Vida de san Vicente de Paúl: Libro Tercero, Capítulo 11, Sección 4

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

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Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.
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Amor respetuoso a los Prelados de la Iglesia

Hemos visto ya en el Libro segundo algunos servicios que el Sr. Vicente ha tratado de prestar a los Sres. Obispos en diversas ocasiones; y también hemos aludido, al comenzar este Capítulo, el gran amor y el singular respeto que ha tenido a sus sagradas personas. Pero debemos confesar que todo lo que hemos dicho acerca de ellos y todo lo que podremos decir aún es muy poco en comparación de lo que hay sobre eso en realidad; y que no disponemos de palabras suficientes para expresar cómo era la veneración, el respeto y el amor que el Sr. Vicente sentía por los Prelados de la Iglesia, a quienes reconocía y honraba como los Lugartenientes de Jesucristo en la tierra y los Sucesores de los Apóstoles. Por eso, hemos pensado que no podíamos hacer cosa mejor en esta Sección que escucharle hablar a él en persona, y explicarnos sus sentimientos acerca de este asunto. Sacaremos de algunas cartas, las primeras que han llegado a nuestras manos entre un grandísimo número de otras que escribió en diversos momentos a varios Prelados. Solamente reproduciremos algunos párrafos de ellas.

Un Obispo de mucho mérito, que actualmente está ante Dios y que había sido elevado a dicha dignidad por mediación del Sr. Vicente, le dio a conocer los primeros frutos de sus trabajos en su Iglesia. El Sr. Vicente le felicitó con estas palabras: «¿Quién no reconocerá que Dios ha bendecido manifiestamente a la diócesis de N., al darle un Obispo que trae la paz a las almas en esos lugares donde desde hace cien años no se ha oído hablar ni de Obispos ni de visitas? Si es así, Monseñor, ¿podré apreciar bastante a su persona y rendirle los debidos respetos? ¿No tendré que reconocer que es usted un Obispo realmente dado por Dios, un Prelado de gracia, un hombre muy apostólico, que ha dado a conocer a Jesucristo a los pueblos más desolados? ¡Que sea siempre bendito su santo Nombre, y le conserve a usted largos años, para recompensarle, finalmente, con una eternidad gloriosa, reconocido en el cielo, en medio de ese gran número de almas bienaventuradas, que habrán entrado en aquel lugar glorioso por medio de usted y que verán en usted a su segundo salvador, después de Jesucristo!».

Otro Obispo, quería dejar su diócesis, porque, decía, se reconocía incapaz de gobernarla. Suplicó al Sr. Vicente varias veces que le buscara un buen sucesor. Y éste le respondió en los términos siguientes: «Sus cartas, Monseñor, me han encontrado tan lleno de respeto por su sagrada persona y de deseos de obedecerle, que me atrevo a decir que casi he tenido continuamente ante mi vista el mandato que me ha dado. No encuentro nunca a la persona que usted sabe, sin que le diga una palabra sobre este asunto. Sin embargo, sé muy bien, Monseñor, que está usted tan por encima de lo que se imagina ser, como la montaña sobre el valle. Pero como no puedo servirle a su gusto más que haciendo lo que usted desea, procuraré hacerlo en esta ocasión como en todas las demás».

Escribiendo a otro Prelado, que también tenía el propósito de dejar su Obispado, por cierto inconveniente, y queriendo disuadirle de ello, vean en qué términos le habla: «No puedo, Monseñor, expresarle el dolor que siento por su indisposición. Dios, que me ha puesto en manos de usted, le dará a conocer todo el cariño que siento por cuando le afecta. Lo que me consuela es que su enfermedad tiene remedio, y que tiene esperanzas de curación. Yo ya he sentido otras veces ese mismo ataque, teniendo un dedo de la mano totalmente insensible; pero, al poco tiempo, aquello fue pasando. Quiera Dios, Monseñor, conservarle para el bien de su diócesis, a propósito de lo cual he sabido que usted había pensado dejarla. Si fuera digno de ser escuchado al exponerle mi parecer, me tomaría la libertad de decirle que haría usted bien en dejar las cosas tal como están, no sea que Dios vea mal esos deseos de retirarse. Porque, ¿dónde encontrará usted a un hombre que siga sus pasos, y que continúe con su misma forma de gobernar? Si pudiera usted encontrar alguno, en hora buena; pero, no veo que esto sea posible en las circunstancias actuales. Además, Monseñor, no tiene usted más dificultades en su episcopado que las que tuvo San Pablo en el suyo, y, sin embargo, él sostuvo su carga hasta la muerte. Ninguno de los Apóstoles se despojó de su apostolado, ni abandonó el ejercicio y las fatigas más que para ir a recibir la corona en el cielo».

