San Vicente de Paúl y la Caridad. 3.- Tradición e inspiración

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: André Dodin, C.M. · Año publicación original: 1960.
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III.- Tradición e inspiración

En aquel sillón próximo al fuego donde, el 27 de septiembre de 7660, se había dormido el Señor Vicente, no podría su espíritu permanecer en reposo. Comenzaba una nueva carrera. Continuaba activo

  • en las instituciones que había fundado,
  • en las orientaciones religiosas que guiaría,
  • en los movimientos del espíritu y del corazón que no cesaría de imantar.

La tradición de las instituciones

En aquel año de 1667, cuando el Señor René Alméras sucedió al Señor Vicente, la organización de las dos familias religiosas estaba prácticamente acabada. Los Superiores mayores de los Sacerdotes de la Misión y de las Hijas de la Caridad abrigaban por lo demás una devoción tal hacia el fundador, que hubiesen creído cometer un sacrilegio cambiando la menor práctica querida o simplemente deseada por el santo «Institutor». Fue su principal cuidado alimentar la devoción al Señor Vicente, hacer se escribiera su vida y sobre todo mantener las instituciones en el espíritu que las había hecho vivir.

1.- La expansión de las obras  (1660-1960)

Esta ambición fue común a todos los superiores generales que se sucedieron hasta la Revolución francesa en la Central de la Caridad en que se había convertido San Lázaro. Entre ellos, dos sobre todo aparecen como maestros de obras, y marcaron profundamente la vida de la doble familia religiosa. El primero, Señor E. Jolly, a quien el Señor Vicente había ya señalado a la Duquesa de Aiguillon como su sucesor, tuvo durante 24 años el destino de las obras vicencianas en sus manos. Carácter imperioso, capaz de encararse con Luis XIV y con Louvois, trasformó totalmente la casa de San Lázaro y abrió no menos de 40 nuevas casas, entre 1673 y 1697. El segundo, Jean Bonnet. (1711-1715), administrador consumado y pastor vigilante, tomó netamente posición contra las formas más corrientes del Jansenismo y no dudó en despedir a una veintena de súbditos. Presidió asimismo las fiestas de la beatificación del señor Vicente (1729), Ia cual había sido preparada, en París y en Roma, por los trabajos del señor Pierron (1697-1703). Pero fue el  señor Couty, séptimo general (1736-1713) quien asistió a la canonización del bienaventurado Vicente por el papa Inocencio XII. Sin ruido, pero sin interrupción,  misioneros e Hijas de la Caridad entregáronse en las obras creadas por el señor Vicente. La de los seminarios se desarrolló considerablemente, y la Congregación de la Misión aseguraba la dirección de 56 seminarios diocesanos. Muy deferentes con el poder real, los superiores generales se resignaron a aceptar algunas obras que juzgaron poco conformes a la primera orientación de la Compañía. Así es como en 1661, los lazaristas, por petición de Ana de Austria, se establecieron en la Real Parroquia de Fontainebleau. En 1674, sirvieron la real parroquia de Notre-Dame de Versailles y, a este título, fueron capellanes de la Corte. Los feligreses y cortesanos de esta época recordaron largo tiempo al señor François Hébert (1651-1730), que fue durante vente años el párroco del Gran rey. «Es uno de los mejores predicadores del reino», proclamada Boursaloue. Nadie sabía entonces que, además, de los cuatro volúmenes de sermones que publicó, guardaba todavía sesenta volúmenes de sermones redactados en latín. En recompensa de su celo, Luis XIV le nombró obispo de Agen. Cosa que habría ciertamente contrariado al Padre Vicente. Fue igualmente por orden del Rey como los lazaristas, «los barbiches», como se les llamaba entonces, se hicieron capellanes del Hótel des Invalides (1674), y de la real casa de Saint-Cyr (1690). Tuvieron asimismo que aceptar el curato de Saint-Louis-deslnvalides (1727) y del hospital de Saint-Cloud (1688).

