1. El enraizamiento en Cristo experiencia espiritual
El tema que se me han señalado para compartir con vosotros requiere que todos tomemos unas gafas polarizantes. Si, las gafas polarizantes permiten ver con la luz de la fe en medio del eclipse del sentido de Dios que vive nuestro mundo. ¡Las necesitamos!.. Cuando presenciamos un eclipse de sol y queremos ver lo que ocurre en medio de la oscuridad nos proveemos de gafas polarizantes. Para abordar este tema las necesitamos. Porque la experiencia de enraizamiento en Jesucristo de san Vicente y santa Luisa es, ante todo, un proceso de fe. Si, de fe en el Credo y en la Palabra de Dios, a la que asintieron, se adhirieron y dejaron que inspirase su manera de pensar, sentir, decidir y vivir. Sus contemporáneos percibieron que ellos eran personas llenas del espíritu de Jesucristo, que vivían enraizados en Él y que sus criterios eran conformes en todo a los del Hijo de Dios. Las personas que les conocieron y trataron percibieron que su corazón vivía enraizado en Jesucristo.
Luis Abelly dice de Vicente: Veamos uno de los muchos testimonios que conservamos relativo a san Vicente: «No hablaba casi nunca sin que adujera al mismo tiempo alguna máxima o algún hecho del Hijo de Dios, ¡tan lleno estaba de su espíritu!… Aplicaba las palabras y los ejemplos del Divino Salvador en todo lo que aconsejaba o recomendaba. He oído decir al Sr. Portail que lo conocía y trataba con él desde hacia cincuenta años, que el Sr. Vicente era una de las imágenes más perfectas de Jesucristo que había conocido en la tierra» (L. Abelly, Biog. de SVP: libro III, cap. VIII, p. 608. Ed. CEME). El confiesa haberle oído: «Nada me place si no es en Jesucristo»
Lo mismo podemos afirmar de Santa Luisa. Ella misma lo expresa en sus notas espirituales sobre el Bautismo: «Vivamos, pues, como muertas en Jesucristo y por lo tanto, ya no más resistencia a Jesús, no más acciones que por Jesús, no ya más pensamientos que en Jesús, en una palabra, no ya más vida que para Jesús y el prójimo, para que en este amor unitivo ame yo todo lo que Jesús ama, para que por este amor cuyo centro es el amor eterno de Dios por sus creaturas, alcance de su bondad las gracias que su misericordia quiere concederme» (SLM: E. 69, p. 775). Esta experiencia de fe era percibida por las Hermanas. Así lo testifican al hablar de ella (24.07.1660): «Tendía en todas las cosas a conformar sus acciones con las de Nuestro Señor. Hacía lo que dice san Pablo: «No soy yo el que vivo, sino Jesús el que vive en mí. De esa manera, intentaba hacerse semejante a su Maestro por la imitación de sus virtudes…. Supo formarse en las virtudes de Nuestro Señor» (SVP: IX/2, 1235).
Ellos vivieron enraizados en Jesucristo en un ambiente y en una cultura de cristiandad, propia del siglo XVII y de épocas pasadas de nuestra historia. Hoy hemos de vivir enraizados en Jesucristo en un contexto muy diferente, que no facilita la experiencia de fe. Tampoco la facilitaba el imperio romano y el mundo pagano en el que vivieron los primeros cristianos. ¡No importa!… En nuestro poder está el asentir a la Palabra de Dios y a las verdades reveladas propuestas por la Iglesia en el Credo de nuestra fe. El cambio de perspectiva cultural y religiosa no nos exime de la responsabilidad de creer en Jesucristo y seguirle.
Pedro confesaba abiertamente después de Pentecostés: «Él es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hech, 4, 11-12) Con palabras semejantes confiesa su experiencia Pablo: ¿Quién me separará del amor de Cristo?… (Rom. 8, 35). Es la misma experiencia de san Vicente y santa Luisa: Jesucristo es la roca que fundamenta su vida, es la razón de su existir, el modelo de su conducta y la fuente del amor que justifica y da sentido a su existencia.
