Vida de san Vicente de Paúl: Libro Primero, Capítulo 35

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.

El Sr. Vicente se dedica a socorrer a los pobres loreneses durante las guerras, y se encarga con especial solicitud de varios gentiles-hombres y muchachas de condición refugiados en París


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San Agustín dijo, y con mucha razón, que Dios era tan bueno, que nunca permitiría un mal, si no se considerase lo bastante poderoso como para sacar de él un bien mayor. Podría aducirse un número casi infinito de ejemplos para hacer ver cuán verdadera es esa afirmación. Pero sin ir a buscarlos más lejos, no hay más que fijarnos en lo que ha sucedido durante las últimas guerras en Lorena. En ellas aparece que Dios ha permitido la miseria más extrema, a la que han sido reducidos los habitantes de aquella Provincia en tiempos pasados tan rica y tan abundosa en toda clase de riquezas, para poder extraer de ella grandísimas ventajas espirituales; particularmente para proporcionar a muchas personas virtuosas una ocasión de practicar obras de caridad heroica, y entre otras al Sr. Vicente, quien ha mostrado su virtud en esta ocasión, y ha hecho sentir a la pobre gente angustiada hasta qué extremo podía alcanzar la caridad en estos últimos siglos, por más que, según la predicción de Jesucristo, se encuentre hoy en día tan fría a causa de la iniquidad que abunda y rebosa por todas partes.

El Sr. Vicente, cuando conoció el año 1639 el estado deplorable al que había sido reducida Lorena por los desastres de las guerras y de la extrema necesidad de los habitantes, resolvió socorrerlos. Y después de recoger algunas limosnas, a las que él contribuyó notablemente por su parte, las mandó distribuir por manos de sus misioneros. Pero después de repartirlas muy pronto, algunos de los que había enviado se volvieron, y le contaron las inauditas necesidades casi increíbles que habían visto con sus propios ojos. Todo aquello conmovió de tal manera el corazón del Sr. Vicente, y de otras personas de condición y virtuosas de uno y de otro sexo de la ciudad de París, a quienes les dio a conocer el hecho, que decidieron socorrer a aquella pobre gente al precio que fuera. A tal efecto, esas caritativas personas aportaron cantidades muy notables de dinero, que el Sr. Vicente envió por medio de algunos de los suyos con el fin de distribuirlas y usarlas a tenor de las más urgentes necesidades que salieran al paso, no sólo en las aldeas, sino también en las ciudades, y hasta en las más populosas, que, según se creía, eran las menos vejadas por las guerras, como Metz, Toul, Verdun, Nancy, BarleDuc, PontàMousson, Saint-Michel y otras. Porque en aquel tiempo tan ominoso había en todos los sitios personas de todos los estados en la extrema aflicción e indigencia, hasta el punto de que hubo madres, que, por hambre rabiosa, comieron a sus propios hijos; muchachas y Señoritas en gran número, que estuvieron a punto de prostituirse por evitar la muerte; y también religiosas de las más reformadas, que se vieron en situación de verse obligadas, a causa de su extrema necesidad, a quebrantar la clausura y así buscar el pan con peligro de su honor, y con gran escándalo de la Iglesia .Aquel número de personas de toda condición y sexo, reducidas a la extrema necesidad, agotaban al instante las limosnas, aunque muy abundantes, que les mandaban para socorrerlas. Una caridad menor que la del Sr. Vicente se hubiera desanimado, y considerado aquella empresa como algo imposible, dadas las grandes y acuciantes necesidades que había que atender, al mismo tiempo, desde París y desde el resto de Francia. Pero ¿qué no podrá hacer un corazón que ama a Dios, y que confía plenamente en El? Todo lo puedo ­decía el santo Apóstol­ en aquél que me conforta». El Sr. Vicente podía decir muy bien algo semejante y, efectivamente, Dios concedió tal bendición a sus caritativas instancias, dirigidas a todos aquéllos y aquéllas que veía dispuestos a practicar obras de misericordia, que procuró e hizo mandar en diversos momentos cerca de un millón seiscientas mil libras en limosnas para los pobres de Lorena; parte de ellas las suministró la Madre del Rey, y las Damas de la Caridad de París por su parte también contribuyeron notablemente. Se ha hecho notar que un solo Hermano de la Misión hizo cincuenta y tres viajes a Lorena durante los nueve o diez años que duró la extrema necesidad para llevar el dinero de las limosnas. Y no solía llevar menos de veinte mil libras cada vez, y a veces veinticinco y treinta mil, y más. Y lo que es maravilloso, y que da a conocer la protección manifiesta de Dios sobre aquella buena obra es que, habiendo hecho la mayor parte de los viajes a través de los ejércitos y por sitios llenos de soldados, y expuestos a los saqueos de semejante gente, nunca le robaron, ni cachearon, y siempre llegó felizmente a los sitios donde tenía que ir a repartir las limosnas. Para hacerlas más útiles a los pobres, y hasta para que llegaran a más lugares, el Sr. Vicente había ordenado a los misioneros, que estaban en Lorena, distribuir diariamente en todos los sitios donde hubiera pobres pan y potaje, que preparaban para su alimento. Y particularmente les recomendaba que se cuidaran de los enfermos, y tampoco se olvidaran de dar limosna espiritual al tiempo que les repartían la corporal, instruyéndolos, consolándolos, animándolos y proporcionando así comida a las almas, al tiempo que alimentaban y aliviaban los cuerpos.