Fuera de Francia

Fuera de Francia, se abrieron numerosas casas. Así es como se fundaron en Italia 17 casas entre 1669 y 1734. En Polonia, en Rusia, en la Prusia polaca, se erigieron 17 casas entre 1677 y 1719. La misión española comenzó en 1704 en Barcelona. Lisboa acogió a los misioneros en 1734, Hungría en 1762, Heidelberg en 1781. Absorbida por las obras europeas, durante los 130 años que precedieron a la Revolución no había desplegado su celo misionero más que en tres sectores. En Túnez y en África del Norte. En Madagascar (le 1648 a 1674, de donde los misioneros emigraron a la Isla de Bourbon en 1712 y a la Isla Mauricio en 1722. En China, donde después de las infructuosas tentativas de los Señores Appiani, Mullener y Pedrini, la Compañía no tenía ni un misionero más en 1746. En 1791, la Misión contaba 168 casas. En Francia llevaba 55 seminarios, reforzados habitualmente pon una parroquia o por una casa-misión. Sumaba en Francia 990 personas (508 sacerdotes, 262 coadjutores y casi doscientos clérigos).

Las Hijas de la Caridad

Las Hijas de la Caridad habían conocido un desarrollo de igual envergadura. En 1668, en el momento en que el cardenal de Vendóme, legado de la Santa Sede, aprobada una vez más las constituciones, se habían establecido en 60 localidades. Medio siglo después estaban presentes en 300 casas. En 1790, contaba la comunidad 450 casas, 20 de ellas en Polonia. 120 novicias había en la Casa-Madre de París y 4.300 hermanas en las casas de caridad. La Revolución francesa y los disturbios que siguieron asestaron un terrible golpe a las dos familias religiosas. Aunque la Casa-Madre de las Hijas de la Caridad fue respetada, se entró a saco en el priorato de San Lázaro el 73 de julio de 1789. En 1792, en, el Seminario de Saint-Firmin, antiguo Colegio des Bons-Enfants, degollaron los «septembristas» a los misioneros y arrojaron sus cadáveres por las ventanas. Se ejecutó a Hermanas en Arras, Angers, Mayenne, Dax. Al salir de la tormenta, fueron precisos años para que se reanudaran las actividades.

Las Hijas de la caridad habían abandonado la casa de SaintI-Laurent, casi enteramente destruida. Instaláronse primero en la rue du Vieux-Colombier (en la casa que sirve actualmente como cuartel a los zapadores-bomberos). Allí es donde Pío VII vino a bendecirlas el 23 de diciembre de 7804, y donde tomaron de nuevo el «hábito», y luego renovaron los votos en la misa del cardenal Fesch, el 25 de marzo de 1805. En razón de un reclutamiento particularmente floreciente (283 casas en 1806), se instalaron en el Hotel Chatillon, rue du Bac, el 28 de junio de 1815 (actualmente 140, rue du Bac). La unión de la Misión y de la Compañía de las Hijas de la Caridad, comprometida un momento por la voluntad de Napoleón I, quien había hecho encarcelar al vicario general de la Misión, Señor Hanon, fue restablecida a la caída del emperador, bajo el generalato de la madre Elisabeth Baudet.

La Misión

La prueba impuesta a la Misión había sido particularmente cruel. Echado de San Lázaro, el Superior General había muerto en Roma el 12 de febrero de 1800. Había sido remplazado por un vicario general, el Señor Fr. Brunet, a quien sucedió el señor Hanon. Pero las reyertas de este último con Napoleón, que quería confiar las Hijas de la Caridad a los obispos, retardaron Considerablemente la reorganización de la Misión. Sucesivamente, suprimida por la Convención el 6 de abril de 1792, la Compañía fue restablecida por un decreto de Napoleón el 27 de mayo de 1804. El 26 de septiembre de 1809, era de nuevo suprimida y se metía en la cárcel al señor Hanon. Hubo que esperar a la caída del  Emperador para que la Compañía recobrara su existencia legal (3 de febrero de 1816). Un año después, los misioneros se instalaron en el Hotel de Lorges, 95, rue de Sévres, el 9 de noviembre de 1817. En la capilla que hicieron edificar en 1826 se recibieron solemnemente las reliquias de san Vicente el 24 de abril de 1830. También ellas habían emigrado en 1792. Las pérdidas sufridas por el personal no eran menos considerables. De los 508 sacerdotes que componían en 1792, el personal de las provincias francesas, apenas un centenar estaba a disposición del Superior general en 1809.