2. El enraizamiento en Cristo es una experiencia amenazada hoy:
Una de las razones del éxito del cristianismo primitivo fue su capacidad para dialogar y expresarse en las diversas culturas (grecolatina, copta, india, irania,…) sin perder por ello su identidad. Lo mismo hicieron los Padres de la Iglesia que dialogaron con Platón, lo hizo Santo Tomás de Aquino con Aristóteles, Vicente de Paúl con el hugonote de Marchais y Luisa de Maril lac con las grandes Señoras de la nobleza parisina, esposas de los políticos dirigentes del gobierno francés. Los cristianos auténticos de todos los tiempos no han tenido dificultades para ser a la vez cristianos y personas de su tiempo.
Ese es nuestro reto en el presente: dialogar con la increencia, la indiferencia y el ateísmo racionalista y pragmático. El eclipse del rostro de Dios necesita personas convencidas, entusiasmadas, adheridas a Jesucristo y animadas por la fe en su persona, como Vicente y Luisa. Lo decía ya el Papa Pablo VI: «El mundo exige evangelizadores que hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente como si estuviesen viendo al Invisible«.1 Las expresiones conocer a Dios y tratar familiarmente con Él nos hablan de una experiencia, la misma que tiene Jesús de Nazaret con relación a su Padre y Vicente de Paúl o Luisa de Marillac con relación a Jesucristo.
Para Vicente y Luisa Jesucristo es el servidor y evangelizador de los pobres. Ha venido al mundo para manifestar a los pobres la bondad y el amor que Dios les tiene. Hoy como ayer, dentro de nuestra cultura y economía de globalización, los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Aumentan constantemente las bolsas de pobreza y los grupos de marginados, a la vez que se fomenta el despilfarro y el consumismo insolidario. Necesitamos testigos de la fe con ojos y manos solidarias. Como lo fue San Vicente que exhortaba así a sus misioneros: «No hay en la Iglesia de Dios una Compañía que tenga como lote propio a los pobres y que se entregue por completo a ellos. De esto, es de lo que hacen profesión los misioneros; lo especial suyo es dedicarse, como Jesucristo a los pobres… Somos para los pobres; son nuestra presencia, nuestro capital; lo demás es accesorio«.2
En nuestro mundo la indiferencia hacia Dios nos lleva a ser indiferentes e i nsolidarios con los pobres. ¡ Es una amenaza sería para nuestra fe en Jesucristo!… También los primeros cristianos experimentaron esa amenaza y algunos llegaron a languidecer. Por eso el autor del Apocalipsis, en los mensajes que dirige a los responsables de las distintas Iglesias, les invita a que reflexionen sobre el estado espiritual en que se encuentran: «mantén con firmeza lo que tienes«; «sé fuerte ante la tribulación«; «reanima lo que está a punto de morir«; «has perdido el amor primero«.3 Estos mensajes se nos dirigen hoy a nosotros, miembros de JMV reunidos en Asamblea Internacional. Centrar la vida en Jesucristo es reanimar la fe y apoyarla en bases firmes y sólidas. Como seguidores de Vicente y Luisa, hemos de dedicarnos a los pobres. Ese es nuestro distintivo en la Iglesia, pero enraizados en Jesucristo, fuente del amor humillado y presente en la humillación de los pobres y en sus vidas rotas y crucificadas. Veamos ahora cómo llegaron a esta experiencia san Vicente y santa Luisa.
3.- El proceso de enraizamiento en Cristo de Vicente de Paúl
Conocemos la vida del santo de la Caridad y la Misión. Entre 1605 y 1616, Vicente fue un sacerdote viajero, aventurero y lanzado a la búsqueda de honores personales, impulsado por el deseo de conseguir beneficios para lograr una cómoda situación personal y familiar. La acusación del robo y las tentaciones contra la fe le acercaron a los pobres. Palpa la necesidad… Es su noche oscura. De ese estado sale, según Abelly, cuando «un día se decidió a tomar la resolución firme e inviolable de honrar más a Jesucristo e imitarle más perfectamente de lo que hasta entonces lo había hecho, y se comprometió a dar toda su vida por su amor al servicio de los pobres«.4 El buscador de beneficios personales se convirtió así en gerente y administrador de los asuntos de Dios.
