Libro X: Canonización y culto. Vida póstuma.
Capítulo I: Beatificación.
I.- Primeros testimonios y primeros pasos.
La santidad de Vicente de Paúl había estallado en su vida y en su muerte, no sólo por sus virtudes heroicas y sus obras prodigiosas, sino por verdaderos milagros. Estalló de nuevo algunos meses después de su muerte, con motivo de la elección de su sucesor Almeras. Era el 17 de enero de 1661. La elección que el santo fundador había hecho de él como vicario general le designaba suficientemente a los sufragios de la Compañía. No obstante, uno de los electores, Gilbert Cuissot, superior del seminario de Cahors y visitador de la provincia de Aquitania, dudaba en darle el suyo. Por un lado, se sentía inclinado a Almeras por el acta de voluntad última de Vicente de Paúl; por el otro, era retenido por el artículo mismo de las constituciones que, entre otras cualidades exigibles en un superior general, expresaba claramente ésta: Habeat corpus sanum et bene dispositum. Pues bien, Almeras había tenido siempre una salud débil, y desde hacía unos meses, se doblaba también bajo el peso del gobierno del que estaba encargado provisionalmente, parecía inclinarse visiblemente hacia una muerte próxima; de manera que el día mismo de la asamblea, a fin de desviar de él los sufragios, había declarado que había comulgado por la mañana en forma de viático.
Cuissot se hallaba en este momento del debate consigo mismo, cuando oyó una voz interior que le decía: «Qué! toda la Iglesia, por elección del cielo, ¿acaso no estuvo bajo la dirección del gran san Gregorio, y tan felizmente aumentada y dirigida, a pesar de que fuera un hombre lleno de achaques corporales? La congregación es mucho menor que la Iglesia universal.»
Movido ya por este aviso misterioso, Cuissot, cuando le llegó el turno de escribir su sufragio, invocó a la vez a Dios y a su muy honorable padre y, levantando a este efecto los ojos al cielo, vio a Vicente mismo, su sombrero en la cabeza, con su manto, con un rostro grave y tranquilo, en los mismos rasgos y lineamientos que tenía en su salud perfecta, y no tan anciano como parece en su cuadro, con un tinte en verdad blanco procedente de luz adherente al rostro mismo, pero sin rayos alrededor;» y le oyó claramente decirle por fuera y dentro de sí mismo, con el lenguaje a la vez de la poesía profana y de las Santas Escrituras: Si es crimen, vuelve la espada contra mí; si culpa, mía es. –No temas: que caiga sobre mí esta maldición, hijo mío. No titubeó más y dio su voto a Almeras, con tanta seguridad como grande había sido en un principio su perplejidad; además, al mismo tiempo, Dios y Vicente le abrían de las virtudes de Almeras una visión que le parecía no ser de esta vida, y tener más bien relación con las comunicaciones mutuas de los ángeles1.
A pesar de esta revelación hecha por Vicente mismo de su gloria, no leemos que nada se haya tomado directamente con vistas a su canonización bajo el generalato de Almeras. Y sin embargo la opinión pública continuaba exponiendo testimonios religiosos. El 8 de febrero de 1664, una tesis llamada Tentativamanicomios, fue sostenida en Sorbona por Denis Charon, a la vista y con el aplauso del público, y bajo la presidencia de Desmond, obispo de Bayeux. Estaba dedicada a la memoria de Vicente en términos que resumían admirablemente sus gloriosos servicios2.
Dos años más tarde, en 1666, otra tesis dedicada también a su memoria, fue sostenida en Cahors, en la casa de los Jesuitas.
Almeras se contentó, durante su generalato, con recoger las cartas y demás escritos de Vicente, los análisis de sus discurso y conferencias, con mandar redactar memorias sobre su dirección y actos en el servicio de Dios, de la Iglesia y del prójimo por todos aquellos que la habían conocido mejor y visto en el trabajo, en especial por el hermano Ducourneau, su secretario durante 16 años; y con todo ello se compuso la Vida que fue publicada en 1664 con el nombre de Abelly. Nada debía ser más útil a la causa de una canonización que, iniciada sólo medio siglo después de la muerte del siervo de Dios, no podía ofrecer más que un corto número de testimonios oculares y auriculares. Y, en efecto, en todo el curso del proceso, se tendrán incesantes recursos a la obra firmada por Abelly, cuyo origen y carácter demostraban tan bien la veracidad ingenua.
Los veinticinco años del generalato de Edme Jolly (1672-1697) trascurrieron también sin que se trazara ningún plan , al menos conocido, para procurar a Vicente los honores de los santos. Y no obstante Jolly, más que muchos otros, había conocido la santidad del fundador de la Misión, y había sido él mismo uno de los objetos de sus predicciones sobrenaturales. En una visita que hacía a la Sra. de Aiguillon, Vicente, hablando de Edme Jolly, había dicho a la duquesa: «Él será un día superior general de la Compañía.» Predicción tanto más sorprendente porque, lejos de facilitar su cumplimiento, el santo fundador pareció olvidarla, y no sólo no designó a Jolly como vicario general, sino que no le dio ninguno de los primeros puestos de la Compañía.
No fue hasta la asamblea de 1697, destinada a dar Nicolás Pierron como sucesor de Jolly, cuando se resolvió trabajar en la beatificación de Vicente de Paúl. En consecuencia, a finales de octubre de 1697, Pierron escribió a los superiores de todas las casas de la Compañía para ordenarles la investigación de todo lo que pudiera servir al éxito de este gran asunto. Esta circular fue la ocasión de un nuevo milagro. Jean Bonnet, superior del seminario de Chartres, sufría de una hernia completa, que le había reducido más de una vez a la agonía. A menudo, en sus viajes se había visto obligado a apearse del caballo, a acostarse en una cuneta con la cabeza hacia abajo para permitir a los intestinos ocupar su sitio natural. Había empleado todos los medios y acudido a toda la gente más hábil en el arte. Los vendajes no habían servido más que para imprimir en sus carnes una huella tan profunda, que más de treinta años después no se había borrado aún, y le célebre de Launay, autor de un tratado sobre esta enfermedad, había perdido la esperanza de curarle. Así habían trascurrido diez años, cuando le llegó la circular de Pierron. Hasta entonces, había sentido una repugnancia invencible en recurrir a Vicente para su curación, estimando al final que era mejor sufrir amorosamente a ejemplo de su bienaventurado padre. Pero, llevado de un deseo repentino de curar, exclama: «Señor, si es vuestra voluntad, y que sea para gloria vuestra y la de vuestro siervo Vicente de Paúl, os pido que me curéis de este mal por si intercesión y me enviéis más bien alguna otra incomodidad, para que no me quede sin sufrimientos.» Apenas había terminado la súplica, cuando se encontró perfectamente curado. Para demostrase a sí mismo tal prodigio, se quitó las vendas, hizo alguna predicación forzada, montó a caballo, se entregó a los ejercicios más violentos sin resentirse en nada de achaque precedente. Tres años seguidos escribió a su general para ofrecerle su curación persistente, y en 1711 depuso en el mismo sentido ante el cardenal de Noailles y los comisarios apostólicos.
Jean Bonnet, en el momento de esta declaración, acababa de ser elegido superior general de la Misión. Desde entonces, tanto por agradecimiento como por el honor de Dios y de la compañía, trabajó con ardor en la beatificación de Vicente de Paúl, a quien tuvo el tiempo, antes de morir, de verlo en los altares. Pero sus dos predecesores no habían descuidado ellos mismos este gran asunto, a los cuales la sola breve duración de su generalato impidió acabar.
Movido ya por la asamblea de 1697 y por sus propios deseos, Pierron recibió de Roma mismo un impulso nuevo. El prelado Bottini, promotor de la fe para las beatificaciones y canonizaciones de los santos, le dirigió grandes instancias para obligarle a poner todas las cosas en tal estado que se pudiera abrir pronto el proceso de Vicente de Paúl. Bonnet entró pues en relación oral o epistolar con todos los que habían conocido al siervo de Dios. Rogó de manera especial a los obispos que habían vivido en su tiempo o habían oído hablar de él, que emitieran un testimonio jurídico a favor de su santidad. Cuatro obispos, entre los cuales Bossuet, respondieron al punto a esta llamada, y otros más numerosos prometieron sus sufragios. Por su parte, Clemente XI, entonces reinante, se mostraba muy dispuesto a favorecer el asunto, y repetía a menudo que quería beatificar a Vicente de Paúl. A los honores religiosos que preparaba al padre preludiaba con toda clase de indulgencias y de favores que otorgaba a los hijos. Ni Clemente XI ni Pierron debían sin embargo ver cumplirse su propósito. Muerto en 1704, Pierron tuvo por sucesor a François Watel quien. apenas nombrado superior general, constituyó al Misionero de Ces procurador, con el objeto de comenzar y proseguir las informaciones; y él mismo, en su circular del 1º de enero de 1705 impuso a todos los superiores de las casas de la Compañía que buscaran en sus alrededores a todas las personas que tuvieran conocimiento de algunos hechos en honor de Vicente de Paúl, que consiguieran certificados jurídicos, y se los enviaran al procurador. Señalaba al mismo tiempo la curación milagrosa de tres enfermos desesperados, que los misioneros de China habían obtenido al administrarles un brebaje en el que se había mojado una tela embebida en la sangre de Vicente de Paúl.
II. Proceso informativo y del non-cultu.
Provisto de la procuración del superior general de la Misión, de Ces compareció, el 5 de enero de 1705, ante el cardenal de Noailles, arzobispo de París, a quien presentó una petición a efecto de obtener de él comisarios revestidos con todos los poderes que se necesitaran , para instruir el proceso llamado informativo sobre la vida, las virtudes, los milagros y la reputación de santidad del siervo de Dios, proceso hecho siempre por la autoridad del ordinario, antes de que inicie ningún otro por la autoridad apostólicas. El cardenal de Noailles puso a la cabeza de la comisión a uno de sus vicarios generales, François Vivant, entonces párroco de Saint-Leu, y le adjuntó a dos doctores en teología, Pierre-Louis Lagrené y Jean-Baptiste Boivin, y a dos doctores en derecho canónico, Claude Le Bossu de La Houssaye y Pierre de Buha, quienes debían, al menos una de cada clase, asistir siempre al cabeza de la comisión, cuando él recibiera las declaraciones de los testigos. Éstos, después de aceptar su jurisdicción y prestar juramento de cumplir bien su oficio, eligieron a Achille Thomassin, preboste de Saint-Nicolas-du-Louvre, para procurador fiscal encargado de hacer los interrogatorios; para notarios, a Pierre et Jean de Combes; eligieron también a mensajeros y correos, para llevar las citaciones a los testigos, y todos estos oficiales prestaron juramento como todos los jueces mismos.