Renacimiento

Tres superiores generales fueron los artífices del renacimiento en el siglo XIX: el Señor J.B. Etienne, que fue llamado segundo fundador, el Señor Eugéne Boré y el Señor Antoine Fiat. Por cuidados suyos, recobró la Congregación no sólo sus antiguas funciones, sino que adquirió una fisonomía misionera que apareció entonces como una de sus características. En China, los Lazaristas recogieron parcialmente la sucesión de los Jesuitas cuya Compañía había sido disuelta por Clemente XIV. En Levante, abrieron casas en Constantinopla, Esmirna, Naxos, Santorin, Salónica, Damasco, Alepo, Trípoli y Antoura. En 1815, entraron en Estados Unidos. En 1818, en Brasil, en 1S39 en Abisinia, en 1841 en Persia, en 1844 en Egipto y en Méjico, en 7835 en Chile, en 1858 en Perú, en 1859 en la República Argentina, en 1862 en Guatemala y Filipinas, en 7863 en las Antillas, en 1870 en Ecuador, en 1877 en Colombia, en Panamá y en Costa Rica, en 1880 en Paraguay, en 1884 en Uruguay, en 1885 en Australia, en 1898 en San Salvador, en 1900 en Palestina. En 1896, el 28 de enero, la Santa Sede les confiaba la parte meridional de Madagascar.

En 1905, penetraban en Bolivia, en 1910 en la República de Honduras, en 7921 en las Islas Británicas, en 1923 en la Isla de Java, en 1925 en el Congo Belga, en 1955 en Canadá, en 1956 en Viet-Nam. Pese a las leyes de separación, las guerras mundiales y la persecución que causó estragos en los países de obediencia marxista, la Congregación de la Misión, en 1976, cuenta: 3.863 sacerdotes, 397 coadjutores, 587 miembros (clérigos y coadjutores) no vinculados aún definitivamente, es decir, 4.906 miembros, de los que una treintena son obispos. La Compañía de las Hijas de la Caridad cuenta, en 1960: 4.211 establecimientos y cerca de 45.000 súbditas. Representa 1/20 de las religiosas del mundo entero.

2. Las dos expresiones del espíritu vicenciano

Retrocedamos ahora un poco. Los tres siglos de historia de la caridad, sostenidos por la misma inspiración, dan origen sin embargo a dos tipos psicológicos, dos comportamientos de la gracia. Estos determinan dos maneras de prolongar la obra del Señor Vicente y de serle profunda y totalmente fiel.

Tipo misionero

La primera manera caracteriza a un tipo de hombres y de mujeres a quienes se llamará fácilmente misioneros, si se designa así al espíritu de iniciativa y de aventura, al gusto del riesgo y al vigor en la adaptación. Cualquiera que sea su tierra de origen, estos vicencianos ricos en gracias prevenientes, gravitan naturalmente hacia las obras arduas y las conquistas difíciles. Herederos de un sólido temperamento, marcan su existencia con creaciones originales, y disfrazan sus actitudes innovadoras con una bondadosa sonrisa, expresión de una fundamental modestia que desarma. En este grupo que sospecha su fuerza e ignora su originalidad, encontramos a los grandes obispos misioneros de China y Etiopía, a pioneros tales como el Señor Appiani, MullEner, los Padres Huc y Gahet, san Justino de Jacobis y el beato Chebra Miguel. Acompañan a éstos sin esfuerzo, ciertos lazaristas de garbo proconsular como el Señor Joseph Baetemann, el Señor Lobry, Sarloutte. Coulbeaux. Si estos misioneros a toda vela tuvieran necesidad de patronos o de protectores, escogerían al Beato JuanGabriel Perboyre, martirizado en China en 1840, o al Beato Francisco-Réqis Clet. Pero no pensaron en ello siquiera, pues tenían la sensación de su propia vida. Nunca carecerán de admiradores, y si no encuentran memorialistas, es que bastará a la Iglesia con que hayan existido.

«Contemplativos»

