Vida de san Vicente de Paúl: Libro Primero, Capítulo 13

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Luis Abelly, Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luis Abelly · Traductor: Martín Abaitua, C.M.. · Año publicación original: 1664.

Obras piadosas a las que el Sr. Vicente se dedicó después de volver a la casa de Gondi


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La verdadera caridad nunca está ociosa, y en cuanto se adueña perfectamente de un corazón, lo anima y le impulsa continuamente a hacer todo lo que puede por la gloria de Dios y por la salvación y la santificación de las almas. El Sr. Vicente estaba animado de esa virtud, y promovió obras de ese estilo en todos los lugares por donde pasaba. En cuanto estuvo de vuelta en la casa de Gondi, comenzó a trabajar como lo había hecho en Châtillon y en todos los lugares donde había estado. Después de la misión de Villepreux y de las aldeas circunvecinas ­ya hemos hablado de eso en los capítulos anteriores­ emprendió otras misiones en todas las aldeas que dependían de la casa de Gondi. Consiguió en ellas frutos incontables. La Señora Generala siempre participaba de ellos en buena medida, no solamente con sus limosnas y favores que repartía por doquier, sino también actuando personalmente, a pesar de ser de salud delicada y frecuentemente enferma, en todos los lugares dependientes de ella o de su Señor marido, visitando y consolando a los enfermos, arreglando desavenencias, poniendo fin a los pleitos, y apoyando con su autoridad todos los bienes que el Sr. Vicente y los que trabajaban con él trataban de conseguir, para extirparlos abusos y escándalos, y para el progreso del Reino de Jesucristo. Cuando volvió a Montmirail, el Sr. Vicente dio comienzo a sus habituales obras caritativas, impartiendo catecismo a los pobres y a los niños, sentándose asiduamente a confesar y visitando a los pobres enfermos. Y como hubiera hablado en una de sus exhortaciones de la devoción especial que todos los cristianos deben profesar a la Santa Madre de Dios, enseñó a los niños a cantar todos los sábados la salve en honor de ella. Esa costumbre devota está siendo continuada hasta hoy día. Y los más ancianos del lugar, que han sobrevivido al Sr. Vicente, han atestiguado después de su muerte, que desde entonces siempre lo han considerado como santo

Fue el año 1620; trabajaba en la forma dicha en Montmirail, cuando la Señora Generala supo que había por allí tres herejes. Invitó al Sr. Vicente a que tratara de convertirlos. Para ese fin, les hacía ir al castillo, y el Sr. Vicente dedicaba diariamente dos horas enteras en su instrucción y en resolver sus dificultades. Al cabo de una semana, hubo dos a los que Dios abrió los ojos del alma y tocó el corazón para conocer la verdad y así abrazarla. Pero al tercero, que se las daba de enterado y que se ponía a dogmatizar, y que tampoco llevaba una vida demasiado recta, aunque estaba convencido, no logró persuadirlo: buscaba escapatorias, y cada día volvía con nuevas dudas. Una vez, entre muchas, (como el Sr. Vicente lo hubiera citado a una reunión para edificación de los que allí estaban), ya casi dispuesto a hacer la abjuración, le puso la objeción siguiente:

«Señor, ­le dijo­ me ha dicho usted que la Iglesia de Roma está guiada por el Espíritu Santo, pero eso no lo puedo creer, porque, por un lado, vemos a los católicos del campo abandonados a Pastores viciosos e ignorantes, que desconocen sus obligaciones, y la mayor parte de ellos no saben lo que es la religión cristiana; y por otra parte vemos las ciudades llenas de sacerdotes y de monjes que no hacen nada (quizás en París haya hasta diez mil), y que abandonan a la pobre gente del campo en una ignorancia espantosa, y por ella se pierde. Y ¿querría usted persuadirme que esto está guiado por el Espíritu Santo?: no lo creeré nunca».

El Sr. Vicente quedó muy impresionado por la objeción del hereje, y en su alma recibió una nueva impresión de la gran necesidad espiritual de los pueblos del campo y de la obligación de asistirlos, que ya conocía demasiado bien por propia experiencia. Pero sin dar a entender su propia convicción respondió a aquel hombre:

«Que no estaba bien informado de lo que hablaba; que en muchas parroquias había buenos párrocos y vicarios; que entre los eclesiásticos y los religiosos tan abundantes en las ciudades había muchos que iban a catequizar y a predicar al campo; que otros estaban dedicados a orar y a cantar las alabanzas de Dios día y noche; que otros servían útilmente al público por medio de libros compuestos por ellos, por la doctrina que enseñan y por los sacramentos que administran; y que si había unos inútiles y que no cumplían como debían con sus obligaciones, se trataba de algunos pocos que cometen fallos, y que no constituyen la Iglesia. Que cuando se dice que la Iglesia está guiada por el Espíritu Santo, eso se entiende, hablando en general, cuando se constituye en concilio; y más en particular cuando los fieles siguen las luces de la fe y las reglas de la justicia cristiana. Mas en cuanto se separan de ella, hacen resistencia al Espíritu, y aunque sean miembros de la Iglesia, son de los que viven según la carne (como dice san Pablo), y que morirán»

