Caridad con los sacerdotes y con otras personas eclesiásticas
Para conocer cómo ha sido la caridad del Sr. Vicente con los Sacerdotes y otras personas eclesiásticas, no hace falta más que fijar la vista en todo lo que llevó a cabo para procurar su bien. De eso ya hemos hablado ampliamente en los Libros primero y segundo; y no sería necesario presentar otras muestras, ni otros testimonios que los grandes frutos producidos por los Ejercicios de los Ordenandos, de las Conferencias espirituales, de los Retiros, de los Seminarios y de todas las demás santas actividades llevadas a cabo por este gran Siervo de Dios para la reforma, santificación y perfección del Estado eclesiástico. Pero, además de esas Obras Generales hay muchas otras particulares, que merecen con todo derecho ser contadas. Por ellas se podrá conocer mejor el respeto y el amor que tenía por todos los que están consagrados al ministerio de la Iglesia.
Escribiendo un día al Superior de una de sus casas donde había un seminario de eclesiásticos, le habló de esta manera: «Saludo con afecto y con cariño —le dijo— a su amable corazón y a todos los de su querida familia, y pido a Nuestro Señor que les bendiga tan abundantemente, que la bendición se derrame sobre su Seminario, para que cuantos lo componen y en los que usted procura inculcar y perfeccionar el espíritu eclesiástico se encuentren finalmente llenos de él. No tengo necesidad de recomendárselos, ya que sabe usted muy bien que son el tesoro de la Iglesia».
Y hablando a otro, en una carta que le escribió sobre la misma cuestión: «¡Qué feliz es usted —le dice— por servir a Nuestro Señor de instrumento para hacer buenos sacerdotes, y de instrumento de tal entidad como es usted, que los ilumina y calienta al mismo tiempo! En eso usted hace el oficio del Espíritu Santo, pues sólo a El le corresponde iluminar e inflamar los corazones; o más bien, es ese Espíritu Santo y santificante quien lo hace por medio de usted; porque El reside y obra en usted, no solamente para hacer vivir de su vida divina, sino también para establecer Su misma vida y Sus operaciones en esos señores, llamados al más alto ministerio que hay en la tierra, gracias al cual deben ejercer las dos grandes virtudes de Jesucristo, a saber, la Religión para con su Padre, y la Caridad para con los hombres. Vea, pues, señor, si es que existe en el mundo algún oficio más necesario y más de desear que el de usted. En cuanto a mí, no conozco ninguno, y creo que Dios no ha esperado tanto a hacérselo ver, porque le ha dado interés para dedicarse a él, y la gracia para tener éxito. Humíllese sin cesar, y confíe plenamente en Nuestro Señor, para que le haga una misma cosa con El».
El Sr. Vicente demostraba, además, su caridad al estado eclesiástico por la estima y el afecto muy especial que sentía a las Comunidades eclesiásticas que veía fundar, y por el celo con el que procuraba, según su capacidad, que se fundaran en todos los sitios unas instituciones parecidas a las que consideraba muy útiles y muy provechosas para la Iglesia. A propósito de eso, un virtuoso eclesiástico le rogó una vez con mucha insistencia, que, como deseaba fundar una Comunidad de buenos Sacerdotes en un beneficio suyo situado en Anjou, le enviara algunos Sacerdotes de la Misión para ayudarle a fundar una Institución, y como se viera el Sr. Vicente en la impotencia de satisfacerle en su proyecto, le escribió la siguiente carta: «Se ve con claridad —le dice— que el espíritu de Dios ha derramado abundantemente sus gracias en su amable corazón, y que el celo y la caridad han echado en él profundas raíces, ya que no hay nada capaz de apartarle del proyecto que usted ha concebido de procurar la mayor gloria de Dios, en el presente y en el porvenir, dentro de su beneficio. Quiera su Divina Bondad secundar sus santas intenciones y darles un feliz cumplimiento. Le agradezco con todo el afecto de mi alma esa paciencia tan grande que tiene con nosotros, que no hemos podido recibir el honor y los bienes que usted nos ha ofrecido y que no habríamos sido capaces de responder a lo que usted esperaba de nosotros. Espero, señor, que podrá usted obtener en otros una satisfacción cumplida. Sin embargo, no acabo de ver bien a quiénes podrá usted dirigirse, ya que dudo que los Señores de San Sulpicio, o los de San Nicolás du Chardonnet quieran proporcionarle esos sacerdotes. Se trata de dos santas Comunidades, que hacen mucho bien en la Iglesia y que están produciendo muchos frutos con sus trabajos. Pero, la primera, que tiene como finalidad los seminarios, no funda de ordinario más que en las ciudades principales; y la segunda, que está muy ocupada en un gran número de actividades, a las que se dedica para el servicio de la Iglesia, tampoco podrá proporcionarle tan pronto los Obreros pedidos por usted. Creo, sin embargo, que convendría hacerles esa propuesta, ya que las dos son mucho más capaces e indicadas que nosotros para empezar y perfeccionar esa buena obra que usted desea».
