Vida de san Vicente de Paúl: Libro Segundo, Capítulo 11, Sección 1

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.
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SOCORROS PROPORCIONADOS POR EL SR. VICENTE A LAS PROVINCIAS ARRUINADAS POR LA GUERRA

Socorros prestados a Lorena

Se puede decir sin exagerar, que vamos a ver en este capítulo y en los dos siguientes, pues en ellos se habla de las asistencias prestadas a un número casi innumerable de personas reducidas a extrema necesidad por la desgracia de las guerras, una obra maestra de caridad, que hasta el momento no ha tenido nada semejante. Las historias antiguas ciertamente nos facilitan ejemplos diversos de las miserias extremadas causadas por el azote de la guerra: nos representan las ruinas y la desolación de ciudades, de Provincias y de Monarquías enteras; pero no leemos en ninguna, que, entre el terror y los desórdenes de los ejércitos y en medio de las violencias y el bandidaje de los soldados, se haya encontrado el medio de practicar toda clase de obras de misericordia espirituales y corporales con una organización, una habilidad, un valor y hasta con una seguridad, no solamente con algunas personas particulares, sino también con pueblos enteros; ni tampoco en una ocasión pasajera, o durante algunos días, sino durante una larga serie de años; y que, durante todo ese tiempo se haya hecho triunfar a la caridad en los mismos sitios, en donde la justicia no tenía ya ni fuerza, ni donde la autoridad legítima era reconocida, y donde las leyes y las órdenes de los soberanos eran pisoteadas.

Ciertamente debemos confesar que nunca se ha llevado a la práctica cosa parecida en todos los siglos pasados, o que, si se ha hecho algo similar, los historiadores no han hablado de ello, porque quizá les costó creerlo aún viéndolo con sus propios ojos, o porque temieron que se tomara como hipérbole lo que ponían por escrito. Pero lo que vamos a referir aquí ha sido tan público y tan manifiesto por haber estado expuesto durante varios años ante los ojos y el conocimiento de un grandísimo número de personas que dan testimonio de ello, que no tenemos motivos para temer que se lo pueda poner en duda. Y si quedara alguna persona incrédula que quisiera llevar la contraria, las Provincias enteras se levantarían contra ella, y le opondrían a miles de personas que todavía se reconocen, aún hoy en día, deudores de la conservación de su vida y de todo lo que les puede ser más querido que su misma vida, a las caritativas asistencias que les han prestado.

Sin embargo, quien ha concebido el primero, por inspiración de Dios, esos grandes proyectos; quien ha comenzado, continuado y sostenido durante tan largos años esas empresas caritativas; y quien ha suscitado, alentado y animado con el mismo espíritu de caridad de la que él estaba lleno, a todas las personas que han respondido y cooperado en esas obras maravillosas, ha sido el gran Vicente de Paúl. Dios le quiso comunicar una luz, una fuerza y una gracia tan abundante, que, después de haberla emprendido con tanto ánimo, ha conducido felizmente a su culminación una obra que parecía estar por encima de todo el ingenio y de todo el poder de los hombres.

Comenzaremos este capítulo por Lorena, que fue la primera en sentir los ataques de la guerra, y que se vio reducida a una desolación extraordinaria por la violencia de aquel azote. Esta Provincia era en otro tiempo una de las más pobladas, de las más fértiles y de las más prósperas de toda Europa: tenía buenos Príncipes, y los Príncipes tenían súbditos fieles, y se tenían entre sí un afecto recíproco, cosa que no se encuentra ordinariamente en otras naciones. Desde hacía mucho estaba disfrutando de una paz completa, tanto interna como externa, con todas las ventajas que acompañan a una larga prosperidad. Pero como la abundancia de bienes y de placeres temporales son más propios para apegar los corazones de los hombres a la tierra, que para elevarlos al cielo, y como es muy difícil que entre las facilidades y las comodidades de la vida no se den muchos vicios y pecados, la Providencia divina, queriendo purificar esta tierra con las aguas de la tribulación, empezó a hacerle sentir, desde el año 1635, las tres plagas, si no a la vez, al menos una después de la otra, a saber, la peste, la guerra y el hambre. Con ellas quedó, casi toda la Provincia cubierta como de un diluvio que parecía inundarla. Y, efectivamente, un grandísimo número de los habitantes fueron arrebatados por esos torrentes despiadados y casi todos los demás corrieron el mismo peligro. Y los eclesiásticos, los nobles y los principales del pueblo que pudieron escapar, fueron a buscar en otra parte el mantenimiento para su vida, al no poderla conservar en sus propias casas. La desolación llegó a tal extremo, que, después de que la mayor parte de los que quedaron en su tierra, se vieron obligados a alimentarse con la carroña medio podrida de los animales, también ellos se vieron reducidos a ser pasto de las fieras carniceras, y observaron como corrían por todos los lados los lobos hambrientos, que descuartizaban y devoraban a mujeres y niños que encontraban un poco aislados, incluso en pleno día y a la vista de todo el mundo; y varias de esas pobres criaturas fueron arrancadas muy heridas de sus garras y medio muertas, y las llevaron a los Hospitales de las ciudades, en los que los Sacerdotes de la Misión las hicieron curar. Los lobos estaban tan enviciados con los cuerpos humanos, que iban de día a los pueblos y las aldeas y entraban en las casas abiertas, y de noche en las ciudades por las brechas de las murallas, y se llevaban a mujeres, niños y todo lo que podían arrebatar.