«Sería para mí una temeridad, Monseñor, proponerle estos ejemplos, si Dios, que lo elevó a usted a la dignidad suprema no le invitara también a seguirle, y si la libertad que me tomo no procediera del gran respeto y del incomparable afecto que Nuestro Señor me ha dado por su sagrada persona».

Un Prelado muy bueno le había propuesto por carta unas veinte dificultades notables, y le preguntaba su parecer. El comenzó la respuesta que le remitió en estos términos: «¡Ah Monseñor! ¿Cómo se le ha ocurrido tratar de tantos asuntos tan importantes con un pobre ignorante como yo, abominable delante de Dios y de los hombres, por los innumerables pecados de mi vida pasada y por tantas miserias, que me hacen indigno del honor, que me hace usted, y que, ciertamente, me obligarían a callarme, si no me ordenara usted hablar? He aquí, pues, mis pobres pensamientos sobre los puntos que encierran sus dos cartas, y que le propongo con todo el respeto que le debo y con toda la sencillez de mi corazón». «La mejor manera de empezar es agradaciéndole a Dios todas las gracias que le ha concedido, rogándole que se glorifique El mismo por medio del mejor éxito de las funciones a las que usted se dedica con tanto celo y asiduidad, que no hay más que decir», etc

«Creo que no le desagradará saber que su hermano, el Sr. Abad, se ha ido a hacer unos días de Ejercicios Espirituales en nuestra casa de Richelieu. El Superior me ha dicho que ha edificado mucho a aquella pequeña Comunidad con su devoción, su prudencia y su modestia, y que, incluso, ha hecho con tanto gusto los Ejercicios, que les ha prometido pasar con ellos las fiestas de Navidad. Como sé muy bien, Monseñor, que no desea usted nada tanto como ver a sus parientes acercarse a Dios, he querido hacerle partícipe de esta alegría, que no ha sido pequeña para mí, al ver que al mismo tiempo que usted trabaja por servirle fielmente en su diócesis, El auxilia y perfecciona a su familia».

Respondiendo a otro Prelado que le había propuesto unas dificultades parecidas: «Recibí la carta —le dice— que me hizo el honor de escribirme. La he leído y releído, Monseñor, no para examinar las cuestiones que usted me propone, sino para admirar el juicio que usted da sobre ellas, donde aparece algo muy superior al espíritu humano, porque solamente el Espíritu de Dios que reside en su sagrada persona es capaz de armonizar la justicia y la caridad hasta el punto que usted se propone observarlas en este asunto. No me queda más que dar gracias a Dios, como lo hago, por las santas luces que le ha dado y por la confianza con que se digna usted honrar a su inútil servidor»

«Las cosas que me propone están tan por encima de mis alcances, que no puedo ni siquiera pensar sin gran confusión en los consejos que usted me pide. No dejaré, sin embargo, de obedecerle, diciéndole», etc

El Sr. Vicente, viendo a un Prelado muy bueno enzarzado en un pleito, sintió mucha pena por el afecto que le tenía; y como un día tratara de sacarlo de semejante problema por vía de acuerdo, le escribió sobre ello, y terminó su carta con estas palabras: «En nombre de Dios, Monseñor, perdóneme, si me meto en esos asuntos aquí, sin saber si le van a agradar los pasos que he dado. Quizá no esté usted satisfecho de mi actuación; pero no hay remedio, ya que lo que hago es sólo por el excesivo cariño que le tengo y por el deseo de verlo libre de las preocupaciones y cuidados que puedan causarle estos molestos asuntos, a fin de que pueda entregarse usted con mayor tranquilidad de espíritu al gobierno y a la santificación de la diócesis. Le ofrezco para ello a Dios mis pobres oraciones», etc

