San Vicente de Paúl y los Gondi: Capítulo 13

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Author: Régis de Chantelauze · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1882.
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Capítulo XIII

El Consejo de conciencia y Vicente de Paúl. – La hoja de los beneficios. – Lucha de Vicente y de Mazarino. – El partido de los santos. – Desgracia de Vicente de Paúl.

En una de sus últimas declaraciones, Luis XIII había ordenado a la Reina no tomar la decisión en asuntos eclesiásticos y conferir obispados y grandes beneficios «a personas de mérito y de piedad singular, que llevaran tres años en el sacerdocio», sin haber consultado antes al cardenal Mazarino. Pero el deseo que había expresado más tarde el Rey en su lecho de muerte que Vicente de Paúl fuera asociado a estas elecciones estaba demasiado conforme con la piedad de Ana de Austria, para que ella no lo tuviera en cuenta. Estableció pues un consejo de conciencia en el que debían ser tratadas todas las cuestiones religiosas y discutidos todos los títulos de los candidatos a las principales dignidades de la Iglesia. Llamó a él, reservándose la presidencia, al cardenal Mazarino, al canciller Séguier, a dos prelados de alta virtud: Potier, obispo de Beauvais; Cospéan, obispo de Lisieux; a Charton, gran penitenciario de París, y estableció como cabeza de este consejo a Vicente de Paúl.

Vicente, asustado de la enorme responsabilidad que iba a pesar sobre él, de todos los honores unidos a una dignidad que le convertirían, por decirlo así, en el árbitro de la Iglesia de Francia y que le impediría entregarse a su gusto a sus buenas obras, Vicente suplicó a la Reina que le ahorrara esta tarea. Pero esta princesa, sabiendo todo lo que podía esperar de su incorruptible virtud, que serviría constantemente de freno a la insaciable avidez de su favorito, le impuso el deber de la obediencia, y no le quedó ya otro remedio a Vicente que inclinarse. «No he sido nunca más digno de compasión, escribía él a Roma a uno de sus sacerdotes, ni nunca he tenido más necesidad de oraciones que ahora, en el nuevo empleo que tengo. Espero que no sea por largo tiempo. ¡Rogad a Dios por mí!» Varias veces hizo esfuerzos inútiles para verse exonerado de esta carga. La Reina no quiso nunca consentir en verse privada de sus servicios y, por su parte, el viejo cardenal de la Rochefoucauld le hizo un favor, en nombre de los intereses de la Iglesia de Francia, de no abandonar el consejo. Durante una de sus misiones, hacia finales de 1644, corrió el ruido de que había caído en desgracia, y cuando esta noticia llegó a sus oídos: «¡Quiera Dios, exclamó, que sea cierto! pero un miserable como yo no era digno de este favor».

Vicente se impuso en primer lugar hacer aplicar un reglamento severo que había presentado a la regente, con el fin de destruir los enormes abusos que se habían introducido en la colación de los obispados y otros beneficios. Sucedía a veces que importantes prioratos, abadías considerables, y hasta obispados, eran conferidos a hijos de grandes familias, cuya poca edad hacía la vocación todavía incierta, y que incluso, llegando a mayores, sin entrar en la vida eclesiástica, no dejaban de percibir sus rentas. Por otro abuso no menos escandaloso, se concedían a menudo pensiones sobre los beneficios a hombres de guerra, simples laicos, a quienes sus heridas condenaban al retiro. Vicente, fuertemente secundado por sus virtuosos cohermanos, los obispos de Beauvais y de Lisieux, hizo todos los esfuerzos que pudo para extirpar tales abusos. Cuando habían sido entregadas abadías en manos de profanos, que se contentaban con percibir los frutos, dejando caer en la ruina las edificaciones y las iglesias, no titubeaba en mandar apoderarse de lo temporal por vía de justicia con el fin de dedicarlo al mantenimiento y a las reparaciones urgentes.

