Un manifiesto vicenciano

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Jaime Corera, C.M. · Año publicación original: 1986 · Fuente: XIII Semana de Estudios Vicencianos, Salamanca.
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Un gran ideal recorre hoy las diversas ramas de la familia vicenciana: el de vivir hoy una experiencia tan evangélica como lo fue en el siglo XVII la de san Vicente de Paúl.

¿Es este ideal una ilusión inalcanzable? ¿Es posible vivir hoy lo que sí fue posible vivir hace más de 300 años?

Para que sea posible tres condiciones parecen necesarias:

  1. aislar, de entre la abundancia de aspectos de una figura tan rica como la de san Vicente, que en su conjunto pertenece al pasado, los elementos duraderos válidos para inspirar hoy una vida evangélica;
  2. formular esos elementos en un lenguaje que sea com­prensible hoy;
  3. ponerlos en práctica.

Muchas veces en los últimos años se han reunido numero­sos miembros, de muy diversas lenguas y naciones, en repre­sentación de las instituciones fundadas por san Vicente, y han intentado expresar por escrito, para vivirlo hoy, lo que hay de esencial en el espíritu de su fundador. Dos preguntas se impo­nen ante este hecho:

  1. ¿se ha sabido formular bien lo que se ha querido formular?
  2. ¿se tendrá el coraje de vivirlo?

1. El fundador y sus fundaciones

Cuando funda en Chatillon la primera Cofradía de la Caridad en 1617 Vicente de Paúl es un hombre de 37 años, sacerdote desde los 20. Ningún dato de su biografía juvenil apuntaba cualidades de fundador, y aun menos de fundador de obras en favor de los pobres. Pues este hombre creció como hombre joven hacia la madurez y como sacerdote joven bajo la obsesión de adquirir para sí mismo una posición social más segura y menos oscura de lo que presagiaban las condiciones humildes de su origen campesino y de la remota región rural en la que vino al mundo.

Algo extraño y profundo debió de pasar por su alma después de los 30 años, alguna revisión radical de ideales y ambiciones personales, para que a los 37 le encontremos de párroco rural por propia elección en una perdida aldea. Para ello ha tenido que abandonar París y ha tenido que huir a escondidas de una casa de nobleza en la que podía haber encontrado las bases de la brillante carrera eclesiástica y social que había ambicionado en sus años mozos.

Unos años antes de dejar la casa noble de los Gondy para ir a Chatillon el joven sacerdote había tenido la suerte de caer bajo la dirección experta de un hombre, Berulle, del que aprendió que toda vida verdaderamente cristiana, no digamos ya toda vida sacerdotal, para serlo debe estar centrada no en sí mismo, en sus sueños y ambiciones personales, sino en Jesucristo. Lo que pasó por su alma de extraño y de profundo en esos años críticos fue una verdadera conversión. En contra de la tendencia de sus años juveniles este hombre da un viraje radical, vuelve la espalda a sí mismo y se vuelve, se convierte, a Cristo.

Berulle ha enseñado a su discípulo a centrar su vida en el Verbo hecho carne. Por la carne de Jesús se llega a Dios, en la carne de Jesús se encuentra a Dios. El cristiano, el hombre, tiene por vocación suprema de su existencia el llegar a Dios, y para ello no tiene más camino que centrar todas sus energías en la apropiación del modo de ser de Jesús, el Verbo encarna­do, la apropiación de los «estados» de Jesús en relación a Dios Padre, entre los que descuella la actitud rendida de adoración. El hombre es ante todo por vocación, igual que lo fue Jesús, el modelo definitivo, un adorador de Dios. Al aprender y al vivir esta lección el joven sacerdote se descentra de sí mismo y se centra en Jesucristo para hacer su camino hacia Dios.

Pero Berulle olvidó un detalle en la educación de su discí­pulo. Dios es, ante todo, amor (1 Jn 4, 8), amor que se e-funde, pura efusión de amor ad intra en las profundidades de la vida trinitaria, y ad extra, en la generosidad inexplicable e incom­prensible de la creación y redención. Dios es amor que se da, y que se da gratis, y que se da con preferencia a sus criaturas más débiles, como una madre lo hace con sus hijos. De manera que de la profundidad de amor de la Trinidad surge el Hijo que, despojándose de su divinidad (Filip 2, 6-7), se hace hombre para anunciar la buena nueva del amor infinito de Dios por los pobres. Esto no lo aprendió Vicente de su maestro; esto se lo enseñó Dios mismo a través de otro maestro, los incidentes de su vida: Folleville, Chatillon… Pero cuando Dios le habló a través de incidentes que se dan en cualquier vida sacerdotal, Vicente de Paúl no cerró los oídos, y descubrió que la única manera (tal vez no la única, pero sí la mejor, y de todos modos la que Dios le señalaba a él) de adorar al Padre es adorarlo en espíritu y en verdad, o sea, adorarlo como lo adoró el hombre

Jesús, por el sometimiento voluntario de la vida a cumplir la misión señalada por Dios Padre: la evangelización de los pobres. A partir de ese momento de iluminación y de respuesta Vicente centra su vida en la continuación de la misión misma de Cristo, pues cree que sólo así se puede llegar, como llegó Jesús, a ser un adorador verdadero de Dios.

«Dad la vuelta a la medalla», pues es Dios mismo quien se encuentra en el rostro doloroso del pobre, Dios mismo quien se manifiesta en el rostro sufriente del varón de dolores. De manera que el puro vuelo místico hacia Dios puéde muy bien ser una de esas evasiones emocionales como las que «también hacen los paganos» (Mt 5, 47). Pero el amor verdadero a Dios, como lo fue el de Cristo, se manifiesta en el sudor de la frente y en el cansancio de los brazos. De entre las muchas lecciones que este patriarca padre de muchas gentes enseña a sus segui­dores ésta es la primera, la enseñanza suprema: «Servir a los pobres es ir a Dios».