¿Quién podrá decir ahora a cuántas personas ha salvado la vida del cuerpo y del alma aquel fiel distribuidor con su caritativa solicitud e intervención? ¿A cuántas ha retirado del precipicio de la desesperación, en donde iban a perderse? Sólo Dios, primer autor de todos esos bienes, lo sabe. Y nosotros veremos algo de todo eso en el Segundo Libro, donde hablaremos más en detalle de lo que sucedió en aquella maravillosa empresa

Pero todavía no es esto todo. La Providencia de Dios iba preparando nueva materia por aquel mismo tiempo para rematar la caridad del verdadero Padre de los pobres. La continuación de la guerra y de las miserias extremas de Lorena obligó a parte de sus habitantes a marcharse, y a venir a buscar refugio en París. Muchos de ellos vinieron a echarse en brazos del Sr. Vicente, común y más seguro asilo de los pobres y afligidos. Se preocupó de darles alojamiento en varios sitios, les procuró pan y ropa. Y cuando se enteró de que por la desgracia del tiempo y la falta de asistencia de sus Pastores, en su mayor parte muertos o huidos, había muchos que no se habían acercado a los sacramentos durante largo tiempo, procuró que en tiempo de Pascua y durante dos años consecutivos les dieran dos misiones en la iglesia de una aldea situada a una media legua de París, llamada La Chapelle. En dichas misiones hubo gran número de personas de condición de París, interesadas en asistir: unas para tomar parte en el trabajo, y otras en los frutos y en el mérito de la obra con sus buenas acciones y limosnas. Y por ese medio, la pobre gente, al recibir el bien espiritual que les distribuían, fue también atendida en sus necesidades temporales, poniéndoles a unos en circunstancias y a otros en estado de ganar su vida

Entre los refugiados de Lorena había personas nobles de ambos sexos, Gentiles-hombres y Señoritas, a quienes la necesidad obligó a venir a París. Aquí, después de vender lo que habían podido traer y salvar de los restos de sus bienes, gracias a los cuales se mantuvieron durante algún tiempo, después de que hubieran consumido todo y no teniendo ya nada con qué subsistir, se hallaban en su mayor parte reducidos a necesidad tan grande, que no se atrevían ni a aparecer en público: la vergüenza de verse derrocados de su anterior estado les cerró la boca y les obligó a sufrir toda clase de miserias antes que manifestar su pobreza. Una persona de honor y de mérito tuvo conocimiento de ello, y lo puso en conocimiento del Sr. Vicente, y le sugirió la forma de asistirles. A lo que éste le respondió: «¡Señor: qué bien por haberme informado de todo eso! Sí, es justo atender y aliviar a esos pobres nobles para honrar a Nuestro Señor, que también era noble y muy pobre, todo a la vez». Después encomendó aquel asunto a Dios, y pensó en sus adentros cómo podría ayudarlos. Pensó que aquella obra era un objeto digno de la caridad de personas de condición. Y, en efecto, dispuso de siete u ocho de ellas, de insigne piedad. Una de ésas era el difunto Sr. Barón de Renty, cuya santa vida, puesta por escrito y publicada después de su muerte, puede servir de modelo perfecto de toda clase de virtudes para las almas verdaderamente nobles