«Honrar a Nuestro Señor Jesucristo e imitarle más perfectamente«, es la clave que explica su cambio. Sin dirigir nuestra mirada a esta experiencia espiritual, es imposible comprender su acción caritativa en la Iglesia. Personalmente comparto con H. B rémond la afirmación sobre San Vicente: «No son los pobres los que le han llevado a Dios, sino Dios quien le ha devuelto a los pobres. Quien le ve más filántropo que místico, quien no le ve ante todo como un místico, se imagina un Vicente de Paúl, que jamás existió«.5 Su entrega a los pobres la hizo mirando a Jesucristo, sintiéndose identificado con Él y continuador de su misión. Primero de forma difusa, a partir de su experiencia de párroco de Clichy (1611) de forma más consciente y nítida. Tiene entonces 30 años. Y en 1617 comienza a ser y sentirse continuador de la misión de Jesucristo de forma transparente y disponible a la voluntad de Dios.
La imagen de Cristo preferida de San Vicente es la de Jesús misionero del Padre que recorre las aldeas derrochando compasión, misericordia y perdón: «Los sentimientos más íntimos de nuestro Señor han sido preocuparse de los pobres para curarlos, consolarlos, socorrerlos y recomendarlos. En ellos es en quienes ponía todo su afecto. Y él mismo quiso nacer pobre, recibir en su compañía a los pobres, ponerse en lugar de los pobres, hasta decir que el mal y el bien que les hacemos a los pobres los considera como hechos a su divina persona. ¿Podría acaso mostrar un amor más tierno a los pobres? Y ¿qué amor podemos nosotros tenerle a él, si no amamos lo que él amó? No hay ninguna diferencia entre amarle a él y amar a los pobres de ese modo. Servirles bien a los pobres es servirle a él; es honrarle como es debido e imitarle en nuestra conducta».6
Entre sus escritos encontramos una carta de mayo de 1635 al P. Antonio Portail que refleja su enraizamiento en Jesucristo experiencia espiritual que da sentido a su vida: «Acuérdese, Padre, de que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo; y que hemos de morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo; y que nuestra vida tiene que estar oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo; y que para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo«.7 El texto no es un juego de palabras, expresa su grado de identificación con Jesucristo como algo natural. En sus palabras resuena la misma experiencia y convicciones de Pablo: «Mi vida es Cristo; no vivo yo, es Cristo quién vive en mi«; «en la vida y en la muerte somos del Señor Jesús«.
El Cristo que da sentido a su vida es el Hijo de Dios, misionero del Padre.8 Le ha descubierto así meditando el capítulo 4º del evangelio de Lucas. Lo afirma con fuerza y convicción: «El Hijo de Dios vino a evangelizar a los pobres; y nosotros ¿no hemos sido enviados a lo mismo? Sí, los misioneros hemos sido enviados a evangelizar a los pobres ¿qué dicha hacer lo mismo que hizo nuestro Señor!9 Ese Cristo encarnado para evangelizar a los pobres es la Regla de la Misión.10 Vicente vive en clave de encarnación… Antes de emprender una acción o de tomar una decisión se preguntaba: «¿Qué pensaba de esto nuestro Señor? ¿Cómo se comportaba en un caso semejante? ¿Qué es lo que dijo? Es preciso que yo ajuste mi conducta a sus máximas y ejemplos«.11 Vicente de Paúl se siente seguidor de un Cristo encarnado, compasivo, servidor del designio de amor del Padre y evangelizador de los pobres, condición que le lleva a ser adorador del Padre y buscador de su gloria. Este Cristo es el que San Vicente contempló, ejemplo de vida para quienes buscamos y experimentamos situaciones similares a las suyas. Esta experiencia guió toda su vida.