Menos visible y menos encantador, un tipo psicológico de Lazarista traza en estos tres siglos una segunda tradición vicenciana. Los hombres que la forman se asemejan a los Cartujos cuyo silencio honran, y se confunden con los pedagogos que dan su existencia a crédito en fastidiosas repeticiones. Reúnenlos los seminarios mayores y menores y ahí acuartelan ellos sus valores. Ahí se asumen los riesgos silenciosamente, y la aventura gira entre las cuatro paredes del cuarto y del aula. Exteriormente, estos vicencianos no tienen garbo valiente. Una presencia modesta y a menudo enjuta les aleja de los salones mundanos. Si se extravían en éstos, son presa del tedio, pues saben que su gracia esta en otra parte. Criados por el trabajo, educados por la sencillez, sueñan siempre con ser los verdaderos amigos de los pequeños y de los pobres. Su vocación consiste en acogida, apaciguamiento, renuncia de sí propio y también en la sencillez que facilita la comunión de los corazones. ¿Tienen necesidad de antepasados? Pueden, si lo desean, apelar al buen Señor du Coudray al que el Señor Vicente prohibió traducir la biblia siríaca para la poliglota del Padre Morin. En todo caso, no osarían conversar mucho tiempo con el Señor Jacques Corborand de la Fossc, hebraísta desatinado y original embarazoso. Fue el Desmarets de Saint-Sorlin de la naciente Compañía. Pierre Collet -1693-1770- trabajador sañudo, y teólogo estimado, les serena. Su oposición a la teología jansenista, su sólida biografía de san Vicente les permite imaginar la cultura de que daban prueba los mejores profesores del siglo XVIII. Y, a buen seguro, estos hombres se sienten como en familia con el Señor Renato Rogue, ejecutado en 1796, con los Señores François y Gruyer, degollados en 1792, pues estos beatos que enseñaron en los seminarios, estos colegas, podrían ser sus patronos y sus abogados. Más cerca de nosotros, al alcance de la mano y del corazón, ciertas siluetas vicencianas prolongan aún y diversifican esta tradición. Piensa uno en el laborioso Padre Coste, infatigable editor de las obras de san Vicente, en el anciano Padre Parrang que se rejuvenecían en los Archivos Nacionales, en el entusiasta Padre Joseph Guichard y en el tenaz Padre C,h.-F. Jean, quien a los 42 años aprendió el babilónico y enseñó 25 años en la Escuela del Louvre. Pero sobre todo, dos «grandes hombres» ilustran esta tradición contemplativa, que se nutre de esperanzas y de éxitos ocultos. Emplazados ambos en la conjunción de los siglos xix y xx, habían nacido para ser mediadores. El primero, de tronco genovés, Fernand Portal, se sentía llamado a un apostolado de la amistad. No se cree a uno porque sea muy sabio sino porque le juzgamos bueno y le amamos, habíale dicho el Señor Vicente. Gracias a la amistad trabada con Lord Halifax, el Señor Portal consiguió que hablaran amigablemente los católicos y los protestantes en aquellas conversaciones de Malinas presididas por el cardenal Mercier. Los discípulos del Señor Portal, el abate Gratieux, el canónigo Hemner, el Padre Viller, s. j., por no citar mas que a los desaparecidos, fueron amigos y obreros de esta unidad que ronda más que nunca al cristianismo contemporáneo. El segundo grande», Guillaume Pouget, hijo de Auvergne, tuvo una carrera oscura y una vocación de emparedado. Ciego enamorado de la luz, fascinaba por su fabulosa memoria. Pero era asimismo un sañudo exegeta y un pensador… que se desconocía. Este «Sócrates cristiano», como le llama Claudel, halló por fortuna en Jean Guitton a un Platón simpático y seductor. Si se reúnen los nombres de algunos de los que se honraron escuchando al Padre Pouget: Jacques Chevalier, Emmanuel Mounier, Maurice Legendre…, se asombra uno de la profundidad y de los secretos de su caridad. Su encuentro con Lord Halifax y sus conversaciones con Henri Bergson quedan como acontecimientos simbólicos y reveladores de esa mística y de la sencillez. Buenos y piadosos doctores, decía el Señor Vicente, evocando el recuerdo del buen Señor Duval, son los tesoros de la Iglesia. Se podría asimismo, sin gran esfuerzo, discernir en la historia de la Caridad femenina, el croquis y el esbozo de una doble tradición. La primera, emparentada con santa Luisa y santa Catalina Labouré, se ve invenciblemente empujada a honrar la humilde entrega de la Virgen, de aquella que al decir de san Vicente, habla y ruega por los que no saben hablar. La segunda tendencia, de estilo más «social», invoca y secretamente recorta una mujer de gran corazón, sor Rosalie Rendu. Es ésta una patrona siempre disponible, pues en el barrio Mauffetard donde vivió hace casi un siglo y donde se entregó hasta expirar, continúa invisible su ronda.

