Unos meses después de la muerte de Luisa de Marillac, el «Señor Vicente» reunió a las Hijas de la Caridad para hablar de las virtudes de la difunta. Durante las dos conferencias celebradas con este motivo, varias Hermanas expresaron sus recuerdos; algunas lo hicieron con gran trabajo, tan profunda era su emoción. Una de ellas rompió a llorar y no pudo articular palabra. Otras, como solían hacerlo habitualmente, pusieron por escrito sus pensamientos. El testimonio de Francisca Noret y el de Bárbara Bailly han llegado hasta nosotros. En los Archivos de la Casa Madre, se encuentra también el testimonio de Maturina Guérin, pero éste es de 1661 y responde a una petición que le hizo la nueva Superiora General, Margarita Chétif.
Bárbara Bailly entró en la Compañía de las Hijas de la Caridad el 8 de octubre de 1645, a los 17 años. Tuvo ocasión de conocer bien a la Señorita: después de haber servido en Bicétre a los niños expósitos, vivió largos años en la Casa Madre, ocupándose de cuidar a las Hermanas enfermas. Asistió asimismo a Luisa de Marillac en sus frecuentes enfermedades y sobre todo en la última, de febrero a marzo de 1660. Bárbara Bailly refiere lo que ha oído a otras y de manera especial lo que ella misma ha observado.
Su testimonio da a conocer que la Señorita habló algunas veces de su juventud a las Hermanas con las que vivía. Bárbara nos dice lo que sabe de la estancia de Luisa —una niña— en casa de la «Señorita pobre»; del atractivo que sobre ella ejercieron las Religiosas Capuchinas. Nos habla también de las visitas hechas por Luisa de Marillac a las Cofradías de la Caridad antes de la fundación de la Compañía; refiere el asunto del muchacho atropellado por el coche en el que iba Luisa de Marillac y cómo se levantó indemne: esto ocurrió en Beauvais.
«Padre, lo que observé en nuestra amada Madre, tan pronto como Dios me hubo llamado a la Compañía siendo yo muy joven y recién salida de una Religión, me edificó mucho más de lo que lo había estado en el convento: la caridad que tenía, su gran paciencia con las Hermanas, que no cabía más. No dejaba pasar nada que mereciera una advertencia sin hacerla, pero con tanta prudencia que empleaba ya el rigor, ya la dulzura según lo que más convenía a los espíritus con quienes estaba tratando; y lo hacía de tal manera que siempre parecía bien lo que ella decía. Esto me ha alentado mucho a perseverar.
Daba a las Hermanas todo el tiempo necesario para que se corrigieran y se hicieran aptas para la Compañía. Una vez dio un plazo de seis meses a una y luego lo alargó otros tres meses; por último, después de haberlo intentado todo, tuvo que salir.
Tenía un gran cuidado de las Hermanas en sus enfermedades, les proporcionaba todos los remedios necesarios y trataba de prestarles personalmente los servicios que podía, yendo a verlas, todos los días si ella misma no estaba en cama; se levantaba con frecuencia por la noche cuando se trataba de ayudar a bien morir a alguna. Cuidaba de prepararlas a recibir los sacramentos y con sólo su presencia ya consolaba mucho a las enfermas. Si su propia enfermedad se lo impedía, les enviaba de su parte, todos los días, a Sor Asistenta para decirles algunas palabras de aliento y demostrarles que hubiera deseado mucho hacerlo por sí misma. Esto lo hacía con todas las Hermanas por igual: les demostraba a todas una ternura de verdadera madre. En cuanto a las que estaban destinadas en las Parroquias, si alguna se agravaba, iba a verla, y había que usar de precauciones para comunicarle la noticia de la muerte de alguna. ¡Cuántas lágrimas ha derramado por tal motivo!, aunque se sometía plenamente a la voluntad de Dios.