Como Dios no se olvida nunca de su misericordia, ni en medio de las más rigurosas ejecuciones de su Justicia en esta vida, queriendo dar algún consuelo y alivio a aquel pueblo afligido, suscitó el espíritu del Sr. Vicente, quien, en cuanto se enteró de la desolación de aquella pobre Provincia, quedó vivamente conmovido, y acudió, cual otro Moisés, a la oración, diciendo a Dios: «¿Por qué, Señor, se enciende tu furor contra este pueblo afligido? Haz, te ruego, cesar tu venganza». etc. E impulsado por un espíritu de compasión y de caridad, se ofreció a su Divina Majestad, para contribuir todo lo que podía al alivio y al consuelo de aquella pobre gente, reducida a la miseria más extrema. Poco tiempo más adelante la Divina Providencia le envió una persona que le llevó alguna cantidad para emplearla en aquella buena obra. El Sr. Vicente la mandó inmediatamente a los Sacerdotes de su Congregación, que residían en la ciudad de Toul, en Lorena. Y aquellos caritativos misioneros empezaron cuanto antes a usarla en alojar, alimentar y medicinar a los pobres enfermos, que estaban tumbados por las calles. Inmediatamente hizo salir a otros Sacerdotes y Hermanos de la casa de San Lázaro, para que fueran a prestar los mismos servicios en otras ciudades de Lorena, y, especialmente, en Metz, Nancy, Barle Duc, PontàMousson, SaintMichel, Luneville, etc.

He aquí un certificado de la ayuda, que hizo prestar, en primer lugar, a los pobres de la ciudad de Toul, fechado el mes de diciembre de 1639 «Juan Midot, doctor en teología, gran arcediano, canónigo y vicario general de Toul, con la sede episcopal vacante: Certificamos y damos fe, que los Sacerdotes de la Misión residentes en esta ciudad continúan, desde hace unos dos años con mucha edificación y caridad, aliviando, vistiendo, alimentando y medicinando a los pobres: Primero, a los enfermos; de éstos han llevado a su casa a sesenta, y a unos cien los han albergado en los arrabales. Segundo, a muchos otros pobres vergonzantes reducidos a gran necesidad y refugiados en esta ciudad, a quienes dan limosna. Y en tercer lugar, a muchos soldados pobres, que vuelven de los ejércitos del Rey heridos y enfermos, que se retiran también a la casa de los susodichos Sacerdotes de la Misión y al Hospital de la Caridad, donde les dan de comer y los atienden».

«De todas esas obras caritativas y de las demás atenciones la gente de bien ha quedado muy edificada».

«En testimonio de lo cual hemos firmado y hecho refrendar, y sellar», etc

Los Sacerdotes de la Misión que residían en Toul enviaron ese certificado al Sr. Vicente, y le preguntaron si tratarían de conseguir certificados parecidos de las otras ciudades, adonde irían a llevar una ayuda parecida. Les respondió así: «Que harían bien en no pedirlos; que bastaba con que sólo Dios conociera sus obras y que los pobres fueran aliviados, sin querer conseguir otros testimonios».

Las mismas asistencias se prestaron a la ciudad de Metz, donde la pobreza era inconcebible, y la afluencia de pobres, extraordinaria. Su número era tan grande, tanto dentro como fuera de la ciudad, que, a veces, ante las puertas (de la ciudad) había hasta cuatro y cinco mil personas de toda edad y sexo, y por las mañanas de ordinario se encontraban con diez o doce muertos. Las jóvenes mayorcitas estaban en evidente peligro de abandonarse antes que de dejarse consumir, y varias comunidades religiosas estaban a punto de romper su clausura para buscar con qué vivir.

El Sr. Vicente, cuando le advirtieron aquella extrema necesidad, envió, en cuanto pudo, a los suyos para conservar la vida a unos y el honor a las obras, y para tratar de salvarlos a todos. He aquí una carta que los Sres. Regidores Municipales de la ciudad de Metz escribieron sobre este asunto al Sr. Vicente, el mes de octubre del año 1640:

«Nos ha obligado usted tan estrechamente al remediar, como ha remediado, la indigencia y la extrema necesidad de nuestros pobres mendigos, vergonzantes y enfermos y, sobre todo, de los monasterios pobres de las religiosas de esta ciudad, que seríamos unos ingratos, si tardáramos más tiempo en testimoniarle nuestra gratitud, pudiendo asegurarle que las limosnas que usted ha enviado a nuestra ciudad no podían ser mejor distribuídas ni repartidas que entre nuestros pobres, que aquí son tan numerosos, y especialmente entre las religiosas, que se ven desamparadas de toda ayuda humana, ya que unas no pueden gozar de sus rentas desde la guerra, y otras no reciben nada de las personas acomodadas de esta ciudad, que antes les daban limosna, y que ahora se han quedado sin blanca. Esto nos obliga a suplicarle, como lo hacemos con toda humildad, que siga usted enviando los mismos socorros que hasta ahora ha mandado, tanto para los mencionados pobres como para los monasterios de esta ciudad. Esto será una ocasión de adquirir grandes méritos para cuantos hacen esta obra buena, y para usted, señor, que lleva la dirección de este asunto, administrándolo con tanta prudencia y rectitud, con lo cual adquirirá usted una buena paga en el cielo».

Los misioneros residentes en Verdún escribieron al Sr. Vicente,

«Que tenían durante los años 1639, 40 y 41, a veces, hasta quinientos o seiscientos pobres, y en otras ocasiones, por lo menos cuatrocientos en la ciudad, que alimentar. Los misioneros les distribuían el pan diariamente, y separaban a los pequeños de los mayores, para poder instruirlos con mayor fruto».

«Que daban a cincuenta o sesenta enfermos potaje y carne todos los días, y a algunos, dinero para otras necesidades».

«Que asistían a unos treinta pobres vergonzantes».

«Que muchos pobres campesinos y otros transeúntes venían a pedirles limosna, y que les daban pan a todas horas».

«Que vestían a los desnudos, y daban calzado a los más necesitados».