La influencia religiosa

Si fuera de las dos congregaciones religiosas que había fundado, el Señor Vicente hubiese cesado de trabajar, se acusaría a sí mismo eternamente de ser un hombre de pequeña periferia y un bienaventurado indolente. No pudo por lo demás a su muerte abandonar las obras que había apadrinado y su actividad en la vida religiosa de la Iglesia tomó formas nuevas.

3.- Las acciones de socorro

¿Qué ocurrió con las obras de socorro organizadas por el Señor Vicente? Las Damas de la Caridad no pudieron subsistir en medio de la Revolución francesa, pero resucitaron en el siglo XIX. Actualmente, siempre bajo la dirección del sucesor de san Vicente de Paúl, y envueltas en la vida del mundo, cuentan 450.000 miembros (90.000 en Francia, 5.000 para la diócesis de París). Actúan especialmente en Italia, en Polonia, en Bélgica, en Estados Unidos, en Méjico y en Brasil. En 1911, se fundó una filial de las Damas de la Caridad, «Las Luisas de Marillac», la alegría de los abuelos y de las abuelas. Son actualmente 35.000. Las caridades masculinas, soñadas en otro tiempo por el Señor Vicente, se convirtieron en 1833, por el espíritu, la tenacidad y la gracia de Federico de Ozanam, en una realidad viviente. Pese a los críticos que periódicamente las asaltan, las Conferencias de San Vicente de Paúl han realizado una obra inmensa. En nuestro mundo cíe 1975, en cl que se desarrollan 36.000 conferencias, se pueden contar más de 650.000 conferencistas repartidos por los cinco continentes (109 países). En todo caso, como el Señor Vicente no podía ya poner cuidadosamente a punto las obras que ayudaran a los pobres humanos a luchar contra las nuevas formas del pecado y de la miseria, discretamente, sin queja ni amargura, dio su «consejo». Pueden sin juicio temerario, hacerse recaer sobre él sospechas de que haya inspirado, sostenido, protegido las grandes iniciativas que responden a sus deseos. ¿Quién no evoca hoy al Padre  Vicente ante el Secours Catholique organizado por Mons. Rhodain, ante la ayuda a los sans-logis lanzada y valerosamente sostenida por el abbé Pierre, ante la reorganización de las personnes déplacés emprendida por el P. Pire?

4.- Las nuevas formas de vida religiosa

En el terreno de las religiosas donde ejerció una vez su función de animador y de reformador, el Señor Vicente sigue pacíficamente trabajando. No pudiendo gobernar las Comunidades o dirigir las conciencias, místicamente, se adapta y renueva sus funciones. Previene y enseña, sugiere y aconseja. Hay que proponer, decía, a la manera de los ángeles, como me lo ha enseñado el cardenal de Bérulle. Gracias al Señor Vicente, gracias a la tenacidad que desplegó para hacer que se aprobasen las constituciones de los Iazaristas y de las Hijas de la Caridad, la mayoría de las congregaciones religiosas de los siglos XVII, XVIII y XIX adoptaron un nuevo estilo de existencia: las prácticas monásticas dejaron entre ellas de ser tan numerosas, la ascesis individual y colectiva se organizó a partir de las exigencias a menudo agotadoras del apostolado moderno. Cuando dejéis la oración para asistir a un enfermo, precisaba el Señor Vicente a las Hijas de lu Caridad, dejáis a Dios por Dios. Cuidad al enfermo, eso es oración. Que estas nuevas comunidades de hombres o de mujeres copien o no las reglas de los misioneros o de las Hijas de la Caridad (Hermanas de la Caridad de Clément-Auguste: 1808; Hermanas de Tilbourg) que tomen a san Vicente como patrón o COMO protector (Hermanas de la Caridad de Besanpon – 7799, Hermanas de la divina Providencia de Ribeauvillé, Hermanas de san Vicente de Paffl del Padre Le Prévost – 1845; Hijos e Hijas de la Caridad del Padre Anizan – 1918) todos, propónense un fin que el Señor Vicente hoy se propondría y ponen en marcha métodos y un espíritu que él no negaría. Fue para transportar la Caridad vicenciana a otros dominios como fundó san Alfonso de Ligorio, en 1732, la Congregación del Santísimo Redentor (7.200 miembros en 1975) y como creó san Juan Bosco, en 1841, los Salesianos (18.972 miembros en 1974). Actualmente, más de cien comunidades religiosas se orientan, de cerca o de lejos, por la barquilla del Señor Vicente y observan su estela. Dejemos a Dios guiar nuestra barquilla, decía a cuantos se asustaban, él la preservará del naufragio.

