor y animadas del espíritu de Jesucristo, no sólo en sus reuniones habituales y según las Reglas, sino también en todo tipo de reuniones, tomando como tema de la charla alguna palabra de edificación, ya después de la oración, o bien, con ocasión de algunas cartas que había recibido, o de algún acontecimiento bueno o malo que le habían comunicado, o de algunos asuntos que encomendaba a sus oraciones; y, como un buen y prudente padre de familia, les distribuía liberalmente en el tiempo que juzgaba más a propósito, el pan de las almas, que es la Palabra de Dios. No cumplía solamente con ese oficio de caridad con toda la Compañía en general, sino también, aprovechándose de cualquier circunstancia para hablar con cada uno en particular, hablando ya a uno, ya a otro, según lo enterado que estuviera de sus necesidades; sea para alentarlos en sus dificultades, sea para consolarlos en sus penas, o para advertirles en sus faltas, o para aconsejarlos en sus dudas o, finalmente, para instruirlos y enseñarles los medios más apropiados para progresar en el camino de la perfección. Y cuando estaba ausente, les escribía sobre esas mismas cuestiones, y se tomaba la molestia, en medio de una enorme multitud y diversidad de muy acuciantes e importantes asuntos que continuamente le agobiaban, de advertirles, instruirlos, exhortarlos, consolarlos y animarlos con sus cartas, que casi son innumerables, y que bastan para conocer cómo fue su caridad para con los suyos.
Una de las principales y de las más importantes lecciones que Jesucristo dio a sus Discípulos fue la de que se amasen unos a otros santamente; ésta misma lección fue la que su Siervo, Vicente de Paúl repitió frecuentísimamente a sus Hijos, y sobre la cual les habló en multitud de Conferencias, y hasta les ha dejado un escrito de su mano, cosa que no ha hecho sobre ninguna otra materia
«Les ha dicho, entre otras muchas cosas acerca de esta virtud de la caridad fraterna, que era una señal de predestinación, porque por ella es como se con ce a un verdadero discípulo de Jesucristo.— Y un día, en que se celebraba la fiesta de San Juan Evangelista, exhortando a los suyos a amarse mutuamente con las palabras del Apóstol: Filioli, diligite alterutrum, dijo que la Congregación de la Misión durará tanto cuanto reine la caridad en ella. Pronunció cantidad de maldiciones contra quien destruyera la caridad y contra quien fuera, de esa forma, la causa de la ruina de la Compañía, o solamente de alguna pérdida de perfección, es decir, quien por su falta hiciera que ella fuera menos perfecta».
«Les decía también que la caridad es el alma de las virtudes y el cielo de las Comunidades; que la casa de San Lázaro sería un Paraíso, si la caridad habitara en ella; que el cielo no es otra cosa que amor, unión y caridad; que la felicidad principal de la vida eterna consistía en amar; que en el cielo los bienaventurados estaban incesantemente aplicados al amor beatifíco; y que, en fin, no había nada más deseable que vivir con los que se ama, y de quien uno es amado».
«Les decía también que el amor cristiano, que se forma en los corazones por la caridad está no sólo por encima del amor de inclinación y del que es producido por el apetito sensitivo, que, de ordinario, es más perjudicial que útil; sino también por encima del amor racional. Que el amor cristiano es un amor por el cual se aman unos a otros en Dios, según Dios y para Dios; es un amor, que hace que se ame recíprocamente por el mismo fin por el que Dios ama a los hombres, que es para hacerlos santos en este mundo y bienaventurados en el otro; y que, por eso, este amor hace mirar a Dios y no a otra cosa que no sea Dios, en cada uno de los que se aman».
«Añadía que el que quiera vivir en una Comunidad sin tolerancia y sin caridad, estaría a la vista de tantos humores y de tantos actos discordantes con los suyos, como un barco sin ancla y sin timón, que navegaría por medio de las rocas a merced de las olas y de los vientos, que lo impulsarían por todos los lados y le harían naufragar».
«Finalmente, decía que los Misioneros no se debían amar unos a otros sólo con un santo afecto interno y manifestarlo al exterior por sus palabras, sino que lo debían manifestar por sus obras y por sus buenos efectos, ayudándose mutuamente de buena gana con ese espíritu en sus trabajos; y estar siempre dispuestos a consolar a sus Cohermanos. Deseaba ardientemente que Dios inspirase esta caridad en los corazones de todos los de su Congregación, porque—decía él— por ese apoyo mutuo los fuertes sostendrán a los débiles y la Obra de Dios se llevará a cabo».