Con frecuencia solía mandar a las enfermas parte de lo que a ella le servían, quedándose con muy poca cantidad. Y si alguna vez no parecía demostrar esa misma ternura, era por el miedo de que alguna pudiera acostumbrarse a las «drogas» (medicinas), y no, por supuesto, porque no tuviese el mismo amor por todas.
En los comienzos de la Compañía, tenía tan grande caridad que por sí misma enseñaba a las Hermanas a leer, les hacía repetir la doctrina, el catecismo, hacía con ellas la repetición de oración y les enseñaba a hacer ésta bien.
Los días de fiesta y domingos, hacía reunir a las mujeres y muchachas mayores para explicarles el catecismo. Durante la Cuaresma, lo hacía también con los niños para prepararles a la Primera Comunión. Esto era cuando vivíamos en La Chapelle.
He observado que tenía una gran obediencia al Señor Vicente, muy digno Superior General de la Compañía, tomando todo lo que venía de él como de la mano de Dios; y aunque hubiera cosas que ella veía de mucha urgencia pero que no recibían solución tan pronto como hubiera deseado, permanecía en gran paz y tranquilidad admirable y no quería hacer nada ni permitir nada extraordinario sin permiso de él.
Cuando fue cuestión de que marchara a Angers, ella, que tenía por constumbre llevar un velillo por la cara y las manos cubiertas con guantes porque no podía tolerar el aire, tan pronto como supo que tendría que ir allá, empezó a salir sin velillo y sin guantes para aconstumbrarse a que le diera el aire y desde entonces no volvió a usarlos nunca, aunque a veces le costara estar enferma. Tampoco dejó de marchar aunque no se encontraba bien. Soportó con gran paciencia las fatigas del viaje: a veces no encontraban dónde alojarse, porque la gente veía el aspecto de pobres que tenían, y ella enferma como estaba… Creyó que le costaría la vida, pero sin embargo no dejó de ir ni de hacer nada de lo que tenía que hacer para el establecimiento del Hospital; y regresó estando todavía enferma tan pronto como supo que era necesario hacerse cargo de los Niños Expósitos. Para éstos tuvo una gran caridad y bondad, mostrándoles un verdadero afecto de madre.
Fue tan sumisa en todo a la voluntad de Dios que con frecuencia El permitía que se encontrara enferma en las mayores fiestas y no pudiera comulgar. Nunca manifestó pena ni tristeza, diciendo sencillamente que Dios no lo había querido y que ella no era digna. Nunca quiso, quizá por humildad, pedir permiso para que se celebrara la Santa Misa en casa, aunque muchas veces se quiso persuadirla de ello, puesto que estando enferma tan a menudo se veía con frecuencia imposibilitada de oírla. Cuando se le hablaba de este asunto, solía decir: «¡Dios nos guarde de ello!».
Tenía tan grande amor a la pobreza que muchas veces nos recomendaba que nos conserváramos en este espíritu. Y nos daba ejemplo en todo lo que podía, tanto en su comida como en su vestido, el cual era frecuentemente restos del de alguna Hermana que se lo ac( modaban para ella. Lo mismo con la ropa blanca y cualquiera otra cosa a su servicio. Nos contaba a veces que siendo jovencita había estado de pensión, con otras señoritas como ella, en casa de una buena señora devota. Y viendo que aquella maestra era pobre, le dijo un día que tomara labor de los mercaderes y que ella trabajaría en provecho suyo. Así lo hizo, alentando a otras compañeras a que hicieran lo mismo. Igualmente, se encargaba de tareas bajas de la casa, como colocar la leña en la leñera ella misma y otras cosas penosas.
Tuvo también gran deseo de ser capuchina y nos decía que cuando iba al convento se sentía llena de alegría apenas divisaba los muros del mismo. A veces hacía penitencia comiendo raíces. Fue contra su voluntad y por obedecer a los suyos, como consintió en el matrimonio, y en su vida de casada no dejó de tener gran devoción.