Así en la conferencia a los misioneros del 30 de mayo de 1659, Vicente de Paúl , con entusiasmo juvenil, invita a contemplar a Jesucristo, a revestirse de su amor : «Miremos al Hijo de Dios: ¡ Qué corazón tan caritativo! ¡Qué llama de amor! …… ¡Oh Salvador, fuente del amor humillado hasta nosotros y hasta el suplicio infame! ¿Quién ha amado en esto al prójimo más que tú? … Hermanos míos, si tuviésemos un poco de ese amor, ¿nos quedaríamos con los brazos cruzados?… No, la caridad no puede permanecer ociosa«.12
Vicente llega a esta experiencia contemplando a Jesucristo con el corazón, no sólo con la mirada superficial. Su vida, su pensamiento, sus sentimientos, todo su ser y su hacer gira en torno a Jesucristo, por eso antes de actuar se pregunta: ¿Qué haría Jesucristo si estuviese en mi lugar?… El Hijo de Dios es para él fuerza, impulso, modelo y manantial de caridad. Como Jesucristo, se deja invadir por el fuego del Espíritu, por el auténtico amor a Dios que lleva al amor al prójimo. Y así exclama: «No basta con amar a Dios si mi prójimo no lo ama«.13
4.- El proceso de enraizamiento en Cristo de Luisa de Marillac
Antes del encuentro con Vicente de Paúl, Luisa participaba de la Escuela de espiritualidad abstracta. En ella había aprendido que Dios es la esencia de la perfección y la santidad; por tanto pura esencia de amor, verdad, justicia… Tras el encuentro con Vicente de Paúl comienza a mirar y contemplar a Jesucristo como misionero del Padre. Antes de ser enviada a visitar las Caridades dirige su mirada contemplativa a la santa humanidad de Jesucristo, a su persona divina, cercana al sufrimiento de los hombres… Este paso va a ser una experiencia espiritual profunda y progresiva… Guiada por Vicente, descubre que la Encarnación se sitúa en el plan de amor de Dios sobre el hombre.
Dios no es ya un ser lejano y exigente, el Todopoderoso y Juez supremo que inspira más temor que amor. Ella va a descubrir que «Dios es amor y quiere que vayamos a Él por amor». Esta es la consigna repetida de Vicente de Paúl. Dios es la cercanía del amor, la excelencia del amor que colma de felicidad a las personas y las empuja a hacer el bien. Esto es lo que hizo Jesucristo en su vida terrena. Y ella está llamada a ser continuadora de su misión con los pobres. En la lectura y meditación del Evangelio de Juan va a ir descubriendo la sumisión de Cristo a la Voluntad del Padre y su actitud compasiva y humilde. Ella ve la humildad como la actitud fundamental de la Encarnación de Jesús.
La Encarnación es la prueba o señal que nos hace reconocer el amor infinito de Dios al hombre. Es la misma idea que expresa el Evangelio de Juan: «Tanto amó Dios al mundo que le envió a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Ella medita en los actos de la vida de Jesús y descubre que todos vienen a confirmar el amor infinito que Dios tiene a cada persona. Jesús nos revela continuamente el amor del Padre. Este es su descubrimiento y su camino espiritual. Ella se siente apresada por ese puro amor de Jesús en una experiencia de contemplación infusa, fruto del Espíritu Santo. Por eso dejará como lema de la Compañía de las Hijas de la Caridad la consigna paulina, un poco modificada: «La caridad de Jesucristo crucificado nos apresa» (2 Cor 5, 14). Y como sello o escudo un corazón ardiendo en llamas y en el centro la imagen de Jesucristo crucificado que se entrega a los hombres por amor.
Para Luisa de Marillac, Jesús es la cercanía del amor del Padre manifestada en los misterios de la Encarnación y la Redención. En ambos, el telón de fondo es la humildad, el amor humillado de Jesucristo. Por eso, al meditar en los diversos estados de la vida de Jesús y en sus acciones siente un especial atractivo por la humildad. Por su nacimiento en un establo «Jesús se ha hecho un niño pequeño para dar más libre acceso a sus criaturas» (SLM: E.23, n° 78, p. 694). Considera «la humildad que nuestro Señor ha practicado en su Bautismo» (SLM: E.23, n° 82, p. 695) como un medio de regalarnos la Buena Noticia del Reino. Meditando sobre el lavatorio de los pies, Luisa observa: «No puede existir nada que me impida humillarme, teniendo el ejemplo de Nuestro Señor» (SLM: E.23, n° 83, p. 695). Jesús tenía interés en hacerse honrar por sus Apóstoles, pero acepta abajarse hasta «lavarles los pies» (E.23, p. 695).
Luisa de Marillac ve la redención como la cima de la Encarnación: «la Encarnación del Hijo de Dios es, según su divino designio, por toda la eternidad para la Redención del género humano.» (SLM: E.106, n° 281, p. 823). La ruptura entre Dios y el hombre provocada por el pecado no puede durar para siempre. Al enviar a su Hijo a la tierra, Dios desea renovar la Alianza, y permite al hombre encontrar la felicidad que dará sentido a su existencia. La redención es para Luisa de Marillac, una nueva creación, una re-creación, un estado de felicidad plena por la gracia de Dios. Algo que no puede experimentarse más que al final de un largo proceso de transformación espiritual. Este proceso es la experiencia de enraizamiento en Jesucristo y su configuración con Él.