Y porque la detracción es el enemigo capital de la caridad y este vicio a veces se introduce incluso en las Compañías más santas, este caritativo Padre de los Misioneros combatía dicho vicio lo más que podía para impedir que se acercara a sus Hijos; frecuentemente les aconsejaba que velasen y se mantuvieran en guardia para impedir que consiguiera entrada alguna entre ellos. La comparaba a un lobo carnicero, que desola y destruye la majada donde entra, asegurando que uno de los mayores males que puede ocurrirle a una Compañía es que se encuentren en ella personas que hablan mal de otros, que murmuran y que, por no estar contentas nunca, hallan motivos de murmurar de todo. Decía también que el que presta oído a un maldiciente, no es más inocente que el profiere la maledicencia, como enseñan los Santos Padres. Y para prevenir a los suyos contra ese vicio, al cual tenía un horror muy grande, les hacía tener de cuando en cuando diversas Conferencias sobre dicho tema, presentándoles todas las ocasiones y tentaciones que podrían llevarles a ella. Una vez, entre otras, mandó repetir la misma Conferencia siete viernes seguidos, queriendo que todos los de su Comunidad, uno tras otro, hablaran sobre ese tema; y, al mismo tiempo, hizo recoger los motivos y los medios que cada uno iba diciendo para expulsar la maledicencia de la Compañía; y él mismo, al cabo de las siete semanas que duraron dichas Conferencias, las terminó con un discurso muy apremiante.
Pues bien, no solamente ha sido con las palabras, sino aún más por los efectos como el Sr. Vicente ha hecho ver cómo era su caridad para con los suyos, manifestándoles en toda clase de ocasiones una apertura de corazón y una ternura muy paternal, tratándolos a todos, hasta a los más pequeños, como a sus Hijos, con un cariño cordial, del que deseaba que estuvieran bien convencidos. Cuando iban a hablarle, ya para sus necesidades particulares, o para otros asuntos, los acogía siempre con gran afabilidad, y dejaba a un lado todo lo demás para escucharles o, si es que no podía en aquel momento, les señalaba la hora en la que tenían que volver, y les daba todo el tiempo libre y toda la confianza, para que le descubrieran sus deseos, sus penas, sus malas inclinaciones y hasta sus faltas, escuchándoles con unas muestras de afecto, como un médico a un enfermo, y respondiéndoles según sus necesidades y lo que esperaban oír, y siempre con fruto y bendición, porque tenía la gracia particular de no despedir a una persona descontenta, sino de consolar y edificar a todos y a cada uno. Usaba para eso de una condescendencia maravillosa, haciéndose todo a todos y acomodándose a sus disposiciones hasta imitar con bastante frecuencia la lengua de su tierra, hablando ya en picardo con quien era natural de Picardía, ya en gascón con otro de la Provincia de Guyena, a veces en vascuence con un vasco, y otras veces, pronunciando algunas palabras alemanas con los alemanes. Pero aunque usaba de esos recursos para ganar los corazones de aquellos con quienes trataba, no obstante sabía bien unir, en el momento y en el tiempo adecuados a esta cordialidad familiar las manifestaciones de la estima que les tenía, dándoles en su ausencia las alabanzas que merecía su virtud, y hablando siempre, incluso de los más pequeños, con honor. A propósito de esto, respondiendió un día a la pregunta que le hacía el padre de uno de los Hermanos de su Comunidad sobre su hijo: «Vale más que yo—le dijo— y que muchos que son como yo». Y en otra ocasión dijo a uno de los suyos que quería por una tentación marcharse de la Compañía, que si se marchaba, recibiría tanto disgusto por aquella separación, como si le cortaran un brazo o una pierna. Y le vieron decir en diversas ocasiones, hablando a los de su Comunidad, que amaba la vocación de ellos más que su propia vida, y que cuando alguno se marchaba de la Compañía, sentía tanto dolor, como si le hubieran desgarrado las entrañas.
Un día se puso de rodillas y permaneció cerca de dos horas en aquella postura, con las lágrimas en los ojos, a los pies de un Sacerdote de su Compañía, conjurándole en el nombre y por el amor de Nuestro Señor Jesucristo que no sucumbiera a una tentación que sufría: No—le dijo—; yo no me levantaré, mientras no me con ceda lo que le pido por usted mismo; y quiero ser con usted tan fuerte, por lo me nos, como el demonio.