El Sr. Vicente invitó a esos Señores a reunirse con ese fin. Les habló con tanta eficacia sobre la importancia y el mérito de aquella obra caritativa, que determinaron unirse y asociarse para socorrer y asistir a aquellos nobles pobres; y algunos se encargaron de ir a verlos en sus viviendas, para así conocer mejor sus necesidades, apuntar sus nombres, y saber con certeza el número de las personas de cada familia. Presentaron el informe en la siguiente reunión, y en ella todos escotaron para reunir las provisiones de un mes. Y en adelante siguieron reuniéndose en San Lázaro todos los primeros domingos de mes, y escotaban de nuevo según las necesidades de los pobres refugiados. El Sr. Vicente también contribuía con su parte, y a veces con más de lo que podía.

Una vez, entre otras, sucedió que todos habían ya aportado su parte, y todavía faltaban doscientas libras para completar la suma necesaria. Al ver aquello el Sr. Vicente, llamó al sacerdote Procurador de la casa, y retirándose un poco, le preguntó en voz baja qué dinero tenía. El ecónomo le respondió que sólo disponía de lo necesario para cubrir un día los gastos ordinarios de la Comunidad, entonces muy numerosa. «¿Cuánto hay?» ­le preguntó el Sr. Vicente­. «Cincuenta escudos» ­le contestó­. «Pero, ¿sólo hay ese dinero en casa?» ­replicó el Sr. Vicente­. «Sí, señor»;­respondió el otro­ «no hay más que cincuenta escudos». «Le ruego ­le dijo una vez más el Sr. Vicente­ que vaya usted a traérmelos», y cuando se los trajo, los dio para completar casi todo lo que faltaba para la provisión de un mes de aquella nobleza pobre, prefiriendo pasarlo peor y verse obligado a pedir prestado lo que necesitaban para vivir los suyos, que dejar sufrir a los pobres refugiados. Uno de aquellos Señores, que había aguzado su oído para oír la conversación, cuando oyó la respuesta del Procurador, admiró la generosa caridad del Sr. Vicente; y cuando se lo contó a los demás, quedaron todos tan emocionados, que uno de ellos al día siguiente envió, como limosna, una bolsa de mil francos a la casa de San Lázaro

Aquella obra de caridad para con la nobleza pobre lorenesa continuó por unos ocho años. Durante ellos les daban todos los meses los medios de subsistencia; y además, aquellos Señores los iban a visitar uno tras otro, rindiéndoles siempre en las visitas algún testimonio de respeto, y diciéndoles alguna palabra de consuelo; también les ofrecían toda la ayuda que podían en sus asuntos. Finalmente, cuando Lorena se vio algo aliviada de todos aquellos disturbios, que la habían agitado, algunos de los refugiados volvieron a sus casas; y el Sr. Vicente se preocupó de proporcionarles lo necesario tanto para el viaje, como para su mantenimiento durante algún tiempo en su tierra, y continuó siempre ayudando a los que quedaban en París.