Y escribiendo a una señora de categoría para persuadirla a que aplicara al Seminario fundado por los Señores de San Sulpicio las rentas de su fundación, hecha por los Señores predecesores suyos para formar buenos eclesiásticos, le habla en estos términos: «Señora, si usted hace esa aplicación, debe tener por cierto que será ejecutada en la forma que esos Señores han deseado para el adelanto del estado eclesiástico. Y si a usted le parece bien para eso informarse de los bienes que se hacen en San Sulpicio, usted podrá esperarlos iguales, cuando esa Comunidad sea fundada en ese lugar, porque está animada en todas partes de un mismo espíritu, y sólo tiene una pretensión, que es la gloria de Dios».
Pero no ha sido sólo con palabras con lo que el Sr. Vicente ha dejado ver el afecto que sentía, tanto por las Comunidades, como por los particulares del Clero. Lo ha demostrado aún más con las obras; porque estaba siempre dispuesto para acoger, consolar y servir a toda clase de personas eclesiásticas, según su condición y la necesidad que podía tener. Bastaba con tener el carácter del sacerdocio, o bien las señales externas de la clerecía, para encontrar en el Siervo de Dios un acceso favorable. Se dedicaba con una caridad sin par a procurar trabajo a los sacerdotes que no lo tenían, y que acudían a él. Intervenía, para que los que eran capaces fueran provistos de parroquias y de otros beneficios, donde pudieran trabajar útilmente; para que otros fueran colocados como capellanes en casa de los Obispos y otros grandes Señores; otros, Vicarios en las parroquias de las ciudades o de las aldeas; otros, confesores o capellanes de Religiosas, o de los Hospitales. Manifestaba a todos los eclesiásticos, hasta a los más inferiores, mucho aprecio y afecto; rogaba a los suyos que los amaran a todos, y que no hablaran nunca de ellos, si no era a su favor, sobre todo, cuando predicaban al pueblo. Y esto lo vivía de tal manera, que cierto día se trasladó desde San Lázaro a una parroquia, que estaba cinco o seis leguas, para pedir perdón a los eclesiásticos del lugar, porque un Sacerdote de su Compañía, al predicar, había dicho algunas palabras menos delicadas, que les habían causado alguna contrariedad.
Alguno ha hecho notar como una acción muy loable y meritoria, el que un día el Sr. Vicente, cuando se enteró de que un eclesiástico había caído en algún desorden, hizo todo lo que pudo para sacarlo de él, y hasta se encargó de acudir a Roma en favor de él, y de alimentarle hasta que hubo recibido su absolución, e inmediatamente lo puso en situación de poder vivir durante el resto de sus días.
Otro sacerdote fue amonestado y convicto de cierto acto sacrílego muy digno de castigo, lo llevaron a San Lázaro. El Sr. Vicente le habló con tal suavidad y eficacia, que quedó vivamente conmovido, y para hacerle entrar más y más en las disposiciones que convenían, lo retuvo en San Lázaro durante algunas semanas, y le hizo alimentar y vestir, y dotarle de todas las cosas necesarias, y, finalmente, le obtuvo el perdón de su Obispo.