Mazarino no le disputó al principio la colación de los beneficios inferiores, que el santo hombre tuvo cuidado de distribuir con la más escrupulosa justicia a sacerdotes de mérito y de virtud, principalmente a los eclesiásticos de la casa del Rey y de la Reina y a los capellanes del ejército. No pasó lo mismo con los beneficios más importantes y con los obispados, de los que el todopoderoso ministro, por política como por avaricia, entendía disponer por sí y a su gusto. Vicente y los obispos de Beauvais y de Lisieux tuvieron que sostener contra él, en este capítulo, una lucha de las más ardorosas. Mazarino había hecho de la simonía un honor: nunca distribuía beneficios a los más dignos y más virtuosos, sino a los que más ofertaban o a los que se entregaban en cuerpo y alma a su política. «Tiemblo, decía a veces Vicente, consternado, que un tráfico tan condenable atraiga la maldición de Dios sobre este reino». Y perseguía esta simonía implacable y resueltamente por todas partes donde podía descubrirla. Durante diez años se atrevió a enfrentarse a Mazarino, ante quien todo se doblegaba. Solo, siguió inflexible, a riesgo de perderse en el espíritu de la Reina, como se sintió varias veces amenazado. Si se le pedía consejo para la colación de los beneficios superiores o de las prelaturas, o si de creía imponerle elecciones, se negaba inexorablemente a admitir a sujetos indignos, con riesgo de atraerse el peligroso odio del favorito. Resistía a los ruegos de sus propios amigos y hasta los de la Reina, quien cedía a menudo a sus observaciones. En una ocasión, negó al tercer hijo del sr de Chavigny, que sólo tenía cinco años, una abadía vacante a la muerte de uno de sus hermanos, y este secretario de Estado, lejos de sentir resentimiento, le alabó por su firmeza. En otra ocasión, una duquesa, a quien había negado para su hijo la sede episcopal de Poitiers, se mostró de una compostura menos fácil: agarró un taburete y se lo lanzó a la cabeza. «¡No es cosa admirable, dijo Vicente, enjugándose con un pañuelo la sangre que le cubría la cara, ver hasta qué punto puede llegar la ternura de una madres por su hijo!» Y despidiéndose de la gran señora, prohibió que la molestaran1.

Todos los testimonios contemporáneos, los más humildes como los más ilustres, están de acuerdo en rendir homenaje a esta alta integridad de Vicente de Paúl. Con ocasión de su canonización, Fénelon escribía a Clemente XI: En el hombre de Dios brillaban un increíble discernimiento de los espíritus y una firmeza singular. Sin atender ni al favor ni al odio de los grandes, no consultó más que el interés de la Iglesia cuando, en el consejo de conciencia, por orden de la reina Ana de Austria, madre del Rey, daba su consejo para la elección de los obispos. Si los demás consejeros de la Reina se hubieran adherido con más constancia a este hombre, para quien el futuro parecía estar desvelado, se habría apartado muy lejos del cargo episcopal a ciertos hombres que luego causaron grandes disturbios2«.

«Es la estima pública, escribía, por su parte, al mismo pontífice, el presidente Lamoignon, la que llevó a la Reina madre a llamarle a su consejo de conciencia; pero este honor no le impidió vivir como siempre había vivido. En las ocasiones difíciles, habló con una firmeza digna de los apóstoles; todas las consideraciones humanas no pudieron llevarle a disimular tan siquiera un poco la verdad, y no se sirvió nunca de la confianza de los grandes más que para inspirarles los sentimientos que debían tener».

Mazarino, no contento con disponer de los obispados y de las abadías más ricas a favor de sus criaturas y del mejor postor, había reunido sobre su cabeza, hacia el final de su vida, el obispado de Metz y más de treinta grandes beneficios de una renta considerable. Vicente, él nunca pensó una sola vez en desviar, en favor de sus establecimientos caritativos, las rentas del menor priorato.

Durante el proceso de su canonización, el ministro Le Pelletier depuso que había oído al canciller de Francia, Michel Le Tellier, expresarse en estos términos sobre este admirable desinterés del santo hombre: «En calidad de secretario de Estado, estuve al alcance de tener un gran comercio con el sr Vicente. Hizo más obras buenas en Francia, por la religión y por la Iglesia, que nadie que yo haya conocido; pero advertí en particular que en el consejo de conciencia donde era el principal agente, nunca se trató ni de sus intereses, ni de los de su congregación, ni de los de las casas eclesiásticas que había fundado».

