Vida de san Vicente de Paúl: Libro Segundo, Capítulo 9

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.
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Fundación de las Hijas de la Caridad, servidoras de los enfermos pobres.

No repetiremos aquí lo que hemos dicho en el primer Libro sobre el origen de la Compañía de las Hijas de la Caridad destinadas al servicio de los enfermos pobres, y sobre la ocasión de la que Dios se valió para hacerla nacer, ni cómo el Sr. Vicente, que contribuyó a aquella fundación con una fiel correspondencia a los designios de Dios en cuanto le fueron manifestados, se halló, casi sin pensarlo, Autor de esta caritativa empresa y Padre espiritual de estas virtuosas Hermanas.

Solamente referiremos en este capítulo algunas cosas dignas de nota de las que no se ha hablado en el primer Libro, referentes a esta Comunidad piadosa, que ha sido erigida en Compañía o Congregación y Sociedad particular por la autoridad del difunto Sr. Arzobispo de París, cuyas Letras de erección contienen los términos siguientes:

«Y puesto que Dios ha bendecido los trabajos que nuestro querido y apreciado Vicente de Paúl ha emprendido para conseguir este piadoso proyecto, le hemos confiado y encomendado expresamente, y por las presentes le confiamos y encomendamos el gobierno y la dirección de dicha Sociedad y Cofradía, mientras él viva, y después de su muerte, a sus sucesores en el cargo de Superiores Generales de dicha Congregación de la Misión, etc.»

Posteriormente el Rey quiso conceder unas Letras patentes para autorizar y confirmar esa función, que fueron verificadas y registradas en el Parlamento.

El Sr. Vicente, viéndose encargado de aquella dirección por una orden tan clara de la Divina Providencia, pensó que debía centrar sus ideas y sus preocupaciones en perfeccionar la obra que Dios le había hecho la gracia de empezar. A tal efecto, antes que nada propuso a las virtuosas Hermanas, como norma fundamental, considerarse como destinadas por la voluntad de Dios a servir a Nuestro Señor Jesucristo corporal y espiritualmente en la persona de los enfermos pobres, tanto hombres como mujeres y niños, fueran vergonzantes o menesterosos. Y para hacerse dignas siervas de tal Señor en una ocupación tan santa, trabajar con todo cuidado en su propia perfección, haciendo todos los actos en espíritu de humildad, sencillez, caridad y en unión de los que Nuestro Señor Jesucristo hizo en la tierra, y con ese mismo fin, que excluye toda vanidad o respeto humano y todo amor propio y satisfacción de la naturaleza.

También les encomendó especialísimamente otras virtudes que consideró las más necesarias para su estado, como la obediencia a los Superiores y a los Sres. Párrocos; la indiferencia en cuanto a los lugares, a las ocupaciones y a las personas; la pobreza, para tomar gusto a vivir pobremente como siervas de los pobres; y la paciencia, para sufrir de buen ánimo y por amor de Dios las incomodidades, contrariedades, burlas, calumnias y otras mortificaciones que se les presenten, incluso después de haber hecho el bien, acordándose de que todo eso es sólo una parte de la Cruz que Nuestro Señor quiere que lleven tras de él en la tierra para merecer vivir un día con El en el cielo.No es necesario que nos adentremos más en los detalles de su Reglamento, que solamente es cosa de ellas, y que las invita a la práctica de la oración mental, a la frecuentación de los sacramentos, a los Ejercicios anuales, a las Conferencias espirituales entre ellas, a la unión y caridad mutuas, a la uniformidad de vida, de vestido y de forma de actuar, y a una modestia muy singular.