Otro eclesiástico estaba enfermo en el Seminario de BonsEnfants y quería ser tratado mejor de lo que exigía su condición; y como, además, no disponía con qué pagar los gastos, causaba grandes molestias a toda la casa, que bien hubiera deseado verse liberada de él. Pero el Sr. Vicente no lo quiso así, impulsado por su caridad habitual, se encargó de que le compraran, a costa de la casa, todo lo que deseaba, aunque costara muy caro y no le fuera necesario, sólo para contentarlo.
Un sacerdote, se hallaba enfermo en la misma casa y, al contrario que el anterior, no se atrevía a solicitar nada porque era pobre y, como no disponía de medio alguno para pagar sus gastos, temía ser gravoso a la casa. El Sr. Vicente, en cuanto lo supo, fue a visitarlo, y le dijo que no debía preocuparse, y que en la casa había, para su servicio, cálices y otros recipientes de plata, que vendería con mucho gusto para atenderlo, antes que permitir que le faltara alguna cosa necesaria.
Otro sacerdote desconocido y enfermo se presentó al Sr. Vicente para pedirle alguna ayuda. Lo recibió con mucha caridad, y lo hizo albergar, tratar y medicamentar con gran caridad hasta que recuperó la salud.
Otro, que había ido a hacer los Ejercicios a San Lázaro, cayó enfermo, y como no disponía, a causa de su pobreza, de ningún lugar adonde retirarse, el Sr. Vicente mandó que se tuvieran con él todos los cuidados imaginables. A este sacerdote, cuando recuperó la salud después de una larga enfermedad, le hizo dar una sotana y un brevario y varios objetos más, y le añadió a todo eso diez escudos para ayudarle a subsistir durante algún tiempo.
Otro eclesiástico fue acogido en San Lázaro para pasar allí una noche, aunque era desconocido y había llegado con un equipaje en muy mal uso. Se marchó sin despedirse y se llevó una sotana y un manteo, que había robado allí; alguien quiso seguirle, pero el Sr. Vicente se lo impidió diciendo que, por su apariencia tenía mucha necesidad de ellos, ya que había quedado reducido hasta el extremo de llevárselos, y que sería mejor darle otros que exigirle los que se había llevado.
A otro sacerdote pobre que se vio obligado a hacer un viaje y no tenía ningún medio para sus gastos, ni tampoco para llevar el equipaje necesario, el Sr. Vicente, a quien se dirigió, le hizo dar todo lo que necesitaba, hasta unas botas y, además de todo eso, veinte escudos
Otro buen sacerdote ha manifestado que, habiendo venido de su tierra para algunos asuntos a la ciudad de París, como allí no conocía a nadie, se vio obligado a alojarse en una mala fonda. Súpolo el Sr. Vicente, y mandó en seguida a buscarlo, y lo mandó albergar y alimentar caritativamente a costa de la casa de San Lázaro en una casa de piedad; allí permaneció cerca de un mes, hasta que terminó con sus asuntos.
Un buen sacerdote de la diócesis de Tours tenía pendiente un proceso en París, que se veía obligado a proseguir, debido al honor de su carácter, que había sido notablemente ofendido en su persona. Se dirigió al Sr. Vicente, como el más seguro refugio de todas las personas eclesiásticas, y le escribió que no podía ir a París, ni tampoco sostener allí un gestor, si él no le proporcionaba alguna ayuda. El Sr. Vicente le respondió que enviara a la persona que le pluguiera, y que le liberaría de los gastos. Así lo hizo después, tal como se lo había prometido, admitiendo en casa y alimentando a su hombre en París a costa de la casa de San Lázaro durante más de un año, que fue lo que duraron las gestiones de aquel pleito, que, por fin, acabó en favor del párroco, que era un hombre muy honrado.
Este gran amador del Sacerdocio de Jesucristo ha salvado con frecuencia del desarreglo a varios sacerdotes por la caridad que ha ejercido para con ellos, recuperándolos de las ocasiones próximas al pecado, y proveyendo a su retiro y a su subsistencia. También ha sustentado durante varios años, a costa de la casa de San Lázaro, a un religioso italiano que, como tenía el espíritu un poco turbado, sembraba en diversos sitios una doctrina perniciosa
Un sacerdote de París, confesor de una Comunidad de Religiosas, había caído enfermo. El Sr. Vicente rogó a tres eclesiásticos muy piadosos, que lo sustituyeran durante su enfermedad, que duró tres años enteros, para que aquel buen eclesiástico pudiera recibir el sueldo, como lo venía haciendo cuando estaba sano.