5.- Expresiones de la piedad

Rebasando las estructuras sociales de la vida religiosa, es en el corazón mismo de la vida de piedad donde el señor Vicente continúa presente y  prosigue su vocación de educador religioso. Existe en efecto una vida interior que se puede llamar vicenciana, no sólo porque se ajusta invariablemente a los reglamentos dados por el Señor Vicente, sino, más bien. porque adopta sus miras sobre el hombre y sobre Dios. Por fidelidad y por afinidad conjuntamente, gusta de sus temas de oración y de pensamiento. Asume su psicología y se convierte en su prudencia. En una palabra, mira y modela su vida en ese espejo que es el alma viviente del Señor Vicente. Algunos signos delatan rápidamente su secreta pertenencia. Esa no testimonia sino una benevolencia limitada para las formas extraordinarias del sentimiento religioso. La oposición de Vicente y ciertos fenómenos presobrenaturales, su conducta para con los Iluminados de todo género, arman en contra sus reflejos y vacunan su sensibilidad. La lectura periódica de la conferencia sobre las iIusiones, sería, si hubiese necesidad, un rito simple, higiénico y eficaz. Ante los fenómenos místicos manifiesta una prolongada reserva. Sin duda los conocía el Señor Vicente por experiencia, pero le resultaban sospechosos por no tener bastante en cuenta las tretas del demonio y las Gttigus del servicio terrestre. Después de todo ¿no puede creerse que los éxtasis son más nocivos que útiles? Concorde con el Señor Vicente para oponerse a las tesis del Señor Antoine Arnauld, preconiza una participación frecuente en los misterios eucarísticos y en las purificaciones del sacramento de la penitencia. Ahí reconoce las dos fuentes y los dos signos de una excelente salud sobrenatural. Pero paradójicamente, esta piedad vicenciana propone y conjuga dos actitudes que parecerían excluirse. De un lado, reclama un rigor racional, un cuidado de lo concreto y de lo práctico que invoca a Descartes y transporta el Discurso del Método al sentimiento religioso. De otro lado, repele obstinadamente las alianzas con la naturaleza insidiosa. Si se escucha a la naturaleza, piensa con el señor Vicente, la vida religiosa no será más que un desarrollo humano. No hay que caer en la trampa. La vida de Cristo se desarrolla en régimen de oposición y en una atmósfera de lucha. El espíritu de Dios que habita en el

hombre pide sin cesar y du batalla: el celo, la humildad, luego la sencillez y la prudencia, la mortificación son las armas de la panoplia espiritual. Así pues, más que ningún otro, en unión con su amigo Francisco de Sales, Vicente el(, Paúl da a la piedad de los suyos y sin duda a toda la piedad francesa, una marca característica. Aprieta los vínculos entre la ética y la religión. Piedad y devoción son a un mismo tiempo una expresión, una prueba y una prolongación de la experiencia moral.

6.- La devoción mariana

Plegándose a los principios de esta vida interior es como se ha desarrollado particularmente la devoción mariana dentro de la doble familia de san Vicente. Estaba en la línea delos primeros sermones del Señor Depaul y asimismo en la del patronato mariano reclamado por la primera Caridad de 7617. Se desarrolló permaneciendo fiel al ritmo fundamental de la vida interior vicenciana. Se benefició sin duda del fervor mariano del siglo XIX, pero todavía más de las apariciones de 1830 a santa Catalina Labouré. Dos formas de culto mariano centradas en el Dogma de la Inmaculada Concepción, están hoy en plena prosperidad: la asociación de Hijas de María Inmaculada, la Novena de la Medalla Milagrosa. La primera, la asociación de Hijas de María Inmaculada, cuenta actualmente 100.000 miembros que encuentran en la revista Les Rayons un precioso instrumento de cultura religiosa. En cuanto a la práctica de la Novena de la Medalla Milagrosa, ha hecho de la Capilla de las Hijas de la Caridad, de 140, rue du Bac, el lugar de culto mas frecuentado de la capital. En Estados Unidos, esta práctica alcanza a 4 millones de fieles repartidos por 3.600 parroquias. La joven revista «La medalla milagrosa», lanzada por el P. J. Henrion cuenta no menos de 170.000 lectores. Al invocar a la Madre de Dios y tomarla por patrona en las cosas de importancia, no puede sino in todo bien y redundar en la gloria del buen Jesús su Hijo.