En esta misma declaración, Le Pelletier rendía la misma justicia a la humildad que no cesó de guardar Vicente en medio del fausto de la corte: «Era muy joven yo todavía, dice, cuando vi en el Louvre al siervo de Dios, y allí le ví muchas veces. Se presentaba con una modestia y una prudencia llenas de dignidad. Los cortesanos, los prelados, los eclesiásticos y otras personas le hacían objeto de grandes honores; y él los recibía con mucha humildad. Salido del consejo, donde había decidido de la suerte de cuanto había de más grande en el reino, era tan cómodo, tan familiar con el último de los hombres, como entre los esclavos de Túnez o en la banca de los forzados. Un virtuoso obispo que no le había visto desde su entrada en la corte, viéndole tan humilde, tan afable, tan dispuesto a prestar servicio como antes, no pudo por menos de decirle: «El sr Vicente es siempre el sr Vicente». Tal en efecto quiso ser hasta la muerte.

Sin miedo a las habladurías de los cortesanos, se presentaba en el Louvre con la misma sotana que llevaba al visitar los hospitales, sotana de una lana grosera, toda raída y remendada, pero de una gran limpieza. Habría pensado cometer un robo para con los pobres y los niños expósitos, de quienes se había convertido en el padre, si se hubiera comprado una nueva antes que la otra hubiera cumplido su tiempo3.

El cardenal Mazarino, que llevaba en todo el lujo hasta el rebuscamiento, que se hacía arreglar el bigote a tijera y se inundaba de perfumes como un Griego del Bajo Imperio, lejos de comprender todo lo que había de sublime en esta sencillez y esta pobreza, sólo era para él objeto de burla. Un día, agarrando al santo hombre por su mal ceñidor y señalándoselo a la Reina: «Ved pues, señora, exclamó, ¡cómo viene el sr Vicente vestido a la corte y qué hermosa sotana trae! -Eso es verdad, monseñor, le respondió Vicente de Paúl sonriendo, pero está sin mancha y sin roto». Vicente, por lo demás, disimulaba tan poco en sí mismo el singular contraste que debía producir en medio de esta corte tan brillante su rústica persona, tan miserable y ridículamente vestida, que al verse en los espejos del Louvre, no podía por menos de exclamar: «¡Oh, el gran patán!4» Se puede comprender de qué espanto fue presa cuando la Reina quiso darle el capelo de cardenal, y cuál fue su respuesta.

Mazarino, a fin de destruir la influencia de la corte de Roma que, mediante secretas negociaciones de sus nuncios, se esforzaba de continuo en incorporar a su política al clero de Francia y en oponerle a la suya, Mazarino no perdió ocasión de reconstruir una Iglesia únicamente galicana y que estuviera enfeudada a la monarquía francesa. No se imaginó nada mejor, para poner enteramente al alto clero bajo su dependencia, que constituirse en el único dispensador de las dignidades y de los grandes beneficios eclesiásticos. Poco a poco, hizo que se estableciera por regla en el gabinete, que el sr de la Vrillière, secretario de Estado de los asuntos del clero, no expidiera nombramiento de alguna importancia sin que él la hubiera aprobado y revestido con su firma. Mientras llenaba de atenciones a los obispos de Lisieux y de Beauvais, y sobre todo a Vicente de Paúl, mientras seguía sus consejos con deferencia en los asuntos menores, para todos los de alguna importancia y que afectaban a sus intereses, no tomaba ningún parecer más que de sí mismo. Pero al no poder, a pesar de todas sus astucias y sus precauciones, triunfar de su resistencia, se ocupó de no convocar el consejo sino a largos intervalos, hasta el momento que encontrara algún pretexto para suprimirlo.

La Reina era española y devota, y no era fácil persuadirla de que la política debiera ir por delante de la religión. Mazarino se las arregló muy bien para engañarla sobre sus verdaderas intenciones y para ocultarle el propósito que perseguía. A ejemplo de Richelieu, apoyó a los Jesuitas, quienes no le gustaban nada, y proscribió a los jansenistas, a quienes detestaba y se lo devolvían muy bien. En París, cierto número de obispos no se dejaron dirigir más por el nuncio Sforza. Mazarino, prodigando los beneficios, se formó entre los galicanos un partido preparado para luchar contra el partido adicto a la Santa Sede. En Roma, bajo el reinado de Urbano VIII, quien se había mostrado totalmente favorable a Francia, logró equilibrar la influencia de los cardenales que le eran hostiles. Bajo Inocencio X, que era su enemigo personal y, también, gran partidario de España, Mazarino, para tenerle en jaque, hizo cada vez mayor tráfico con los bienes de la Iglesia. Los honestos prelados del consejo de conciencia, y Vicente a su cabeza, que no entendían nada de esta política profana y que no veían en todas estas distribuciones más que una abominable simonía, no cesaban de presentar sus quejas a la Reina.