«Pero hay una cosa, Monseñor, que me aflige mucho, y es que se le ha descrito en el Consejo como un Prelado amigo de litigar, de forma que esta impresión se ha grabado hondamente en los espíritus. Por lo que a mí toca, admiro a Nuestro Señor Jesucristo, que condenó los procesos y que, sin embargo, quiso sufrir uno y lo perdió. No dudo, Monseñor, de que si usted emprende alguno, será para defender y sostener su causa. De ahí proviene que conserve usted una gran paz interior en medio de todas las contrariedades provenientes de fuera, ya que solamente piensa en Dios y no en el mundo; procura agradar únicamente a su Divina Majestad, sin preocuparse de lo que digan los hombres. Le doy gracias por ello a su Divina Bondad, ya que se trata de una gracia, que solamente se encuentra en las almas que están íntimamente unidas a El. Pero también he de decirle, Monseñor, que esta enojosa opinión del Consejo podrá perjudicarle en este caso e impedir que le concedan lo que pide».

La propuesta de arreglo contenida en esta carta no fue agradable al buen Prelado, el Sr. Vicente no se desanimó por eso, antes al contrario, le escribió nuevamente en los términos siguientes: «Le suplico muy humildemente, Monseñor, que me soporte una vez más, si me atrevo a proponerle un arreglo. Sé muy bien que no duda usted que es el afecto de mi corazón y el deseo de servirle el que así me lo hace esperar: pero usted podría ver mal que, dada mi escasa inteligencia y a pesar de saber que no aceptó usted la primera propuesta que le hice, me atreva a hacerle una más. No lo hago esta vez por mí mismo, sino por orden de su señor abogado relator; he ido a verle hace dos días para encomendarle el asunto de usted y declararle el cuidado admirable que tiene Dios de usted y, por medio de usted, de su diócesis. Entonces él me respondió que era su humilde servidor y una de las personas del mundo que más le estima y venera, y que con ese espíritu me rogaba que le indicara a usted que, si tiene confianza en él, salga amigablemente de ese litigio. Me ha indicado varias razones para ello, y entre otras, que es conveniente para un Prelado tan ilustre como usted terminar los asuntos por este camino, sobre todo, por estar relacionados estos asuntos con su clero, cuyo espíritu está siempre preparado para la revuelta y con deseos de amargarle toda la vida. Y como él (abogado) conoce el ambiente que hay en el Consejo, tiene miedo de que hagan algunas averiguaciones, ya que muchos de quienes lo componen, al desconocer la vida santa que usted lleva y las rectas intenciones que le hacen obrar de esa forma, podrían pensar que hay en ese asunto algo que desdice de la paciencia y de la mansedumbre convenientes a la dignidad de usted». «Le suplico muy humildemente, Monseñor, que perdone mi atrevimiento y que considere lo que le he dicho como si no viniera de mí, sino, más bien, del abogado relator, que es uno de los más sabios de este siglo y uno de los mejores jueces del mundo: acuden más clientes a él que a los primeros Magistrados, porque todo el mundo se cree afortunado por tenerlo de abogado. Le ruego a Dios que tenga a bien devolver la paz a su Iglesia y la tranquilidad a su espíritu. Ya sabe cuánto poder tiene usted sobre mí y el afecto especial que Dios me ha dado por servirle; así pues, si usted me juzga digno de contribuir en algo al mismo, ya sabe su Divina Bondad que trabajaré en ello con todo mi corazón».

Un santo Prelado se tomó la molestia, durante los Ejercicios de los Ordenandos, de darles una conferencia diariamente. El Sr. Vicente se congratuló por ello en estos términos: «Le agradezco muy humildemente, Monseñor, el honor que ha hecho usted a su seminario, al animarlo con su apreciada presencia y con sus paternales instrucciones durante la ordenación. Y le doy gracias a Dios por el favor que ha concedido a los que han tenido la dicha de oírle y de ver en su fuente el espíritu eclesiástico. Espero que se acordarán de ello toda su vida, y que el fruto durará siglos enteros».