Además de ese Reglamento que es común para todas, el Sr. Vicente les ha dejado otros que se refieren a cada una de sus actividades y a cada oficio particular, señalándoles lo que han de hacer en todos los sitios en que se encuentren, en las ciudades y en las aldeas, tanto por lo que toca a las Señoras y a otras personas que las emplean, como por lo que toca a los pobres que sirven y que instruyen. Los Reglamentos particulares son seis, todos ellos diferentes. El primero para las Hermanas que asisten a los enfermos de las parroquias. El segundo para las que atienden las escuelas. El tercero para las que cuidan de los niños abandonados. El cuarto para las que ayudan a las Damas a servir a los pobres del Hôtel-Dieu de París. El quinto para las Hermanas que están en el Hospital de los galeotes. El sexto para las que sirven a los enfermos en los demás Hospitales del Reino. Y estos Reglamentos les señalan particularmente las ocasiones peligrosas que deben evitar, las precauciones que deben usar, los diversos puntos de vista que deben tener, en fin, todo lo que tienen que hacer o decir, hasta los menores detalles, para alimentar bien, curar, medicinar, limpiar, edificar, consolar y corregir a los pobres, pequeños y grandes, sanos y enfermos,

Se podría decir sin exagerar que los Reglamentos que salían de las manos del Sr. Vicente eran prácticamente perfectos, porque nunca tenía prisa en entregarlos: quería que sólo Dios fuera el autor y que el espíritu humano sólo tuviera parte en la puesta en práctica. Así fueron redactándose a base de una larga experiencia, y de acuerdo con la Señorita Le Gras, mujer muy clarividente y siempre entregada al servicio de toda clase de pobres,

Estos Reglamentos hacen que las Hermanas desempeñen sus pequeñas obligaciones con bendición y a satisfacción de todos. Por eso, son solicitadas de todas partes; muchas ciudades del Reino quieren tenerlas, incluso de las más importantes, sin hablar de la gran cantidad de Señores y Señoras que desean instalarlas en sus tierras, y esperan que se les atenderá a medida que esta pequeña Compañía se vaya multiplicando, como ya lo está haciendo, gracias a Dios. Es una hermosa ocasión para las solteras y las viudas que quieran retirarse del mundo, para asegurar su salvación con obras de Caridad, y, sobre todo, para las que quieran ser religiosas y no disponen de suficiente dote, porque pueden entrar en esta Compañía sin dote alguna. Sólo se les pide lo que es necesario para su primer hábito, y, principalmente, una buena disposición de cuerpo y de espíritu para responder a la gracia de una vocación tan santa, que es más grande que lo que las personas poco caritativas pueden comprender, y que el Sr. Vicente lo ha expresado en estas pocas palabras:

«Una Hija de la Caridad —dice— necesita más virtud que las Religiosas más austeras. No existe una Religión de mujeres que tenga tantas actividades: porque las Hijas de la Caridad tienen casi todas las actividades de las Religiosas, pues: en primer lugar, trabajan en su propia perfección, como las Religiosas Carmelitas, u otras parecidas; 2. en el cuidado de los enfermos, como las Religiosas del HôtelDieu de París y otras Hospitalarias, 3. en la enseñanza de las niñas pobres, como las Ursulinas»,

He aquí algunos de los artículos de las Reglas particulares que el Sr. Vicente ha dado a las Hermanas que sirven a los enfermos pobres en las parroquias:

«Tendrán presente que, aunque no formen parte de una Religión, pues ese estado no es conveniente para las actividades de su vocación, sin embargo, como ellas están mucho más expuestas que las Religiosas claustradas y enrejadas, al tener por monasterio las casas de los enfermos; por celda, una habitación pobre y, muchas veces, de alquiler; por capilla, la iglesia parroquial; por claustro, las calles de la ciudad; por clausura, la obediencia; por reja, el temor de Dios; y por velo, la santa modestia; por todas esas consideraciones deben estar dotadas de tanta o más virtud que si fueran profesas en una orden religiosa. Por eso tratarán de portarse en todos esos sitios, al menos con tanta discreción, tanto recogimiento y edificación, como los que usan las verdaderas religiosas en sus monasterios. Y para obtener de Dios esta gracia, deben esforzarse en adquirir todas las virtudes que se les han encomendado en sus Reglas y, especialmente, una profunda humildad, una perfecta obediencia, y un gran desapego de las criaturas; y por encima de todas ellas, usarán de todas las precauciones que puedan para conservar perfectamente la castidad de cuerpo y de corazón».