El 4 de febrero siguiente, el procurador de la causa presentó al examen de los jueces una serie de artículos dirigidos a demostrar la sanidad del siervo de Dios cuyas pruebas debía proporcionar los testigos. Admitidos estos artículos, se designaron dos lugares de sesión, uno profano para las audiencias y los actos públicos, que fue la casa misma del jefe de la comisión, calle Saint-Denis; el otro sagrado, según el derecho, para los juramentos y el examen de los testigos, que fue la capilla de Santa Teresa en la iglesia de Saint-Leu. En cuanto a las religiosas enclaustradas, se resolvió interrogarlas en la reja de sus monasterios.
Después de estos preliminares, el procurador de la causa prestó el juramento dicho de calumnia, es decir juró que obraba por la pura gloria de Dios, y no por temor, por odio, por amor, ni por ningún motivo humano. El 10 de febrero, comenzaron el examen y la audición de los testigos introducidos por el procurador, loa cuales duraron hasta el 24 de noviembre. Del 12 al 17 de febrero de 1706, fueron examinados e interrogados otros testigos citados de oficio.
Mas como, dentro y fuera de la diócesis de París, se encontraban testigos de una edad avanzada, de una salud achacosa, que no podían trasladarse a la capital, el procurador de la causa, no queriendo privarse de sus testimonios, pidió y obtuvo, con el consentimiento del promotor de la fe, que fuera deputado un juez para recibir sus declaraciones. Este juez fue Jean Geneste, sacerdote de París, doctor y abate comanditario, que prestó juramento el 20 de mayo, en presencia del cardenal de Noailles. Acompañado de un notarios y un pliego interrogatorio cerrado y sellado con el sello del arzobispo, que le entregó el promotor de la fe, y una copia de los artículos que le fue entregado por el procurador de la causa, el juez delegado partió de París el 16 de junio. Comenzó su jira por Étampes y recorrió toda la diócesis de Chartres. Estaba de regreso en París el 5 de julio. El 14 agosto siguiente, reemprendió el camino a las diócesis de de Amiens, de Verdun, de Laon, de Soissons y de Meaux, y no regresó hasta el 8 de noviembre. Empleó el resto del año en recorrer la diócesis de París. Por todas partes, con la anuencia de los ordinarios, actuó según las formas observadas ya por la comisión parisiense. El proceso que había establecido fue remitido, cerrado y sellado, al arzobispo quien, después de examinarlo, ordenó su inclusión en el gran proceso informativo.
Sucedió lo mismo con muchos de los demás procesos pequeños hechos por los ordinarios en virtud de una circular dirigida por el procurador de París a los promotores fiscales de varios obispados.
Entretanto, un escribano juramentado, especialmente deputado por el juez jefe de la comisión, transcribía a Paris el proceso informativo. Del 1 de marzo al 28 de abril de 1706, se hizo entrega de esta copia con el original3 ante los jueces y el promotor y, con la seguridad de los notarios de que estaba bien hecha, François Vivant la confirmó. Firmado todo, cerrado y sellado con el sello del cardenal, fue remitido al procurador que debía llevarlo a Roma. Aunque Vicente llevara muerto cerca de medio siglo, se encontraron aún así más de doscientos testigos, la mayor parte de sesenta a noventa años, que hicieron justicia a su memoria, y sus testimonios unidos a los de los obispos de los que hablaremos enseguida, forman el cuerpo de pruebas más imponente que nunca tal vez se haya ofrecido ningún proceso de canonización, tan vivo se encontraba todavía el recuerdo de Vicente y de sus obras. Y qué habría sido veinte años antes, si sus discípulos en su humilde lentitud no hubieran dejado que la muerte les arrebatara un montón de otras declaraciones no menos honrosas!.
Al mismo tiempo que el proceso informativo, o más bien antes de este proceso mismo, se preparó, conforma a los decretos del papa Urbano VIII de 1625, el proceso llamada de non-cultu, destinado a probar que la Iglesia de Francia por muy celosa que fuera por la beatificación de Vicente de Paúl, no se había adelantado al juicio de la Santa Sede, y que ni los sacerdotes de la Misión, ni nadie responsable, no le habían rendido los honores religiosos debidos tan sólo a los santos canonizados. A la petición dirigida al arzobispo por el procurador de la causa, once testigos fueron interrogados quienes, en diferentes tiempos habían frecuentado la iglesia de la casa de San Lázaro. De este número eran Jacques-Charles Brisacier, superior de las Misiones extranjeras, François l’Echassier, superior del seminario de San Sulpicio, los párrocos de Saint-Jean-en-Grève y de Saint-Louis-en-l’Île, y algunos canónigos de París. Todos atestiguaron la entera obediencia constantemente guardada a los decretos de Urbano VIII.
Interrogados los testigos, y levantada el acta de sus declaraciones, se señaló el día para la visita de la iglesia de San Lázaro, donde se hallaba la tumba de Vicente de Paúl, y del lugar secreto en que se guardaban sus reliquias. El día señalado, el arzobispo se dirigió a San Lázaro acompañado de su vicario general Vivant, del promotor fiscal, de dos testigos y de un notario. Cerradas las puertas, recorrió la iglesia, las capillas y los altares, él visitó la tumba del siervo de Dios. El notario realizó la descripción de todo, y se constató que Vicente había sido sepultado al nivel del suelo; que alrededor de esta tumba y en el resto de la iglesia, no se advirtió nada que presentara los caracteres de un culto religioso; ni imágenes coronadas de laurel o rayos, ni lámparas ni cirios, ni cuadros de objetos votivos, etc. De allí se pasó a la habitación de las reliquias, donde se halló, aparte del corazón encerrado en el relicario donado por la duquesa de Aiguillon, algunas partes de las entrañas y del hígado de Vicente de Paúl, polvo de estas mismas entrañas contenido en un vaso, esponjas que habían servido para lavar el cuerpo, manuscritos, dos retratos, pero sin aureola, por último las dos tesis dedicadas a su memoria en 1664 y l666. Además de que todos estos objetos habían sido hallados en un lugar cerrado y secreto, no se vio nada que reflejara un culto verdadero. Por eso el arzobispo redactó, según su derecho y su deber, la sentencia de non-cultu, sin la cual no se habría podido pasar al proceso informativo: el soberano Pontífice, juez único y supremo en las causas de la beatificación de los santos, no quiere que nadie se le adelante; menos todavía quiere que se ejerza sobre él una especie de violencia por un culto anticipado.
III. Primeros debates en Roma. –Introducción de la causa.
El proceso verbal de non-cultu, copiado y compulsado, fue entregado igualmente al procurador de la causa con el proceso informativo. El procurador era entonces Jean Couty, antiguo superior de la Misión de Narbona, a quien Watel acababa de sustituir por de Cès. Couty portador de uno y otro proceso llegó a Roma el 24 de mayo de 17084, un jueves por la tarde. Octava de la Ascensión. El día de Pentecostés fue recibido en audiencia por el papa Clemente XI, quien le testimonió todo el interés e sentía por su misión y la parte que quería tener en ella. Couty se aprovechó de estas buenas disposiciones del Pontífice. En virtud de los últimos decretos de la sagrada congregación de los ritos del 14 de octubre de 1678, aprobados por el papa Inocencio XI el 14 de octubre del mismo año, debían transcurrir diez años entre la entrega a la congregación de los procesos hechos por la autoridad del ordinario y su apertura. Couty pidió y obtuvo la dispensa de estos diez años. No obstante, los dos procesos, entregados el 30 de mayo en manos de Inghirami, secretario de la congregación de los ritos, quedaron sin ser abiertos hasta el 8 de marzo del año 1709, debido a la muerte del notario o escribano de la congregación y de los problemas con los que se encontró la Santa Sede, cuyo Estados fueron invadidos por las tropas del pretendiente a la sucesión de España.
Pero en el intervalo, Couty había sido recibido repetidas veces en audiencia por el Pontífice, quien continuó dándole las pruebas más manifiestas de su benevolencia. Así, el 14 de julio, el papa, a petición suya, nombró ponente o referente de la causa al cardenal Joseph de La Trémoille, arzobispo de Cambrai, que se hallaba en Roma encargado de los asuntos del rey Luis XIV. Un cardenal francés debía naturalmente trabajar con más celo que cualquier otro en la canonización de un santo francés; y, por otra parte, La Trémoille no hacía otra cosa que conformarse al ejemplo y a la voluntad de su augusto señor. En efecto, unos días antes, el 8 de julio, había presentado al papa una carta de Luis XIV, fechada en Versalles, el 2 de agosto de 1706, que decía: El celo que Vuestra Santidad manifiesta en toda ocasión para la edificación de los fieles no nos permite dudar que ella reciba favorablemente las instancias que los sacerdotes de la Congregación de la Misión deben de hacerle para obtener la beatificación de difunto Sr. Vicente, su Fundador, cuyas virtudes se han distinguido por señales de estima del difunto rey nuestro padre y de la confianza de la difunta reina nuestra madre. Y como nos hemos dado también testimonios de la nuestra a los sacerdotes de dicha congregación llamándolos para cuidar de las capillas y de las parroquias de los lugares en que hacemos nuestra estancia por lo común, les hemos otorgado con agrado nuestros oficios ante Vuestra Beatitud; y estamos persuadido de que, conociendo las ventajas que su fundación supone a la Iglesia por las Misiones y por la educación de un gran número de eclesiásticos, Ella tendrá a bien conceder a sus instancias la beatificación de su Fundador, dando plena luz a las pruebas que le sean presentadas de la pureza de su vida. Sobre lo cual, etc.»
Couty estaba pues fuertemente apoyado en su trámites. Él mismo, el 10 de junio , había presentado ya a Su Santidad ocho cartas de obispos y, el 22 de julio, le había ofrecido, en una jofaina en plata dorada, otras cincuenta más de soberanos, de cardenales, de arzobispos, de obispos, de capítulos y de generales de órdenes y de congregaciones. Qué! una jofaina llena de cartas!2 exclamó al ver esto Clemente XI, a la vez sorprendido y encantado. Y prometió en el acto que después de leerlas, se las devolvería al procurador para sacar copia, y las entregaría él mismo a la impresión.