Como una obra de caridad nunca ocupaba el corazón del Sr. Vicente de forma que no estuviera preparado para acoger otra, cuando supo, por ese mismo tiempo, que había varios señores y gentileshombres ingleses y escoceses, obligados, por ser católicos, a refugiarse en París, habló de ellos a los Señores que habían socorrido a los loreneses, y procuró, de acuerdo con ellos, socorrerlos como a los de Lorena. Y el Sr. Vicente ha continuado siempre, casi hasta el momento de su muerte, asistiéndolos con sus atenciones y limosnas. Ahí va un extracto de lo que uno de los más cualificados Señores de aquella ilustre y caritativa asamblea puso por escrito sobre ese tema

«El Sr. Vicente era siempre el primero en dar; abría su corazón y su bolsa, de manera que, cuando faltaba algo, contribuía con lo suyo, y se privaba de lo necesario para acabar la obra comenzada. En una ocasión, para completar una considerable cantidad a la que faltaban trescientas libras, las entregó inmediatamente. Y luego se supo que era el dinero que una persona caritativa le había entregado para comprar un caballo mejor que el que tenía, pues varias veces había caído debajo de él, porque era muy viejo. Pero prefirió exponerse al peligro de quedar malherido, que abandonar a personas, que creía necesitadas, ‘sin socorrerlas'»

Aquella Asociación se mantuvo cerca de veinte años, más o menos; y con razón se la puede colocar entre las grandes obras, en las que cooperó el Sr. Vicente, pues fue él el autor y el promotor, y quien con la caridad y el celo de personas ilustres, que la componían, remedió infinidad de males, y suministró una grandísima cantidad de bienes muy considerables

No debemos omitir aquí que el Sr. Vicente, al ver tantos malos efectos causados por la guerra, y considerando los horribles pecados, las blasfemias, los sacrilegios y las profanaciones de las cosas más santas, los asesinatos y todas las violencias y crueldades a que eran sometidas las personas más inocentes, además de la desolación de las Provincias, y la ruina de tantas familias, su corazón quedó tan abrumado y como traspasado de dolor, que decidió contra toda clase de razones que la prudencia humana podía sugerirle, usar de un medio cuya eficacia parecía muy dudosa, y que podía serle muy perjudicial. Ya lo hemos dicho en otro lugar, que el Sr. Cardenal de Richelieu le mostraba una gran benevolencia. Y precisamente quiso el Sr. Vicente valerse de esa misma benevolencia, no para sus propios intereses, sino para el bien público. Con ese fin, fue cierto día donde él; y después de haberle expuesto con toda clase de miramientos el sufrimiento extremo del pobre pueblo, y todos los desórdenes y pecados causados por la guerra, se echó a sus pies, al tiempo que le decía: «Monseñor: denos la paz; tenga compasión de nosotros; dé la paz a Francia». Y lo volvió a repetir con tanta emoción, que el Gran Cardenal quedó conmovido. Y echando a buena parte dicha reconvención, le dijo que estaba trabajando en ello, y que la paz no dependía sólo de él, sino también de varias personas más, tanto del Reino, como de fuera.

Seguramente que si el Sr. Vicente hubiere consultado a algún sabio del siglo, le hubiera dicho que por aquella libertad de hablar, se exponía a no poder acceder y amás al primer Ministro. Pero la caridad que apremiaba a su corazón le hizo perder todo el miedo y cerrar los ojos a todo el respeto humano, para mirar únicamente a lo que intentaba: el servicio de Dios y el bien del pueblo cristiano. Hablando de un asunto parecido «Me encargaron un día ­dijo­ que fuera a rogar al Cardenal de Richelieu que ayudara a la pobre Irlanda. Era cuando Inglaterra estaba en guerra con su Rey. Y habiendo realizado la petición, «¡Ah, Sr. Vicente!» ­me dijo. «El Rey tiene demasiados problemas para meterse en eso». Le dije que el Papa le ayudaría, y que ofrecería cien mil escudos. «Cien mil escudos ­replicó­ no son nada para un ejército: se necesitan ¡tantos soldados!, ¡tanta impedimenta!, ¡tantas armas! y ¡tantos convoyes!: un ejército es una gran máquina, que se pone trabajosamente en marcha»

Aunque entonces su petición no resultó eficaz, ni se pudo poner en práctica lo que pretendía, con todo, vemos por ahí con cuánto amor y celo se consagró siempre a procurar el provecho de la Religión y el verdadero bien de los católicos.

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