«Pensarán a menudo en el fin principal por el que Dios ha querido que fueran enviadas a la parroquia en la que se hallan, que es el de servir a los enfermos pobres, no sólo corporalmente proporcionándoles alimento y medicinas, sino también espiritualmente, procurando que reciban a tiempo los sacramentos, de forma que todos los que estén para morir, salgan de este mundo en las debidas disposiciones; y que los que terminan por curarse, hagan una buena resolución de vivir bien en el futuro. Y para procurarles una mejor ayuda espiritual, pondrán de su parte todo lo que puedan, y el poco tiempo que para eso se les permita, y según lo requiera la cualidad y condición de los enfermos. La ayuda que procurarán prestarles consistirá particularmente en consolarlos, animarlos y enseñarles las cosas necesarias para la salvación, invitándoles a hacer actos de fe, de esperanza y caridad para con Dios y para con el prójimo, y de contrición, exhortándoles a perdonar a sus enemigos y a pedir perdón a los que han ofendido, a resignarse ante la voluntad de Dios, sea para sufrir, sea para curarse, sea para morir, sea para vivir, y otros actos semejantes, no todos a la vez, sino un poco cada día y lo más brevemente que les sea posible, para no cansarlos».

«Sobre todo, se darán a Dios, para prepararlos a hacer una buena confesión general de toda su vida, especialmente si están para morir de aquella enfermedad, mostrándoles la importancia que tiene el hacerla y enseñándoles la forma de realizarla bien. Entre otras cosas les dirán que han de confesar no solamente los pecados cometidos desde su última confesión, sino también todos los demás que hayan cometido, tanto si están confesados como los olvidados. Y si no estuvieran en disposición de hacer la confesión general de toda su vida, les persuadirán a que, al menos, hagan un acto de contrición general de todos sus pecados, con firme propósito de preferir antes la muerte que cometerlos otra vez, con la ayuda de la gracia de Dios».

«Si los enfermos, ya convalecientes, recayeran una o varias veces, las Hermanas cuidarán de exhortarlos a recibir nuevamente los sacramentos, incluso el de la Extremaunción, y de procurarles este gran bien. Si se encuentran en las últimas, los ayudarán a bien morir, sugiriéndoles que hagan algunos actos de los arriba mencionados, y rogando a Dios por ellos».

«Y si se curan, las Hermanas redoblarán sus cuidados para animarles a aprovecharse de su enfermedad y de su curación, recordándoles que Dios los ha puesto enfermos del cuerpo para curar sus almas, y que les ha devuelto la salud corporal para emplearla en hacer penitencia y llevar una vida buena; y que, por consiguiente, deben hacer unas resoluciones decididas de cumplir con todo eso, y renovar las que han hecho cuando estaban en el momento más crítico de la enfermedad, sugiriéndoles algunos pequeños actos, según su alcance, como rezar de rodillas por las noches y por las mañanas, confesarse y comulgar varias veces al año, evitar las ocasiones de pecar, y cosas parecidas, todo breve, sencilla y humildemente».

«Y por miedo a que esos servicios espirituales que ellas les brindan no perjudiquen a los corporales, que ellas les deben (lo que sucedería, si por entretenerse demasiado tiempo en hablar a un enfermo, hacen sufrir a los demás por no llevarles a tiempo la comida o los medicamentos necesarios), las Hermanas tratarán de tomar las medidas adecuadas, distribuyendo el tiempo y sus actos de comunidad, según que el número y la necesidad de los enfermos sea grande o pequeño. Y como las ocupaciones de la tarde no son ordinariamente tan agobiantes como las de la mañana, podrán tomar de ese tiempo para instruirlos o exhortarlos en la forma que está señalada, particularmente cuando les lleven los remedios».

«Al servir a los enfermos, no deben ver en ellos más que a Dios y, por eso, no deben atender ni a las alabanzas que les dirigen ni a las injurias que les dicen, si no es para hacer un buen uso de ellas, rechazando interiormente aquéllas, confundiéndose en su nada, y recibiendo con gusto éstas, para honrar los desprecios hechos al Hijo de Dios en la Cruz por los mismos que habían recibido de El tantos favores y gracias».