Estas cartas fueron, en efecto, publicadas en Roma en 1709, en número de setenta. Allí brillaban los nombres, centelleaban los sufragios y las instancias de lo que había de más ilustre en la Iglesia y en el Estado. Aparte de la carta ya citada de Luis XIV, se leían las cartas de Jaime III, hijo del rey destronado de Inglaterra, y de la viuda de éste, María de Módena; de Leopoldo, duque de Lorena, pronto llamado al imperio; del gran Duque de Toscana, quien muy temprano había reclamado como reliquias el bastón y una carta del santo; del dogo Héctor de Flisco y de los gobernadores de la república de Génova, de los cardenales de Bouillon, decano del sacro colegio, Le Camus, obispo de Grenoble, d’Estrées, antiguo obispo de Laon; de Forbin Janson, obispo de Beauvais; POrto-Carrero, arzobispo de Toledo; Durazzo, obispo de Faenza y sobrino del antiguo arzobispo de ese nombre; Fiesco, arzobispo de Génova, y Genzi, arzobispo de Fermo. A los soberanos y a los cardenales se habían unido un gran número de arzobispos y obispos de Francia, entre os cuales se distingue Bossuet, Fénélon y Fléchier, y varios obispos de España, de Gran Bretaña, de Italia y de Polonia.
La asamblea general de 1705 hizo en corporación lo que tantos otro prelados habían hecho por su cuenta, y dirigió al papa una carta redactada por François de Mailly, arzobispo de Arles y firmada por su presidente el cardenal de Noailles. El capítulo de Notre Dame, y la colegiata de Saint-Germain-l’Auxerrois siguieron este ejemplo; el preboste de los comerciantes y los magistrados escribieron en nombre de la ciudad de París. en este concierto se mezclaron los superiores de la Doctrina cristiana, del Oratorio y de San Sulpicio; los abates de Santa Genoveva, de Grandmont, de Premonstratenses, de San Antonio, de Rangeval y de Ronfay; los generales de la congregación de Saint-Maur, de Saint-Vannes, de la Minerve o de los Dominicos, de los Mínimos y de los Carmelitas; el vicario general de la Merced y el provincial de los Capuchinos de la provincia de Francia.
Así, era como un concilio no sólo de toda la Galia, sino casi de la Iglesia universal, la que proclamaba por adelantado la santidad de Vicente de Paúl y pedía al papa la consagración de su juicio. Los sufragios reunidos de estas cartas forman en honor de Vicente el más hermoso y más imponente de los panegíricos. Que no se piense, en efecto, que no haya en ello más que un tejido de lugares comunes o de declaraciones vagas, aplicables al primero que se presente cuya santidad se quiere exaltar. En todas partes si duda , se celebra la alta prudencia de Vicente, su humildad profunda, su caridad inmensa, su celo sin límites por la gloria de Dios, la perfección del clero y la salvación de las almas; en una palabra, las virtudes comunes a casi todos los santos. Pero, aparte de que ellas llevan aquí los caracteres que las sacan del común de fieles elevándolas a un grado eminente de heroísmo, cuántos rasgos exclusivamente propios de Vicente de Paúl,, cuántos hechos que sólo se ven en su vida, y que declaran aquellos mismos que han sido los testigos o han recibido sus beneficios! Qué variedad en la unidad de estas alabanzas! Así, los príncipes de Inglaterra motivan sus instancias por los servicios que Vicente prestó a los reinos de Escocia y de Irlanda en los peores días, y la elección honrosa que Jaime II había hecho de sus sacerdotes para la dirección de su capilla de Londres; el duque de Lorena, además de los servicios presentes de los Misioneros, recuerda que la memoria del siervo de Dios su fundador está en una muy grande veneración entre sus pueblos, en agradecimientos por los auxilios espirituales y temporales que han recibido en los tiempos más aciagos; la república de Génova se felicita porque sus Estados hayan sido los primeros en Italia, después de los de la Santa Sede, que hayan experimentado lo que valían Vicente y su Instituto; los abades de Grandmont, de Santa Genoveva, de Bonfay y de Rangeval atribuyen a los consejos y al crédito del siervo de Dios el restablecimiento de entre ellos de la disciplina regular; así hablan los obispos hace poco nombrados, señaladamente los de Francia, cuyo testimonio hemos tenido con tanta frecuencia ocasión de invocar, en el curso de nuestros relatos. En una palabra, la vida, las virtudes, las obras de Vicente de Paúl se recuerdan casi al completo en estas cartas que podrían, si necesario fuese, suplir a su historia, y forman, al menos, en el libro de su vida y en el proceso de canonización, una serie de documentos justificativos más concluyentes.
Ésta es, por ejemplo, la carta de la Asamblea del clero de Francia.
«Santísimo Padre,
Es al príncipe de los Apóstoles y a toda la iglesia a la que representa, según san Agustín, a quien Cristo ha entregado las llaves del reino de los cielos: es pues a quien está sentado en la cátedra de Pedro a quien pertenece publicar decretos de beatificación y promulgarlos en todo el universo cristiano. El papa Alejandro III el primero que trató de apartar los juicios precipitados del pueblo y dictó las leyes para reservar a la sede romana la investigación cierta de la vida y costumbres de los siervos de Dios. Por ello, se presenta a Vuestra Santidad Vicente de Paúl y, con la confianza que ya está coronado por Dios, nosotros le proponemos sin temor a vuestro examen .
Vuestra Santidad verá a un hombre(si nos es permitido aún darle ese nombre) recomendable por su perfecta integridad. En él brillan una ardiente e inmensa caridad, una modestia singular, una humildad profunda, un candor de costumbres admirable y una inocencia ingenua. Sería largo enumerar al detalla sus virtudes, pues no hay una sola de la que no se haya visto excelentemente adornado. Vicente ha hecho grandes cosas por la Iglesia. en nuestras provincias ha erigido numerosos seminarios, en los que jóvenes retoños, plantados como en un suelo bendito, se forman muy convenientemente en todos los órdenes eclesiásticos; en otras partes, ha dado leyes y modelos de ejercicios espirituales que respiran la santidad misma; ha establecido entre nosotros estas conferencias en las que se trata de las cosas santas, de las ceremonias y de los casos de conciencia más variados y más difíciles. ¿Qué oficios de piedad no ha abrazado este siervo de Dios? En todas partes ha formado asambleas de mujeres y cofradías donde se enciende la caridad. Como heredera de su piedad y de su virtud, ha instituido una sociedad de operarios evangélicas, cuyo esmero es abrir a los ignorantes la vía de los misterios. Infatigables recorren los campos para ganar a Dios las almas de los pobres, y en las ciudades, al mismo tiempo, preparan a los eclesiásticos a recibir las órdenes sagradas. Les enseñan la teología y los animan y los ejercitan con gran fruto a la piedad.
«La vida de Vicente fue un prodigio; y, sin embargo, no faltan hechos después de su muerte que se afirman como milagrosos. El renombre de su santidad alcanzó toda Francia, y su celebridad crece de tal forma que con dificultad se puede encadenar el culto prematuro de la piedad de los fieles. Rendíos pues a nuestras súplicas y a las de los pueblos, Santísimo Padre, acceded a nuestros votos, decretad a Vicente los honores que merece: será ordenar el triunfo de la religión. que Dios os conserve y haga que la república cristiana goce largo tiempo de un Pontífice tan grande. mientras estéis al mando del timón de la Iglesia, el error seré confundido y la verdad confirmada.
«Dado en París, en la asamblea general del clero de Francia, celebrada en los Agustinos, la víspera de los idus de agosto del año del Señor de 1705. Somos, Santísimo Padre, vuestros muy obedientes y muy devotos hijos los cardenales, arzobispos, obispos y demás eclesiásticos, reunidos en asamblea general del clero de Francia, Louis Antoine, cardenal de Noailles, arzobispo de París, presidente. Por mandato…Louis Phelippeaux y Hrnri Emmanuel de Roquette, secretarios.»
A esta carta, traducida del latín, añadamos la siguiente escrita en francés el 19 de julio de 1706, en nombre de la ciudad de París, de esta manera habremos escuchado a la Iglesia y al Estado:
«Santísimo Padre,
«El deseo que sienten los sacerdotes de la congregación de la Misión de conseguir de vUestra Santidad las comisiones necesarias para hacer informar sobre las virtudes, milagros y reputación del Sr. Vicente de Paúl, su fundador, es demasiado loable; todo el reino de Francia y París sobre todo, está de sobra interesado en el proyecto que tienen estos dignos hijos de un tan buen padre, de proseguir la beatificación y canonización sobre el mérito de las informaciones que se efectuarán con vuestra autoridad. Para no comprometer al preboste de los comerciantes y magistrados de esta gran ciudad a suplicar muy humildemente a Vuestra Santidad que tenga a bien que, concurriendo a un deseo tan piadoso y contribuyendo con todo su poder al éxito de un proyecto tan justo, ellos cumplen además con un deber de gratitud y de religión.
«París no es, a decir verdad, el lugar de nacimiento del venerable sacerdote y gran siervo de Dios Vicente de Paúl; pero las virtudes heroicas, en la práctica de las cuales ha pasado en ella más de cincuenta años, el buen olor de Jesucristo que ha derramado en ella durante su vida de tantas maneras, la reputación de santidad en la que ha muerto, y las señales por las cuales Vuestra Santidad verá, por las informaciones que se han comenzado a hacer aquí durante dos años, que el Señor ha confirmado la opinión común de su crédito ante Dios, y aprobado la veneración singular y general que se conserva para su memoria; la felicidad por último que París siente por encerrar en su recinto los preciosos despojos y la tumba de este humilde sacerdote, son los motivos, Santísimo Padre, que justifican los movimientos de nuestra religión.
«Vuestra Santidad no encontrará, sin duda, menos urgentes los de nuestra gratitud. Son, Santísimo Padre, los favores de los que nos sentimos deudores al Sr. Vicente de Paúl. Su importancia merecería aquí un detalle que su propio número no nos permite. El difunto Sr. Abelly, obispo de Rodez y uno de nuestros ilustres compatriotas ha trazado uno en la historia que ha publicado de la vida de este gran hombre, quien no tiene nada menos por garante de su exactitud y de su fidelidad que un gran número de personas de toda condición que son sus testigos oculares y que, viviendo aún entre nosotros, confirman su notoriedad pública, de la que nos vemos obligados a dar testimonio a Vuestra Santidad.