El patriarca comenzó la larga historia de sus fundaciones por una confraternidad cristiana seglar para la asistencia cor­poral y espiritual a los pobres desasistidos. Asistir a los pobres en seguimiento y por obediencia a Jesucristo se puede hacer, se debe hacer, desde la situación de matrimonio, soltería o viudez de las cofrades, desde el mundo en que viven, desde su situa­ción vital, desde el estado secular al que Dios mismo les ha llamado. Tres cosas hay que hacer para asistir bien: intensifi­car sus relaciones con Dios, profundizar las relaciones mutuas de fraternidad, dedicarse organizadamente a la asistencia a los necesitados. Si así lo hacen llegarán a oír la voz final consola­dora de su Juez y Señor: «Venid, benditos de mi Padre…», pues «la caridad para con el prójimo es una señal infalible de los verdaderos hijos de Dios» (Reglamento de la Caridad de Chatillon). Podía muy bien haber dicho: la única señal infali­ble. No lo es la vida monástica, no lo es la vida retirada, no lo es tampoco una vida de consejos evangélicos profesados, no lo es ni siquiera el sacerdocio, pues todo esto se ordena, se dirige, se condensa y se cumple, igual que toda la Ley y todos los Profetas, en el amor a Dios y al prójimo. Esto hay que tenerlo claro; esto lo tenía el recién estrenado fundador muy claro a los 37 años. Esto lo tuvo siempre claro. Lo aprendió en el evangelio, palabra de Dios; y jamás palabras, por bellas y hermosa que fueran, provenientes de filósofos, teólogos, hom­bres inteligentes, líderes religiosos o políticos, lograron oscure­cer la claridad de su visión aprendida de Jesucristo.

No cambió la fidelidad a su visión cuando se puso a fundar por segunda vez, ocho años más tarde, esta vez no un grupo de seglares, sino un grupo de sacerdotes ya ordenados, a los que añadió por encima de las obligaciones de su estado sacerdotal los mismos elementos que a las cofrades de Chatillón: una relación más profunda con Dios, una más intensa fraternidad, y una dedicación exclusiva a los pobres, pues los sacerdotes de su Congregación se distinguen de los demás sacerdotes sobre todo porque evangelizan «sólo a los pobres» (Conferencia sobre el fin de la Congregación de la Misión). En la vida de este grupo de sacerdotes, inicialmente diocesanos y totalmente seculares como el mismo fundador, fueron brotando con los años formas de vida que parecían empujarles a convertirse en un caso más de tradicional vida religiosa. Poco a poco se fueron introduciendo en el grupo cosas como esquemas de gobierno interno, exención, regla de vida, orden del día, votos, métodos de formación, que parecían desviarlos sin remedio de la idea original. Pero el fundador veía claro en la maraña y vigilaba. En su enseñanza y en su práctica todos esos elemen­tos van introduciéndose en el grupo no para disminuir la pureza de la visión original, misionera y evangelizadora de los pobres, sino para robustecerla. A los miembros menos clerica­les y más laicos y seculares de su Congregación, a los hermanos coadjutores, les asegura que siguen mejor a Jesucristo, pues le imitan en lo que el Señor hizo «durante treinta años, mientras que nosotros (los sacerdotes) en lo que hizo durante tres años solamente». Pero lo que hace a unos y a otros verdaderos seguidores de Jesucristo no son los votos, ni la regla de vida, ni el sacerdocio, que los hermanos no tienen, sino la dedicación, que sí es común a unos y otros, a la evangelización de los pobres.

Ocho años después de esta segunda fundación y 16 después de la primera aparecieron las sirvientas de los pobres, llamadas posteriormente hijas de la Caridad. Venían a París de las aldeas, de los remotos valles rurales, dejando sus vacas, y sus tierras, y sus padres y sus posibles hijos, para dedicarse, igual que las mujeres de Chatillón, a proveer de asistencia solícita a los pobres enfermos en sus propias casas, privilegio reservado hasta entonces a los enfermos ricos. También a ellas el funda­dor les enseñó lo que antes había enseñado a las cofrades y a los misioneros, la trinidad de amores que mantiene vivo al seguidor de Jesucristo: amor a Dios, amor mutuo, amor a los pobres. Y aunque eran tan seglares como las cofrades de Chatillon también en su vida se fueron infiltrando, por deci­sión del fundador mismo, los mismísimos aspectos que, de no tener una vigilancia cuidadosa y unas ideas claras, hubieran hecho de sus propios misioneros unos frailes edificantes, y de sus hijas, Hijas de la Caridad, unas monjas piadosas. Pero el fundador vigilaba también en este caso, y también en este caso todo lo que él mismo les impuso, y ellas aceptaron graciosa­mente, se impuso y se aceptó no para acercarse a una forma de vida más digna y más exaltada como lo era la religiosa, sino porque se veía con claridad que al hacerlo se aseguraba y se profundizaba lo que era su razón de existir como seguidores de Jesucristo, como cristianas: la entrega de la vida a la redención corporal y espiritual de los pobres.

Para que esto fuera una realidad en sus vidas, cofrades, misioneros y hermanas tenían que pasar por la prueba de fuego por la que pasó de sacerdote joven el mismo fundador: olvidarse de su promoción, y hasta de su propia salvación, y dedicarse por entero, siguiendo a Jesucristo, a la evangeliza­ción de los pobres, olvidados por la institución eclesiástica y arrinconados y explotados por la sociedad civil. Porque (ésta era la lección que tenían que aprender todos ellos y todas ellas) «no me basta amar a Dios si mi prójimo no le ama».

2. Las fundaciones y su historia

Trescientos años después de la muerte de san Vicente sus tres grandes fundaciones se han puesto con celo y sinceridad a revisarse a sí mismas. Late en ese deseo de revisión la sospecha de que en el largo camino desde la muerte del fundador algo se ha perdido que no podía perderse sin dejar de ser lo que se debía ser. Tal vez se echaba en falta algo que no podía faltar, algo incluso fundamental. Si san Vicente significa algo en la historia de la Iglesia, si es un patriarca y un maestro de muchas gentes, es porque ha hecho ver con claridad que a Dios no se llega buscándose a sí mismo; que a Dios no se llega incluso tratando de buscar a Dios en sí mismo. Eso es lo que tratan de hacer «a tientas» (Hechos 17, 27) los paganos de buena volun­tad. A Dios sólo se le encuentra en la carne de Cristo (Jn 14, 6), y a Cristo en el hombre (1 Jn 4, 20), e infaliblemente en el hombre más insignificante (Mt 27, 40).

Esta lección nunca se había olvidado en la Iglesia. ¿Cómo se podía olvidar sin que dejara de ser la Iglesia de Cristo? ¿No recordaba a todos san Agustín, y todo el mundo leía a san Agustín, que «al amar a tu prójimo y cuidarte de él vas haciendo tu camino, y ¿hacia dónde caminas, sino hacia el Señor Dios?» Lo leyó Saint Cyran, lo leyó sin duda Berulle, lo leían las luminarias espirituales de la Escuela Francesa. Todos leían también el evangelio. Todos leían que «el Señor me ha enviado a evangelizar a los pobres». Ahora bien, el que desde el sacerdocio, o desde una vida de consejos evangélicos, o una responsabilidad jerárquica profesa seguimiento perfecto de Cristo ¿cómo puede poner en segundo plano, o tal vez incluso omitir, lo que el mismo Cristo declara ser central y fundamen­tal en su propia vida?