Cuando veía a alguno atormentado por alguna pena espiritual, hacía lo posible para librarlo de ella, o, cuando menos, para aliviarlo y consolarlo hasta decirle algunas palabras de alegría para distraerlo, o llevarlo a su habitación para manifestarle una mayor cordialidad, o recomendarle algún trabajo conveniente y apropiado para distraerse.
A un criado de la casa que no pertenecía a la Congregación y a quien, sin embargo, el Sr. Vicente tenía una caridad y un afecto particular, lo despidió por haber un día maltratado de palabra a uno de los Hermanos de la Comunidad, y no quiso volver a recibirlo, aunque le parecía que era un criado muy bueno y, hasta cierto punto, necesario para la casa; y daba como razón, que no podía sufrir que los criados riñeran a los Hermanos. Eso no impidió que pronto hallara una colocación por los buenos informes que daba de él.
Un Hermano fue un día a buscar al Sr. Vicente en su habitación para quejársele, porque uno de los Oficiales de la casa le había tratado un poco rudamente. El caritativo Padre lo recibió con mucha dulzura y bondad, y le dijo: Ha hecho usted bien en decírmelo; ya lo arreglaré; venga siempre donde mí, Hermano, cuando tenga usted algún disgusto, porque ya sabe usted cuánto le quiero. Aquellas agradables palabras, referidas al Hermano, disiparon totalmente toda la amargura de su corazón, y le dieron motivos para admirar la caridad de un Superior tan bueno.
Otro se dirigió a él para pedirle algunos consejos en sus dudas, y le manifestó el temor que tenía de serle importuno: «No, Hermano mío, —le dijo— no tema usted de ninguna manera que me moleste o importune con sus preguntas; y sepa, de una vez para siempre, que una persona a la que Dios ha destinado para ayudar a otra, no se hallaría más cansada por las ayudas y los consejos que ella le pide, que lo estaría un padre con su hijo».
Escribiendo a un Sacerdote de su Compañía, que temía que el conocimiento que le había confiado de sus penas y tentaciones, disminuyera la buena opinión que tenía de él, le habló en estos términos: «Habiendo visto la idea —le dijo— que usted ha tenido de que sus penas hayan disminuido algo la estima que siempre he tenido de usted, me he propuesto, al mismo tiempo, asegurarle que eso no es así. Sé que esas congojas que vienen de vez en cuando a los virtuosos, y que esos deseos que se sienten de cambiar, son unas pruebas que Dios da incluso a los Santos, para santificarlos más, y 657 que su Providencia paternal prueba con frecuencia de ese modo a quienes más ama, y los conduce por caminos difíciles y llenos de espinas para hacerles merecer las gracias extraordinarias que tiene intención de concederles. Tan lejos está, pues, que por eso haya concebido el menor pensamiento en contra suya, que antes al contrario,le considero más fiel a Dios, en la medida en que usted resista todas esas tentaciones, y que, por más trabajo que le cueste, no ceda nada de sus prácticas ordinarias, y que finalmente después de habérmelas expuesto, ha aceptado usted la respuesta que yo le he dado».
Sucedió un día que un Sacerdote de la Congregación, al darle cuenta de su interior al Sr. Vicente, le dijo entre otras cosas, que había tenido unos pensamientos de aversión y de indignación contra él. Ante aquellas palabras el caritativo Padre se levantó y le abrazó tiernamente, felicitándole por una franqueza tan filial, y le dijo: Si yo no le hubiera dado ya mi corazón, se lo daría ahora mismo.
Otro fue a verlo en su habitación, muy triste y decidido a abandonar la Compañía, y en cuanto le dijo que deseaba decidamente volver a su tierra, el Sr. Vicente empezó a sonreír, y mirándole con mucha dulzura y beniginidad, le dijo: ¿Cuándo se marcha usted, señor? ¿ cómo quiere hacer el viaje, andando o a caballo? Aquel Sacerdote, que hablaba en serio y que esperaba una fuerte reprensión, quedó totalmente sorprendido ante aquella respuesta, que el Sr. Vicente le hizo de aquel modo para distraerlo de la tentación. En efecto, quedó totalmente libre de ella.