«Por lo demás, Monseñor, recibí la carta con que usted me honró, con gran alegría de mi parte, por tratarse de una carta suya, y con mucho dolor, al saber lo que ocurrió en el sínodo. En esto admiro por un lado la Providencia de Dios, que ejercita de este modo la virtud de uno de sus más grandes servidores, y por otro lado, el buen uso que hace usted de estas pruebas. Ruego a su Divina Bondad, que le dé cada vez más fuerzas para resistirlas, a fin de que por su paciencia llegue al cabo de sus santas intenciones para confusión de quienes se han atrevido a interponerse en su camino».

Ciertas personas le causaron un mal servicio ante el Rey a un Obispo, como si fuera poco cuidadoso en desempeñar su cargo. Ante eso Su Majestad se había visto obligado a manifestarle su queja por medio de una carta privada, que le escribió. El Sr. Vicente se enteró del hecho, y también de cuán afligido estaba aquel buen Prelado, y trató de consolarlo con una de sus cartas. En ella le habla en estos términos: «He recibido, Monseñor, un gran disgusto por el que le han dado a usted con la carta (me lo han dicho) que le han escrito desde la Corte, lo cual me ha sorprendido muchísimo. Me gustaría estar en el sitio, en que pudiera dar mis razones para justificación de usted. Le ruego que crea que intentaré hacerlo, cuando Dios me dé los medios para ello, de la misma manera que hasta ahora he procurado demostrar, en todas las ocasiones y los lugares, la estima y la reverencia, que siento por su sagrada persona, y que va aumentando continuamente dentro de mí siempre que considero el favor que les concede a los pobres misioneros, empleándolos en la instrucción y en la salvación de sus pueblos, y la felicidad y el contento, que ellos sienten bajo su dirección».

«Enrojezco de vergüenza, Monseñor —dice escribiendo a un Arzobispo sobre otro asunto— cada vez que leo la última carta que me hizo el honor de escribirme, e incluso cada vez que pienso en ella, al ver hasta qué punto Su Excelencia se rebaja ante un pobre porquero de nacimiento y un desgraciado anciano lleno de pecados, y a la vez, experimento una pena grande, por haberle dado motivos para llegar hasta allí. Cuando me tomé la confianza de indicar a Su Excelencia, que no teníamos posibilidades de darle los hombres que nos pedía, puede pensar, y con razón, que no ha sido por falta de respeto o de sumisión ante sus deseos, sino por pura impotencia para obedecerle en esta ocasión. Le suplico muy humildemente que nos conceda seis meses de plazo. Nos veríamos sumamente consolados, si pudiéramos darle antes esta satisfacción, pero no quiere Dios que lo podamos hacer. En nombre de Dios, Sr. Arzobispo, tenga la bondad de excusar nuestra pobreza y tenga la bondad de reservar su viaje a París para otra ocasión mejor y más importante. Sería para mí una bendición de Dios poder recibir una vez más la de Su Excelencia, pero sentiría una pena inconcebible, si viniera acá a fatigarse por un asunto imposible de resolver. Ya sabe que no hay nadie en el mundo más dispuesto a recibir sus mandatos que nosotros, y yo, particularmente, sobre quien Dios le ha concedido un poder soberano».

Y escribiendo a otro Arzobispo acerca del asunto de algunos de sus diocesanos, que habían sido llevados cautivos a Berbería: «Recibí su carta, Monseñor —le dice— con el respeto y la reverencia debida a uno de los mayores y mejores Prelados de este Reino, y con unos grandes deseos de obedecerle en todo cuanto le plazca ordenarme. Doy gracias a Dios por la devoción, que siente en librar a sus pobres diocesanos, que se encuentran cautivos. Hará usted una obra de caridad muy grande y muy agradable a Dios, si los saca del peligro inminente de perderse en que se encuentran, y les dará un hermoso ejemplo a los demás Prelados, haciendo que vuelvan al redil las pobres ovejas descarriadas, que se hallan en ese mismo peligro en gran número. Y para cooperar en ello por nuestra parte y obedecerle en lo que usted desea, enviaremos de buena gana a algunos de nuestros Sacerdotes para obtener ese rescate. Escribo con fecha de hoy a los cónsules de Túnez y de Argel, indicándoles que nos envíen pasaportes, a fin de que puedan ir seguros según las órdenes que usted me manda».