San Vicente puso el centro de su vida donde lo puso el Señor: en la redención de los pobres. Si la revisión iba a significar algo tenía que examinar fríamente la cuestión funda­mental: las cofradías, la Congregación de la Misión, la compa­ñía de las Hijas de la Caridad ¿son hoy fundaciones dedicadas en cuerpo y alma, como lo fue el fundador, a la redención de los pobres? Parecía que no del todo, y por eso pusieron manos a la obra para una sincera revisión.

Se imponía revisar la imagen (tal vez fuera falsa, tal vez no lo fuera completamente) de la señora de la caridad que desde la altura de una vida piadosa y confortable se dignaba hacer caer sobre los pobres migajas de la mesa bien abastecida. ¿Era del todo injusta la maliciosa canción?:

Para ser dama de beneficencia
hay que ser buena, pero con prudencia

Se imponía revisar la imagen del misionero, encastillado en el orden de una vida progresivamente conventual. ¿Era del todo injusto el malicioso dicho: «el lazarista es un hombre que se levanta a las cuatro para no hacer nada en todo el día»?

Se imponía revisar la imagen de la hermana de la Caridad, creada por su fundador para servir y para «ir de aquí para allá», pero encastillada también en formas de vida igualmente conventuales, y asociadas por sus obras a los poderes estableci­dos. ¿Es del todo injusto el malicioso dicho del enfermo, o de la alumna, que ante la actitud de superioridad de su enfermera o maestra exclama malhumorado: «Esta monja es un sargento», o «esta monja es una bruja»?

Para ser fieles a san Vicente había en realidad que mante­ner vivas y despiertas dos fidelidades. Había primero que conocer bien a san Vicente. Pero la imagen del fundador que acabó prevaleciendo en sus propias instituciones era una ima­gen más bien disecada, lastimosamente recortada en aspectos fundamentales, muy pobre. El fundador aparecía como un hombre bueno, no excesivamente inteligente, de corazón compasivo, siempre con un pobre niño acunado en sus brazos. Esto conmovía a los corazones tiernos, pero no sugería lo que había de fundamental en la enseñanza del fundador: que para ser un verdadero seguidor suyo hay que estar dispuesto en el trabajo por los pobres a morir, como Cristo murió en la cruz, a la sombra de un matorral. Es esto lo que pedía y esperaba el fundador de sus seguidores, no una mera manifestación de ternura emocional. Porque el mero tener ternura por los que sufren, e incluso ayudarles caritativamente, «también lo hacen los turcos», solía decir el fundador.

La segunda fidelidad era mucho más sutil, pero igualmente necesaria. Vicente de Paúl era, naturalmente, un hombre de su tiempo. Pero fue también un hombre que vio con claridad algunos de los fallos y de las trampas de su tiempo, y los quiso superar; y trabajó para abrir una brecha en su tiempo histórico y anticipar en la historia el tiempo del reino de Cristo, reino de justicia, de paz y de amor, que se anuncia con preferencia a los que sufren los efectos de la injusticia, de la guerra y de la explotación. Para ser un verdadero discípulo de tal hombre había que estar muy alerta en el correr de los tiempos para no dormirse plácidamente sobre esquemas mentales propios del tiempo del fundador, esquemas de los que él incluso puede que participara, pero que tres siglos después más bien impedirían que ayudarían a ver dónde están hoy, no en el siglo XVII, los obstáculos para una verdadera justicia, una verdadera paz y un verdadero amor. La segunda fidelidad, en suma, era estar atentos, como él lo estuvo, a lo que se ha dado en llamar «los signos de los tiempos», que él más bien hubiera calificado con más propiedad como «signos de la Provincia».

Por ejemplo, para san Vicente, sumergido como no podía menos en la mentalidad de su tiempo, «el rey es una persona sagrada», como él dice expresamente. No hay que pensar como él pensó en este tema para ser un verdadero discípulo suyo. Pero sí hay que pensar como él que el hombre más infeliz es una imagen sagrada del Dios vivo. Al pensar esto se puede criticar lo otro sobre las bases de la enseñanza misma de san Vicente, no digamos sobre la enseñanza del evangelio de Jesucristo. Algún rey o gobernante podrá ser calificado de vez en cuando como «zorro» en una perspectiva estrictamente evangélica (Lc 13, 32). Pero nunca se podrá decir tal cosa de un pobre de Dios, porque el que lo dice del pobre lo dice de Dios.

Lo que tienen que ver con claridad las fundaciones de san Vicente es que entre su tiempo y el nuestro han pasado muchas cosas y han caído muchos fantasmas y muchos ídolos, que en su tiempo impedían ver con claridad la realidad de la sociedad y la envolvía en una bruma falsamente numinosa. A este lado de las grandes revoluciones y con el instrumento legítimo de la crítica social, que nació después de su tiempo, hoy sí es posible ver con mayor claridad lo que impide el advenimiento de la justicia, de la paz y del amor.

Hay que volver, pues, con los pies bien anclados en el hoy, a lo que hay de permanente en la enseñanza y en el ejemplo del fundador. Es eso precisamente lo que han intentado definir sus tres grandes instituciones en unos textos que se espera y se desea tengan fuerza para una revisión a fondo de esquemas mentales y modos de comportamiento que, por un lado, no parecían ser fieles del todo a la vocación genuina del fundador y no parecían capaces, por otro, de encarnar tal vocación en las necesidades de evangelización de los pobres del tiempo presente. Vamos a proceder ahora a un examen de esos textos para ver cómo han intentado formular para hoy lo esencial del antiguo espíritu.

3. Las fundaciones y su revisión actual

La primera de las tres fundaciones de, san Vicente es hoy con mucho la más numerosa. Unas 200.000 mujeres en todo el mundo se confiesan continuadoras de la misma vocación que reunió en 1617 a un pequeño grupo en la cofradía de Chatillon.

