Vida de san Vicente de Paúl: Libro Primero, Capítulo 21

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.

Notables palabras del Sr. Vicente referentes al espíritu de humildad y a las demás virtuosas disposiciones que quiso poner como fundamento en la reciente Institución de la Compañía


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El Sr. Vicente, al ver que la mano de Dios estaba con él para levantar el nuevo edificio de la Congregación de la Misión, y que su Providencia concedía un éxito lleno de bendición a los comienzos de la Santa Obra, quiso, a fuer de sabio arquitecto, poner unos cimientos que fueran proporcionados a la altura a que debía llegar, y que pudieran sostener toda la estructura, de forma que pudiera mantenerse firme e inquebrantable en su asiento. Sabía bien que, para todas las tentaciones y distracciones a las que iban a estar más expuestos los misioneros por sus ocupaciones, no había mejor medio, para cada uno de ellos en particular, que conservar su alma y su salvación seguras, que mantenerse en un sentimiento muy bajo de sí mismos, y que era necesario ser despreciado y abyecto ante sus propios ojos para ser grande y apreciado ante Dios. Es decir, que no había nada que temer de la humillación por muy grande que fuera, pero que sí había algo de temer y hasta horrorizarse de la menor elevación a la que podía llegarse por alguna presunción de sí mismo. Por eso, siempre procuró, desde los primeros momentos de la fundación de la Compañía, inspirar a los suyos un espíritu de rebajamiento, de humillación, de envilecimiento y de desprecio de sí mismos. Siempre los exhortó a considerarse como los menores de todos los que trabajan en la Iglesia, y a poner a todos los demás por encima de ellos. No sabríamos dar a conocer mejor esta afirmación, que por las palabras que pronunció el Sr. Vicente cierto día desde la abundancia de su corazón a propósito de que un sacerdote recién recibido en la Congregación la calificara de Santa Congregación

«Este humilde siervo de Dios le cortó en seco, y le dijo: Señor, cuando hablemos de la Compañía, no debemos nunca servirnos de esa palabra (de Santa Compañía o Santa Congregación) o de otros términos parecidos y elevados, sino servirnos de estos otros: la pobre Compañía, la pequeña Compañía y parecidos. Y en esto imitaremos al Hijo de Dios que a la Compañía de sus Apóstoles y Discípulos la llamaba pequeño rebaño, pequeña Compañía. ¡Oh! ¡Cuánto deseo que Dios quiera dar esa gracia a esta insignificante Congregación: la de fundarse bien en la humildad, buscar pie y construir sobre esa virtud, y que se mantenga allí como en su puesto propio. Señores, no nos engañemos; si no tenemos humildad, no tenemos nada. No hablo sólo de la humildad externa, hablo sobre todo de la humildad de corazón, y de la que nos lleva a creer en verdad que no hay nadie en la tierra más dignos de compasión que ustedes y yo; que la Compañía de la Misión es la más insignificante de todas las Compañías, y la más pobre por el número y la condición de sus miembros; y a estar muy contentos, porque el mundo habla de nosotros así. ¡Ah! ¿Qué es querer ser apreciado de otra manera, sino querer ser tratado de distinta forma que lo fue el Hijo de Dios? Eso es un orgullo insoportable. Cuando estuvo en la tierra el Hijo de Dios, ¿qué es lo que no se decía de él? ¿Por quién quiso pasar ante los ojos del pueblo? Por un loco, por un sedicioso, por un animal, por un pecador, aunque no fue nada de eso. Hasta quiso sufrir ser pospuesto a un Barrabás, a un bandido, a un asesino, a un malvado. ¡Oh Salvador! ¡Oh Salvador mío! ¡A cuántos pecadores como yo, desgraciado, no confundirá tu santa humildad en el día del juicio! ¡Cuidado con esto! ¡Cuidado ustedes que van de misiones, ustedes que hablan en público! A veces, y más que a veces, vemos a un pueblo tan con movido por lo que le han dicho…, vemos que todos están llorando, y hasta nos encontramos con que, yendo más adelante aún, llegan hasta a proferir palabras como éstas: ¡Bienaventurado el vientre que los ha llevado y los pechos que los han amamantado! Varias veces hemos oído decir palabras como ésas. Oyendo eso, la naturaleza se llena de satisfacción, se engendra la vanidad y se alimenta, si no se reprimen esas vanas complacencias y no se busca puramente la gloria de Dios, pues por ella sólo hemos de trabajar. Sí, puramente por la gloria de Dios y la salvación de las almas. Porque usar de ella de otra forma es predicarse a sí mismo, y no a Jesucristo. Y una persona que predica para hacerse aplaudir, alabar, apreciar, dar de qué hablar de sí misma, ¿qué es lo que hace esa persona, ese predicador? ¿qué es lo que hace? Un sacrilegio, sí, un sacrilegio. ¿Qué? ¡Servirse de la palabra de Dios y de las cosas divinas para conseguir honor y fama! ¡Sí! Eso es un sacrilegio. ¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío! Concede la gracia a esta pobre y pequeña Compañía de que ninguno de sus miembros caigan en esa desgracia. Créanme, Señores, no seremos nunca aptos para hacer la obra de Dios, si no somos dueños de una profunda humildad y de un completo desprecio de nosotros mismos. ¡No! Si la Congregación de la Misión no es humilde, y si no está persuadida de que no puede hacer nada que merezca la pena, que es más propia para estropearlo todo, que para triunfar, no será una gran cosa. Pero, cuando sea y viva en el espíritu que acabo de decirles, entonces, Señores, será apta para los planes de Dios, porque es de esa clase de individuos de los que Dios se sirve para llevar a cabo los grandes y verdaderos bienes»