Uno de esos misioneros escribía cierto día al Sr. Vicente, que lo que los había edificado y consolado mucho era la paciencia admirable y la resignación increíble que hallaban en los enfermos y en los moribundos:

«¡Señor! decía ¡Cuántas almas van al cielo por la pobreza! Desde que estoy en Lorena, he atendido a más de mil pobres moribundos, que parecían que estaban, todos ellos, perfectamente bien preparados, ¡Cuántos intercesores tienen los bienhechores en el cielo!».

He aquí cómo se hacía la distribución en Nancy a varias clases de pobres durante los años de los que hemos hablado más arriba.

1. A los que gozaban de buena salud, en número de cuatrocientos o quinientos, se les daba todos los días pan y potaje. También todos los días se les daba instrucción, y así se les preparaba para confesarse y comulgar casi todos los meses; y los misioneros alojaban por caridad a una parte de los pobres en la casa donde ellos residían.

2. Acogían en su casa a muchos enfermos, los alimentaban y les hacían las curas.

Además de esos enfermos, procuraron que acogieran a otros en el Hospital de San José; allí les enviaron ropa blanca y dinero, pero antes de mandarlos al Hospital, les hacían confesarse y comulgar. De ordinario, había treinta, cuarenta y cincuenta enfermos más acogidos aquí y allí en la ciudad, y diariamente les mandaban pan, potaje y carne.

3. Atendían a dos clases de enfermos vergonzantes: unos eran de condición media en número de unos cincuenca, además les proporcionaban cierta cantidad de pan por semana. Los otros eran personas de categoría, tanto eclesiásticos como laicos, muy necesitados y vergonzantes en número de treinta, más o menos; y a éstos les daban cierta cantidad de dinero cada mes, según su condición y las necesidades de cada uno.

4. Tuvieron un cuidado particular de muchas pobres madres nodrizas, y les daban dinero, harina, pan y potaje.

5. Hacían curar a los enfermos y a los heridos; pagaban a los cirujanos y los remedios, y hasta solían disponer de algunos remedios secretos, que les habían enseñado para hacer muchas de las curas, que les costaban poco y que no dejaban de proporcionar un gran alivio a los pobres.

6. Distribuían ropa blanca y vestidos a todos los pobres que no los tenían. A medida que les daban camisas, les recogían las suyas, que estaban sucias, para hacerlas lavar y llegaron a aprovechar a veces hasta seis o siete docenas que servían para otros.

No podemos presentar aquí las cartas más conmovedoras que el Sr. Vicente recibía por entonces de aquella Provincia desolada, tanto sobre la extrema aflicción de los pueblos, como sobre las incomparables asistencias que les dio, porque esas cartas no se las guardaba, sino que las enviaba a diversos sitios para excitar a los ricos a compasión con el relato de tantas miserias, y para consolar también a los bienhechores con los felices efectos de sus limosnas, y los bienhechores, a su vez, se las comunicaban a otros. Veamos lo que un virtuoso eclesiástico escribió al Sr. Vicente a propósito de esta materia:

«He visto dice las cartas que vienen de Lorena, que usted las ha enviado al Sr. N., y él me las ha enseñado. Tengo que confesarle que no las he podido leer sin lágrimas, y en tal abundancia, que me he visto obligado a suspender varias veces la lectura. Alabo a nuestro buen Dios por la Providencia paternal que tiene sobre sus criaturas, y le ruego que continúe derramando sus gracias sobre los Sacerdotes que están consagrados a esa obra divina. Sólo me queda lamentarme al ver a esos Obreros caritativos que ganan el cielo, y lo hacen ganar a tantos otros, mientras yo, por mi miseria, no hago más que arrastrarme por la tierra como un animal inútil», etc

Los primeros Sacerdotes de la Misión que fueron a PontàMousson, el mes de mayo del año 1640, escribieron al Sr. Vicente que habían dado limosnas a cuatrocientos o quinientos pobres tan desfigurados, que nunca habían visto gente más digna de compasión; que en su mayor parte eran campesinos, tan agotados y débiles, que se morían hasta cuando estaban comiendo; que los cuatro párrocos de la ciudad les habían dado una lista de enfermos y de pobres vergonzantes más dignos de lástima; que habían visitado a los enfermos, y habían hallado a varios en estado agónico; que había religiosas muy necesitadas; que en algunas aldehuelas de los alrededores de la ciudad los lobos devoraban a las personas, pero eso no impedía que algunas personas vinieran por pan, particularmente niños de diez o doce años; y que a un párroco bueno y caritativo, que se había ofrecido a llevarles algunas limosnas, le habían dado dinero para que los alimentara.

En esa ciudad había siempre, de ordinario, unos cien enfermos y cincuenta o sesenta vergonzantes, además de algunas personas de calidad muertas de hambre. Los misioneros los asistieron a todos en la forma que hemos dicho que hacían en otros sitios: daban vestidos y ropa blanca a muchos, especialmente a los enfermos, zapatos y herramientas a los que podían trabajar, para que fueran al bosque a ganarse la vida.

En fin, hicieron repartos ordinarios y diarios a varios centenares de otros pobres refugiados; y tanto a unos como a los otros les dieron una especie de misión para prepararlos a todos a hacer una buena confesión general, cosa que realizaron muy cristianamente.