En España trabajan las que hoy se llaman Voluntarias de la Caridad, y antes Damas de la Caridad, desde hace justamente 70 años. Esta fundación vicenciana comenzó el trabajo de revisión y puesta al día diez años más tarde que las otras dos, y por ello están aun en el proceso de elaborar unos estatutos o reglamentos que expresen hoy la adaptación del antiguo espíri­tu a los tiempos que corren en el mundo y en la Iglesia. Unos estatutos o reglamentos que vendrían a ser el equivalente de lo que son para las otras dos funciones, Congregación de la Misión e Hijas de la Caridad, sus constituciones ya aprobadas definitivamente por Roma. La Asociación de Voluntarias de la Caridad tiene ya desde hace unos años un llamado Documento de Base que se ofrece a «todas las voluntarias miembros» de la Asociación como «un instrumento de trabajo y de reflexión» «en función de las realidades actuales (y) de las preocupaciones del mañana» (Introducción). Se trata, pues, de una especie de anteproyecto que quiere ofrecer bases sólidas para la reflexión y revisión con vistas a la elaboración de un proyecto defmitivo que formule con fidelidad para hoy lo permanente de la idea original vicenciana en el terreno de la acción caritativa femeni­na seglar.

Permítasenos un jucio de conjunto sobre este Documento. Las fundamentaciones evangélicas y vicencianas que se ofre­cen nos parecen perfectas, pero es el aspecto de conocimiento de la realidad de la pobreza en el mundo moderno (conoci­miento que es sin duda esencial y previo a toda adaptación del antiguo espíritu) el que aparece en el Documento expuesto de una manera profunda, brillante y totalmente «moderna». Por ahí hay que empezar. En efecto: quien quiera dedicar su vida al servicio de los pobres tiene antes que saber que los pobres existen, por qué lo son, dónde están, cómo lo son, cuáles son los principios de solución y de redención de su pobreza espiri­tual y corporal. Todo esto lo hace del Documento de una manera incisiva que no deja en paz la conciencia del lector, o de la lectora. Es como si tratara de decir a sus asociadas:

«Antes de decidirte a ser miembro de la asociación mira a ver si vas a ser capaz de aguantar sin quebrar tu alma el horroroso espectáculo de la pobreza humana, pues ése es el mundo que te va a caer en suerte por designio de Dios». Como anteproyecto de definición de quién es miembro de la Asociación dice lo siguiente el Documento: «Escandalizada ante la constatación de injusticias, de sufrimientos y de pobreza, ante mi puerta, en mi país, por todas partes del mundo, elijo el actuar dentro de la Asociación Internacional de Caridad, en unión con otros voluntarios, cristianos y cristianas organizados, en una acción social y pastoral en favor de los más pobres, dentro de la Sociedad y de la Iglesia siguiendo el espíritu y el dinamismo de san Vicente».

No vamos a proceder ahora a un análisis del contenido del Documento que, por otra parte, no es más que un texto provisional. Pero sí quisiéramos hacer una observación com­parativa sobre su conjunto. Y es que nos parece que, si en las fundamentaciones evangélicas y vicencianas que ofrece, el Documento es al menos tan rico y tan preciso como los textos constitucionales de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad, en lo que se refiere a la descripción del ámbito del mundo de la pobreza, sus causas en el mundo moderno, modos posibles de acercarse a él, y consecuencias para la vida personal de quien quiera hacerlo hoy en el estilo de san Vicente como respuesta a una llamada de Dios, el Documento de que hablamos es infmitamente más sugerente, más rico, y más realista que los textos ya aprobados para las otras dos funda­ciones. Al decir esto sabemos bien que no es lo mismo un documento de trabajo que un texto constitucional, y también que unas constituciones no deben dar lugar a descripciones, interrogantes, y enumeraciones detalladas. Ni lo dará, supone­mos, el reglamento definitivo que redacte la Asociación Inter­nacional de Caridad. Pero también las otras dos fundaciones partieron de prolijos documentos de trabajo como base para la redacción de un escueto texto constitucional, y ahí es donde mejor se ve la diferencia entre el planteamiento de la Asocia­ción de Caridad y el de las otras dos fundaciones. Si la conclusión principal y el resumen de documentos de trabajo y textos constitucionales va a ser la dedicación a imitar a Cristo evangelizador y servidor de los pobres, habrá que saber antes cómo es el Cristo a quien se quiere imitar, cómo son los pobres a quienes se quiere servir y evangelizar, y cómo se les sirve y evangeliza. Esto último lo ha hecho la Asociación de una manera expresa y detallada con vistas a definir el ser y el actuar vicenciano en el mundo de hoy. No se puede suponer sin más que todos los miembros de la Asociación saben cómo es hoy la pobreza corporal y espiritual. Porque se supone que no se sabe se ha hecho necesaria la revisión y adaptación. ¿Es que todos los miembros de la Congregación de la Misión y de la compa­ñía de las Hijas de la Caridad saben bien cómo se manifiesta hoy la pobreza corporal y espiritual y cómo se redime? Si por casualidad alguno de ellos o de ellas no lo supiera tampoco se va a enterar apenas leyendo sus constituciones ni los documen­tos de trabajo que precedieron a su elaboración.

No se vea en esto un juicio negativo global sobre los textos que definen para hoy el espíritu vicenciano para las otras dos fundaciones, pues nos parece que en su conjunto también estas han sabido defmir adecuadamente lo que querían defmir. Se trata sólo de un juicio comparativo que es, sin embargo, importante. Resumiendo: en cuanto a conciencia de lo que realmente es la pobreza en el mundo moderno y cómo se puede redimir, la Asociación Internacional de Caridad ha sabido expresarse mucho mejor en sus textos (no sabemos si también en la realidad de la vida de las voluntarias) que las otras dos fundaciones de san Vicente en los suyos propios.