Otro de sus Sacerdotes, que trabajaba en una Provincia lejana, le había escrito que el Hermano que estaba con él quería marcharse. «Siempre he sospechado mucho —le respondió— que ese buen Hermano sería tentado por el demonio de la holgazanería, y él puede recordar que se lo advertí. Le ruego a usted que le ayude y lo anime a rechazar ese ataque, pero hágalo suavemente, y, más bien por vía de persuasión que de convicción, como usted sabe bien que es mi costumbre de actuar; porque los que sufren esas enfermedades del espíritu necesitan más ser tratados, y por decirlo así, mimados dulce y caritativamente que los que tienen enfermedades en sus cuerpos»
Otro Hermano le había escrito varias veces pidiéndole permiso para marcharse de la Compañía. Le contestó todas las veces con unas palabras que manifestaban su amor paternal para retenerlo y para animarlo. Sólo presentaremos aquí la conclusión de la última carta, como prueba de la ternura de su corazón para con los suyos: «No, mi querido Hermano, —le dijo— no podría consentir en su salida; por esta razón: que no es ésa la voluntad de Dios, y que sería peligrosa para su alma, que me es muy querida. Y si usted no me quiere creer, al menos le ruego que no salga de la Compañía, sino por la misma puerta por la que entró, y esa puerta no es otra que los Ejercicios Espirituales que, le ruego, los haga antes de decidirse en un asunto de tan gran importancia. Escoja una de nuestras tres casas más cercanas al sitio donde está, y esté seguro que será muy bien recibido en todas partes. La bondad de su corazón ha ganado todo el afecto del mío, y ese afecto no tiene otra finalidad que la gloria de Dios y la santificación de usted. Usted lo cree así, lo sé muy bien, y también usted sabe bien que soy todo suyo en el amor de Nuestro Señor».
Cuando destinaba a alguno de los suyos a una de las casas de su Compañía, lo recomendaba siempre al Superior, suplicándole que tuviera cuidado de él, y decía de ordinario: Espero que tendrá mucha confianza en usted, cuando vea la bondad, la tolerancia y la caridad, que Nuestro Señor le ha concedido a usted para los que confía a su dirección.
Vean con qué sentimientos de un amor verdaderamente paternal escribió a uno de los suyos, el cual había dado mucho a Dios para corresponder fielmente a Sus designios, en una país lejano: «Teniendo en cuenta —le dice— las señales verdaderas y extraordinarias, que Dios ha mostrado en usted de su vocación por la salvación de ese pueblo, le abrazo en espíritu con todo el sentimiento de alegría y de cariño que merece el alma a la que Dios he escogido, entre tantas otras que habitan en la tierra, para llevar un gran número de ellas al cielo, como es la suya, que lo ha dejado todo por ese fin. Ciertamente, ¿quién podrá no amar a esa querida alma tan desprendida de las criaturas, de sus intereses y de su propio cuerpo, al que anima solamente para hacerle servir a los designios de Dios, que es su fin y su único objetivo? Pero, además, ¿quién dejará de cuidar las fuerzas de ese cuerpo, destinado ciertamente a dar la vista a los ciegos y a resucitar los muertos? Esto es lo que me obliga a pedirle que lo mire como un instrumento de Dios para la salvación de otros muchos y que lo conserve con esa finalidad».
En otra ocasión escribió con los mismos sentimientos de amor y de ternura a varios de sus Sacerdotes, que trabajaban juntos en un clima muy lejano, para exhortarlos a cuidar de su salud: «Ya saben ustedes —les dijo— que su salud se verá en peligro en ese nuevo clima, hasta que se vayan acostumbrando a él. Por eso, les aconsejo que no se expongan al sol y que durante algún tiempo se dediquen solamente al estudio de la lengua. Piensen en que se han convertido en niños que tienen que aprender a hablar, y con ese espíritu déjense guiar por el Sr. N., que será para ustedes un padre, o, si falta él, por el Sr. N. Les ruego que miren a Nuestro Señor en ellos. Y si se vieran privados de uno y otro, no lo estarán de la especial asistencia de Dios, que ha dicho que, aunque una madre llegara a olvidarse del hijo salido de sus entrañas, El seguiría preocupándose de sus hijos. ¡Cuánto más deberán creer que será bondadoso con ustedes, mis queridos señores, y se complacerá en atenderlos, en defenderlos y en cuidar de ustedes, que se han puesto en Sus manos y han puesto toda su confianza en Su protección y en Su poder! Bien, señores, quiéranse mucho y ayúdense unos a otros; sopórtense en sus defectos y permanezcan siempre unidos en el espíritu de Dios, que les ha elegido para ese gran proyecto, y que les conservará, para que puedan llevarlo a cabo».