Los Sres. Alcalde, Regidores Municipales y Oficiales de Justicia y del Consejo de la ciudad de PontàMousson escribieron al Sr. Vicente en diciembre de 1640 una carta de agradecimiento por sus limosnas, y con razones acuciantes para obtener la continuación de las mismas:

«El temor de vernos dentro de poco privados de las limosnas que su bondad ha querido que se distribuyan a nuestros pobres nos obliga a recurrir a usted, señor, para que haga el favor de seguir proporcionándoles, con tanto celo como hasta ahora, esos socorros, ya que su necesidad sigue siendo más aguda que nunca. Hace dos años que no se ha recogido la cosecha: la tropa destrozó los trigales sin madurar; las continuas guarniciones lo han dejado todo hecho una pena; los que antes estaban bien acomodados, se ven ahora reducidos a la mendicidad. Son éstos otros tantos motivos, tan poderosos como ciertos, para conmover el afecto de su corazón, lleno de amor y de piedad, para que siga concediendo su benigna influencia sobre quinientos pobres, que morirían dentro de pocas horas, si, por desgracia, llegara a faltarles esa ayuda. Le suplicamos a su bondad que no soporte esos extremos, sino que nos dé las migajas de lo que les sobra a otras ciudades; no solamente les dará una limosna a nuestros pobres, sino que los librará de las garras de la muerte y nos dejará a todos muy estrechamente obligados», etc

Por ese tiempo, uno de esos mismos Sacerdotes de la Misión había ido a la ciudad de SaintMihiel. He aquí en qué términos le escribió al Sr. Vicente en cuanto llegó a aquel sitio:

«Apenas llegar, empecé a repartir limosnas. Encontré tan gran cantidad de pobres que no pude darles a todos. Hay más de trescientos que se encuentran en suma necesidad, y otros trescientos más, en una situación extrema. Señor, se lo digo con toda sinceridad: hay más de cien que parecen esqueletos cubiertos de piel, tan horribles que, si Nuestro Señor no me diera fuerzas, no me atrevería ni a mirarlos; tienen la piel como cuero amoratado, con la piel tan contraída, que se les ven los dientes totalmente secos y descubiertos, con los ojos y el rostro contraído. Es la cosa más espantosa que puede uno imaginarse. Van buscando algunas raíces por el campo, que luego cuecen y se las comen. Recomiendo con todo interés estas grandes calamidades a las oraciones de nuestra Compañía. Hay numerosas muchachas que se mueren de hambre; entre ellas hay no pocas jóvenes, de las que tengo miedo que la desesperación les haga caer en una miseria mayor aún que la temporal».

En otra carta del mes de marzo del mismo año de 1640 le escribió al Sr. Vicente lo que sigue:

«Hemos tenido en la última distribución de pan que hemos hecho, mil ciento treinta y dos pobres, sin contar a los enfermos, que son muy numerosos y a los que asistimos con el alimento y los remedios apropiados. Todos ellos rezan por sus bienhechores con tales sentimientos de gratitud, que muchos lloran de cariño, incluso algunas personas ricas, que se han visto arruinadas. No creo que puedan perecer todas estas personas por las que se ofrecen a Dios tan frecuentes oraciones. Los señores de la ciudad alaban mucho estas limosnas, diciendo claramente que muchos habrían muerto sin esta ayuda, y publicando la obligación que tienen con ustedes. Adjuró un pobre suizo de su herejía luterana hace pocos días, y después de haber recibido los sacramentos murió muy cristianamente».

El Sr. Vicente había enviado, a partir de ese mismo año, 1640, a uno de los más antiguos y principales Sacerdotes de su Compañía a visitar a todos los misioneros ocupados en hacer los repartos en Lorena, tanto para revisar la organización y el empleo de las limosnas y de las Instrucciones, como, principalmente, para fijarse en las ciudades que tenían mayor necesidad de ayuda. He aquí lo que ese Visitador le escribió desde SaintMihiel:

«Le puedo decir, señor, cosas admirables de esta ciudad, que parecerían increíbles, si no las hubiéramos visto. Además de todos los mendigos, de los que le he hablado, la mayor parte de los habitantes de la ciudad, y, sobre todo, de la nobleza, sufren tanta hambre, que no se puede expresar ni imaginar. Y lo que es más de lamentar, es que no se atreven a pedir. Hay algunos que se deciden, pero otros preferirían morir. Y he estado hablando con personas de categoría que no hacen más que llorar»..

«He aquí otra cosa bien rara. Una mujer viuda, como no tenía más ni para ella ni para sus tres hijos, viéndose reducida a morir de hambre, desolló una culebra y la puso sobre las brasas para asarla y comerla, al no poder disponer de ninguna otra cosa; se lo hicieron notar a nuestro Cohermano que reside aquí, y al ver aquello, pudo ponerle remedio».

«No muere ningún caballo en la ciudad de la enfermedad que sea, sin que lo arrebaten inmediatamente para comerlo; y sólo hace tres o cuatro días que encontraron a una mujer pidiendo limosna, con el delantal lleno de aquella carne infecta, y que daba a otros pobres a cambio de pedacitos de pan».

«Una joven Señorita ha estado durante varios días dudando si vender lo que más quería en el mundo para tener un poco de pan, y hasta ha buscado varias veces ocasión para ello. Sean dadas a Dios alabanza y gracias, porque no les halló, y porque actualmente está fuera de peligro».

«Otro caso muy de lamentar es que los sacerdotes, todos ellos gracias a Dios de vida ejemplar, sufren la misma necesidad y no tienen pan para comer, hasta el punto de que un párroco, que vive a media legua de la ciudad, se ha visto reducido a tirar del arado, enganchado con sus feligreses en lugar de los caballos. Señor, ¿no es digno de lamentar ver a un sacerdote, a un párroco reducido a semejante estado? No hace falta ir a Turquía para ver a los sacerdotes condenados a labrar la tierra, ya que ellos mismos lo hacen a nuestras puertas al verse obligados por la necesidad».