En cuanto a las Constituciones de la Congregación de la Misión y las de las Hijas de la Caridad queda bien claro desde el comienzo que no pretenden otra cosa que seguir a Cristo no de cualquier manera sino precisamente en cuanto evangeliza­dor o servidor de los pobres. Para que no queden dudas acerca de quién se trata cuando se habla de pobres se añade enseguida la preferencia de ambas compañías por los más abandonados. Para ser precisos hay que decir que los textos de las constitu­ciones tienen en cuenta esta idea clave, y la mencionan expre­samente, en muchos aspectos, pero no en todos. Dejando a un lado lo que se refiere a virtudes específicas, actitudes funda­mentales y modos de ser, en los que la idea aparece expresada con claridad casi siempre, he aquí una enumeración de los aspectos en que en ambos textos se menciona más o menos explícitamente el fin para el que han sido fundadas ambas compañías:

Aspectos comunes

Congregación de la Misión

  • Votos (3 § 3)
  • Apostolado en general (10, 11, 12)
  • Vida común (19, 20, 25)
  • Consejos evangélicos en general (28)
  • Pobreza (31, 33)
  • Bienes personales (35)
  • Pertenencia a la Compañía (51, 52)
  • Fórmulas de los votos (58)
  • Formación (77, 78)
  • Seminario interno (82, 84, 85 § 1)
  • Bienes temporales (148, E. 100)
  • Relaciones con los parientes (E. 51 § 1)
  • Formación de seglares (15)
  • Hospitalidad (E. 15 § 3)
  • Oración (44)
  • Estabilidad (39)
  • Devoción a san Vicente (50)
  • Obras de educación (E. 11)

Hijas de la Caridad

  • Votos (2.5)
  • Apostolado en general (3.43)
  • Vida común (1.6)
  • Consejos evangélicos en general (2.4)
  • Pobreza (2.7)
  • Bienes personales (2.7)
  • Pertenencia a la Compañía (3.2)
  • Fórmula de los votos (2.5)
  • Formación (3.4)
  • Seminario (3.10)
  • Bienes temporales (3.52, 3.53)
  • Relaciones con los parientes (E.16)
  • Formación de seglares (E.5)
  • Hospitalidad (2.22, E.17)
  • Oración (2.14)
  • Estabilidad (2.5)
  • Obediencia (2.8)
  • Autoridad (2.8, 3.24)
  • Misiones ad gentes (2.10)
  • Ascesis (2.13)
  • Lectura espiritual (2.15)
  • Proyecto comunitario (2.20, 3.46)
  • Proyecto provincial (E. 51)
  • Medios de comunicación social (E.4)
  • Hermana sirviente (2.21, 3.45)
  • Formadoras (3.5)
  • Formación permanente (3.6, 3.12)
  • Promoción de vocaciones (3.22)
  • Enfermedad y vejez (2.20)

Aspectos propios

Congregación de la Misión

  • Formación de clérigos (15)
  • Fórmula de los propósitos (E.21)
  • Seminario mayor (87 § 2, 88)
  • Parroquias (E.90)

Hijas de la Caridad

  • Postulantado (3.8)
  • Hábito (3.14)
  • Director general (3.28)
  • Director provincial (3.38)

Como es fácil ver por esta simple enumeración ambas compañías han hecho un esfuerzo notable por iluminar desde el fin los diversos aspectos de una vida compleja como lo es la de misioneros y hermanas.

Veamos ahora los aspectos en que no se menciona el fin:

Congregación de la Misión

  • Castidad (29, 30)
  • Eucaristía (45 § 1)
  • Penitencia (45 § 2)
  • Rezo litúrgico (45 § 3)
  • Ejercicios espirituales (47 1 2)
  • Devoción a la Virgen María (49)
  • Misiones populares (14)
  • Misiones ad gentes (16, E.5, 6)
  • Atención a las Hijas de la Caridad (17)
  • Obediencia (37, 38)
  • Oración comunitaria (46)
  • Oración personal (47, 1)
  • Devoción personal (47, 1)
  • Devoción a la Trinidad y Encarnación (48)
  • Formación permanente (81)
  • Formadores (94, E.49)
  • Vejez (13)
  • Promoción de vocaciones (E.36, E.39)
  • Proyecto comunitario (27)

Hijas de la Caridad

  • Castidad (2.6)
  • Eucaristía (2.12)
  • Penitencia (2.13, E.8)
  • Rezo litúrgico (2.12)
  • Ejercicios espirituales (2.14, E.10)
  • Devoción a la Virgen María (1.12, 2.11, 2.16, E.7)

Una rápida comparación de ambas columnas revela a primera vista que las constituciones de la Congregación de la Misión han dejado en la penumbra (es decir, sin hacer ver la conexión con el fin propio) muchos más aspectos que las constituciones de las Hijas de la Caridad. Esta observación revela, en principio, una mayor homogeneidad en la definición de la vocación de las Hijas de la Caridad, cuyas constituciones se muestran mucho más preocupadas por la «unidad de su vida» (2.1) que las de sus hermanos los misioneros. Esto, como bien lo saben desde hace tiempo la sicología y la sociología, es un elemento fundamental lo mismo en la estructura de la persona que en la de las instituciones. Un aspecto mal encaja­do en su conjunto, un aspecto mal integrado en la «unidad de vida», o no integrado en absoluto, crea el peligro de comporta­mientos o funcionamientos esquizofrénicos, la dispersión o mala interpretación de la personalidad o de la institución. De esto corre más peligro, por haber dejado más aspectos sin integrar explícitamente en relación al fin, la Congregación de la Misión.

Pero lo más doloroso es observar que ambos textos consti­tucionales han sido decididamente pobres en integrar en una perspectiva netamente vicenciana un aspecto tan fundamental como lo es el de la vida de piedad. Y esto duele tanto más cuanto que en la enseñanza de los dos fundadores todo esto aparece totalmente integrado y relacionado con la vocación fundamental de evangelización-servicio a los pobres de misio­neros y hermanas. Esto es cierto incluso en la práctica y enseñanza de santa Luisa, que por la educación que recibió en su niñez y adolescencia podía haber dado en una vida de piedad individualista sin relación alguna con el servicio de los pobres.