El Sr. Vicente tenía la costumbre de ponerse de rodillas para abrazar a los que destinaba a trabajar en las misiones, o a los que volvían de ellas; y se esmeraba en que no les faltase nada. Pero su caridad le sugería unos sentimientos de amor particular a los enfermos: se informaba cordialmente del estado de su salud, y les indicaba frecuentemente los remedios para su alivio; y cuando el mal lo requería, nunca fallaba en hacer venir al médico, o bien invitaba, o rogaba a quienes lo podían hacer cómodamente, que fueran donde él para consultarle. Recomendaba también a los enfermeros que tuvieran mucho cuidado de los enfermos, y a los Superiores de las casas que no ahorraran molestias, ni gastos para aliviarlos; y varias veces se le ha oído decir que era preferible vender los vasos sagrados, que permitir que les faltase alguna cosa necesaria. Lejos de ser los enfermos una carga para la Compañía, decía que, al contrario, eran una bendición para las casas donde se hallaban. Además de todos esos cuidados, nunca se olvidaba de encomendarlos a Dios y a las oraciones de la Comunidad. Iba, siempre que podía, a visitar y consolar a los de las casas donde él se hallaba y se informaba de ellos mismos qué necesitaban y si les faltaba algo, no pudiendo sufrir entre los suyos ninguna falta de caridad o de ternura de corazón.
He aquí lo que uno de los Sacerdotes ha escrito sobre esto: «Yo mismo he experimentado —ha dicho— la caridad que tenía a los enfermos, durante dos enfermedades graves que he tenido en la casa de San Lázaro. Dios me habría hecho una gracia grande entonces, si me hubiera retirado de este mundo, porque me parece que estaba dispuesto para morir gracias a las ayudas y oraciones del Sr. Vicente, que me hizo la caridad de visitarme varias veces. No quería que les faltara nada a los enfermos, porque —decía— merecían más por sus sufrimientos, que los demás por su trabajo. Le he oído con frecuencia decir que habría que vender hasta los cálices para asistirlos. Y cuando los iba a ver, se informaba directamente de ellos cómo les cuidaban. Aliviaba su mal por la compasión que les mostraba, y cuando estaban convalecientes, los alegraba contándoles historia agradables, y de ellas sacaba en seguida alguna lección».
Como su caridad estaba bien ordenada, quería que los enfermos fueran tan consolados y bien tratados en cuanto al cuerpo, que no experimentaran ningún daño en el bien espiritual de sus almas. Por eso advertía suave y paternalmente a los que sufrían una enfermedad que no era tan grave y que podían sin mayores molestias dedicar algunos días a algunos actos piadosos, que no los omitieran, por miedo— decía— a que la enfermedad del cuerpo se pasara al alma, y la volviera tibia e in mortificada
En fin, ponía un esmero tan cordial por contribuir cuanto podía no solamente al alivio y a la curación de los enfermos, sino también a la conservación de los que estaban sanos que, cuando se enteró de que un misionero, que trabajaba en Champaña asistiendo a los pobres, rogaba que le enviaran, entre otras cosas, un solideo, como no encontraban ninguno en casa, el caritativo Padre se quitó el suyo de la cabeza y dijo al Hermano que le había dado la noticia que se lo enviara; y como al Hermano se le ocurriera que podría ir a comprar uno en la ciudad para enviárselo en otra ocasión, «No, Hermano—replicó— no hay que hacerle esperar, porque puede tener prisa. Mándele, se lo ruego, ahora el nuestro con todo lo demás que pide». Y no contento con manifestar, de todas las formas que podía, su amor y su cordialidad a los suyos, para darles todavía unas muestras más claras, la extendió hasta las personas que les pertenecían. Y cuando se enteraba de que alguna aflicción les había sucedido a los padres de los Sacerdotes o de los Hermanos de su Compañía, quería que los demás se compadecieran y se interesaran de su alivio y de su consuelo; y siendo él el primero en conmoverse por las penas, trataba de arreglarlo del mejor modo que podía.
«Rezaremos a Dios —decía a los de su Comunidad— por la familia de un tal N., que ha sufrido una pérdida, pues hemos de participar de los sentimientos, que pueda tener nuestro Hermano, y cumplir este deber unos con otros».
A veces, cuando era necesario añadía: «Pido a los Sacerdotes que no tengan obligaciones especiales que ofrezcan la misa por todos los de esa familia tan afligida.
Yo seré el primero en ofrecer a Dios de todo corazón esta misa que voy a celebrar, ruego a nuestros Hermanos que comulguen por esta misma intención».
Pero, además de la ayuda de las oraciones que hacía por los padres de los de su Compañía, les daba todos los consuelos que podía cuando se veían reducidos a alguna necesidad.