El cardenal, para destruir en el espíritu de la regente los escrúpulos que le producía el partido de los santos, se reunía con ella todas las noches para conversar en particular. Al dejarla, tomaba nota en sus libretas, que existen todavía en la Biblioteca nacional, todas sus conversaciones con esta princesa, las reflexiones que hacían nacer en él y las resoluciones que le parecía que se debían tomar contra sus piadosos adversarios.

El obispo de Lisieux, orador de fama por entonces, amigo del P. de Bérulle, y de quien Richelieu mismo había respetado siempre «la virtud y la barba gris», se declaró resueltamente, en público y en secreto, contra la política simoniaca del cardenal. Vicente le secundó lo mejor que pudo ante la Reina, y para dar más peso y autoridad a sus advertencias, comprometió a esta princesa para que consultara con el P. de Gondi, a quien ella había ofrecido, al principio de la regencia, el cargo de primer ministro, que éste se apresuró a rehusar para no abandonar su clausura5. La Reina consintió en ver al ilustre Oratoriano, y como éste sin duda le dejó adivinar que había entregado toda su autoridad en las manos del cardenal, la reina exclamó con fuerza y le declaró que no creía dejarse gobernar, y que si alguna vez él pensaba que lo fuera, le rogaba que saliera de su celda y viniera a aconsejarla. Volvió, por supuesto, y fue para levantarse con más fuerza contra Mazarino6.

En el partido de los santos se hallaba una multitud de hombres y de mujeres tan distinguidas por su nacimiento como por su piedad, entre otras la marquesa de Maignelais, la señora de Liancourt, la señora de Loménie de Brienne, religiosos, el P. Dans, el P. Lambert, de quienes Mazarino anota con cuidado los nombres en sus apuntes, para poder librarse de ellos de una manera o de otra. Poco escrupuloso por los medios, arruinó al P. Lambert en el espíritu de la Reina haciéndole pasar por jansenista y amigo de Antonio Arnauld, y se deshizo del P. Dans por medio de un canonicato que le ofreció en la Santa Capilla7. En cuanto al P. de Gondi y a Vicente de Paúl, veremos pronto cómo se vengó del primero y cómo llegó a destruir en parte la influencia del segundo.

De la ciudad la oposición del partido de los santos se había deslizado a los conventos y, por ese lado, se lo temía todo, pues la Reina muy piadosa, y como verdadera Española, no faltaba en acudir allí para hacer los retiros, sobre todo al acercarse las principales fiestas. Entre sus preferencias estaba el Val-de-Grâce, y este convento de religiosas era el principal hogar de la guerra santa contra el cardenal. Mazarino hizo todos los esfuerzos, usó de todos sus artificios para apartar a la Reina de estas visitas a los monasterios, de estas prácticas de devoción llevadas al exceso e irreconciliables, según él, con los deberes de una Reina: «Este fasto de piedad, de moda en España, no es apropiado en Francia, le decía él.. Al veros acudir sin cesar a las iglesias y a los monasterios, de continuo rodeada de sacerdotes, de monjes y de religiosas, se os compara a Enrique III, quien estaba muy confitado en sus devociones, lo que no le impidió ser expulsado de París8«.

«Todos estos pretendidos siervos de Dios, escribía en sus apuntes (para ponerlos a la vista de la Reina), son en realidad de los enemigos del Estado. En tiempo de una regencia, y entre tantos planes malos del pueblo, de los grandes, de los parlamentos, cuando Francia tiene sobre sus hombros la mayor guerra que jamás haya sostenido, es necesario absolutamente un gobierno fuerte. Sin embargo la Reina vacila, titubea entre todos los partidos, escucha a todo el mundo, y mientras divulga a sus confidentes los consejos que le doy, no me dice nada a mí de los que le dan mis enemigos. Los conventos, los monjes, los sacerdotes, los devotos y las devotas, so pretexto de mantener el fervor de la Reina, no piensan en otra cosa que en hacerle pasar el tiempo en todas estas cosas, para que no lo tenga para los asuntos y hablar conmigo; y esperan lograr sus designios dando el último golpe, cuando todo esté listo, por la Maignelais, por Dans, por la superiora del Val-de-Grâce (Marie de Bourges) y por el P. Vicente. Todos las devotas están coligadas, y la Maignelais da continuamente citas a Houtefort y a Sénecé9. La Reina subordina los asuntos públicos a los domésticos, y en particular a la devoción, cuando debería hacer todo lo contrario. Todo París murmura de sus continuas demostraciones, y se ríen de ella. Que Su Majestad se entere, y hallará que digo la verdad. Dios está en todas partes, y la Reina puede rezarle en su oratorio, en lugar de dar pie a tantas a tantas habladurías tan perjudiciales a su servicio10«.