«No recibirán ningún obsequio, por pequeño que sea, de los pobres que ellas atienden, cuidándose mucho de pensar que les están obligados por el servicio que ellas les prestan, cuando, por el contrario, ellas les deben mucho más, porque por una limosnita que hacen, no de sus propios bienes, sino sólo de un poco de sus atenciones, se hacen amigos en el cielo, que tienen el derecho de recibirlas un día en los tabernáculos eternos. E incluso en esta vida, ellas reciben de los pobres que atienden más honor y contentamiento verdadero, que nunca se hubieran atrevido a esperar en el mundo, y de los que no deben abusar, sino más bien llenarse de confusión, al ver que son tan indignas».

He ahí las principales Reglas que el Sr. Vicente ha dado a estas virtuosas Hermanas. Por ellas se puede conocer con qué espíritu ha ido formándolas, y a qué grado de perfección las ha llevado, y, con más razón, de qué espíritu está lleno también él, y cuán abundantes eran las gracias y las luces con que Dios ha colmado su alma, y que él difundía con tanta bendición sobre los demás. En diferentes ocasiones también les ha dado varios buenos consejos para que se porten correctamente con personas particulares, por ejemplo, con los Sres. Eclesiásticos de las parroquias donde ellas residen:

«Por un lado les recomendaba un gran respeto hacia ellos; y por otro, que no los visitaran, ni les hablaran fuera del confesonario sin necesidad; que no fueran nunca solas a las casas de ellos, ni tampoco los recibieran en sus propias casas dentro de las habitaciones; que en las enfermedades no los cuidaran ni les proporcionaran remedios; ni se encargaran de lavar las sobrepellices, albas y demás ropa de Iglesia, ni de la limpieza y la ornamentación de los templos y los altares, ni del cuidado y entretenimiento de la lámpara, y de otras ocupaciones parecidas que, aunque santas, no están de acuerdo con su Instituto, porque las apartarían del servicio de los Pobres».

«Y por lo que respecta a los laicos y seglares de la condición que fueran, les recomendaba que tampoco los visitaran sin necesidad, ni perdieran el tiempo, ni se familiarizaran demasiado con ellos; que no se encargaran, cuando se pongan enfermos, del cuidado de sus personas ni de sus hijos, criados, y, en fin, que no se ocuparan de sus asuntos, menaje, remedios, etc. Porque todo eso no es de su Instituto, que las dedica al servicio de los enfermos pobres, y no de los ricos. Y les recomendaba todas esas cosas como más importantes de lo que parecían, porque, como esas ocupaciones son de ordinario más fáciles, más agradables y más honrosas según el mundo, (las Hermanas) se dedicarían más gustosamente a ellas según la inclinación de la naturaleza. Y así, poco a poco, se irían alejando de lo que Nuestro Señor pide de ellas, y de la finalidad para la que fué instituída su pequeña Compañía».

Además de las parroquias en las que estas buenas Hermanas trabajan en el servicio de los enfermos pobres, hay cinco Hospitales en París, y en ellos están empleadas para ese mismo fin: 1. el del HôtelDieu: allí ayudan a las Damas que van a visitar a los enfermos; 2. el de los Niños abandonados: en él su caridad tiene mucho donde trabajar, pues cada año les llevan trescientos o cuatrocientos niños, que ellas crían y educan con admirable esmero; 3. el de los criminales condenados a galeras: en él practican las obras de misericordia en grado altísimo, pues cuidan a los individuos más miserables de cuerpo y de alma, que casi es imposible imaginárselos.

Por eso, las Hermanas que están destinadas a este Hospital necesitan de una gracia extraordinaria de Dios, y el Sr. Vicente les ha prescrito unas normas adaptadas a esa necesidad; 4. el de PetitesMaisons: en él se encargan de la alimentación, de la atención y de la limpieza de los pobres locos. Son muchos, de uno y otro sexo, a los que sirven lo mismo cuando están sanos como cuando están enfermos, y los tratan con mucha dulzura y caridad. Los Sres. Administradores de este Hospital han dado fe de que estas buenas Hermanas habían suprimido muchos desórdenes, que ofendían a Dios, arruinaban los bienes de la Casa, y alteraban a los pobres locos, de forma que han quedado muy edificados y satisfechos de su modo de actuar; 5. finalmente, hay un Asilo del Nombre de Jesús: en él tanto los hombres como las mujeres de edad avanzada son servidos, arreglados y atendidos en todos los detalles por esas Hermanas caritativas. Además de esos cinco Hospitales que las ocupan sólo en la ciudad de París, y todas las parroquias, en las que están empleadas, tanto en la misma ciudad como en muchos lugares de Francia, todavía hay más Hospitales en los que prestan servicios a los pobres, como en Angers, Chartres, Châteaudun, Hennebon, SaintFargeau, Ussel, Cahors, Gex, etc., y hasta en Polonia en la ciudad de Varsovia: en todos esos sitios ellas prestan sus servicios a los pobres con gran bendición. A este propósito presentaremos aquí una carta que el Sr. Vicente escribió a la Srta. Le Gras, cuando trataron de destinar a tres Hermanas a trabajar en Poitou.