«Algunos doctores, explicando el Evangelio de hoy, donde se habla de las cinco vírgenes prudentes y de las cinco necias, creen que esta parábola se debe entender de las personas de Comunidad que se han retirado del mundo. Si es cierto que la mitad de esas vírgenes, de esas personas se pierde, ¡ah!, ¿no deberemos tener miedo? y ¿no debo aprender yo el primero? Ea, pues, Señores, animémonos; no nos descorazonemos; démonos a Dios de buena gana; renunciémonos a nosotros mismos y a nuestras satisfacciones, a nuestros gustos y a nuestras vanidades; pensemos que no tenemos peor enemigo que nosotros mismos; hagamos todo el bien que podamos, y hagámoslo con la perfección debida. No está todo en atender al prójimo, en ayunar, en hacer oración, en trabajar en las misiones. Eso está bien, pero no es bastante. Además hay que hacer bien esas cosas, a saber, en el espíritu de Nuestro Señor, de la forma que Nuestro Señor las hacía, humildemente y con pureza de intención,para que el nombre de su Padre sea glorificado y cumplida su voluntad»

«Las plantas nunca producen frutos más excelentes que la naturaleza de sus ramas. Somos como las ramas de los que vendrán después de nosotros, verosímilmente no producirán nunca unas obras y una perfección superiores a las nuestras. Si hemos trabajado bien, el ejemplo pasará de unos a otros. Los que quedan enseñan a los que les siguen la manera en que los primeros se dieron a la virtud, y éstos a su vez a otros que vendrán después. Y eso por la ayuda de la gracia de Dios, que les ha sido merecida por los primeros. ¿A qué se debe que veamos en el mundo a ciertas familias que viven tan rectamente en el temor de Dios? Me acuerdo ahora de una entre otras muchas, cuyo abuelo y padre he conocido; eran muy buenas personas, y aún conozco a sus hijos, que hacen lo mismo. ¿Cómo es eso? Es que sus padres merecieron de Dios esa gracia por su buena y santa vida, según la promesa del mismo Dios, que bendecirá a esas familias hasta la milésima generación. Pero, por el contrario, vemos a maridos y mujeres, que son gente de bien, y que viven bien, y, sin embargo, todo se les hunde y pierde entre sus manos: no consiguen nada. ¿A qué se debe eso? El castigo de Dios que han merecido sus padres por las grandes faltas cometidas, pasa a sus descendientes, según está escrito: Dios castigará al padre que es pecador en sus hijos hasta la cuarta generación. Y aunque esto se entiende principalmente de los bienes temporales, sin embargo lo podremos también entender de los bienes espirituales. De forma que, si guardamos con exactitud nuestras Reglas, si practicamos bien todas las virtudes convenientes a un verdadero misionero, mereceremos en cierta manera de Dios esta gracia para nuestros hijos, es decir, para los que vengan detrás de nosotros, que se portarán bien como nosotros. Y si obramos mal, es muy de temer que vayan a hacer lo mismo, y todavía peor, porque la naturaleza arrastra siempre tras de sí, y lleva incesantemente al desorden. Nos podemos considerar como los padres de los que vengan detrás de nosotros. La Compañía todavía está en la cuna, acaba de