Tuvo siempre un gran celo por la salvación de las almas, yendo por los pueblos para instruir a los pobres y poniendo en marcha las escuelas. Y en esas ocasiones llegó a vivir tan pobremente, que a veces tuvo que acostarse en el suelo sobre un poco de paja, tanto ella como la Hermana que la acompañaba, y al tomar alimentos de baja calidad, llegó a caer enferma más de una vez.
Otra vez fue a un pueblo en el que las mujeres estuvieron tan contentas de escucharla que fueron a contárselo a sus maridos y éstos quisieron también asistir a sus pláticas; se les hizo notar que los hombres no asistían a ellas y entonces fueron a ocultarse debajo de la cama y en otros lugares de la casa para escuchar sin ser vistos. Después preguntaban si confesaba… En el momento del regreso de aquel lugar, todo el mundo la seguía y los niños corrían detrás. Uno de éstos se cayó bajo la rueda de la carreta, pero la Señorita elevó su espíritu a Dios para orar por aquel niño, que resultó ileso, de lo que ella dio gracias a Dios.
En los últimos años de su vida, he observado que se hallaba completamente desasida del cariño que tenía por su familia a la que siempre amó tiernamente. Pero a las miradas de ellos y aun de las Hermanas, resultaba evidente que quería se desprendieran de ella, y por su parte no demostraba tanto afecto sensible como en tiempos anteriores había hecho. Creo que era para prepararnos a que nos separáramos de ella.
Además de lo que se ha dicho de ella en su última enfermedad, yo he observado la presencia de espíritu que tuvo incluso momentos antes de entrar en la agonía. Una Hermana llegó a verla y, como estaban corridas las cortinas, le dijo su nombre. Al momento, la Señorita se acordó de una pena interior que tenía dicha Hermana, y le dijo: «Hermana, ruego a Dios que la libre de la aflicción en que se encuentra». Sabía, en efecto, que la muerte del difunto Sr. Portail le había sido muy sensible y aumentaba sus demás penas».
Como todas las Hermanas que hablaron en las dos conferencias sobre las virtudes de Luisa de Marillac, Bárbara con mucha sencillez destaca su caridad, su deseo de dar a conocer a Jesucristo, de compartir esa llama viva de Amor de Dios que ardía en ella, su preocupación por su propia fidelidad a Dios y la de la Compañía viviendo de acuerdo con la vocación recibida: la de «ser sierva de Jesucristo en los Pobres».
Este testimonio es una invitación, como dijo San Vicente el 24 de julio de 1660, a que sepamos descubrir las riquezas que nos han dejado en herencia Luisa de Marillac.
Sor Elisabeth Charpy
Algún tiempo después de que se hubiera decidido que todas las Hermanas irían vestidas y cofiadas en la forma en que van ahora, todas igual, ella también quiso tomar la cofia de las Hermanas y lo hizo un día de Pentecostés. Fue a la iglesia llevando la cabeza cubierta sólo con la «corneta», y se puso un cuello como los nuestros; pero su estado de salud se resintió de que fuera tan desabrigada y cayó enferma de modo que tuvo que desistir de su propósito, volviendo a adoptar su propio tocado. Pero siempre manifestó lo que le hubiera agradado, si Dios lo hubiera permitido, ir vestida como las demás. Y como su salud no se lo permitía, se consideraba indigna de ser llamada Hermana de la Caridad. Repetía que no lo merecía, puesto que no hacía como las otras Hermanas, aunque varias veces lo hubiera intentado: por ejemplo, levantarse a la hora de todas por las mañanas y hacer los demás ejercicios; pero siempre caía enferma.
Sufrió con gran paciencia y conformidad con la voluntad de Dios todas las dificultades que se presentaban en la dirección y gobierno de las almas de que estaba encargada. Y cuando alguna vez yo le manifestaba mi pena por lo que sabía estaba sufriendo en aquel momento, me contestaba que había que someterse a la voluntad de Dios.