«Suplico a Nuestro Señor —dice— que dé su santa bendición a nuestras muy queridas Hermanas, y que les haga participar del espíritu que El dió a las santas mujeres que lo acompañaban y que cooperaban con El en la asistencia de los pobres enfermos y en la instrucción de los niños. ¡Buen Dios! ¡Qué felicidad la de estas buenas Hermanas, la de ir a continuar en el lugar adonde han sido enviadas la caridad que Nuestro Señor practicó en la tierra! ¡Cómo se alegrará el cielo al ver esto! ¡Y qué admirables serán las alabanzas que recibirán en la otra vida! ¡Con qué santa confianza aparecerán el día del Juicio, después de tantas obras santas de caridad como han practicado! En verdad, me parece que las coronas y los imperios de la tierra sólo son barro en comparación del mérito y de la gloria, con que han de ser coronadas un día, pues hay motivo para ello».

«Sólo falta que se porten con el espíritu que tuvo la Santísima Virgen en su viaje y en sus trabajos; que la vean a menudo con los ojos del alma, y que hagan todas las cosas, tal como se representan en la mente lo que podría hacer aquella Santísima Señora; que consideren por encima de todo su caridad y su humildad; que sean muy humildes ante Dios, cordiales entre sí, bienhechoras para todos, y edificantes en todos los sitios; que hagan sus pequeños actos de piedad todas las mañanas, o antes de que salgan los coches, o en el viaje; que recen el rosario, y lleven consigo algún libro piadoso para leer; que contribuyan a las conversaciones que traten de Dios, y de ninguna manera a las del mundo, y menos todavía a las que son demasiado libres; finalmente, que sean rocas contra las familiaridades que los hombres quieran permitirse con ellas».

«Una vez llegadas al final del viaje irán, antes que nada, a saludar al Santísimo Sacramento; verán al Sr. Párroco, recibirán sus órdenes y tratarán de cumplirlas en lo que toca a los enfermos y a los niños que vayan a la escuela; harán lo que puedan para servir de provecho a las almas, mientras atienden a los cuerpos de los enfermos pobres; obedecerán a los Oficiales de la Caridad, y les animarán a practicar gustosamente el Reglamento; se confesarán cada ocho días, etc.; y continuando de esa manera, se encontrarán ante Dios con que han llevado una vida muy santa, y que no siendo más que unas pobres Hermanas en la tierra, llegarán a ser grandes reinas en el cielo. Esto es lo que pido a Dios», etc.

Como en todos los Hospitales suele haber a menudo un gran número de enfermos que atender, y, por otra parte, ellas de ordinario son muy pocas en cada Hospital, eso suele ser causa de que se encuentren con bastante frecuencia muy sobre cargadas. Precisamente eso es lo que una de las Hermanas, que había sido enviada a un Hospital, le informó cierto día por carta al Sr. Vicente en estos términos:

«Señor, estamos agotadas por el trabajo y sucumbiremos, si no nos ayudan. Me veo obligada a escribir estas pocas líneas de noche, mientras estoy velando a nuestros enfermos, pues de día no tengo un momento de descanso, y mientras le escribo, tengo que estar exhortando a dos moribundos: Unas veces voy a uno de ellos, y le digo: Hermano, levante su corazón a Dios; pídale misericordia. Hecho eso, vuelvo a escribir una o dos líneas, y luego voy corriendo donde el otro a gritarle: ¡Jesús, María, Dios mío, espero en vosotros!. Y vuelvo otra vez a mi carta; y así voy y vengo, y le escribo en repetidas veces, y con la atención totalmente dividida. Por eso le suplico muy humildemente que nos envíe, una Hermana más», etc

El Sr. Vicente, al leer la carta, admiró el espíritu de aquella Hermana, con aquel rasgo de su elocuencia natural, que era muy poderoso para manifestar su necesidad, y para persuadirle a que pusiera remedio y le enviara ayuda.