Un sacerdote venía de un lugar muy lejano de tiempo en tiempo a solicitar alguna caridad al Sr. Vicente, con el fin de que le ayudara a vivir en su tierra, pues estaba desolada. El Procurador de la casa, a quien no le gustaba nada aquello, le indicó al Sr. Vicente que había que decirle que no volviera ya más, y que ya se le mandaría la limosna. El Sr. Vicente le dio esta respuesta: Non alligabis os bovi trituranti, queriéndole dar a entender con aquellas palabras, que deseaba que le dejaran a aquel pobre sacerdote la libertad de volver siempre que quisiera, y de pedir, cuando tuviera necesidad de ayuda.
Finalmente, la buena acogida y la gran caridad que hacía a todos los eclesiásticos, invitaba a todos los sacerdotes pobres a acudir donde su Padre con gran confianza. Y como a París llegan de todos los lados, tanto franceses, como extranjeros, no pasaba ningún día sin que viniera alguno a implorar su socorro, y que no se llevara alguna limosna. Pero, entre todos, singularmente ha ejercido la caridad con los sacerdotes pobres irlandeses exiliados de su tierra y refugiados en Francia por causa de la Religión. Procuraba no sólo que las personas caritativas conocidas suyas les repartieran algunas limosnas, mas también les daba buena parte de las de su casa. E incluso hemos visto recibos de algunos de ellos de lo que recibían todos los meses del Sr. Vicente, quien les había hecho esperar por caridad varias cantidades de cuando en cuando. Ha sostenido en París durante varios años a un pobre sacerdote irlandés ciego, con un muchacho como lazarillo, tanto por sus beneficios, como por las recomendaciones, que hacía a unos y a otros; y, además del dinero que le daba o que procuraba que le dieran, le hacía comer, junto con su lazarillo, todas las veces que venía a San Lázaro, cosa que sucedía con frecuencia. Además, al ver en París a varios eclesiásticos también de Irlanda, que estaban estudiando, pero que no tenían con qué vivir, les mandaba a otras Provincias, encomendándolos a personas conocidas, para que pudieran estudiar con menos gastos; y además de eso, les daba con qué pagar el viaje.
Esta caridad del Sr. Vicente no se extendió sólo a los eclesiásticos pobres que acudían donde él, sino también a los que no podían ir, tales como muchos párrocos pobres y otros sacerdotes, que residían en Provincias arruinadas. A éstos, no solamente les enviaba Sacerdotes Misioneros para socorrerlos en sus necesidades más onerosas, más también ha hecho que les distribuyeran durante varios años todas las cosas necesarias para el Servicio Divino y para el Santo Sacrificio de la Misa, cosas de las que carecían sus iglesias, como ya lo hemos dicho en otro lugar. También trataba de proporcionar a los sanos y a los enfermos hábitos y sotanas, y con qué vivir y subsistir. A tal efecto, recogía, y les hacía llevar con mucha diligencia las limosnas de las personas caritativas, contribuyendo además notablemente con sus propios recursos. A propósito de esto, ocurrió un día que un Sacerdote de la Misión yendo de viaje por Champaña para ciertos asuntos, se encontró, al entrar en un pueblo, con el párroco del lugar; éste le preguntó quién era, y, cuando supo, por la respuesta, que era un Sacerdote de la Congregación de la Misión, al oír aquella palabra, se le echó al cuello y lo abrazó con mucho afecto ante todo el mundo; después, lo llevó a su casa, le contó los muchos bienes espirituales y corporales, que todos los de aquella tierra habían recibido de la caridad del Sr. Vicente, y él, en particular, y en prueba de ello le enseñó la sotana, que vestía, y le dijo: Et hac me veste contexit, queriendo expresar así la obligación que le tenía, con las mismas palabras que Nuestro Señor dijo en otra ocasión a San Martín para manifestar cuánto le agradó la limosna que había hecho con su capa a un pobre.