«Por lo demás, señor, Nuestro Señor es tan bueno, que parece que ha distinguido a SaintMihiel con el espíritu de devoción y de paciencia, porque, en plena extrema indigencia de bienes temporales, sienten tal avidez por los espirituales, que en la catequesis se juntan, para escucharla, hasta dos mil personas. Eso es mucho para una población pequeña, en la cual la mayor parte de las casas grandes están desiertas. También los pobres son muy diligentes en asistir y en recibir los sacramentos. Toda la gente siente una gran estima por el misionero que está aquí, el cual les instruye y los alivia; y se juzgan dichosos por haber hablado con él. También el misionero se ocupa con una gran caridad y mucho trabajo en su zona, y ha llegado a quedarse tan agotado por las confesiones generales y por la falta de alimento, que ha caído enfermo».

«Estoy maravillado de cómo con tan poco dinero como recibe de París ha podido hacer tantas limosnas, ya en general, ya en particular. Es ahí donde yo veo manifiestamente la bendición de Dios, que hace multiplicar el bien; y me he acordado de lo que dice la Sagrada Escritura acerca del maná: cada familia recogía una misma cantidad, y bastaba para todos, aunque fuera distinto el número de personas que lo recogían. Aquí estoy viendo una cosa parecida, porque nuestros sacerdotes que tienen más pobres no reparten menos y nunca les falta nada».

También traeremos aquí una carta escrita al Sr. Vicente por los Sres. Lugarteniente, Preboste, Consejo y Gobernador de la misma ciudad el año 1543. En ella hablan en estos términos:

«Toda la corporación de la ciudad de SaintMihiel y cada uno de sus miembros en particular le dan un millón de gracias por los cuidados y las preocupaciones que ha querido usted aceptar para su alivio, tanto con la distribución de limosnas y la asistencia a los pobres enfermos y necesitados, como por haberles librado de una parte de la carga de nuestra guarnición. Le suplicamos muy humildemente que nos siga protegiendo y dándonos sus limosnas, de las que tiene más necesidad que nunca esta pobre y desolada ciudad. Por este medio seguramente viven en la actualidad una infinidad de personas que hubieran muerto sin él, y si se les retira o se les acorta esta ayuda, necesariamente morirán de hambre gran parte de los habitantes, o irán a otra parte buscando recursos. Todo esto sin hablar de lo que ha mandado distribuir entre los conventos, con lo que han podido subsistir en parte, y de su asistencia a otras personas vergonzantes, algunas de buena posición, que han recibido de los sacerdotes de usted atención en las enfermedades y necesidades. Nunca podremos pedirle con suficiente insistencia que continúe concediendo su favor a tantos enfermos y necesitados, aparte de la gloria y el mérito que alcanzará usted ante Dios», etc

Los pobres de Bar-le-Duc, tanto habitantes como refugiados, unos ochocientos más o menos, fueron a su vez bien asistidos en cuanto al cuerpo y en cuanto al alma.

Eso alivió mucho a toda la región, y particularmente a esa ciudad. En ella antes se veían muchísimos pobres, tumbados en la calle, en las encrucijadas, y ante las puertas de las iglesias y de los burgueses, que se morían de hambre, de frío, de enfermedad y de miserias. Uno de los Sacerdotes de la Misión escribió al Sr. Vicente el mes de febrero de 1640 que, cada vez que repartía pan, necesitaba dar ropas a veinticinco o treinta pobres, y añadió:

«Desde hace poco he vestido en total a doscientos sesenta. Pero no puedo decirle, señor, a cuántos otros he vestido espiritualmente por medio de la confesión y de la Sagrada Comunión. Sólo en el espacio de un mes he podido contar más de ochocientos. Y espero que, durante esta cuaresma, todavía lo haremos con más. Todos los meses entregamos al Hospital un doblón y medio para los enfermos que enviamos; y, como entre ellos hay unos ochenta que están más enfermos que los demás, les damos potaje, carne y pan».

El Visitador enviado por el Sr. Vicente, que pasó por Bar el mes de julio de 1640, le escribió desde aquel lugar en concreto lo que sigue:

«En primer lugar, todas las semanas, nuestros misioneros reparten ropa a un gran número de pobres, especialmente camisas: recogen las viejas para hacerlas lavar y arreglar, y que sirvan para otros; o bien, las cortan en tiras para curar a los heridos y llagados».

«En segundo lugar, ellos mismos se dedican a curar aquí a muchos enfermos de tiña; antes había aquí, habitualmente, veinticinco, y todavía quedan doce. Esta enfermedad es muy común en toda Lorena, pues en las demás ciudades también hay en proporción, y en todas partes, gracias a Dios, son cuidados con mucha caridad y mucho esmero, de forma que todos logran curarse con cierto remedio muy eficaz que han aprendido nuestros Hermanos».

«Y en tercer lugar, nuestros sacerdotes de aquí han hecho unos gastos muy considerables, pero muy útiles, para recibir a los pobres transeúntes, ya que nuestros misioneros que están en Nancy, en Toul y en otros lugares les mandan con frecuencia grupos de pobres para que los envíen a Francia, ya que esta ciudad es la puerta de Lorena, y ellos les proporcionan víveres y algún dinero para el viaje».

De dos Sacerdotes de la Misión que asistían a los pobres de BarleDuc, uno de ellos murió en el trabajo, y el otro quedó gravemente enfermo. He aquí lo que el R. P. Roussel, rector del Colegio de la Compañía de Jesús de esa ciudad en la que ellos residían, escribió al Sr. Vicente el mismo año de 1640 en estos términos:

«Ya conoce usted la muerte del misionero, Sr. de Montevit C. M., a quien usted había enviado aquí. Sufrió mucho en su enfermedad, que fue muy larga, y puedo decirle con toda verdad que no he visto jamás una paciencia tan grande y tan resignada como la suya. Nunca le oímos decir una sola palabra que denotara la menor impaciencia. Todas sus conversaciones reflejaban una piedad poco común. El médico nos decía con frecuencia que nunca había tratado a un enfermo tan obediente y tan sencillo. Comulgó muchas veces en su enfermedad. Además de las dos veces que comulgó bajo la forma de viático. Su delirio de ocho días completos no le impidió recibir la Extremaunción con plena conciencia, que recobró cuando se le administraba este sacramento, y volvió a perderla inmediatamente. En fin, murió como a mí me gustaría, y como le pido a Dios que me lo conceda».