Como el Sr. Vicente estaba encantado al ver la Iglesia provista de buenos y virtuosos Prelados, temía, a su vez, que el celo de algunos les adelantara su muerte, y privaran a la Iglesia de los servicios, que le prestaban; por eso, les animaba a que velasen por su salud. Pero un virtuoso Obispo le contestó, que no quería cuidarse, y que deseaba morir en el trabajo. Veamos en qué términos este santo Sacerdote reconoce su error al tenerle compasión, para que se cuidara, y le felicita por su celo y por su fervor en el cumplimiento de su ministerio: «Es cierto, Monseñor, que he deseado su moderación, pero ha sido para que dure su trabajo, y para que el exceso con que continuamente se enfrenta con sus obligaciones no prive tan pronto a su diócesis y a toda la Iglesia de los bienes incomparables, que usted les proporciona. Si este deseo no está en conformidad con los impulsos que le inspira su celo, no me extraña, ya que los sentimientos humanos que estoy mostrando me apartan demasiado de ese estado eminente al que le ha elevado a usted el amor de Dios. Todavía soy demasiado sensual, mientras que usted está por encima de la naturaleza; y tengo tantos motivos para llenarme de confusión por mis faltas, como para dar gracias a Dios, como hago, por las santas disposiciones que le da a usted. Le suplico con toda humildad, Monseñor, que Le pida para mí si no unas disposiciones semejantes, al menos una partecita de las mismas, o aunque sólo sean las migajas que caen de su mesa».

Antes de acabar este Capítulo, introduciremos aquí una carta muy digna de anotarse, que el Sr. Vicente escribió a un virtuosísimo Prelado, quien, cuando vio que la enfermedad contagiosa iba creciendo en diversos sitios de su diócesis, había sentido la inspiración de ir en persona a asistir a los apestados. Sin embargo, antes de comprometerse, había querido consultar al Sr. Vicente. Recibió de él la siguiente respuesta, que contiene varios consejos que podrían ser útiles en ocasiones parecidas:

«No me siento, Monseñor, —le dice— capaz de expresarle la aflicción que siento por la enfermedad que amenaza a su ciudad, ni la confusión que me inspira la confianza con que usted me honra. Le pido a Dios con todo mi corazón, que aparte esa plaga de los pueblos de su diócesis, y que me haga digno de responder en Su espíritu a lo que usted me ordene. Así pues, Monseñor, mi humilde opinión es que un Prelado que se halle en esa situación, debe mantenerse en la posibilidad de atender a las necesidades espirituales y temporales de toda su diócesis durante esa aflicción pública, sin encerrarse en un lugar, ni ocuparse en ninguna otra tarea que le quite el medio de atender a otras actividades, sobre todo, porque no es Obispo de esa ciudad solamente, sino que lo es de toda su diócesis, en cuyo gobierno debe repartir sus atenciones, de forma que no se detenga en un lugar particular, a no ser que sea imposible atender a la salvación de las almas de aquel sitio por medio de párrocos o de otros eclesiásticos, porque, en ese caso, creo que estaría obligado a exponer su vida por la salvación de esa gente y encomendar a la adorable Providencia de Dios el cuidado de todos los demás lugares. Así es como está haciendo uno de los más grandes Prelados de este Reino, que es Monseñor N., quien ha preparado a sus párrocos, para que se expongan por la salvación de sus feligreses y, cuando la enfermedad incide sobre un lugar, se traslada allí para ver si el párroco permanece donde debe, para animarle en su resolución, y, finalmente, darle consejos y los medios convenientes para asistir a sus feligreses. Hace esas visitas sin exponerse a visitar directamente a los enfermos, y luego se vuelve a su casa, pero dispuesto a exponerse en el caso de que no pudiera atender por medio de otros a las necesidades de una parroquia. Y si San Carlos Borromeo procedió de otra manera, parece que fue por cierta inspiración de Dios, o porque el contagio estaba solamente en la ciudad de Milán».