Pero lo que colma la caridad de estas buenas Hermanas es el mucho trabajo que han emprendido por obediencia y con sincera ilusión, no sólo en todos los lugares de los que hemos hablado, sino también en los Hospitales de los ejércitos, adonde las ha enviado el celo de su caritativo Superior con las precauciones necesarias para encargarse de los soldados heridos, y de los enfermos, como en el Hospital de Rethel, durante el último asedio, y después en Calais, durante el asedio de Dunquerque. Así han consumido santamente su vida dos de ellas en ese oficio de caridad.

El Sr. Vicente, al recomendar un día a las oraciones de su Comunidad a aquellas buenas Hermanas, dijo las siguientes palabras, que hemos pensado que debíamos insertar en este lugar:

«Encomiendo —dijo— a sus oraciones a las Hijas de la Caridad, que hemos enviado a Calais para asistir a los pobres soldados heridos. De cuatro que eran han muerto dos, precisamente las más robustas y fuertes de la Compañía; mas han caído bajo el peso de la tarea. Imagínense, señores, lo que será aquello. ¡Cuatro pobres Hermanas rodeadas de quinientos o seiscientos soldados heridos o enfermos! Fíjense un poco por favor en la sabiduría y la bondad de Dios, por haber suscitado en este tiempo una Compañía de esta clase. ¿Para qué? Para asistir a los pobres corporal y espiritualmente, diciéndoles algunas buenas palabras, que los llevan a pensar en su salvación, sobre todo, a los moribundos, para ayudarles a disponerse a bien morir, animándolos a hacer actos de contrición y de confianza en Dios. En verdad, señores, esto es conmovedor. ¿No les parece que es una obra de mucho mérito ante Dios, que unas Hermanas se hayan ido con tanto coraje y decisión donde los soldados, para aliviarlos en sus necesidades, y para contribuir a su salvación? ¿Que se vayan a exponer a trabajos tan grandes, y hasta enfermedades tan penosas, y también hasta la muerte, por esas personas que se exponen a los peligros de la guerra por el bien del Estado?».

«Ya vemos cuán llenas están estas pobres Hermanas del celo de la gloria de Dios, y de la asistencia del prójimo. La Reina nos ha hecho el honor de escribirnos, para que enviemos otras a Calais, para asistir a aquellos pobres soldados. Y miren: hoy mismo van a salir cuatro para allá. Una de ellas, de unos cincuenta años, vino a verme el viernes pasado al HôtelDieu, donde yo estaba, para decirme que se había enterado que dos de las Hermanas habían muerto en Calais, y que ella venía a ofrecérseme, para que le destinara a suplir a las muertas, si me parecía bien. Le dije: Hermana, ya lo pensaré. Y ayer vino aquí para enterarse de la respuesta que le iba a dar. Vean, señores y hermanos míos, qué valor el de estas Hermanas: ofrecerse de esa forma, y ofrecerse para irse a exponer su vida, como víctimas por el amor de Jesucristo y el bien del prójimo. ¿No es esto admirable? En cuanto a mí, no sé qué decir sobre esto, sino que esas Hermanas serán  nuestros jueces el día del Juicio. Sí, ellas serán nuestros jueces, si no estamos dispuestos, como ellas, a exponer nuestras vidas por Dios», etc

«Como nuestra Congregación tiene alguna relación con la Compañía de ellas, y Nuestro Señor se ha querido servir de la de la Misión, para que diera comienzo a la de esas pobres Hermanas, tenemos la obligación de agradecer a Dios todas las gracias que les ha hecho, y de pedirle que les continúe dando, por su Bondad infinita, las mismas bendiciones en el futuro».