«Un carácter de estabilidad y de duración es la bendición especial, Santísimo Padre, , que la prudencia consumada y la humildad profunda de este excelente obrero han atraído sobre tantos monumentos públicos de su celo y de su caridad. Nosotros ya hemos recogido y gustado sus primicias; pero todo el reino o, por mejor decir, toda la Iglesia, ha participado después de los frutos con nosotros. Si los pueblos continúan instruyéndose en las Misiones; si los eclesiásticos tienen seminarios para examinar y probar su vocación y para disponerse a desempeñarla; si las personas de toda clase de estado encuentran en el uso de los retiros un poderoso medio de reformar y perfeccionar su conducta, es principalmente al Sr. Vicente de Paúl a quien el pueblo de lo debe, ya que, por el establecimiento de la congregación de la misión, de la que tenemos tres casas importantes en esta ciudad, ha perpetuado la costumbre de estos santos ejercicios que él había introducido.
«¿Existe alguna clase de pobres a cuyo alivio él no haya puesto remedio? Las Hijas de la Caridad de la compañía de las cuales él es el fundador, que tienen más de treinta y cinco casas en París, y cerca de trescientas dentro y fuera del reino, instruyen a los niños de los pobres, les dan los alimentos y remedios, y les prestan los servicios más humillantes en sus propias cabañas o en los hospitales, con una caridad, una modestia y una disposición que los ricos quedan tan edificados como instruidos y aliviados los pobres. Las familias pobres tienen un recurso asegurado en estas Cofradías de la Caridad, cuyo plan es obra del Sr. Vicente de Paúl, que ha diseñado los reglamentos y ofrecido el modelo para casi todas las parroquias de esta ciudad y, mejor aún, no sólo en la mayor parte de las ciudades, sino también en casi todos las aldeas y muchos pueblos del reino. Si un incendio ha causado algún daño, o una inundación o la esterilidad han asolado alguna provincia, entonces una asamblea regular de Damas muy distinguidas por su nacimiento, y más todavía por su piedad, formada por la piadosa industria de este caritativo sacerdote, y dirigida por los superiores generales de la congregación de la Misión, sus sucesores, consagra un día de cada semana al examen y auxilio de estas necesidades. Es él quien continúa sirviendo de padre a una infinidad de pobres niños abandonados y expuestos, cuyo número en esta ciudad es prodigioso cada año, por la compasión que ha tenido e inspirado por ellos; es ella cuyos efectos los pobres desgraciados, que están condenados a galeras, sienten todavía en sus cuerpos y en sus almas todos los días. No os decimos, Santísimo Padre, más que una parte de lo que vemos; ¿acaso podemos decir menos? Pero ¿no decimos lo suficiente para comprometer a Vuestra Santidad a instruirse más ampliamente otorgando cartas de comisión, para informar de la vida de este venerable sacerdote?»
No contento con esta carta al papa, Charles Boucher, caballero, señor de Orsay y demás lugares, consejero del rey en todos sus consejos y en su corte del parlamento, preboste de los comerciantes y los magistrados de la ciudad de París, pensando «estar obligado a contribuir a la conclusión de esta buena obra,» ruegan a Couty, en un documento del 9 de agosto de 1706, que tome este asunto deseado tan ardientemente por el público, y prestándole todos los cuidados que pueda, ya ante Su Santidad o para con los cardenales de la sagrada congregación de los ritos como en cualquier otra parte donde lo juzgue conveniente y necesario, dándole, concluyen ellos, por estas presentes, pleno poder de obrar en sus nombres, en el total cumplimiento de esta santa obra, deseada generalmente de todas las gentes de bien».
Por su celo y su actividad, Couty respondió admirablemente a esta confianza y a estas recomendaciones. Apenas el nuevo notario de la congregación de los ritos, Cosme Bernardini, había prestado juramento cuando, el 8 de marzo de 1709, mandó llevarle los dos procesos informativo y del non-cultu, para el reconocimiento de los sellos. Después se dirigió al cardenal Carpegna, vicario de Su Santidad y prefecto de la congregación, donde se hizo su apertura. Luego, con el consentimiento del cardenal de La Trémoille, se procuró personas hábiles en las dos lenguas, para traducir los procesos del francés al italiano, y un revisor para constatar la fidelidad de la traducción. Pasaron tres meses en esta trabajo y en el de las dos copias, conteniendo entre ambas más de ocho mil páginas. Se necesitaron también cerca de dos meses para hacer el extracto, el sumario y la escritura sobre la validez del proceso. Esta triple operación fue confiada a Dominique.Marie Vaccari, procurador de la Misión. Pero, en virtud de una dispensa pontificia, porque no estaba en conformidad con los decretos, uno de los doce procuradores del Colegio del sagrado palacio apostólico.
Por último, el 13 de julio de 1709, la congregación, a petición de los postuladores de la causa, declaró que Su Santidad podía conceder dispensa, a efecto de mandar examinar los dos puntos de la validez de los procesos y de la relevance de las virtudes.
Para entender esto, es necesario saber que hay dos clases de congregaciones de los ritos, una ordinaria, que se reúne todos los meses, y se compone de los cardenales, de un protonotario apostólico, del sacristán del papa, del promotor de la fe y del secretario de la congregación; otra extraordinaria, que se celebra ante el papa, solamente en los meses de enero, de mayo y de setiembre, y se compone, aparte de los cardenales y de los oficiales que se acaban de nombrar, de los auditores de rota y de los consultores de la congregación. Pues bien, los decretos de la inquisición de 1624, quieren que las causas de las beatificaciones y canonizaciones no sean tratadas sino en congregación extraordinaria. Pero, en virtud de la dispensa otorgada el 23 de julio, la congregación de los ritos permitió a Dominique Vaccari escribir en calidad de procurador de la causa lo que hizo el mes siguiente, al mismo tiempo que respondió a las animadversiones del promotor de la fe sobre los dos puntos de la validez de los procesos y de la relevancia o renombre de las virtudes. En cuanto al primero, probó que los procesos se habían hecho con todas las formalidades esenciales de derecho, y resolvió las principales objeciones. Para prevenir o eludir otras dificultades, declaró renunciar a servirse de treinta pequeños procesos celebrados en diferentes lugares bien por el juez delegado, bien por los ordinarios, y atenerse al proceso celebrado en París. Demostró también que el título de venerable dado a Vicente de Paúl en su epitafio, y las figuras de ángeles representadas en el cartucho puesto sobre su tumba no tenían la significación del culto prohibido por los decretos. Por eso, en sus sesiones de los 6 y 7 de setiembre la congregación ratificó la sentencia del arzobispo de París de non-cultu, y declaró que constaba de la validez de los procesos ad effectum de quo agitur, a saber para obtener la firma de la comisión y para la introducción de la causa.
Esos mismos días se pronunció sobre la duda de relevancia, es decir que constató la existencia de un gran número de cartas o instancias de príncipes, de obispos, etc., no obtenidas por maniobra, sino dadas espontáneamente por sus autores e inspiradas por la sola piedad, la sola reputación de santidad del siervo de Dios, es decir también que encontró en el proceso informativo la prueba suficiente de que Vicente de Paúl había practicado las virtudes cristianas en un grado heroico, y que había hecho milagros después de su muerte: prueba suficiente, no sin embargo para decretar la beatificación, sino tan sólo para establecer su reputación de santidad y motivar el examen de su causa por la autoridad apostólica.
Las principales objeciones contra la relevancia fueron sacadas del libelo de Barcos y de las relaciones de Vicente de Paúl con Saint-Cyran, de lo que se ha hablado tanto en el libro del jansenismo. Inútil, por consiguiente volver sobre ello.
Despejada toda objeción así sobre la duda de la validez y de la relevancia, la congregación decidió que la comisión podía firmarse, si así placía al Santo Padre. Aunque el annuit pontificio se debió hacer esperar más de un mes, la causa estaba en adelante considerada como introducida en congregación, es decir como puesta de tal manera en las manos del papa, que el ordinario no podía ya tocar nada, si no era en calidad de delegado de la autoridad apostólica.
Así, cerca de cinco años se habían pasado en estos largos y difíciles preliminares, dirigidos únicamente a establecer que la causa de Vicente de Paúl valía la pena de ser llevada a Roma. Y ya sin embargo cuántos trámites y escrituras! Cuántos debates en los que incluso altas virtudes no podrían resistir! ¡Qué será en la serie de los procesos por autoridad apostólica, en la discusión detallada, minuciosa, encarnizada de los escritos y de las palabras, de los actos y de las intenciones, de la vida pública y de la vida privada! A pesar del todo el poder de la gracia, sorprende que pueda revestir a la debilidad humana con una fuerza que arma suficientemente una memoria contra los asaltos temibles de un proceso de canonización. Ni un error, ni una falta, ni una debilidad, ni una sola imperfección; de lo contrario, la causa sucumbe y queda inmediatamente abandonada!. La Iglesia exige milagros a los que coloca en sus altares; y qué milagros, y con qué autenticidad probados, lo vamos a ver. Pero el milagro de los milagros, es que una vida humana, recorrida de un cabo al otro, estudiada en todos los sentidos, sondeada en todas sus profundidades, escrutada en todos sus pliegues y repliegues, no ofrece ningún asidero a la menor acusación un poco seria, que todo sea demostrado puro, heroico, santo! Dómine, quis sustinebit! Para pensarlo mejor, basta con leer, hojear solamente los ocho volúmenes in-4º de Benedicto XIV sobre la canonización de los santos. Obra verdaderamente espantosa, pero menos todavía por su prodigiosa erudición, que por las condiciones impuestas por la iglesia católica a todos los que llama a los honores de la santidad. Con confianza se invoca a aquellos que ha proclamado bienaventurados; con fe se repite: «Credo in Ecclesiam SANCTAM; con amor se la reconoce divina por este carácter tan manifiesto de santidad que sólo le pertenece a ella. y por eso, nos extendemos aquí sobre los debates de un proceso de canonización, debates ignorados por los fieles, insuficientemente conocidos por los eclesiásticos mismos, y tan propios sin embargo para hacer brillar la gloria no sólo de los santos, sino de la Iglesia y de Dios.