«Pero, como resulta difícil hacer en una diócesis grande lo que se hace fácilmente en otra más pequeña, parece que será conveniente que usted tenga a bien visitar los barrios por los que ahora está la enfermedad, para animar a sus párrocos, o, si se lo impidiera alguna incomodidad, o el peligro de caer prisionero en estos tiempos de guerra, podría enviar al arcediano, o a falta suya, a otros eclesiásticos, que visitaran esos barrios para ese mismo fin; y apenas sepa que la enfermedad ha entrado en un algún lugar, envíe un eclesiástico, para que dé ánimos al párroco, y preste alguna asistencia corporal a los apestados. Cuando la Reina de Polonia se enteró de que el contagio había llegado a Cracovia, y que las casas de los apestados se cerraban apenas había alguno contagiado de la enfermedad, con lo que tanto los sanos como los enfermos sufrían allí de hambre y de frío, se decidió a enviar allí una cantidad notable de dinero por medio de dos Misioneros, que recibieron la orden de proporcionar alimentos a las casas apestadas, aunque sin exponerse al contagio. Había, además, algunos religiosos, que se exponían para la administración de los sacramentos; y, por este medio, esta buena Reina, aunque no haya detenido, sí que ha disminuido en mucho los estragos causados por la enfermedad, consolando muchísimo a aquella ciudad, que es también la capital del Reino. Y como la ciudad de Varsovia, en donde actualmente residen los Reyes, se ha visto afectada por la misma enfermedad, uno de nuestros Sacerdotes me dice, que ella ha dado la misma orden, y que también está asistiendo a los apestados de aquella ciudad un Sacerdote y un Hermano de la Misión».

«La pobre gente del campo, afligida por la peste, se ve de ordinario, abandonada y con una gran escasez de alimentos. Será una cosa de su piedad, Monseñor, atender a eso, enviando limosnas a todos esos lugares y poniéndolas en manos de buenos sacerdotes que las distribuyan, y les hagan repartir pan, vino y un poco de carne, que esa pobre gente irá a recoger en los sitios y a las horas que se les indiquen. Y si no se puede estar seguro de la rectitud del párroco, convendrá encargar de esta misión a otro párroco o vicario cercano, o a algunas buenas personas seglares de la parroquia, que puedan hacerlo; es fácil encontrar a alguna en todas partes, que sea capaz de ocuparse de esta misión caritativa, sobre todo, cuando no es necesario tratar con los apestados. Espero, Monseñor, que si Dios quiere bendecir esta buena obra, Nuestro Señor sacará de ella mucha gloria, usted mucho consuelo en vida y en la hora de la muerte, y sus decisiones una gran edificación. Pero para hacer esto es absolutamente necesario que no esté usted encerrado».

«Sus misioneros, Monseñor, me han dicho que Nuestro Señor les da la disposición debida para exponerse a los apestados unos después de otros, tanto con los enfermos de su barrio, como con los del resto de la ciudad, según lo requieran la obediencia y las necesidades. Les he escrito, Monseñor, que se pongan a sus órdenes para ello; le suplico muy humildemente que disponga de nosotros según lo crea conveniente su incomparable bondad».

«Hay muchos religiosos, que se ofrecen de ordinario a asistir a los apestados. No dudo que también los habrá en su ciudad, y quizás, Monseñor, encuentre usted bastantes para esta obra, no sólo para la ciudad, sino también para enviar al campo, en lugar del arcediano y de los sacerdotes de los que le hablé anteriormente. Vea usted, por el impreso que le envío adjunto, las órdenes que ha dado el Sr. Arzobispo en esta diócesis de París, para intentar remediar las innumerables calamidades, que nos invaden; quizás esto pueda darle alguna idea de cómo podría atenderse a sus pobres diocesanos».

Este buen Prelado, en cuanto recibió esta carta, escribió estas palabras al Sr. Vicente: «Después de haberle dado gracias por el ofrecimiento que usted ha querido hacerme de sus Sacerdotes, para exponerse, en caso de necesidad, al servicio de los apestados, le diré que, como trabajan útilmente por toda mi diócesis, no quisiera exponerlos sin una necesidad extrema. Seguiré sus consejos en todo. No estoy decidido a exponerme, excepto en el caso de que conozca que sea ésa la voluntad de Dios. Todo lo había dejado en suspenso hasta que he visto en su carta su parecer, y así, no daré más vueltas a ese asunto, y haré con muchísimo gusto lo que usted me escribe».

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