Aunque esta respuesta era más que suficiente para contentar a aquel hereje, a pesar de todo, permaneció siempre obstinado en su error, tan convencido estaba de que la ignorancia de los pueblos y el poco celo de los sacerdotes eran un argumento infalible de que la Iglesia Romana no era en absoluto conducida por el Espíritu Santo

No obstante aquella obstinación, el año siguiente el Sr. Vicente, de vuelta ya de Montmirail, fue en compañía del Sr. Féron, por entonces bachiller en teología, y más tarde doctor de la Sorbona y arcediano de Chartres, y del Sr. Du-Chesne, también doctor de la misma facultad y arcediano de Beauvais, y de algunos sacerdotes y religiosos de la misma facultad, a trabajar en los actos de la misión tanto en aquel sitio como en las aldeas circunvecinas. En consecuencia toda la región quedó impregnada del bien que se hacía en las misiones. Y aquel hombre que nunca tuvo curiosidad por ver los diversos actos de las misiones, asistió a las predicaciones y a la catequesis, y vio el esmero con que se instruía a los que estaban en la ignorancia de las verdades necesarias para su salvación y la caridad con que se adaptaban a la tosquedad y torpeza de los más cortos y zotes para darles a entender lo que debían creer y hacer, y los efectos maravillosos que aquello operaba en el corazón de los más grandes pecadores para llevarlos a la conversión y a la penitencia. Todo aquello causó grandísima impresión en su alma. Fue donde el Sr. Vicente, y le dijo:

«Ahora sí que veo que el Espíritu Santo dirige a la Iglesia Romana, porque se preocupa de la instrucción y de la salvación de los pobres aldeanos. Estoy dispuesto a entrar en ella, cuando le plazca recibirme»

El Sr. Vicente le preguntó si le quedaba alguna dificultad más:

«No ­le respondió­ creo todo lo que me ha dicho; y estoy dispuesto a renunciar públicamente a todos mis errores»

Después de hacerle una vez más algunas preguntas más concretas acerca de las verdades católicas para ver si las recordaba con precisión, como quedara satisfecho por las respuestas, le dijo que el domingo siguiente se presentara en la iglesia de la aldea de Marchais, cerca de Montmirail, donde por entonces se estaba dando la misión, con el fin de hacer allí la abjuración y recibir la absolución de su herejía. No faltó el señor a la cita; y el Sr. Vicente, al terminar la predicación que tuvo por la mañana, después de advertidos sus oyentes, llamó al hombre por su nombre. Al preguntarle ante todos los asistentes, si perseveraba en la voluntad de abjurar la herejía y entrar en el redil de la Iglesia, le respondió que sí perseveraba, pero que todavía le quedaba una dificultad, que acababa de ocurrírsele, al ver una imagen de piedra bastante tosca que representaba a la Santísima Virgen. «Nunca podría creer ­dijo­ que haya ningún poder en semejante piedra», señalando la estatua que estaba ante él. El Sr. Vicente le replicó: «Que la Iglesia enseñaba que no había ninguna virtualidad en aquellas imágenes materiales, sino cuando a Dios le placía comunicar, como es claro que lo puede hacer, y como lo hizo en tiempos pasados con la vara de Moisés, que hacía tantos milagros, tal como se lo podían explicar hasta los mismos niños»

«En esto, el Sr. Vicente llamó a uno de los mejor instruidos, y habiéndole preguntado qué debíamos creer acerca de las imágenes sagradas, el niño respondió que era bueno tenerlas y rendirles el honor debido, no por razón de la materia de que están hechas, sino porque nos representan a Nuestro Señor Jesucristo, a su gloriosa Madre y a los otros Santos del cielo, que triunfaron del mundo y nos exhortan por medio de esas figuras mudas a seguirlos en su fe y en sus buenas obras»

El Sr. Vicente volvió a repetir la respuesta, que creyó que estaba bien hecha, y se sirvió de ella para hacer reconocer al hereje que no había tenido razón para detenerse en aquella dificultad, después de haber sido instruido e informado en la Fe Católica, tanto en aquel artículo como en los demás. Y como, a pesar de todo, todavía no lo juzgó suficientemente dispuesto para hacer su abjuración, lo citó para otro día. El hereje se presentó de nuevo. Y hecha la abjuración de la herejía ante toda la parroquia, hizo profesión pública de la Fe Católica con edificación de toda la región, y en adelante perseveró en ella con constancia

Lo que sucedió en la conversión de este hereje, y particularmente el motivo que lo impulsó a renunciar a su herejía y a abrazar la Fe Católica, es decir, el cuidado que se puso en instruir caritativamente a la pobre gente campesina, dio motivos al Sr. Vicente, cierto día que lo contaba a los Señores de la Compañía, para exclamar: «¡Oh! ¡Qué felices son nuestros misioneros por ser testigos de la dirección del Espíritu Santo sobre la Iglesia, trabajando, como nosotros lo hacemos, en la instrucción y santificación de los pobres!»

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