Porque, repitamos, una multitud de hombres han salido vencedores de estos debates terribles, pero ninguno tal vez con más trabajo y, por lo tanto, con más honor y resplandor que Vicente de Paúl.. Ninguno, en efecto tuvo nunca que habérselas con un enemigo tan temible, pues tuvo por adversario precisamente a este Benedicto XIV, Próspero Lambertini, a la sazón abogado consistorial y coadjutor de Bottini, arzobispo de Myre y promotor de la fe, a quien su avanzad edad impedía asistir ya a las congregaciones. En presencia de un hombre así y de una vida tal, en un proceso tan digno de él, Lambertini pareció, si se puede decir, sentirse espoleado y querer desplegar todos los recursos de su estrategia teológica: Durante muchos años recurrió a todos los poderes del espíritu más fino, más desligado, más extenso que se vio nunca; agotó de alguna manera el inagotable arsenal de su ciencia para encontrar recursos siempre nuevos y siempre temibles contra la humilde y fuerte memoria que estaba en su presencia. Y cuando, hacia el final, los abogados de Vicente, cansados de una pelea tan larga, parecían pedir gracia menos para su invencible cliente que para ellos mismos, Lambertini los relanzaba otra vez, y había que comenzar de nuevo los debates, hasta que por fin les revelaba el secreto de su plan de campaña y les dijo sonriente: «Yo había sondeado los riñones de mi adversario, y estaba seguro de que él saldría bien parado. No he querido más que darle todas las ocasiones de manifestar su fuerza y su virtud. Venga, ése es un santo!»
Ya Lambertini se había se había esgrimido valientemente en los debates preliminares sobre las dos dudas de validez y de relevancia; pero se reservaba más terrible en el fondo mismo de la causa, sobre la tesis de santidad.
IV. Proceso’ in génere’ y ‘ ne pereant probationes’.
Firmada la comisión e introducida la causa, los postuladores hicieron vanos esfuerzos para obtener dispensa del proceso in génere, dispensa que no se otorga más que en las causas de los mártires, y nunca en las de los santos del rango de confesores. Obtuvieron solamente que se celebrara una comisión, contra la costumbre, el 5 de octubre; y entonces con la confirmación de la sentencia del ordinario, de non-cultu, se les entregaron cartas llamadas remisoriales para el proceso in génere. Iban dirigidas al cardenal de Noailles, a Artus de Lionne, obispo de Rosalie, y a Humbert Arcelin, antiguo obispo de Tulle5, con las cláusulas de que dos al menos de los tres asistirían siempre a la confección del proceso, y de que todo se terminaría en un año, a contar de la entrega de las cartas. Aprobadas por el papa el 12 del mismo mes, estas cartas remisoriales instituían una comisión revestida así de la autoridad apostólica. Iban acompañadas de cartas dichas compulsorias, que permitían consultar el proceso realizado por la autoridad del ordinario, en caso de muerte bien constatada de los testigos. Llevaban al final dieciséis artículos, sobre los cuales solamente Couty pedía que los testigos fuesen interrogados. Unas y otras fueron expedidas prontamente a París, con una última de Lambertini, quien instituía a Achille Tomassin sub promotor de la fe en la causa.
Expedidas estas cartas, y tomadas estas instituciones para la buena confección de los procesos subsiguientes, Couty partió de Roma y llegó a París el 14 de diciembre. El 31 ante tres jueces deputados, el sub promotor y el notario apostólico Anselme-Étienne Jousse, se había hecho exhibición de las cartas remisoriales, y el proceso in génere había comenzado. Dos días después empezaban las dificultades por parte del parlamento y del poder civil. El rey y su ministro de Torcy declaraban al cardenal de Noailles que se necesitaban cartas de adhesión del parlamento a las cartas remisoriales y que no se podía servir de éstas antes de que se probara que no contenían nada contrario a las libertades de la Iglesia galicana. Pero, por una memoria de Couty, presentada por el bate de Polignac, el rey, en su consejo, pronunció, el 22 de enero de 1710, que la patente de la congregación de los ritos no tenía «nada de contrario a los santos decretos y concordatos pasados entre la Santa Sede y el reino, a las franquicias, libertades e inmunidades de la Iglesia galicana, ni a los derechos de Su Majestad,» y ordenó que fuera ejecutada, según su forma y tenor, en toda la extensión del reino, país, tierras y señoríos de la obediencia de Su Majestad, sin ninguna dificultad
Se continuó pues trabajando en el proceso, Catorce testigos solamente fueron oídos, diez citados por el procurador de la causa, y cuatro de oficio. De este número fueron el cardenal César d’Estrées; François Bochard de Saron, obispo de Clermont; Jean-Baptiste Chevalier, consejero y subdecano de la gran cámara del Parlamento; Pierre Sailier, secretario del rey, y Nicolas Boutillier, director del colegio de Beauvais. Sus declaraciones fueron unánimes. Todos aseguraron bajo juramento que Vicente de Paúl había sido un hombre de una admirable caridad para con Dios y para con el prójimo; de un celo ardiente por la conservación y la dilatación de la fe católica; de una virtud que le había conciliado el respeto de la ciudad, de la corte y de Francia entera; añadieron que el fruto de sus milagros se extendía cada vez más y que su tumba era honrada por el concurso de los pueblos; concluyeron que su beatificación era un asunto que la Santa Sede podía emprender con toda seguridad, con certeza de que su éxito feliz no desagradaría más que a los jansenistas, ya que, decían ellos, «no había más que ellos que trataran de debilitar la reputación de santidad que el siervo de dios se había adquirido. »
Tal debía ser, en efecto, el único objeto de este proceso in génere, proceso que decidía poco en cuanto al fondo, pero que servía únicamente para probar que la reputación de santidad del candidato propuesto a la Santa Sede se sostiene siempre, y que, a partir de la nueva difusión de los primeros procedimientos, no se ha presentado nada que se oponga a su continuación.
Este proceso, firmado y sellado, fue entregado en mano al caballero Chappe, que había venido a agradecer al rey, en nombre del cardenal Ottoboni, por haber enviado a esta Eminencia el breve de protector de Francia, y que estaba a punto de regresar a Roma.
Poco después, el 14 de abril de 1710, se comenzó en París, ante los mismos jueces y el mismo promotor, el proceso llamado in specie, ne pereant probationes. Siguiendo la promesa que se había hecho en el caso de la firma de la comisión para el proceso in génere, se habían enviado cartas remisoriales al cardenal de Noailles y a los ostros dos obispos el 9 de enero de 1710 para instruir este nuevo proceso, cuyo fin es recoger lo antes posible las declaraciones , no ya generales, sino detalladas, de los ancianos y valetudinarios a quienes amenaza la muerte cada día con llevárselos antes de que puedan venir al proceso dicho propiamente in specie. En la apertura de estas cartas, hubo la dolorosa sorpresa de ver que no concedían, para el proceso ne pereant, más que seis meses a partir de la firma, de los cuales ya había transcurrido más de la mitad. También Couty pidió a Roma una prórroga de otros seis meses, que se otorgó el 21 de junio para la congregación y aprobó por el papa el 16 de julio.
Gracias a la latitud dejada a la comisión, pudo ésta interrogar a mas de sesenta testigos, de edades de al menos de sesenta años, de los cuales muchos tenían de ochenta a noventa. Algunos tuvieron varias sesiones, pues tan importantes y circunstanciadas eran sus declaraciones. Es lo que había previsto Couty y por ello había pedido cartas remisoriales para este segundo proceso in génere. Vicente de Paúl había muerto hacía cincuenta años, no quedaban más que pocos testigos de visu que desaparecían todos los días. Y, en efecto, poco tiempo después, y mucho antes del juicio del proceso in génere, los mejores se habían muerto.
Este proceso in specie, ne pereant probationes, no fue interrumpido por la muerte de Watel, ocurrida el 3 de octubre de 1710. Couty continuó actuando en virtud de su primera procuración, sin pedir una nueva a Bonnet, nombrado vicario general de la Compañía. De otra manera habría sido necesario obtener en Roma una nueva procuración, ya que la compulsa de la copia con el original y las demás formalidades se hicieron después de la expiración de los seis meses añadidos por la congregación de los ritos, y que el total no se acabó hasta el 15 de abril de 1711.
Mientras tanto se trabajaba en Roma en el examen del proceso in génere y, en ausencia de Couty era Philopald quien seguía este asunto. En virtud de un rescripto de la congregación del 19 de julio de 1710, aprobado el 4 de agosto por el papa, el proceso fue abierto el 22 de noviembre, y se declaró que constaba suficientemente de su validez y de la relevancia o renombre de santidad en general del siervo de Dios, y que se podía, por consiguiente, seguir adelante. El papa habiendo revestido esta decisión con su annuit el 9 del mismo año, cartas remisorias y compulsorias, otorgadas por la congregación el 12 de marzo y aprobadas por Clemente XI el 4 de abril de 1711 fueron dirigidas a la comisión parisiense de los tres obispos, al efecto de informar sobre la santidad de la vida, acerca de las virtudes y de los milagros in specie del siervo de Dios, con el término de un año.
V. Proceso ‘in specie’. –Apertura de la tumba.
Este proceso in specie fue comenzado en París el 28 de mayo. No se escuchó apenas más que a testigos sobre los milagros, en número de cincuenta y cuatro, el proceso ne pereant debía servir de complemento a éste. Luego, en virtud de las cartas compulsorias, se compulsaron algunas cartas de Vicente, las declaraciones de algunos testigos de visu a quienes la muerte había impedido declarar en auctoritate apostolicâ, como lo habían hecho bajo auctoritate ordinariâ, y por último las reglas comunes de la Misión.
Terminadas estas compulsorias, se fijó fecha para la apertura de la tumba de Vicente de Paúl, ceremonia rara, y que no tiene lugar (más que)una vez cada dos siglos. Las últimas cartas de delegación imponían excepcionalmente su obligación a los jueces. Ellos debían terminar sus procesos, no sólo con la apertura de la tumba de Vicente, sino también con una visita exacta de todas las partes separadas de su cuerpo que se pudieran hallar en la ciudad o en la diócesis de París, con prohibición, bajo pena de excomunión incurrida por el solo hecho, de no colocar nada en dicha tumba, ni de sacar nada, y orden de no admitir a esta visita más que a los testigos necesarios y de guardar sobre la situación de las cosas un inviolable secreto. Este secreto, por lo demás, es de derecho en todos los procesos instruidos por autoridad apostólica, y el cardenal de Noailles se lo había impuesto incluso a la comisión nombrada por el proceso informativo y de non-cultu. Medida sabia y necesaria en un asunto tan grave para impedir entre los testigos toda cábala y toda colusión.