«Los dos cabildos de Bar asistieron a su entierro, así como también los PP. Agustinos. Pero lo que más honró sus exequias fueron los seiscientos o setecientos pobres que acompañaron su cuerpo, todos con una vela en la mano, llorando con tanta pena, como si asistiesen al funeral de su propio padre. Los pobres le demostraron de esta forma su gratitud por haber contraído la enfermedad al curar sus males y al aliviarles en su pobreza. Siempre se le veía con ellos, y no respiraba más aire que su mal olor. Oía sus confesiones con tanta asiduidad por la mañana y después de comer, que nunca pude conseguir de él que se tomara el descanso de venir una sola vez a pasear. Lo hemos hecho enterrar junto al confesonario, donde contrajo su enfermedad y donde hizo buen acopio de los méritos de que ahora goza en el cielo».

«Dos días antes de su muerte, cayó enfermo un compañero; ahora ya está bien. Su enfermedad se ha debido al trabajo excesivo y a su largo trato con los pobres. El día antes de Navidad estuvo veinticuatro horas sin comer y sin dormir, ya que no dejó el confesonario más que para ir a decir misa. Sus Señores (Sacerdotes) son muy dóciles y asequibles en todo, excepto cuando se les aconseja que se tomen un poco de descanso. Se imaginan que su cuerpo no es de carne, o que su vida no tiene que durar más que un año».

«En cuanto al Hermano, se trata de un joven sumamente piadoso; ha servido a los dos sacerdotes con toda la paciencia y abnegación que hubieran podido desear los enfermos más exigentes».

No hablaremos aquí de las demás ciudades, pueblos y aldeas de Lorena, que han sido asistidos con la misma caridad por los misioneros del Sr. Vicente, a quien ante Dios se le puede llamar con razón y justicia, Padre de los pobres, y Nutricio y Abastecedor de esta Provincia desolada; porque resultaría demasiado prolijo y enojoso. Aduciremos solamente una carta que los Sres. Oficiales y Miembros del Consejo de Luneville le escribieron sobre este mismo tema el año 1642 en estos términos:

«Señor: Desde hace varios años esta pobre ciudad se está viendo afligida por la peste, la guerra y el hambre, que la han dejado reducida a la situación extrema en que ahora se encuentra. Y en vez de consuelo, no hemos recibido más que rigores de nuestros acreedores, y crueldad por parte de los soldados, que nos han quitado a la fuerza el poco pan que teníamos, de forma que parecía como si el cielo no tuviera más que dureza con nosotros, cuando uno de los hijos de usted en Nuestro Señor llegó hasta aquí cargado de limosnas, y templó mucho el exceso de nuestros males, haciendo que resurgiera nuestra esperanza en la misericordia del buen Dios. Ya que nuestros pecados fueron los que provocaron su cólera, besamos humildemente la mano del que nos castiga, y recibimos así los efectos de su divina Dulzura con unos sentimientos extraordinarios de gratitud. Bendecimos los instrumentos de su infinita clemencia, tanto a los que nos socorren con sus limosnas tan oportunas, como a los que nos las procuran y distribuyen, y, especialmente, a usted, señor, de quien creemos que es, después de Dios, el principal autor de tan gran bien. El misionero que usted nos ha enviado podrá decirle con menos egoísmo que nosotros que estas ayudas han sido muy bien aplicadas a este lugar, en donde hasta los principales se han visto reducidos a la mayor miseria. El ha visto nuestro desamparo, y usted verá delante de Dios la eterna gratitud que le debemos por habernos socorrido en esta situación».

El misionero, que llevaba el dinero a Lorena, al volver de allí, hizo notar al Sr. Vicente, y el Sr. Vicente a las Damas de la Caridad, que un gran número de muchachas de condición, y otras que no disponían de ninguna habilidad manual, ni bienes, ni parientes que las pudieran ayudar a subsistir, estaban muy expuestas a la insolencia de los oficiales de las guarniciones. Ante eso, el Sr. Vicente con las Damas se decidió a ordenar a aquel misionero que trajera a París a todas las jóvenes que quisieran evitar el gran peligro en que se veían. El misionero dio a conocer el plan en todas las ciudades por las que pasaba; se le presentaron muchísimas; y después de escoger a las que estaban en mayor peligro, se llevó en varias tandas a ciento sesenta, y sus gastos los costeó él durante todo el camino; y no contamos a un gran número de niños que, cuando llegaron a París, los recibieron en San Lázaro, y que, posteriormente, fueron colocados de domésticos. Y las muchachas, por orden del Sr. Vicente, las llevaron donde la Srta. Le Gras, que las alojó en su casa.

Muchas señoras que las fueron a ver, comunicaron la noticia a todas las familias de París, para que, las que necesitaban de señoritas de compañía, o de criadas, se dirigieran a la virtuosa Señorita Le Gras. Y por este medio, las jóvenes quedaron colocadas en servicios honestos y garantizados de las desgracias a las que habían estado expuestas por necesidad

Hemos visto en otro lugar que, además de las jóvenes y los niños de los que acabamos de hablar, los misioneros residentes en Lorena solían dar recursos a muchos hombres y mujeres para salir de su tierra e ir a Francia a ganarse la vida. La mayor parte de esa pobre gente venía en grupos a París. Allí el Sr. Vicente los acogía y atendía, no solamente en cuanto al cuerpo, sino también en cuanto al alma. Con el fin de prepararlos para una buena confesión general y a vivir cristianamente, los hizo reunir en la aldea de La Chapelle, a media legua de París, donde hizo que les dieran una misión el año 1641. Y como el año siguiente también llegaron otros grupos, también a éstos les hizo dar una misión parecida. Y unos y otros fueron preparados para servir o para trabajar en sus oficios.