La leyenda y los valores del corazón

No basta, para conocer al Señor Vicente, con clasificar sus estados de servicio ni con caracterizar su influencia religiosa. Para la memoria popular en la que se ha instalado, Vicente de Paúl es un «gran hombre». Más humano que Richelieu, menos taimado que Mazarino al que no se logra amar, Vicente es la sonrisa de la bondad simple y familiar. Esta reputación de bondad es bastante merecida. La mejor prueba de ello serían tal vez, pues claro, los reproches de dureza que el Señor Vicente se dirigía a sí mismo. Solos los tiernos tienen estos escrúpulos. Suplicaba él a Dios imprimiese bien hondo en su corazón esta dilección, que sea, proseguía, la vida y el alma de más acciones. Vigilaba su exterior: Hace falta, decía, cierto atractivo y un rostro para no enfurecer a nadie. Soñaba y rogaba pensando en los que Dios tiene prevenidos con su gracia, a los que ha dado un trata cordial, dulce, amable por el que parecen ofreceros el corazón y pediros el vuestro. Para ser verídicos, el rostro y la biografía del Señor Vicente deben, pues, dejar adivinar la calidad de su ser, el amor que le impregnaba. Entre él y la humanidad, al cabo de centenares de años, es una historia de amor la que transcurre. En su tiempo como hoy, podía ser desconocido. Podía también irritar, atraer el desprecio o el desdén. No parece que haya sido fríamente detestado u odiado. No tuvo de golpe todas las simpatías. Conoció la oposición, de la gente de Port-Koyal y de buen número de descontentos. Mezclado en los asuntos públicos, fue salpicado por la política. No podía mientras vivía, atraer un afecto general e incondicionado. Los elogios y los agradecimientos oficiales que ascendían hacia él, lo percibimos a distancia, ocultaban una puntilla de interés que podía, en caso de decepción, revolverse y herir. Cuando los socorros y las limosnas bajaron, los buenos sentimientos pasaron al purgatorio y volvían a veces de él abrasados de cólera. Los insultos que asaltaron a Vicente durante las calamidades y la Fronda no eran tal vez de otra naturaleza. La muerte de Vicente en 1660 hizo gemir a muchas personas. Abría también la era de las purificaciones y de las idealizaciones. Fluyen algunos años, antes de que Pitau, Van Scuppen, Lochon, Edelinck, provean de un apoyo imaginero al afecto de las multitudes. En el siglo XVIII, se desarrolló una popularidad particularmente sentimental. Habiendo puesto Perrault al Señor Vicente entre los hombres ilustres (1700) que deben suscitar la admiración, la invitación estaba formulada. Las fiestas de la beatificación y de la canonización presentaron al Padre de los pobres como un modelo religioso y un patrón sobrenatural. Pero todas estas consagraciones oficiales se hubiesen quedado en letra muerta sin este ascenso general del fervor sensible. El carácter tan humano de la sensibilidad vicenciana no podía sino beneficiarse de él. La imagen de un Padre de la Patria, del amigo de los galeotes, del protector de los refugiados inflamó de sentimiento el fantasma del Señor Vicente. En una época en la que la fiebre contra el poder, los ricos, los tiranos era sabiamente orquestada, el Señor Vicente apareció más simpático que nunca. Con suavidad también, se beneficio él de la neutralidad de sus retratos. Sin duda, no era un revolucionario, pero tampoco se pensaba que era un devoto y mucho menos un hombre encerrado en la Iglesia. Ciertos retratos le revestían de una sobrepelliz, pero otros le rodeaban de una pobre capa de invierno. Con él se sentía uno a gusto, en el calor protector de una buena compañía. La aproximación y la conversación eran fáciles: rápidamente. Vicente fue representado en un grupo (a partir de 1717). Su vocación de ir a todos tan ampliamente explotada. Se olvidó que había predicado, misionado, confesado. Las imágenes le representaron únicamente en conversación familiar o mejor, pasando a la posteridad en sus obras de caridad. En ningún cuadro está la Iglesia lejos. Se ve a menudo el campanario de una capilla en el horizonte, pero son los pobres quienes están en primer plano. Algo separado de su contexto religioso, el personaje de Vicente gran hombre comenzó en el siglo XVIII una carrera que continúa hoy y que no está en su decadencia. Después de todo, esta imagen cuadra perfectamente a los que sufren y a los sencillos que no se cuidan de las ideas ni de los principios. La religiosidad vaga de un Voltaire, y, más tarde, la de los cultos revolucionarios, quedo satisfecho de ella. En compañía de Fénélon y de