El 12 de febrero de 1712 había sido escogido para esta visita a la tumba. Pero la muerte de la Delfina, , la duquesa de Bourgogne, ocurrida ese día, habiendo acudido la víspera el arzobispo a Versalles, fue pospuesta al 19. La víspera también había muerto el Delfín. No obstante el cardenal de Noailles pudo regresar a París el 18 por la tarde y, al día siguiente, a las dos de la tarde, se trasladó a San Lázaro con el antiguo obispo de Tulle6, Achille y Claude-François Thomassin, sub promotores de la fe, Pierre Alexandre Mattot, doctor-regente en medicina, Jean-Baptiste Bessière, cirujano jurado y, además cirujano ordinario del rey y de los campamentos y ejércitos de Su Majestad, Jean Bonnet, superior general de la Congregación de la Misión, Jean Couty, procurador de la causa, Peregrin de Negri, sacerdote italiano de la Compañía, y tres Hermanos coadjutores que debían abrir la tumba y sacar el ataúd.
Tales son los únicos asistentes designados en el proceso; pero se encontró también en esta ceremonia Le Pilleur, obispo de Saintes, el abate de Beaulieu, capellán del cardenal de Noailles, el caballero Monnier, uno de sus gentilhombres, y los Srs. Faure, Hombert, Figari, Chêvremont, Dusaray y de Saint-Paul, quienes todos, como los testigos oficiales, prestaron juramento de guardar un secreto religioso.
La razón del secreto también es manifiesta aquí. Aunque Roma no exija la integridad de los cuerpos de los siervos de Dios que canoniza, porque sabe que del único Santo de los santos se ha dicho: Nec dabis Sanctum tuum vidre corruptionem, no se puede desconocer que la preservación excepcional contra la corrupción de la tumba no sea un prejuicio favorable de santidad, y que la disolución de un cuerpo que va a ser colocado en los altares no sea de naturaleza que impresione penosamente la imaginación irreflexiva de los pueblos.
No obstante, sobre el juramento e André Ruffe y de François Vertou, sacerdote y hermano de la Congregación, presentes en la sepultura, que allá Vicente había sido inhumado el 28 de setiembre de 1660, el ataúd es retirado de la tumba en medio del silencio religioso de los asistentes, repartidos entre el temor y la esperanza. ¿En qué estado va a aparecer Vicente a sus ojos?. Hace casi 52 años que está enterrado, y en una iglesia en la que nunca se han encontrado cuerpos enteros. ¿Le ha dejado Dios o le ha arrancado a los estragos de la muerte?
Colocado al fin en un estrado, el ataúd es abierto. Un grito de júbilo parte de de todas las bocas y de todos los corazones, la muerte una vez más ha sido absorbida en su victoria, y ha debido respetar a Vicente de Paúl! Después de que todos hubieron satisfecho su devoción y su piadosa curiosidad, los expertos comenzaron su examen. Visitaron sucesivamente la cabeza y todos los miembros, hicieron, en términos de arte, una larga descripción y un informe jurídico, que terminaron de esta forma: «Por último, podemos testimoniar, como lo hacemos, que hemos encontrado un cuerpo entero, y sin ningún mal olor.» Los testigos añadieron otros detalles, por ejemplo sobre el estado de las ropas del santo sacerdote, que parecían salir del comerciante. El cardenal de Noailles frotó entre sus manos la sotana, y dijo sonriendo que era de buena tela. Vicente estaba mejor vestido de muerto que en vida: no había podido impedir a la piedad de sus hijos de envolver sus despojos mortales en una de aquellas sotanas nuevas, que, en vida, él sabía tan ingeniosamente apartar7.
Después de la visita de la tumba, del corazón y de las demás reliquias, se colocó todo en el mismo estado de antes, y se acabó el proceso, que fue sellado el 31 de marzo de 1712, y enviado inmediatamente a Roma. Estaba acompañado de cartas de los tres comisarios que daban cuenta al papa de su gestión. «El asunto del que Vuestra Santidad ha tenido a bien encargarme, decía en sustancia el cardenal de Noailles, es tan importante en sí misma y tan conforme a mi inclinación, tanto por la estima que profeso al venerable siervo de Dios, como por los grandes bienes que hace todavía en mi rebaño por las buenas obras de las que ha sido el fundador que, si bien el cuidado de mi vasta diócesis y dos asambleas del clero me hayan dado muchos trabajos, no he dejado sin embargo de estar presente en persona en un gran número de sesiones de los dos últimos procesos y, cuando no he podido asistir, he recibido información por los ostros dos comisarios. Puedo asegurar y atestiguar, como lo hago, a Vuestra Santidad y a la Congregación de los ritos, que se ha observado en el curso del procedimiento todas las reglas prescritas por Urbano VIII y por Inocencio XI. Todo lo que se ha expuesto con referencia a la virtud y los milagros del siervo de Dios lo ha sido por testigos dignos de fe, y en los cuales ni yo ni otro cualquiera no hemos advertido nada que pueda en modo alguno hacerles sospechosos. Si tantas personas de toda condición han rogado a Vuestra Santidad colocar a Vicente de Paúl en el número de los bienaventurados, yo tengo más interés que ellos en pedir la misma gracia, por haber tenido el honor de presidir el gobierno espiritual de una ciudad y de una diócesis que se honraron en disfrutar más que todos los demás de la presencia de este digno sacerdote de Jesucristo, que poseen sus preciosos despojos, que han tenido y tienen todavía una parte especial en los frutos de tanteas santas acciones que él ha emprendido, o de las cuales él ha sido el promotor. Así, Santísimo Padre, no contento con las súplicas que he presentado en el trono de Vuestra Santidad, conjuntamente con el clero de Francia , en la carta que he firmado en su nombre, me tomo la confianza de dirigirle otras nuevas. Son las más grandes, las más vivas, las más fuertes que puedan partir de un corazón que, en este asunto, no busca sino la gloria de Dios y el honor de sus siervos.»
Los otros dos obispos comisarios, en su carta común, hablan en términos poco más o menos parecidos del brillo de santidad que ha brotado de todo el procedimiento y de la aclamación general que acogerá a la sentencia pontificia.. Los dos sub promotores de la fe escriben por su parte a Prosper Lambertini para rendir homenaje a la probidad, a la piedad y al celo religioso de los testigos que han citado de oficio.
VI. Proceso en Roma. –Decreto de heroicidad de las virtudes.
Couty siguió pronto el proceso en Roma adonde llegó el 21 de julio de 1712, tuvo una audiencia con Su Santidad a quien presentó una nueva carta de la última asamblea del clero de Francia. A esta carta unió otra de las Damas de la Caridad, que ofrecían al Papa una hermosa estola bordada en oro. Clemente XI recibió la estola y la llevó en las grandes ceremonias que siguieron. Como respuesta, dirigió a las Damas un breve por el que les concedía indulgencia plenaria y perpetua, breve que éstas hicieron enclavar ricamente para ser expuesto en la sala d sus asambleas.
El mismo día, Couty remitió al cardenal de La Trémoille dos nuevas cartas del rey, una para el Papa, la otra para él, y las dos a favor de la beatificación de Vicente de Paúl. Algunos días después, dirigía una a Luis XIV, escrita con el mismo fin, al cardenal Ottoboni, protector de Francia. Ninguna glorificación, después de la suya propia, que Luis XIV haya tomado con tanto empeño como la del más humilde, pero, es cierto, la del más santo y el más bienhechor de sus súbditos!
El 20 de agosto siguiente, Couty pidió la apertura del proceso y la revisión de los escritos. lo que el Papa concedió el 27. En consecuencia se abrió el proceso y, reconocidos los sellos, se trabajó en traducirlo y en copiarlo. Durante ese tiempo, Couty preparaba las escrituras de su validez. El 1º de julio de 1713, la Congregación de los ritos declaró que todo se había hecho conforme a las reglas, y aprobó al mismo tiempo los procesos realizados por autoridad del ordinario, cuyos postuladores querían extraer, en beneficio de la causa, las declaraciones de los testigos muertos antes de los procesos hechos por la autoridad apostólica. En esta misma sesión, el cardenal de La Trémoille refirió que había designado a dos teólogos para examinar las reglas y las cartas de Vicente de Paúl, y que no sólo no habían hallado nada contrario a la fe ni a las buenas costumbres, sino que todo en ellas respiraba la piedad, la humildad y la caridad. Sobre el informe conforme de Tedeschi, prosecretario de la Congregación, el Papa ratificó, el 6 de julio, la validez del proceso.
Nada se había hecho aún, ya que faltaba pronunciarse sobre la heroicidad de las virtudes del siervo de Dios y sobre sus milagros, es decir debatir la verdadera tesis de su santidad. Jean Couty, siempre bien recibido en Roma y lleno de esperanza, escribía a su superior J. Bonnet que el asunto no pedía más de cuatro o cinco años. Iba a pedir más de quince, y Couty no debía llevarlo él mismo a buen fin. Pero nombrado más tarde a la cabeza de la Compañía, a su generalato le estaba reservado el honor de inscribir en sus fastos la canonización de Vicente de Paúl.
Sobre un nuevo informe de La Trémoille del 21 de abril de 1714, la Congregación pronunció que no había nada ni en las cartas del siervo de Dios, ni en las reglas dadas por él a sus dos Compañías, ni en sus reglamentos de sus Cofradías de la Caridad, que impidiera seguir adelante, lo que el Papa aprobó el 4 de mayo siguiente.
El 22 de enero de 1715, se planteó la duda: «Si constaba de las virtudes tanto teologales como cardinales del siervo de Dios en grado heroico.» Punto capital que se trató siempre en tres Congregaciones: Una llamada antepreparatoria en el palacio del cardenal ponente o reportero de la causa, en presencia de los consultores y de los maestros de las ceremonias; la otra preparatoria, en el palacio apostólico delante de los mismos oficiales y de todos los cardenales; y la tercera general o definitiva, celebrada ante el Papa, en la que se pronuncia al fin sobre la causa.