Tomemos un ejemplo sobre un punto fundamental. Lo mismo en la vida de los misioneros que en la de las hermanas la eucaristía es una práctica presente en cada día, práctica que debe ser el «culmen» (Constituciones de la CM, 45 § 1), o el «centro de su vida» (Const. HC, 2.12). Pero ni a unos ni a otras dicen sus textos constitucionales cómo relacionar la vida euca­rística con la vocación, fin o modo propio de vivir la fe señalado a unos y a otras por Dios mismo. O sea, que en cuanto depende del texto constitucional la Eucaristía podría convertirse para misioneros y hermanas en un acto de piedad sin relación alguna con su vocación de evangelizadores de los pobres. Lo peor del caso es que esta omisión tal vez se deba a que en la historia reciente la Eucaristía se ha vivido de esa manera en ambas comunidades, y por eso al hablar de ella a nadie se le ha ocurrido orientarla en la perspectiva vicenciana común a ambas (Dígase algo parecida sobre otro aspecto fundamental como lo es la devoción a la Virgen María tal como aparece en los dos textos). Pero que era posible, y hasta muy fácil, una tal orientación se podía haber visto, aparte de en un conocimiento más adecuado de lo que significa la Eucaristía en el evangelio y en las cartas apostólicas así como en los Hechos de los apóstoles, en textos procedentes de otra gran tradición vicenciana, inspirada también por san Vicente de Paúl, aunque no fundada por él. Nos referimos a las Conferencias, de cuyo fundador dicen crónicas fidedignas que «el día de Pascua, cuando después de la comunión salíamos de Nótre Dame, Ozanam nos dejaba con el pretexto de un peque­ño paseo. Nuestra indiscrección ha sabido descubrir que iba a comprar pan para dárselo a las familias pobres que asistía. Esa era su manera de dar gracias» (Henry Perreyve, en «Le journal des bons exemples et des oeuvres utiles», Lyon, noviembre de 1853). Y si se quiere más explícitamente, en las palabras de un sucesor de Ozanam, Pierre Chouard, presidente general de las Conferencias de 1954 a 1969: «Se dice mucho hoy día que el servicio del prójimo, sobre todo de los más pobres, constituye una especie de sacramento. Esto es aproximarse a Cristo presente en los pobres. Ahí está el centro de la espiritualidad vicentina. Esta comprende a la vez lo que significa la presencia de Cristo en la Eucaristía y la presencia de Cristo en los pobres… La espiritualidad vicentina considera como un escán­dalo que se esté indiferente a la presencia de Cristo en los pobres mientras se tiene tanta devoción a la presencia eucarís­tica» (Preámbulo al reglamento experimental para el quinque­nio 1968-1973, en «Reglamento de la Sociedad de san Vicente de Paúl en España», 1975, p. 25).

Hay otro tema muy importante en ambas constituciones en el que también son muy escasas, o inexistentes, las referencias al fin como principio iluminador. Nos referimos a todo lo que se relaciona con las estructuras de gobierno y funcionamiento: cargos en los diversos niveles, asambleas generales, provincia­les y locales, consejos. Una referencia más o menos explícita al fin se hace ciertamente en los principios de gobierno, por ejemplo, y en la descripción de algún que otro cargo. Pero la mayor parte de los puntos incluidos en este tema no reciben una sola palabra que pueda iluminar sobre cómo ejercerlos vicencianamente. La descripción que se da en casi todos los casos podría ser válida para cualquier otra compañía de la Iglesia, o incluso cualquier organización del mundo civil. Si, por ejemplo, un ecónomo o una ecónoma provincial quiere saber cómo ha de ejercer su cargo en vistas a la vocación que debe dar unidad a su vida no encontrará sobre ello una sola palabra en sus constituciones.

A lo largo de los años, y sobre la base de una formación que gira sustancialmente sobre las constituciones, y así debe ser pues éstas quieren formular para hoy el antiguo espíritu, omisiones de este tipo se pagan caras. La experiencia histórica en ambas comunidades de una formación deficiente sobre la base casi exclusiva de las Reglas Comunes, .que eran en lo sustancial una definición muy adecuada de la vocación vicen­ciana, pero que también omitían aspectos fundamentales, de­bería hacernos escarmentar para siempre. Y aunque las consti­tuciones de la Congregación de la Misión contengan «todo el derecho propio de la Congregación» (Decreto 1.° de la XXXVI Asamblea General), y así sea también el caso en las Constituciones de las Hijas de la Caridad (3.60), hay que decir con claridad que, aunque deben ser el punto fundamental de refe­rencia para definir hoy el espíritu vicenciano, ni unas ni otras bastan para conocer bien todas las exigencias de ese espíritu. Es necesario seguir estudiando a los fundadores y sus enseñan­zas, así como saber cómo se ve y se formula en la Iglesia la redención de los pobres en el mundo de hoy.

4. Las fundaciones en el mundo y en la Iglesia de hoy

Las dos instituciones vicencianas deberían ser parte activa en la Iglesia, como lo fue en su tiempo el fundador, para ayudarle a ver con claridad lo que significa evangelizar a los pobres en el mundo moderno. Deberían serlo, pues esa debe ser precisamente su contribución específica, su carisma propio, en el conjunto de carismas de la Iglesia. Esperamos que nadie se ofenda si nos atrevemos a asegurar que no parece ser ninguna de las dos excesivamente influyente en ese aspecto, y que tampoco lo han sido a lo largo de la mayor parte de su historia.

Pero si enseñar al resto de la Iglesia lo que significa evange­lizar hoy a los pobres parece estar por el momento fuera del alcance de las dos instituciones, sí les es posible a ambas ponerse en una actitud humilde de escuchar y aprender de otras voces, que no escasean hoy, gracias a Dios, en la Iglesia. Se podría empezar por escuchar y aprender de un gran maes­tro, de espíritu netamente vicenciano, aunque no perteneciente a ninguna de las dos instituciones, maestro que, aunque por otro lado no es ya tampoco plenamente moderno, fue uno de los primeros en saber formular y vivir las responsabilidades sociales de la fe cristiana en el mundo moderno. Nos referimos, por supuesto, a Federico Ozanam, quien desde una situación netamente seglar-secular vivió y pensó el antiguo espíritu vicenciano con una profundidad y fidelidad que para sí hubie­ran querido los herederos oficiales de ese espíritu. Por haberlo hecho se encuentra hoy camino de los altares.

Para ser como el fundador hay que empezar por donde empezó el fundador. Ozanam tenía escasamente veinte años cuando dejó escrito en una carta a un amigo: «No estamos en este mundo más que para cumplir la voluntad de Dios». No fue otro el programa de su vida hasta su temprana muerte a los cuarenta. Pero ya antes de los veinte había pasado por una aguda crisis de fe de la que salió, igual que su inspirador, por la puesta en práctica de la convicción de que la mejor manera de expresar la fe es la dedicación a los pobres de Jesucristo. Esta decisión la tomó en un momento de su vida juvenil en la que hasta entonces había estado obsesionado por su carrera, que llegó a ser brillante de todos modos, pero que nunca le hizo olvidar la otra obsesión, la fundamental en su vida, de cumplir la voluntad de Dios en la dedicación al servicio de los pobres: «¿Qué hacer para ser verdaderamente católico sino lo que más agrada a Dios? Socorramos a nuestro prójimo como hacía Jesucristo» (Discurso a la conferencia de san Vicente de Paúl en Florencia).