Entre los individuos que así quedaron protegidos, había uno que era hermano de un canónigo de Verdún. El canónigo le había escrito que había dejado la residencia de su iglesia, porque sólo le daba pan de dolor, y que después se había dedicado, en el momento oportuno, a cultivar la tierra para tener con qué vivir, pero que, finalmente, el mucho trabajo y la poca comida le habían dejado tan débil, que no podía hacer nada, ni evitar la muerte, si no recibía pronto alguna ayuda. Y concluía su carta con estos términos:

«De veras; no sé dónde buscar ayuda, si no es donde tí, hermano mío, que tienes la dicha de haber sido recibido y favorecido por uno de los más santos y más caritativos personajes de nuestro desafortunado siglo. Por medio de tí espero esa dicha del Sr. Vicente», etc.

Su esperanza no fue vana: porque este caritativo Padre de los pobres hizo que le prestaran la ayuda que necesitaba para salir de aquella necesidad extrema.

Entre toda la gente que se refugió en París había un gran número de personas nobles y otras de categoría importante, incluso familias totalmente arruinadas, que, por no estar acostumbradas a ganarse la vida, y menos aún a solicitarla, no podían subsistir de ninguna manera. El Sr. Vicente trató de socorrerlas, no a base de las limosnas destinadas a Lorena, que él enviaba fielmente para tantos millares de pobres como habían quedado allí, sino gracias a una invención que Dios le inspiró, que fue asociar para ese caritativo fin, algunos señores y otras personas de condición que residían en París. Los reunía una vez al mes en San Lázaro; allí cotizaban, y él también, para reunir entre todos una cantidad suficiente para el sostenimiento de aquella nobleza pobre. Cada mes se les hacía el reparto, según el número y la necesidad de las personas y de las familias. Y así lo hicieron durante siete u ocho años. Sólo decimos aquí una palabra de pasada, porque ya hemos hablado con más amplitud sobre esta buena obra en el Libro primero.

Venían, de vez en cuando, desde Lorena a París personas de toda condición, por propia iniciativa, para solicitar la ayuda del Sr. Vicente. Eso da a entender que se le consideraba como el refugio universal de aquel pobre país. He aquí en que términos el R. P. Fournier, rector del Colegio de la Compañía de Jesús de Nancy, le escribió, a propósito de esto, el año 1653:

«Su caridad es tan grande que todo el mundo puede recurrir a ella. Aquí todos lo consideran como el asilo de los pobres afligidos; por eso, muchos se me presentan para que yo les dirija a usted y, por este medio, puedan experimentar los efectos de su bondad. Ahí le envío estas dos personas, cuya virtud y calidad seguramente moverán el corazón de usted para asistirles con su caridad».

Un misionero había hallado en Saint-Mihiel a catorce religiosas benedictinas, que habían llegado de Rambervilliers para instalarse allí, y no podían subsistir a causa de la extrema escasez de la región. Las llevó a París por consejo del Sr. Vicente y de las Damas de la Caridad, para que las atendieran allí. Y Dios ha permitido que, con el tiempo, se hayan establecido en el arrabal de Saint-Germain, y allí, desde entonces, han difundido el buen olor de su santa vida, y han llevado mucha edificación, no sólo a ese arrabal, sino también a toda la ciudad de París. Han tomado el nombre de Religiosas del Santísimo Sacramento.

En Lorena, el año 1643, dejaron de repartir pan, potaje y carne. El Sr. Vicente hizo volver a París a la mayor parte de los misioneros que había enviado allí, porque quedaban ya pocos enfermos, y la pobre gente, al verse un poco desembarazada de los soldados, se puso a trabajar para ganarse la vida. Pero, no por eso cesaron las limosnas; las fueron enviando durante cinco o seis años más, para alivio de los más desgraciados. Y el Sr. Vicente procuró que las extendieran a casi todas las demás ciudades de Lorena, como Château-Salins, Dieuze, Marsal, Moyen-Vic, Épinal, Remiremont, Mirecourt, Châtel-sur-Moselle, Stenay y Rambervilliers. Por ese medio no sólo se atendió a un gran número de pobres vergonzantes, de burgueses arruinados y de familias nobles, que, no pudiendo hacer valer sus bienes, estaban en una situación deplorable, sino que se hizo subsistir a todas las comunidades religiosas, tanto de hombres como de mujeres, a las que todos los años se les distribuía limosnas considerables, reguladas según las necesidades de las casas; porque a unas les daban trescientas o cuatrocientas libras por trimestre, y a otras quinientas o seiscientas, según su número y sus necesidades. El misionero dedicado a hacer el reparto recibía de cada casa el recibo correspondiente.