El 22 de enero de 1715, la congregación ante preparatoria se celebró ante el cardenal de La Trémoille. Lambertini atacó duramente en ella la heroicidad de las virtudes, y buscó en la causa una multitud de defectos y de obstáculos. Se tuvo de nuevo conocimiento de algunos escritos de Vicente, y la congregación dio la facultad a La Trémoille de nombrar a uno o varios teólogos para efectuar una tercera revisión. El 12 de junio de 1717, el cardenal ponente hizo su informe sobre este punto y, por última vez, la congregación juzgó que se podía pasar adelante, salvo el annuit del Papa, que fue otorgado el 10 de julio siguiente.
Entretanto los postuladores y los abogados de la causa, mientras preparaban sus respuestas a las objeciones del promotor de la fe, solicitaban la reunión de la congregación preparatoria. A pesar de todas sus diligencias, ésta no se tuvo hasta el 18 de diciembre de 1717.
Y a pesar de todo, en el intervalo, el clero de Francia, reunido en una asamblea general en París, había dirigido al Papa esta tercera instancia, con fecha del 22 de octubre de 1715.
«Santísimo Padre,
«Dirigimos de nuevo y por tercera vez a Vuestra Santidad las insistentes súplicas del clero y los muy ardientes votos de toda Francia, y mantenemos la confianza de que no desaprobará este celo animado a la vez por el motivo de la gloria de Dios y de la utilidad del pueblo a nosotros confiado. Y si bien no podría escapar a alguna sospecha de importunidad, no podría desagradar al vicario de Cristo, que sabe que Cristo mismo no concede nada más que a los que se lo piden con importunidad. Por ello, lo que, en las dos últimas asambleas del clero de Francia, hemos pedido humildemente a Vuestra Santidad, a saber: que se dignara inscribir en el catálogo de los santos a Vicente de Paúl, institutor y fundador de la congregación de la Misión, hombre que tanto ha merecido de la religión y de la Iglesia, nos atrevemos a pedirle hoy con tanto más ardor porque el largo y severo examen de su vida muy inocente y muy santa ofrece las pruebas más ilustres y menos ambiguas de todas sus virtudes.»
Después de un cuadro de las virtudes y de las obras de Vicente de Paúl, el clero de Francia continúa: «Tales son, Santísimo Padre, los grandes motivos que piden para este hombre tan buen merecedor de los honores que tributamos a los que son contados entre los hijos de Dios, y cuya herencia está entre los santos. Como todas estas cosas, difundidas por toda Francia, han acordado ya al fundador de la congregación de la Misión la reputación de santidad, no se espera más que vuestro juicio para darle el título de santo y rendirle un culto religioso. Que sea permitido al clero de Francia prometerse esta gracia de Vuestra Santidad, la cual abatiendo recientemente el error ha procurado ya un honor tan grande a la religión.»
En la congregación del 18 de diciembre de 1717, Lambertini renovó, y con más ardor y ciencia que nunca, todos sus asaltos, y dirigió particularmente todos sus esfuerzos sobre el punto del jansenismo. Al responder al resto, , los abogados debieron enfocar todas las fuerzas de la defensa hacia ese punto, y redactaron un resumen de todo cuanto se había dicho ya, en pro y en contra, en el curso del proceso, para ponerlo a la vez a los ojos de los consultores. La congregación reconoció entonces la heroicidad de las virtudes. Dos consultores tan sólo pidieron sobre dos asuntos temporales, de los cuales uno era el de Saint-Méen, aclaraciones que les fueron dadas más tarde sobre documentos auténticos. Después de estos debates, tan bien llevados por una parte y por la otra, después de un reconocimiento semejante de la heroicidad de las virtudes del siervo de Dios, parece que se debía llegar pronto a la congregación definitiva: se esperó cerca de diez años. Habiendo querido Clemente XI que se dieran congregaciones a las de más causas de beatificación y de canonización entonces entabladas, la de Vicente de paúl se quedó suspendida durante el resto de su pontificado.
Esta larga suspensión tuvo como causa también los disturbios que estallaron con ocasión de la bula de Unigenitus, y el descontento en que se hallaba Roma por el estado de la Iglesia de París, y sobre todo por las incertidumbres y tergiversaciones del cardenal de Noailles. Habiendo dado el cardenal de La Trémoille, el 1º de enero de 1720, un mandato en el declaraba que el Papa no había querido, por su constitución, perjudicar al tomismo, Couty creyó que el cardenal de Noailles consentiría en publicar en ese sentido su adhesión a la Bula y con el asentimiento del Papa, que le dio incluso mil escudos para su viaje, partió para París. habiendo lo grado su negociación, reemprendió el camino de Roma, donde esperaba encontrar en adelante disposiciones más favorables. Pero el cardenal de La Trémoille había fallecido durante su viaje. Clemente XI murió asimismo el 19 de marzo de 1721. El sucesor Inocencio XIII no hizo nada durante su breve pontificado, por la causa de Vicente de Paúl, más que subrogar a La Trémoille por el cardenal Paulucci a quien tenía por afecto. Benedicto XIII, elegido papa en 1724, comenzó por declarar, como lo había hecho Clemente XI, que había que asignar congregaciones a las causas pendientes, de las que muchas preferían se adelantase la de Vicente de Paúl, y que además no quería oír hablar de beatificación antes de que no se diese curso a las canonizaciones que estaban pendientes. Era sin embargo este pontífice quien debía proclamar bienaventurado al fundador de la Misión.
El 19 de febrero de 1724, Couty había sido reemplazado en Roma , y como procurador de la causa, Guillaume Vieillescases, quien, a pesar de sus achaques, trabajó en ello con una actividad maravillosa. Fue bien secundado por los cardenales franceses de Polignac y de Gesvres, señaladamente por el cardenal de Polignac8, quien, el 29 de julio de 1726, sucedió como ponente al cardenal Paulucci, fallecido. Por otro lado, la corte de Versalles renovó sus instancias y, hacia finales de ese año de 1726, el joven Luis XV escribió a Benedicto XIII:
«Santísimo Padre,
El rey mi bisabuelo escribió al Papa Clemente XI para rogarle que fuera favorable a la beatificación del venerable Vicente de Paúl, institutor de los sacerdotes de la Misión en mi reino. Me aseguran hoy que este asunto, pendiente en el tribunal de Vuestra Santidad, está a punto de encauzarse en una tercera congregación sobre lo expuesto acerca de las raras virtudes de este santo hombre. Él perteneció al consejo de conciencia de la reina Ana de Austria, dejó excelentes ejemplos en la corte y en todo el reino, y formó una compañía de sacerdotes que trabajan por todas partes con mucho celo y edificación; pero singularmente aquí en Fontainebleau, y en muchos otros lugares donde fueron establecidos por el difunto rey, y donde yo me siento satisfecho de sus servicios. Os ruego que tengáis a bien favorecer en una ocasión que no puede por menos de ser agradable a Vuestra Santidad, útil a toda la Iglesia y gloriosa a mis Estados, y estéis plenamente persuadido del respeto filial con el que soy , Santísimo Padre,
Vuestro Muy devoto hijo
El rey de Francia y de Navarra,
Luis.»
En Versalles, el 8 de diciembre de 1726.
La reina María Lezcinska escribía por su parte:
«Santísimo Padre,
Los Misioneros de la Congregación habiendo obtenido del rey, nuestro muy honorable señor y esposo, su recomendación ante Vuestra santidad para la beatificación del venerable Vicente de Paúl, su fundador, os suplicamos de muy buena gana por esta carta que les seáis favorable en este piadoso plan. La sabiduría, la prudencia, la piedad de este siervo de Dios le hicieron en el pasado ser querido de los reyes Luis XIII y Luis XIV, y le facilitaron , durante la regencia de la reina Ana de Austria, el honor de ser admitido en el consejo de conciencia, en el que sirvió muy fiel y útilmente a Sus Majestades por sus buenos consejos, y al reino por los muy raros ejemplos de virtud, de caridad y de humildad, así como por el establecimiento de la congregación de la Misión para la salvación de los pobres pueblos del campo, y para la buena y santa educación de los eclesiásticos en los seminarios. Esperamos que tan poderosos motivos, unidos a la petición que hacemos a Vuestra Santidad, la lleven a conceder esta gracia, pues es para la mayor gloria de Dios y utilidad de la Iglesia. aseguramos a Vuestra Santidad que sentiremos la mayor gratitud, y que pediremos a Dios, Santísimo Padre que conserve a Vuestra Santidad por largos y felices años en el régimen y gobierno de su Iglesia.
Vuestra devota hija
La reina de Francia y de Navarra,
María.»
Escrito en Versalles, el 16 de diciembre de 1726.
Por fin, tras instancias de tan enorme peso, escrituras, trabajos, gestiones increíbles, por parte no sólo de Vieillescases como de los abogados y de los procuradores, la congregación general se celebró ante el Papa, el 16 de setiembre de 1727. El cardenal de Polignac enunció la duda si constaba de las virtudes heroicas , tanto teologales como cardinales y de sus anexas, del venerable siervo de Dios, en el caso y para el efecto de que se trataba, y la congregación, después de una deliberación de cinco horas , respondió; Sí, con una unanimidad sin ejemplo. Seis días después, el 22 de setiembre, el Papa ordenaba publicar el decreto.
VII. Proceso de los milagros.
Este decreto decidía de la santidad de Vicente de Paúl, pero no del culto público que darle. La Iglesia no discierne sobre los honores solemnes a todos los que considera como bienaventurados, por ejemplo a los niños muertos después de su bautismo, sino solamente a aquellos de quienes Dios declara querer la glorificación en la tierra como en el cielo, concediéndoles el privilegio de los milagros. Un nuevo proceso debía entonces abrirse sobre los milagros atribuidos a Vicente de Paúl.. Ya , en vida del santo, se le había reconocido el don de las predicciones y de las curaciones sobrenaturales. Se ha hablado en otra parte de las predicciones relativas a Martín Husson, a D’Aranthon d’Alex y a Edme Jolly. Elisabeth de Chaumont, religiosa de la Visitación, ha declarado que el santo, llegado un día a visitar a su madre en Saint-Germain, le preguntó una de sus hijas por la Vistación de Santa María: «Nos hizo ir a todas a su presencia, añadió ella.. Colocó la mano en mi cabeza, diciendo: «Es ésta». Durante su noviciado, Elisabeth estuvo muy atormentada, y hasta el mismo día de su profesión. Pero apenas había pronunciado los votos en presencia de Vicente, cuando, a la pregunta ordinaria de éste: «¿Cómo esta vuestro corazón?» ella debió responderle con el versículo del salmo: «En proporción con los dolores de mi corazón, vuestros consuelos han regocijado me alma9.»