«Ustedes no serían capaces de imaginarse cuánto bendice Dios a estas buenas Hermanas, y en cuántos sitios las desean. Un obispo las pide para tres Hospitales, otro para dos, un tercero también las solicita; sólo hace tres días que me habló de ello, y ya me urge que se las envíe. Pero ¿cómo podremos hacerlo? No tenemos bastantes. Pregunté el otro día a un párroco de esta ciudad, que las tiene en su parroquia qué tal están trabajando. No me atrevo a contarles todo lo bueno que me dijo de ellas. Eso valdría también para las demás, para unas, más; para otras, menos».

«No es que ellas no tengan defectos. ¿Quién no los tiene? Pero no dejan de practicar la misericordia, que es esa hermosa virtud, de la cual se ha dicho que la misericordia es la virtud propia de Dios. Nosotros también la practicamos, y la debemos practicar durante toda nuestra vida: misericordia corporal, misericordia espiritual; misericordia en el campo durante las misiones, acudiendo a las necesidades de nuestro prójimo; misericordia en casa para con los ejercitantes que están de retiro en nuestra casa; y para con los pobres, y tantas otras ocasiones que Dios nos presenta. En fin, debemos ser siempre personas misericordiosas, si queremos hacer en todo y por todo la voluntad de Dios», etc

No debemos omitir aquí una cosa digna de mención, a saber, que, como las primeras misiones, que el Sr. Vicente dio en las parroquias de las aldeas, fueron la ocasión para el nacimiento de una Congregación de Misioneros, igualmente, las Cofradías de la Caridad, que él fundó en las parroquias, produjeron una Compañía de Hijas de la Caridad, sin tener antes premeditado ningún proyecto, sino por una orden secreta de la Divina Providencia; de forma que, después de Dios, la Institución de las dos Compañías, su crecimiento, su utilidad, sus Reglamentos y sus actos de piedad proceden del celo, de la prudencia y de la piedad de este sabio Fundador, que las ha visto nacer de sus trabajos, y que las ha ido formando con una dirección suave, asentada y robustecida sobre soportes y cimientos infalibles, como los del Evangelio, pero con un amor afectivo y práctico, que abarca todas las obras de misericordia espirituales y corporales. A eso es a lo que él se ha dedicado y en lo que ha agotado sus esfuerzos: es el camino que ha abierto a uno y a otro sexo para llegar con seguridad a la perfección. Y para hacer ver la santa coincidencia que las dos Compañías tienen entre sí, y con los cristianos de la primitiva Iglesia, expondré aquí lo que él mismo hizo notar en una carta que escribió a un Sacerdote de su Congregación, que le había presentado esta objeción: «¿Por qué los misioneros que tienen por Regla no encargarse de la dirección de las Religiosas llevan la dirección de las Hijas de la Caridad?». El le dio la respuesta siguiente, importante en esta materia. Está fechada el 7 de febrero de 1660.

«Le doy gracias a Dios por los sentimientos que El le ha dado a propósito de lo que le escribí sobre las Religiosas. Estoy más consolado al ver que ha visto usted la importancia de las razones que la Compañía tuvo al dejar su servicio, para no impedir el que debemos al pobre pueblo».

«Y como usted quiere saber las razones que nos han llevado a cuidar de las Hijas de la Caridad, preguntándome por qué la Congregación, que tiene como norma no ocuparse de la dirección de las Religiosas, se cuida sin embargo, de esas Hermanas, le diré»:

«1. Que no condenamos la asistencia a las Religiosas; al contrario, alabamos a los que las sirven, como a esposas de Nuestro Señor que han renunciado al mundo y a sus vanidades para unirse a su soberano Bien; pero no todo lo que es plausible en los demás sacerdotes es conveniente para nosotros».

«2. Que las Hijas de la Caridad no son Religiosas, sino Hermanas que van y vienen como los seglares; son personas de las parroquias bajo la dirección de los párrocos, donde están establecidas y, si nosotros dirigimos la casa en que se educan, es porque los designios de Dios para que naciera su pequeña Compañía se sirvieron de la nuestra; y ya sabe que Dios utiliza los mismos medios para dar el ser a las cosas que para conservarlas».