nacer, hace muy pocos años que ha comenzado, ¿qué quiere decir eso? ¿es que no está en la cuna? Los que vengan después de nosotros dentro de doscientos o trescientos años nos mirarán como a sus padres, y los que acaban de venir serán considerados como los primeros, porque los que son de los primeros cien años vienen a ser como los primeros padres. Cuando ustedes quieren recalcar alguna frase, que está en algún Padre de los primeros siglos, dicen, esta frase está en tal Padre que vivió en el siglo primero o segundo. De igual manera se dirá: en los tiempos de los primeros Padres de la Congregación de la Misión se hacía esto, vivían así, estaban en vigor tales y tales virtudes. Siendo esto así, Señores, ¿qué ejemplo no debemos dejar a nuestros sucesores, pues el bien que ellos vayan a hacer depende en cierto modo del que nosotros practicamos? Si es cierto que, como dicen algunos Padres de la Iglesia, que Dios hace ver a los padres y a las madres condenados el mal que sus hijos realizan en la tierra, para que el tormento sea mayor, y que, cuanto más multipliquen los hijos sus pecados, tanto más sus padres y madres que fueron su causa por el mal ejemplo que les dejaron, sufren la venganza de Dios, también san Agustín dice que Dios hace ver a los padres y a las madres que están en el cielo el bien que hacen sus hijos en la tierra, para que su alegría sea mayor. Igualmente, Señores, ¡qué consuelo y qué alegrían o tendremos, cuando Dios quiera hacernos ver la Compañía que está trabajando bien, que abunda en buenas obras, que observa fielmente el orden del día y de las actividades, que vive practicando virtudes y buenos ejemplos que les hemos dado nosotros! ¡Qué desgraciado soy! que digo y no hago. Rueguen a Dios por mí, Señores. Rueguen a Dios por mí, Hermanos míos, para que Dios me convierta. ¡Ea, pues, démonos todos a Dios, y, trabajemos de veras! ¡Vamos a asistir a la pobre gente del campo, que está esperándonos! Por la gracia de Dios hay entre nuestros Padres quienes están casi siempre trabajando, unos más, otros menos; en esta misión y en aquella otra, en esta aldea y en esa otra. Me acuerdo que una vez, cuando volvía de misionar, me parecía, cuando me acercaba a París, que las puertas de la ciudad se me caían encima y me aplastaban, y muy pocas veces volvía de misionar sin que ese pensamiento acudiese a mi memoria: la razón de eso es que yo me hacía la idea de que aquello se me decía a mí: Tú te marchas, y mira esas otras aldeas que están esperando de ti la misma ayuda que acabas de dar aquí y allí. Si no hubieras ido allí, seguramente que tales y tales personas, si hubieran muerto en el estado en que las encontraste, se habrían perdido y condenado. Si tú has hallado tales y cuales pecados en esta parroquia, ¿no tienes motivos para pensar que iguales abominaciones se cometen también en la parroquia vecina, en la que la pobre gente está esperando la misión? Y tú te marchas, tú les dejas; pero si se mueren, si se mueren en sus pecados, tú serás en cierto modo el culpable de su pérdida, y debes temer que Dios te castigue. Miren cuáles eran las agitaciones de mi alma»