Obsérvese que lo que aquí se dice es, además de netamente evangélico y vicenciano, totalmente «moderno» y postconci­liar en su contenido, aunque no lo sea del todo en su formula­ción. La fidelidad a Dios en Jesucristo se muestra ante todo hacia afuera, debe tener una irradiación social. En contraste con actitudes católicas en las que él mismo fue educado, que colocan el énfasis de la fe en beneficio de la persona que la vive, «Ozanam descubre, con una perspicacia admirable, que el problema religioso» es un problema social. La evolución econó­mica provoca cada vez más una ruptura entre la burguesía y el pueblo, entre el pueblo y la Iglesia. Se trata de trabajar por el acercamiento de las clases, de las almas con Dios y en Dios… De ahí la fundación de las Conferencias de san Vicente de Paúl. El contacto con los míseros revelará a los católicos jóvenes los problemas que pululan en los tugurios de la calle Mouffetard» (J. Leflon, «La crise révolutionnaire 1789-1846, París, 1949, p. 501). La calle Mouffetard se encontraba en uno de los peores suburbios proletarios de París, donde trabajó casi toda su vida sor Rosalía Rendu, inspiradora de las Conferen­cias en sus primeros años de existencia.

En una sociedad profundamente dividida en la que «la cuestión que agita hoy al mundo no es ni una cuestión de personas, ni una cuestión de formas políticas, sino una cues­tión social: la lucha de los que no tienen nada y los que tienen demasiado, el choque violento de la opulencia y de la pobreza» (Lettres de F. O., tomo 1.°, p. 239, Bloud et Gay, París), Ozanam propone como tarea de la fe cristiana el «acercamien­to de las clases», no la destrucción de una por otra, como proponen el marxismo y otras corrientes de pensamiento revo­lucionario. Pero esto lo hace desde una postura de neta «op­ción por los pobres», como se diría hoy. El expresó esta opción con una frase gráfica «pasémonos a los bárbaros» (los proleta­rios), como lo hizo la Iglesia en su tiempo con los bárbaros del norte, a quienes dedicó durante siglos lo mejor de sus energías evangelizadoras, sin aflorar nostálgicamente su situación de privilegio en las ruinas del decadente y explotador imperio romano.

La frase apareció como resumen de su propia actitud y de lo que él pensaba debía ser la actitud de la Iglesia en los tiempos modernos en un artículo que produjo un gran impacto en los medios católicos: «Esas masas tiernamente amadas por la Iglesia, porque representan la pobreza que Dios ama y el trabajo que Dios bendice… sacrifiquemos nuestras repugnan­cias y nuestros resentimientos y vayamos hacia ese pueblo… Ayudémosle no sólo con la limosna que ata al hombre, sino también con nuestros esfuerzos para lograr instituciones que, al independizarlos, los hagairmejores. ¡Pasémonos a los bárba­ros!» (Le Corresondant, 10 de febrero de 1848).

La frase escandalizó naturalmente a muchos católicos bien pensantes. Pero no rebajó Ozanam la fuerza de su contenido cuando, en carta a un amigo, explica lo que había querido expresar con ella: «Al decir «pasémonos a los bárbaros» estoy pidiendo que hagamos como él (como Pío IX); que en lugar de esposar los intereses de una burguesía egoista nos ocupemos del pueblo que tiene demasiadas necesidades y no suficientes derechos, que reclama con razón una parte más amplia en los asuntos públicos, garantías de trabajo y contra la miseria. Es en el pueblo donde veo suficiente fe y moralidad para salvar a la sociedad, y que las clases altas han perdido» (10 de febrero de 1848). Sólo en el pueblo ve Ozanam, no en las clases dirigentes, la fe y la moralidad necesarias para salvar a toda la sociedad. ¿Suena esto sospechosamente a marxismo? Por cu­riosa coincidencia el Manifiesto Comunista fue terminado de redactar por los mismos días en que Ozanam escribía lo que acabamos de citar. De manera que una influencia de Marx sobre Ozanam está totalmente excluida. ¿Influiría tal vez en la visión de Ozanam la que tenía Vicente de Paúl? «Entre los pobres, dice el fundador, se encuentra la verdadera religión, una fe viva»; y también: «No es en el Louvre y entre los príncipes donde Dios pone sus delicias». ¿No parece haber anticipado Ozanam, y antes su maestro, lo que el documento de Puebla califica, en términos modernos, como «potencial evangelizador de los pobres»? (n. 1.147).

Otra característica de la sensibilidad de Ozanam lo hace muy cercano a la sensibilidad de nuestros tiempos: Su confian­za en la juventud. El mismo, recordemos, encontró en la dedicación a los pobres la mejor manera de expresar y afirmar su fe juvenil, y de compartirla con otros jóvenes preocupados como él por mantener su fe cristiana en medio de la marea estudiantil y de la atmósfera antirreligiosa de la universidad y de la sociedad de su tiempo. Ozanam piensa que si el joven cristiano no está aún preparado para intervenir en el trabajo hacia una mayor justicia no debe por ello cruzarse de brazos.

Su fe puede encontrar un vasto campo para el ejercicio de la verdadera caridad. El mismo se introdujo en el estudio de los mecanismos que mueven la sociedad movido por la práctica de la caridad en la visita domiciliaria a los necesitados. Escribe a los 21 años: «Somos demasiado jóvenes para intervenir en la lucha social. ¿Nos quedaremos por eso pasivos en medio de un mundo que sufre y que gime? No; tenemos un camino abierto para prepararnos. Antes de preocuparnos por hacer el bien a escala social podemos intentar hacer el bien a algunos, antes de regenerar a toda Francia podemos aliviar a algunos de sus pobres. Yo quisiera que todos los jóvenes de cabeza y corazón se uniesen para alguna obra de caridad, y que se formase en todo el país una gran asociación generosa para ayudar a las clases populares» (Lettres, I, p. 143).

Todo esto brota en Ozanam de una conciencia aguda de las exigencias fundamentales de su fe. De manera que no hay que añadir ningún nuevo motivo para que el cristiano Ozanam sienta que su vida debe ser una vida entregada a Jesucristo en el servicio a los pobres. Desde su posición de casado, y a una con su mujer, desde su posición rigurosamente seglar Ozanam se siente obligado por exigencias de su bautismo a centrar la práctica de su fe en la asistencia a los necesitados, «Queremos que esta sociedad —dice de la Sociedad de san Vicente de Paúl— no sea ni un partido, ni una escuela, ni una cofradía, que sea profundamente laica sin dejar de ser católica» (Lettres, I, 353).