B. Franklin, Vicente fue consagrado como «gran bienhechor de la humanidad». Es lo que de él se había hecho, se había acabado el embalsamiento. Entre 1970 y 1800, los retratos de Vicente pierden su vitalidad. La blandura de los rasgos intenta traducir la bondad, pero no ofrece mas que un ser anciano y estandarizado. La imagen idealizada se sustituye al retrato, el gran hombre nacional eclipsa al hombre de Dios. Sobre estos frescos y títulos sonoros, el romanticismo religioso trabaja en todos los dominios, y apasionadamente. Rivalizaron escultores, grabadores, imagineros de Epinal. Historiadores poetas como Cappefigue (1827) compusieron el «conmovedor» diario de una Hija de la Caridad, que cotidianamente tomaba nota de las salidas nocturnas de san Vicente. Las colecciones de historia s moralizadoras, bordaron en sentimientos sobre los grandes frescos caritativos. Para adaptarse a los niños y a las personas piadosas que suspiraban por estas pastillas incendiarias, se reconstruyeron inocentemente los diálogos del Señor Vicente con los verdugos, los forzados, los pobres. Todos estos personajes se limitaban por lo demás a recaudar los sentimientos que no reclamaban fatiga alguna. La gloria de un niño expósito, D’Alembert, resaltó en este momento sobre todos los abandonados. Toda esta proliferación -y las páginas de ciertos manuales son todavía buenos rebrotes de ella- se desarrolla a partir de tres grandes obras que se habían convertido en las tres expresiones del Señor Vicente: los Niños Expósitos, los Galeotes, los socorros a los indigentes y a las víctimas de la guerra. Todo cuanto fuera de eso había hecho fue concienzudamente olvidado. Los tres grandes gestos merecían un reconocimiento y una celebración, tuvieron un festival de imágenes, de palabras y de buenos sentimientos. No abría la pantalla, en 1947, sobre otro espectáculo el film de Maurice Cloche. Pierre Fresnay dio al Señor Vicente una mirada de fuego y una voz que cantaba. Iba escoltado por sus huestes legendarias: los Niños Expósitos, los Galeotes, los refugiados. No era posible la duda: era por cierto el Señor Vicente, el Señor Vicente era por cierto aquel. Por lo demás hablaba correctamente la lengua de Jean Anouilh. Ingenuamente, los historiadores dieron voces de protesta. Los mejores y los mejor informados no tenían sin embargo razón. El Vicente de la historia era aun así responsable del Vicente de Paúl de la leyenda. ¿Qué quedaría, sin  este último, después de tres siglos, en la memoria y en la imaginación de millones de seres? Torpemente, este ser legendario representa lo que se ha adquirido cotidianamente amando, pensando y tul vez rezando al Señor Vicente. El encarna y protege valores imperecederos pero deteriorables: los del Corazón. El Vicente de la leyenda es pues también el Señor Vicente, pues este último no es solamente lo que fue entre 1581 y 1660, sino también lo que nos invita a ser y a llegar a ser.

Adios

«Cambió casi la faz de la Iglesia», declaraba solemnemente Mons. Henri Maupas du Tour, el 23 de noviembre de 1660, en el primer elogio fúnebre de Messire Vincent de Paul. ¿Qué sería este rostro de la Iglesia sin la vida y la acción del Señor Vicente`’ Nadie lo sabe y el que quiere imaginarlo se pierde en ensueños. ¡Qué importa! El señor Vicente existió. Hasta estamos seguros de que erró completamente su «honroso retiro». Pero estamos ciertos de que al atardecer de su servicio terrestre, se retiró humildemente al fondo de la conciencia humana. De tiempo en tiempo, suavemente, se despierta. Viene humildemente hacia nosotros. No nos lanza reproche alguno, no nos dirige ningún sermón. Es, con toda sencillez, un pobre de Dios. Para que podamos aún creer que «el hombre sobrepasa infinitamente al hombre», mendiga nuestro amor.

FIN.

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