También para ella este proceso espiritual exige tiempo y pasa por acatar el Credo de la fe y la Voluntad de Dios, adherirse a ella como Jesús de Nazaret y dejar que los sentimientos de Cristo inspiren su vida. Luisa entra de lleno en la identificación con Jesucristo a través del sufrimiento. Ve a la humanidad sufriente como una prolongación de la pasión de Cristo que es redimida por el puro amor de Jesús en la cruz. Y este amor debe animar e inflamar el corazón de toda persona cristiana que quiere ofrecer un servicio como el de Jesús a los pobres y necesitados. Lo hace constar en la fórmula que utiliza para terminar sus cartas: «Soy, en el amor de Jesús crucificado, vuestra humilde sierva». Luisa desea, para ella y para las personas a las que escribe, que lleguen a estar llenas del mismo amor que ha movido a Cristo a morir en la Cruz. Se apropia así las palabras de San Juan en su primera Carta: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Y nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Él, Jesús, ha dado su vida por nosotros, nosotros debemos dar también la vida por nuestros hermanos.» (I Jn. 4, 10,16).
La Encarnación no se limita al tiempo de la vida de Jesús. Él cuando vio que se acercaba su Hora, encuentra el medio de prolongar su Encarnación y quedarse siempre con nosotros: La Eucaristí a. Así lo percibe Luisa: «El Hijo de Dios no se ha contentado con tomar un cuerpo humano y habitar en medio de los hombres, sino que queriendo una unión inseparable de la naturaleza divina con la naturaleza humana, ha hecho después de la Encarnación el invento admirable del Santísimo Sacramento del Altar, en el que habita continuamente la plenitud de la Divinidad en la segunda persona de la Santísima Trinidad.» (SLM: E. 67, p. 773). Le parece que Dios quiere manifestar repetidamente al hombre la profundidad de su Amor y lo hace a través de la Eucaristía. Ve en la comunión: «esta acción tan admirable e incomprensible al sentido humano» (SLM: E. 99, p. 812). Recibir el cuerpo de Cristo, es participar de la Vida de Dios, porque la comunión da «capacidad de vivir en Jesucristo, teniéndole vivo en nosotros» (SLM: E. 99, p. 812).
5.- Conclusión
San Vicente y Santa Luisa aprendieron a realizar esta experiencia de enraizamiento en Jesucristo en le lectura y meditación de la Palabra de Dios, escuchando el grito de las necesidades de los pobres, en la celebración de la Eucaristía, en el servicio directo y encuentro real con los necesitados, en el seno de los grupos y comunidades a los que animaban y alentaban para mejorar las condiciones de vida de los pobres, en la enseñanza del Catecismo, en la Escuela de oración que ellos fundaron,…
Como ellos estamos llamados a realizar este aprendizaje del enraizamiento en Jesucristo… ¿Qué medios empleamos?… ¿Cómo lo proyectamos en nuestras catequesis?… ¿Cómo lo perciben nuestros compañeros/as de trabajo, comunidad de JMV?, … Terminamos esta reflexión con una convicción de Vicente de Paúl: «Nuestra misión consiste en dar a conocer a Dios a los pobres, anunciarles a Jesucristo, decirles que está cerca el Reino de los cielos y que ese reino es para los pobres»
- Pablo VI: Evangelii Nuntiandi, Nº 76.
- SV P: X I/3, 387
- Cf. Ap. 2 y 3.
- L. Abelly, La vie du vénérable serviteur de Dieu Vincent de Paul, I. París 1664, p. 241.
- Brémond, Historie de la littérature française. III, 1 er partie, p. 219.
- San Vicente, X, 955; Plática a las Damas de la Caridad.
- San Vicente, II, 320; carta al P. Portail. París, 1 de mayo de 1635.
- Cf. San Vicente, XI, 310; repetición de oración del 11 de noviembre de 1657.
- Cf. San Vicente, XI, 210; Conf. 15 de octubre 1655. Cf. XI, 387; Conf. 6 de diciembre de 1658.
- San Vicente, X I, 429; Conf. 21 de febrero de 1659.
- San Vicente, XI, 468; Conf. 21 de marzo de 1659; Cf. XI, 240.
- San Vicente, XI, 555; Conf. 30 de mayo de 1659.
- Id. 553.