«El estado de los misioneros, les decía en otra ocasión es un estado conforme a las máximas evangélicas, que consiste en dejar y abandonar todo, igual que los apóstoles, para seguir a Jesucristo, y para hacer a imitación suya lo que conviene. Y siendo esto así, como me decía una persona en cierta ocasión solamente el demonio puede encontrar qué censurar en ese estado. Porque ¿hay algo más cristiano que ir de aldea en aldea con muchas fatigas e incomodidades para ayudar al pobre pueblo a salvarse como ustedes ven que se hace? Ahí están unos cuantos de nuestros cohermanos, que en la actualidad están trabajando en una aldea de la diócesis de Évreux, donde incluso tienen que dormir sobre paja. ¿Por qué? Para llevar almas al cielo, con la instrucción y el sufrimiento; y eso ¿no está muy cerca de lo que vino a hacer Nuestro Señor? Ni siquiera tenía una piedra donde reclinar la cabeza, e iba y venía de un sitio para otro para ganar almas a Dios, y acabó muriendo por ellas. Verdaderamente no podía hacernos comprender mejor cuánto las quería, ni persuadirnos con más eficacia para no escatimar nada para instruirlas en su doctrina, y para lavarlas en las fuentes de su preciosa sangre. Pero ¿queremos que nos haga esta gracia? Trabajemos en la humildad; porque cuanto más humilde es uno, tanto más caritativo será para el prójimo. El paraíso de las comunidades es la caridad. Ciertamente, la caridad es el alma de las virtudes, y la humildad la que las atrae y las guarda. Existen Compañías humildes como los valles, que atraen sobre ellas todo el jugo de las montañas. En cuanto estemos vacíos de nosotros mismos, Dios nos llenará de Sí mismo, porque no puede sufrir el vacío. Humillémonos, pues, Hermanos míos, porque Dios ha puesto sus ojos en esta pequeña Compañía para servir a su Iglesia, si es que se puede llamar Compañía a un puñado de personas, pobres de nacimiento, de ciencia y de virtud, la hez, la basura y el desecho del mundo. Pido a Dios diariamente dos o tres veces, que nos aniquile si no somos útiles para su gloria. ¡Qué! Señores, ¿querríamos estar en el mundo sin agradar a Dios y sin procurarle una mayor gloria?»

He aquí cuáles han sido los cimientos sobre los que el Sr. Vicente ha tratado de levantar el edificio espiritual de su Congregación, a saber: la humildad y la caridad

A este propósito, el difunto R. P. de Gondren, general del Oratorio, su memoria es bendita, decía un día al Sr. Vicente:

«¡Señor! ¡Qué feliz es usted, porque su Compañía tiene las características de la Institución de Jesucristo! Al instituir la Iglesia, le gustó escoger a unos pobres, a personas cortas y rudas para fundarla y para extenderla por toda la tierra, con el fin de que se manifestara, por encima de tan débiles instrumentos, todo su poder, derrocando la sabiduría de los filósofos con ayuda de pobres pescadores, y el poder de los reyes con la debilidad de unos modestos obreros: de la misma manera la mayor parte de los que Dios ha llamado a su Compañía son personas de baja, y a lo más, de mediocre condición, o que no destacan mucho en ciencia; y así son instrumentos aptos para los designios de Jesucristo, que se servirá de ellos para destruir la mentira y la vanidad»

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