Se dice todo esto de Ozanam en un trabajo que se refiere directamente a las fundaciones de san Vicente de Paúl porque el que lo dice piensa:

  1. Que aparte del fundador pocas figuras en la historia de sus tres grandes fundaciones han sabido formular y vivir el espíritu vicenciano como lo formuló y vivió este seglar que va con toda justicia camino de los altares;
  2. Que tal vez ninguna haya sido capaz de hacerlo, por lo menos en cuanto a formulación teórica se refiere, como lo hizo Ozanam en los tiempos modernos que comienzan con la revo­lución francesa. Ninguna, en otras palabras, ha sabido adaptar tan agudamente y tan fielmente lo fundamental del antiguo espíritu a las nuevas exigencias de los necesitados del mundo de hoy;
  3. Que cualquiera de las tres grandes fundaciones puede provechosamente iluminar y dar profundidad a su propia vocación, incluso hoy, con las ideas y el comportamiento de Ozanam. Un ejemplo nimio (a decir verdad, no tan nimio): aunque el matrimonio Ozanam nunca gozó de una posición económica desahogada, y pasó a veces verdaderas estrecheces, nunca dejaron de contribuir al alivio de los necesitados, siem­pre con contribuciones generosas y sistemáticas de al menos la décima parte de sus ingresos, y a veces, en épocas algo más desahogadas, con la sexta parte. Esto no se dice a humo de pajas. Ha sido debidamente autentificado con vistas a su proceso de beatificación.

No nos cabe duda de que de haber vivido hoy Ozanam se sentiría plenamente identificado con los postulados más segu­ros y legítimos de la llamada Teología de la Liberación, pues hace ya 150 años que él mismo anticipó algunas de sus ideas fundamentales. Con los seguros y legítimos, que a la vez son los más radicales y evangélicos. Efectivamente, para llevar al mundo hacia lo que de verdad exige la idea evangélica del reino de Dios le sirven de poco al cristiano los conceptos teóricos fundamentales del marxismo, aunque puedan ayudar­le algunos de ellos a conocer mejor los mecanismos de la sociedad que la convierten en una máquina de fabricar pobres. El reino comunista que postula Marx y que anticipa como fruto de la desintegración del reino capitalista no es más que una pálida caricatura de lo que Jesucristo anuncia como reino de paz, de justicia y de amor, del reino que soñaban y que hubieran instaurado ya en este mundo san Vicente de Paúl y su discípulo Ozanam si los poderes establecidos se lo hubieran permitido.

5. El manifiesto en siete puntos

  1. Toda alma que quiera ser vicenciana, voluntaria de la caridad, hermana o misionero, debe comenzar, como comenzó san Vicente, por una verdadera conversión hacia Jesucristo para dedicarse como él a evangelizar-servir a los pobres. Esto exige un despojamiento de intereses personales, e incluso cor­porativos. El mayor obstáculo para una dedicación plena a la evangelización de los pobres se encuentra, es cosa sabida, en el egocentrismo personal o comunitario.
  2. El espíritu vicenciano hoy debe tener los ojos bien abiertos, como los tuvo el fundador, para saber por qué y cómo son los pobres del mundo de hoy, cómo la sociedad de hoy, tan diferente de la que conoció el fundador, segrega de sus estructuras de injusticia la muchedumbre innúmera de pobres en todo el mundo. Conocer para obrar con la mayor eficacia posible, como también lo hizo el fundador, pues las fuerzas y los medios de acción son escasos ante las pavorosas exigencias de la pobreza moderna. Como dejamos escrito en otro lugar, «un discípulo o discípula de un hombre como Vicente de Paúl para serlo hoy debe intentar tener un corazón tan grande como el suyo, y además una visión de la injusticia estructural como generadora de pobreza material y espiritual mejor informada que la suya, pues hoy es muy posible saber con claridad acerca de las estructuras de la sociedad cosas que no estaban al alcance ni de los mejores cerebros de su tiempo, aunque él sí fue capaz de intuir algunas de ellas».
  3. La acción vicenciana no es una acción de reforma o mejora social, sino una acción evangelizadora; es decir, quiere llevar al pobre y a la sociedad en que vive hacia la instauración ya en este mundo, aunque sea de modo provisional e imperfec­to, del reino de Dios como imagen y anticipo del reino definiti­vo. Por ser así, la acción vicenciana quiere ir más lejos, no menos, en la instauración de la verdadera justicia, paz y amor que todos los programas conocidos de reforma o revolución social.
  4. La vocación a la evangelización-servicio de los pobres es absorbente, como lo fue la de Cristo. Quiere decir que ningún aspecto de la vida personal o comunitaria puede que­dar al margen de las exigencias de una tal vocación, ni la vida de oración, ni la de comunidad, ni los bienes comunitarios o personales, ni las estructuras de gobierno y su funcionamiento, ni los métodos de formación, ni los múltiples aspectos de la personalidad de cada uno (Relaciones con los parientes, las exigencias del cargo o destino recibido de los superiores, las de la profesión personal, enfermedad, vejez, crisis personales, etc.). Todo ha de verse en la vida del alma vicenciana a la luz de la vocación que Dios mismo le ha señalado como manera peculiar de vivir la fe recibida en el bautismo.
  5. Todas las instituciones vicencianas nacieron seculares y se confiesan seculares. En su núcleo fundamental la palabra «secular» hace referencia al hecho de que la vocación vicencia­na en cualquiera de sus formas se instala en el mundo y se refiere al mundo. Los elementos comunes con la vida religiosa que aparezcan en esas instituciones por decisión del fundador, por tradición o por exigencias del derecho de la Iglesia no deben, en ningún caso, plantear obstáculos a la vocación, sino ayudar a sus miembros a vivirla más a fondo.
  6. Las múltiples actividades (ministerios) de las institu­ciones vicencianas deben estar todas orientadas al cumplimien­to de la vocación fundamental. De manera que la ayuda a la formación del clero, las misiones, la enseñanza, la animación de grupos juveniles, el ministerio parroquial o de cualquier otro tipo, la asistencia social y la sanitaria, la asistencia perso­nal y a domicilio, sólo serán vicencianas en la medida en que se persiga a través de ellas lo que debe perseguir la vocación fundamental de todas las instituciones vicencianas: la reden­ción de los pobres en seguimiento de Jesucristo.
  7. El lema único y suficiente para todo heredero o herede­ra de san Vicente de Paúl es el mismo que define la vida de Jesucristo:

EL SEÑOR ME HA ENVIADO A EVANGELIZAR A LOS POBRES

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