Además de esas cantidades, el Sr. Vicente hizo llevar a las ciudades arruinadas unas catorce mil varas de telas de varias clases, en diversos momentos, que hacía comprar en su mayor parte en París, para vestir a todos los religiosos y religiosas pobres, a la nobleza pobre y a muchas personas de honrada condición, y a familias enteras, que sólo disponían de ropa destrozada. Hasta la Reina se conmovió tanto ante la desnudez de aquellas personas, que les envió todos los cortinajes y telas del funeral, después de la muerte del difunto Rey. Y la Señora Duquesa de Aiguillon hizo lo mismo. Entregaban a las casas religiosas piezas enteras de tela, para que se hicieran hábitos según sus modelos; y a algunas les proporcionaban hasta velos y zapatos: tan necesitadas estaban de todo. Además, en cada viaje vestían de ordinario a unas cien personas tanto hombres y muchachos, como muchachas y mujeres. Todavía hemos de señalar, que los repartos de víveres, de dinero y de vestidos se estuvieron haciendo durante nueve o diez años, no sólo en la mayor parte de las ciudades de Lorena, como hemos dicho, sino que además los extendieron durante dos años, por orden de la Reina y bajo la guía del Sr. Vicente, a unas cuantas ciudades arruinadas, que habían sido conquistadas por el Rey, como Arras, Bapaume, Hesdin, Landrecy y Gravelines. Y por todas partes el misionero dedicado al reparto, iba de una parroquia a otra, y de casa en casa, acompañado de los párrocos, o de otros eclesiásticos nombrados por ellos, para ayudarle a repartir los vestidos y las limosnas según las necesidades de cada uno, para que, haciéndolo en presencia de ellos y por su consejo, no hubiera engaño al escoger los pobres.

Las cantidades que el Sr. Vicente hizo distribuir en esos dos países de Lorena y Artois ascienden bien hasta el millón quinientas mil, o millón seiscientas mil libras. Con ellas socorrió a las necesidades extremas de veinticinco ciudades y sus alrededores, y de un gran número de pueblos y aldeas. Esto fue, sin duda, un efecto particularísimo de la caridad infinita de Dios, de la que el corazón del Sr. Vicente estaba de tal manera abrasado, que hizo sentir sus ardores en favor de aquellos pueblos desgraciados al difunto Rey y a la Reina y a otras personas de condición y de virtud, en especial a las Damas de la Caridad de París, que él había asociado para aquellas grandes obras. Y todas esas caritativas personas, enardecidas por el fuego divino que animaba el corazón y las palabras de aquel santo Sacerdote, le encargaron de todas las limosnas para que las hiciera distribuir según su sabia dirección. El lo llevó todo a la práctica muy gustosamente por medio de los misioneros, aunque nunca quiso distribuirlas, sino con el consejo de las mismas Damas de la Caridad, que solían reunirse con él. Y muchas veces recibía o enviaba a quien recibiera las órdenes de la Reina, para que todo se hiciera según las intenciones de los bienhechores.

Los frutos de las limosnas fueron, como hemos visto:

1. conservar la vida y devolver la salud a un número casi infinito de personas enfermas, famélicas y escuálidas por el hambre, por el frío, por la desnudez y por toda clase de miserias.

2. Instruirlas y prepararlas para recibir dignamente los sacramentos, y llevar una vida humana.

3. Asistir a los moribundos para ayudarles a bien morir.

4. Proteger de un naufragio vergonzoso a un grandísimo número de jóvenes honradas, que la necesidad había reducido a extrema necesidad.

5. Finalmente, proporcionar medios a varias Comunidades religiosas para poder guardar la clausura, los votos y las Reglas, y para mantener el servicio divino en sus casas, porque sin esas ayudas, la mayor parte se habría visto obligada a divagar por el mundo para tratar de mantenerse, no sin gran peligro de su conciencia.

Esto se podría corroborar fácilmente por sus cartas, pero sería cansar demasiado al lector contarle todas las cosas al detalle. Lo que hemos dicho es más que suficiente para darle el conocimiento que podría desear.

Solamente añadiremos una cosa digna de mención, entre muchas otras bastante extraordinarias que Dios obró para favorecer el transporte de todas esas grandes cantidades de dinero, tanto a Lorena como al Artois, y de una ciudad a la otra. A saber: el misionero que las ha transportado, ordinariamente llevaba sobre sí de veinticinco a treinta mil libras de oro, nunca fue asaltado, aunque pasaba por entre los soldados que andaban recorriendo todo el país, ni por los ladrones, con quienes se encontró a menudo. Alguna vez sucedió, que formando parte de convoyes que fueron atacados y asaltados, él siempre se valió de medios para escaparse. En otra ocasión, yendo de viaje con personas particulares, se separó de ellas por una orden secreta de la Providencia; inmediatamente las otras fueron robadas, y él no tuvo ningún percance. A veces también, yendo a través de un bosque lleno de ladrones y de soldados en desbandada, en cuanto los oía o los veía, echaba a un matorral, o al barro la bolsa, que habitualmente llevaba en una alforja llena de agujeros, como hacen los mendigos, y después iba donde ellos, como un hombre que no les tenía miedo. A veces le registraban, y como no le encontraban nada, le dejaban marchar sin hacerle daño; y cuando se habían alejado ellos, volvía sobre sus pasos para hacerse con la bolsa. Una tarde se encontró con unos ladrones; lo llevaron a un bosque para meterle miedo, y como no le encontraron nada de lo que ellos buscaban, le preguntaron si no pagaría cincuenta doblones por su rescate; les respondió que si tuviera cincuenta vidas, no las podría rescatar ni con un «gros de Lorena» (una moneda de oro); y le dejaron marchar. En otra ocasión, estando en campo abierto, descubrió a unos croatas, y sólo tuvo tiempo para deshacerse de la alforja, y cubrirla con unas hierbas, dejando un palo a tres o cuatro pasos, para que le sirviera de señal; y por ese medio conservó el dinero, aunque, al volver por la noche para buscarlo, no lo pudo hallar hasta la mañana siguiente. En fin, Dios le dio siempre una habilidad admirable, y le favoreció con una protección especial para no caer en manos de los ladrones, o para librarse felizmente de ellos. La Reina, admirada por todo eso, le mandó varias veces que le fuera a contar cómo se las arreglaba para escapar, y disfrutaba oyéndole las estratagemas inocentes de que se valía. Pero él siempre ha reconocido y hecho público, que esa protección de Dios sobre su persona, era efecto de la fe y de las oraciones del Sr. Vicente.

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