Podemos con mucha razón unir a estos ejemplos de la caridad del Sr. Vicente para con los eclesiásticos, sus sentimientos relacionados con los Religiosos. Sentía hacia ellos un respeto y un amor singularísimo, y lo hacía patente cuando algunos de ellos le venían a visitar a San Lázaro, porque los recibía como a unos ángeles del cielo, postrándose a menudo a sus pies para rogarles su bendición, que les obligaba a muchos, por su humildad, a dársela, no queriendo levantarse, sin que antes la recibiera.
Asimismo, practicaba con ellos en algunas ocasiones una hospitalidad caritativa, usando con ellos toda clase de atenciones. Quería también que los suyos se portaran del mismo modo en su domicilio. Y, a tal fin, les recomendaba a menudo que apreciaran y respetaran a todas las Ordenes y a todas las Comunidades Religiosas, y que no dejaran entrar en sus espíritus ninguna envidia, ni celos u otra disposición contraria a la humildad y a la caridad de Jesucristo, sino que hablaran siempre con muestras de aprecio y de afecto, en una palabra, quería que su Congregación fuera tal, que, como dijeron un día, no se encontrara en ella nada que diera que hablar a las otras Comunidades, y que hiciera profesión pública de hallar bueno lo que ellas hacían. Respondiendo un día a uno de sus Sacerdotes, que le había rogado que le dijera cómo debía portarse con esos buenos Religiosos, que le llevan la contraria: «Usted me pregunta —le dijo— cómo debe portarse con esos buenos Religiosos, que le llevan la contraria. A eso le respondo: que usted debe tratar de servirles, si es que se presentan ocasiones para ello, y manifestarles en los encuentros que usted tiene, una verdadera y sincera voluntad. Vaya a visitarles alguna vez; no tome nunca posición contra ellos; no se entrometa en sus asuntos, salvo para defenderlos por caridad; hable siempre bien de ellos, y no diga nada desde el púlpito, ni en conversaciones particulares, que pueda causarles la menor contrariedad; y, finalmente, hacerles y procurarles todo el bien que pueda en palabras y obras, aunque no le correspondan. Eso es lo que deseo que hagamos todos, y que nos obliguemos a honrarlos y servirlos en toda clase de ocasiones».
El Sr. Vicente ha manifestado también su caridad para con los Religiosos en los consejos saludables que les daba, cuando acudían a él, como varios de ellos han hecho en diversas circunstancias; y, entre otros, un religioso de una Orden muy santa, que quería salir de ella con un pretexto, para entrar en otra: quiso saber antes la opinión del Sr. Vicente, como de un hombre al que consideraba como muy caritativo y muy esclarecido, y recibió de él esta respuesta: «He leído su carta, mi Reverendo Padre, con respeto y, ciertamente con confusión, por el hecho de que se dirija al más sensual y menos espiritual de los hombres, y reconocido, como tal, por todos. Sin embargo, no dejaré de decirle mis pequeños pensamientos sobre lo que me propone usted, no en plan de aviso, sino por pura condescendencia, ya que Nuestro Señor quiere que cedamos ante nuestro prójimo. Me ha consolado al ver la atracción que siente usted de unirse perfectamente con Nuestro Señor, cómo corresponde usted a ella, y las ternezas con las que su Bondad divina le ha prevenido más de una vez, las grandes dificultades y contrariedades que ha encontrado en los diversos estados por donde ha pasado, y, finalmente, el amor singular que tiene usted por esa gran maestra de la Vida Espiritual, Santa Teresa».
«Pues bien, aunque así sea, pienso sin embargo, Reverendo Padre, que hay más seguridad para usted en permanecer en la vida común de su Santa Orden, y someterse enteramente a la dirección de su Superior, que en pasarse a otra Orden, aunque sea santa. En primer lugar, porque hay una máxima que dice, que el Religioso debe aspirar a animarse en el espíritu de su Orden, porque de otra forma, no tendría de ella más que el hábito. Y como su santa Orden está reconocida como de las más perfectas de la iglesia, usted tiene una obligación mayor de perseverar en ella y de trabajar en asimilarse su espíritu, practicando las cosas que le pueden ayudar a entrar en él. En segundo lugar, existe otra máxima, que afirma que el espíritu de Nuestro Señor actúa mansa y suavemente, y el de la naturaleza y el del maligno espíritu, por el contrario, áspera y acremente. Pues bien, parece, por todo lo que me ha dicho, que su manera de obrar es áspera y acre, y que le hace mantener con una excesiva decisión y apego sus sentimientos contra los de sus Superiores; y a eso lo lleva su mismo carácter. Según eso, Reverendo Padre, pienso que debe usted darse de nuevo a Nuestro Señor para renunciar a su propio espíritu, y para cumplir su santísima voluntad en el estado al que le ha llevado su Providencia».