Tales eran los comentarios tan políticos como poco devotos que el cardenal hacía de la Reina. Después de hacer fracasar al complot urdido contra su vida por los Importantes, mandando detener al duque de Beaufort y desterrar a la señora de Chevreuse, se aprovechó del estupor producido en el público por este golpe de fuerza para acabar con el partido de los santos. El obispo de Lisieux fue remitido a su diócesis, al P. de Gondi se le prohibió la entrada en la corte, y se obligó pronto a la señora de Hautefort, amiga de la Reina, a separarse de ella. Todas estas desgracias amargaron cada vez más la situación11. El obispo de Beauvais, cabeza de los descontentos del clero, siguiendo con sus intrigas contra el favorito, éste hizo contraindicar bajo cuerda en Roma el capelo que se había solicitado para el prelado, después le invitó a seguir al obispo de Lisieux y retirarse a su diócesis12. «Los obispos de Limoges, de Lisieux y de Beauvais, no encontrándose allí ya para agitar al clero, dice Victor Cousin, la oposición devota, que había dado tantas preocupaciones a Mazarino, se redujo poco a poco a impotentes murmullos, y el cardenal no tardó en salir ganando en este aspecto, con la ayuda de la hoja de los beneficios de los que acabó por disponer de un poder absoluto. El retiro del obispo de Beauvais y del obispo de Lisieux le entregó el consejo de conciencia, donde no encontró más resistencia a sus vistas que con el P. Vicente. Sus medios ordinarios no eran suficientes para dominar al santo hombre, Mazarino, no queriendo enfrentarse a un personaje así, dio la vuelta a la dificultad; suspendió por algún tiempo las sesiones del consejo de conciencia, y no reunió ya este consejo más que raras veces13«.

Como no era más fácil intimidar a Vicente que corromperle y desarraigarle, éste se atrevió a plantar cara hasta el final al favorito victorioso. La Reina continuó consultándole en secreto sobre la elección de obispos, y más de una vez tuvo bastante suerte para lograr apartar a los indignos protegidos del todopoderoso ministro. Veamos en qué términos la señora de Motteville, la fiel dama de honor de Ana de Austria, nos habla de la admirable conducta que tuvo él en este consejo así mutilado, incluso fuera de él: «Este consejo, dice ella, subsistió mientras que el ministro, viendo su autoridad traspasada, se mantuvo con moderación; pero una vez que se reafirmó, quiso disponer a su gusto y sin ninguna contradicción de los beneficios, como de todo lo demás, o que aquellos a quienes la Reina se los diera fueran de sus amigos, sin preocuparse demasiado que fueran buenos servidores de Dios, diciendo que él creía que lo eran todos. Este consejo no sirvió pues más que para excluir a los que ella no quería favorecer; y algunos años después fue abolido del todo, a causa de que el P. Vicente, que era su jefe, siendo hombre de palabra, que nunca había pensado en ganarse los favores de la gente de la corte cuyas maneras él no conocía, fue puesto fácilmente en ridículo, porque era casi imposible que la humildad, la penitencia y la sencillez evangélica estuvieran de acuerdo con la ambición, la vanidad y el interés que reinan en ella. La que le había nombrado habría deseado mantenerlo; por eso ella tenía algunas conversaciones con él sobre los escrúpulos que le habían quedado siempre; pero le faltó firmeza en esta ocasión, y dejó las cosas con frecuencia según el gusto de su ministro, al no creerse tan hábil como él en muchas cosas; lo que fue causa de que le resultara fácil persuadirla de todo cuanto él quería, hacerla volver, después de alguna resistencia, a lo que el había resuelto. Yo sé sin embargo que, en la elección de los obispos en particular, le costó mucho trabajo entregarse, y más todavía cuando se dio cuenta que había recibido sus consejos con demasiada facilidad sobre este importante capítulo; cosa que no hacía siempre sin consultar en particular al P. Vicente mientras vivió y a otra gente a quienes tenía por buenos; pues fue engañada a veces por la falsa virtud de los que pretendían la prelatura, y cuyos hombres de piedad, sobre quienes se fiaba en este examen, le respondían un poco a la ligera. Sin embargo, a pesar de la indiferencia que parecía tener su ministro en este asunto, Dios hizo la gracia a esta princesa de ver a la mayor parte de los que, durante su regencia, fueron elevados a esta dignidad, cumplir con sus deberes, y desempeñar su oficio con una santidad ejemplar».