«3. Nuestra pequeña Compañía se ha entregado a Dios para servir al pobre pueblo corporal y espiritualmente, y esto desde sus comienzos; de forma que al mismo tiempo que trabajaba por la salvación de las almas en las misiones, buscó un medio para atender a los enfermos con las Cofradías de la Caridad; esto fué lo que aprobó la Santa Sede por medio de las Bulas de nuestra Institución. Pues bien, como la virtud de la misericordia tiene diversas operaciones, también ha llevado a la Compañía a diferentes maneras de asistir a los pobres: el servicio que hace a los forzados de las galeras y a los esclavos de Berbería, lo que hace por Lorena en medio de su gran desolación, y luego en las fronteras arruinadas de Champaña y Picardía, en donde tenemos todavía a uno de los nuestros dedicado continuamente a la distribución de las limosnas. Usted mismo puede ser testigo de los socorros que han proporcionado a los pueblos de los alrededores de París abrumados de hambre y enfermedad como consecuencia de la estancia de los soldados; usted mismo ha tenido parte en ese gran trabajo y ha creído que iba a morir en él, lo mismo que muchos otros, que dieron su vida por conservar la de los miembros doloridos de Jesucristo, que es ahora su recompensa y será algún día la de usted. Las Damas de la Caridad son también otros tantos testimonios de la gracia de nuestra vocación para contribuir con ellas a un gran número de buenas obras dentro y fuera de la ciudad. Teniendo esto en cuenta y que las Hijas de la Caridad entraron en el orden de la Providencia como un medio que Dios nos da para hacer con sus manos lo que no podríamos hacer con las nuestras en la asistencia corporal a los enfermos pobres, y decirles con sus labios alguna frase de instrucción y consuelo para la salvación, también tenemos obligación de ayudarles a que progresen en la virtud para poder dedicarse mejor a sus ejercicios de caridad».

«Así pues, entre ellas y las Religiosas hay la siguiente diferencia: que las Religiosas no tienen otro fin que su propia perfección, mientras que estas Hermanas se dedican, como nosotros, a la salvación y al cuidado del prójimo. Y si dijera que con nosotros no diría nada opuesto al Evangelio, sino muy conforme con el uso de la primitiva Iglesia, ya que Nuestro Señor se servía de algunas mujeres que le seguían, y vemos en el canon de los Apóstoles, que eran ellas las que administraban los víveres a los fieles y se relacionaban con las funciones apostólicas».

«Si se dice que nosotros nos ponemos en peligro al tratar con esas Hermanas, responderé que hemos tenido en esto todo el cuidado que se podía tener, estableciendo en la Compañía la norma de no visitarlas jamás en su casa, en las parroquias, sin necesidad y sin el permiso expreso del Superior. Y ellas también tienen como regla mantener la clausura en sus habitaciones y no dejar entrar nunca en ellas a los hombres».

«Espero, señor, que lo que acabo de responder a su dificultad le parecerá bien», etc

El Sr. Vicente daba Conferencias espirituales a las Hermanas. En ellas se encontraban las que vivían en las parroquias y hospitales de París, en número de ochenta a cien. Para eso se reunían en la casa en la que reside su Superiora, siguiendo el aviso que previamente recibían; y también se les mandaba por escrito el tema que se iba a tratar, y sobre el cual debían ellas meditar. De ordinario solía hacer hablar a varias, tanto para abrir su espíritu a las cosas espirituales, como para comunicar a las demás los buenos pensamientos que Dios les había inspirado, y para hacerles comprender mejor la importancia de la vida cristiana y perfecta, a la que él las quería elevar. Y para terminar les solía dar todas las veces, durante una media hora, y, a veces, una hora y más, una charla tan adaptada a sus necesidades y a su alcance, tan clara y tan persuasiva, que las Hermanas entendían y se quedaban con la mejor parte, y se volvían, gracias a la práctica de tan santas enseñanzas, más interiores y espirituales. Incluso han recogido más de cien de las charlas de su buen Padre, que leen, una y otra vez, hasta diariamente en su Casa Madre para alimentarse con ellas, esperando que las hagan imprimir, para que las que viven más lejos, participen de los frutos de esa buena lectura.

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