Otro religioso, doctor en Teología, como no estaba contento en su Religión, quería elevar sus quejas a Roma, y, para tal efecto, había implorado la mediación del Sr. Vicente. He aquí cuál fue la respuesta, que recibió: «Compadezco, Reverendo Padre, sus penas, y le pido a Nuestro Señor, que le libre de ellas, o que le dé fuerzas para poder llevarlas. Puesto que sufre usted por una buena causa, debe usted alegrarse de estar en el número de los bienaventurados que sufren por la justicia. Tenga paciencia, Reverendo Padre, y tómela en Nuestro Señor, que se complace en probarle; El hará que la Religión, en donde lo ha puesto, sea como un barco agitado por las olas, que lo llevará felizmente a puerto. No puedo encomendar a Dios, según sus deseos, la idea que tiene usted de pasar a otra Orden religiosa, puesto que me parece que no es ésa Su voluntad. Por todas partes hay cruces, y su avanzada edad tiene que hacerle evitar aquellas que usted encontraría al cambiar de estado».
«En cuanto a la ayuda que usted desea de mí para procurarle el Reglamento en cuestión se trata de beberse el mar. Por eso, le suplico humildemente que me dispense de hacer presentar en Roma sus propuestas».
Esa misma caridad que el Sr. Vicente tenía por el estado religioso lo llevaba también a preocuparse de las Religiosas que veía andar vagando fuera de sus monasterios por lo que fuera, preocupándose con mucho interés en facilitar la vuelta a su monasterio; o bien, si no podía eso, para lograr algún retiro en otro monasterio. He aquí lo que le escribió a una Abadesa, cierto día, sobre esa cuestión: «Me tomo la confianza, Señora, de interceder ante usted para rogarle que acepte en su abadía a una de sus religiosas, que dice ser Priora de N., y que no pudiendo seguir en su priorato por culpa de la miseria de los tiempos, ha quedado expuesta a la necesidad, y su condición a la censura y a la burla del mundo y de la soldadesca. Quizá tenga usted razones para no recibirla; no obstante, no he dejado de escribirle, ya que la caridad me obliga a cumplir con este deber con una persona de esta clase, que hace esperar que la dejará a usted plenamente satisfecha y que da motivos para temer que, al permanecer fuera de su centro, esto es, lejos de su monasterio, no podrá estar tranquila ni segura. Quizás tenga usted razones para no aceptar que vuelva a su casa, al menos he creído que pondría usted dificultades; sin embargo, le suplico muy humildemente que me indique, por lo menos, si podrá contribuir en algo a su sustento en el caso de que podamos ponerla en pensión en esta ciudad durante algún tiempo. En nombre de Dios, Señora, no vea usted mal que le haya escrito con esta propuesta».
Si fuera necesario referir aquí al detalle todos los demás testimonios de aprecio y de afecto, y todos los servicios que el Sr. Vicente ha prestado a los religiosos y a las religiosas, se podría componer todo un volumen. Bastará con decir que no se presentó ninguna ocasión de atenderlos o servirlos, que no haya acudido muy gustosamente; que casi no ha habido algún acto u oficio de caridad, que no haya practicado en favor de ellos; y que ha hecho siempre y en todas las ocasiones; profesión pública de quererlos, honrarlos, socorrerlos, servirlos y protegerlos, tanto como le ha sido posible, ocultando defectos, publicando sus virtudes, elevando su estado y, por una caritativa humildad tanto más excelente cuanto que se ven menos ejemplos de ella, poniendo siempre, tanto de palabra como de obra, su Compañía por debajo de todas las demás, para darles lustre, y queriendo que los suyos se reconocieran y se portaran como los menores de todos.