Entre los hombres poco dignos que, por esta época, sorprendieron la religión de la Reina para colarse en el episcopado, el P. Rapin cita en primera línea, en sus Memorias, a Juan Francisco Pablo de Gondi, el futuro cardenal de Retz, nombrado coadjutor de su tío el arzobispo de París en 1643, y poco después arzobispo de Corinto. «Es verdad, añade el P. Rapin, que la Reina no podía resistir a una gran parte de las personas más importantes de la corte, es decir el duque de Retz, el general de las galeras, Felipe Manuel de Gondi, conde de Joigny14, padre del joven abate, y sobre todo el duque de Longueville, la marquesa de Maignelais, el P. Vicente mismo, su antiguo institutor. Jugó tan bien su papel, que se le creyó en el camino hacia el reino de Dios. «Tan verdad es, dice él mismo a este propósito y no sin malicia, que no existe nada que esté tan sujeto a la ilusión como la piedad! Ella consagra toda clase de imaginaciones…» ¿No era en efecto una extraña ilusión que se le hubiera tomado por santo?

  1. El sr abate Maynard.
  2. Carta con fecha de 1706.
  3. El sr Maynard, passim.
  4. Es Vicente mismo quien cuenta esta particularidad en su conferencia del 24 de agosto de 1657.
  5. Mémoires du cardinal de Retz. Varios miembros de la familia de Gondi, desde el siglo dieciséis, habiendo ocupado en Francia esta alta función, semejante elección, antes de que la Reina se hubiera decidido por Mazarino, nada tiene que pueda sorprender.
  6. Aquí van algunos pasajes muy curiosos de los aountwes del cardenal en los que se trata de Vicente de Paúl, del P. de Gondi y otros miembros del partido de los santos que le era tan hostil: 2º carnet, p. 62: «Vanno a trovar M. Vincent, e sotto pretesto di affectione alla Regina, li diconoche la sua riputazione perde per la galanteria». Mismo carnet, p. 39: «Che M. Vincent vuol metter avanti il padre Gondi». 6º carnet, p. 77: «M. Vincent nella la troppa di Menele (Maignelais), Dans, Lambert e altri, etc., è il canale per il quale tutto passa all’orecchie di S. M.». 3ºcarnet, p. 10: «S. M., al padre Gondi dhe non voleva esser governata, e ch se mai lui avesse creduto che la fosse, lo pregava a sortir della cella per venir ad avvertala». Mismo carnet, p. 33: «El padre Gondi avia hablado en mi prejuditio como lo avia hecho tambien el padre Lambert y M. Vincent».
  7. El sr abate Maunard.
  8. 3er caenet, p. 35.
  9. Las señoras de Hautefort y de Sénecé, amigas de la Reina, y cuya desgracia no tardó en precipitar el cardenal.
  10. 4º carnet, p. 62 vº, y p. 24 y 28.
  11. Tallemant des Réaux, t. III; Victor Cousin, Journal des savants, febrero 1856, Carnets de Mazarin.
  12. Victor Cousin, ibid., Carnets de Mazarin, p. 58.
  13. Victor Cousin, Carnets de Mazarin, en el Hournal des savants de 1856, p. 58. Mazarino inscribía esta nota en se 3er carnet: «No tener per qualche tempo il consiglio di conscienza».
  14. Retz cuenta en sus Memorias que el sr de Lisieux y su tía, la marquesa de Maignelais, pidieron la caodjutoría para él a la Reina, pero que esta princesa no la otorgó más que ante la perición que le hizo en persona el P. de Gondi.

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