Igualmente, a Jeanne Hervier Vicente predijo dándole una medalla, que ella sería un día Hija de la Caridad, lo que tuvo lugar nueve o diez años después de su muerte; a Parmentier, que a los veinte años hacía sus ejercicios espirituales en San Lázaro, que no pensaba nada en el estado eclesiástico, que sería sacerdote, Misionero y director de un seminario de la Compañía; y que luego la dejaría para ser empleado en obras grandes en las que él no encontraría ningún consuelo humano: y, en efecto, Parmentier, después de pasar diez años en la Misión, y dirigir los seminarios de Annecy, de Agde y de Marsella, fue empleado por el arzobispo de París, Harlay de Champvallon, en la erección de un hospicio para sacerdotes, que debió abandonar al fin por no encontrar consuelo.
Una predicción más notable todavía es aquella de la que fue objeto la señorita Marthe du Vigean. Encontrándose enferma la marquesa su madre, Vicente fue a visitarla y, a falta de la marquesa, fue reconducido por la joven Marthe. «Señorita, le dijo el santo en el trayecto, vos no estáis hecha para el mundo. –Yo, respondió la joven, yo no siento ningún gusto por la vida religiosa, y os pido por favor, padre, que no pidáis a Dios, vos quien tanto crédito tiene ante él, que me haga cambiar de sentimientos.»En efecto, en aquella época la joven Du Vegean, celebrada por Voiture y todos los poetas por su belleza y también por su virtud, era el objeto de la única pasión que jamás haya sentido tal vez el duque de Enghien, el futuro gran Condé, y ella no había perdido toda esperanza de desposarse con él un día. A su respuesta tan fresca y tan ingenua, Vicente sonrió y no repuso nada. Pero al poco tiempo, no habiendo podido romper su matrimonio con Claire-Clémence Maillé de Brezé, sobrina del cardenal de Richelieu, tan digna de él, por otra parte, por su entrega y por su valor, Marthe du Vigean no queriendo ser suya sino por una unión legítima, se separaron y, en 1647, la señorita du Vigean, por entonces de 25 años de edad, se retiró al convento de las Carmelitas de la calle de Saint-Jacques, donde murió, joven aún, en 1665. Fue tres meses después de la muerte de Vicente cuando entregó y firmó con su propia mano este testimonio10.
No menos numerosas que las predicciones se cuentan, en la vida de Vicente de Paúl, las curaciones bien físicas bien morales. Se ha hablado también de esta visitandina en otra parte, a quien contribuyó a curar en 1637 de su tentación de blasfemia y de desesperación. En un viaje que hizo poco después a Troyes, y en una visita que realizó en esta ocasión a la superiora de la Visitación de esta ciudad , se enteró de que el demonio de la envidia había vuelto a una de estas hermanas extravagante y furiosa, hasta el punto que se temía un desenlace trágico. Le hace presentarse y escucha con bondad y compasión el relato de sus penas; y acabada la conversación: «Váyase, hija mía, le dijo golpeando con la mano la rejilla del locutorio; ya nunca os veréis atormentada .» En efecto, al cabo de algunos años tranquilos y edificantes, esta hermana, ya de edad, murió con la dulzura de un niño.
La pacificación de las conciencias atribuladas era el don de la gracia de Vicente. Un eclesiástico atormentado con escrúpulos que no le dejaban ningún reposo, hacía su retiro en San Lázaro. Habiéndole visto el santo en este triste estado: «Voy a pedir a Dios por vos, Señor, le dijo; pedidle vos también.» –»En el espacio de un Miserere, contó luego el eclesiástico, me encontré tan tranquilo que en mi vida había gustado de una dulzura interior tan grande11.
Un joven clérigo de San Lázaro sufría de un dolor de cabeza que le impedía todo estudio. Como la mujer del Evangelio, se dijo de Vicente: «Si puedo tan sólo tocar la orla de su manto, me curaré.» Le tocó y se curó efectivamente12.
Vicente mismo más de una vez se vio objeto de una protección milagrosa de Dios. Así, un día cuando atravesaba el antiguo claustro de San Lázaro, una bala de arcabuz cayó estropeada y aplastada a sus pies. «Les prohíbo, dijo a sus dos compañeros hablar de esto nunca.»
Pero fue sobre todo después de su muerte cuando tuvo a bien manifestar su gloria, como se la había manifestado a sí mismo la gloria de Francisco de Sales y de santa Chantal. La manifestó, ya lo hemos visto, a Gilbert Cuissot; y se la manifestó también a Henri de Maupas, su panegirista, quien, confuso, antes de partir para Roma, por su cargo y su sobrina, sólo tuvo una cosa que pedir en le tumba del santo, para ver al conde Coligny venir a pedirle a la sobrina en matrimonio, y a un eclesiástico proponerle que tratara de su gran capellanía de la reina madre.
Aquí van manifestaciones más perentorias. En octubre de 1661, Marie André, mujer de Christophe Laurence, gentilhombre de Bretaña, fue atacada de una fiebre continua, escupía sangre y sentía sofocos. Incapaces de curarla, los médicos la abandonaron. Se entera entonces de la muerte reciente de Vicente de Paúl, y de las curas que ya opera. El 10 de diciembre comienza una novena ante una imagen de Vicente, mientras que su marido va a oír todos los días la misa en el seminario de Tréguier, dirigido por los hijos del santo sacerdote. el noveno día la fiebre cesa, pero el vómito sigue. Ella pide a Le Blanc, director del seminario, un poco de agua donde se haya humedecido una ropa de teñida de sangre del siervo de Dios. Bebe durante cinco días y ya no sangra por la boca; pero sangra por dos abscesos, es verdad, pero pronto éstos se cierran y, sin ningún otro remedio, la enferma recobra una salud perfecta.
En 1668, es un criado de la casa de Saint-Charles, quien atacado de una pleuresía completa y ya en la agonía, es curado repentinamente por la aplicación que le hace un joven Misionero, Jean Polly, de un corazón trazado con la sangre de Vicente de Paúl.
Ya en Saint-Charles algunos días después de la muerte del siervo de Dios, un joven pensionista, a quien un cirujano torpe había cortado la arteria, había visto su sangre detenida de repente por una aplicación semejante13.
Hébeet, obispo de Agen, que cuenta este hecho, añade haber visto él mismo con toda la casa de San Lázaro, a un sacerdote llegado de Lyon a París con el fin de agradecer a Vicente en su tumba por la curación de una incurable hidropesía.
En Riom, es Margarita Ribeyre, mujer de Chabre, lugarteniente criminal, quien es curada de una fiebre continua y acompañada de delirio, por atarle a la cofia una carta de Vicente14.
En Lyon, es Charles Demia, vicario general, quien se libra de un violento mal de cabeza sirviéndose de su peine enviado por Almeras.
Luisa de Varenne, viuda del senescal de Richelieu, quien había estado bajo la dirección de Vicente de Paúl, le había oído hacer predicciones justificadas por el suceso, ya había sido curada ella misma de una fiebre continua por la simple aplicación de un trozo de tela humedecido en la sangre de su director recientemente fallecido, curó a su vez a la pequeña hija del procurador Joseph Pinet, enfermo de muerte, colocándole en la cabeza una de sus vendas que había recibido de un hermano de la Misión.
Los elementos mismos cedieron al poder del fiel siervo de Aquel que había mandado a los vientos y a la mar. La víspera de Pascua, 3 de abril de 1706, el fuego se produjo en el bosque de La Vallière y de Vaujour, en Anjou y, favorecido por un viento impetuoso, hubiera consumido en poco tiempo cuarenta arpendes. Sobre la linde del bosque había una casita perteneciente al hospital de Luble y habitada por una pobre viuda y cinco pequeños. Una Hija de la Caridad, empleada en este hospital, corre a la casita para conservar si es posible, a los pobres este pequeño bien y salvar a estos desdichados. Ella está ya amenazada por las llamas que avanzan con furia. Destituida de todo auxilio humano, la hermana, se pone a rezar y se dirige a Vicente en nombre de la ternura que Dios le había dado para todos los miserables. Al mismo tiempo, coloca a cierta distancia u trozo de la casulla del santo sacerdote, y prohíbe a la llama que siga adelante. Como la mar ente el grano de arena, la llama ardiente se para en seco ante el débil límite puesto por la fe, y se retira.
Por fin, tan bien como su Maestro, el siervo de Jesucristo dio a conocer su poder a los demonios.
En la parroquia de Sonac, en la diócesis de Cahors, había una joven de condición, llamada Margarita Darcimoles, cuya posesión había sido declarada real por el piadoso y sabio obispo Nicolás Sevin. Éste el mes de mayo de 1663, nombró al canónigo regular Étienne Guinguy para hacer los exorcismos de la Iglesia. Guinguy se fue a Sonac con un joven clérigo, Pierre Rivière, a quien Nicolás Talec, superior del seminario, le había dado por acompañante. El Padre quiere confesar a la posesa: el demonio la atormenta más. «Déjala en libertad, dice el exorcista. –Sí, libertad, responde el maligno espíritu, para hacer bajar el fuego del cielo y quemarme.» Guinguy le presiona un poco por los méritos de de varios santos; y resultando todo inútil, le viene al pensamiento conjurarle de Vicente de Paúl, de quien Alain de Solminihac le había hablado con frecuencia. En nombre de Vicente: «Cállate, cállate»! exclama el demonio echándosele al cuello. El exorcista se desprende de sus abrazos y multiplica los conjuros. Entonces el demonio en alta voz: «Vicente, dice, se alimentó en la tierra con un alimento que es el veneno de nuestro infierno: es la nada, el aniquilamiento de sí mismo, es de esa nada de la que ha vivido Vicente, y hoy vive de la plenitud de la gracia. La nada hace morir y hace vivir; hay que morir al mundo, hace vivir a la gracia. –Aunque seas el padre de la mentira, dice el sacerdote, acabas de decir la verdad. –Ah, replica el demonio, cómo quisiera haber mentido!»
Entretanto Guinguy, para acabar de aprovecharse de su ventaja, cree deber llevarse a la señorita Darcimoles a la iglesia; ella se queda inmóvil a la entrada del cementerio. Él recurre de nuevo al hombre de Dios: «Vicente, Vicente, exclama por fin el demonio vencido, tú has sido elevado al cielo, y yo estoy hundido en el infierno!», y suelta la presa.
Vicente de Paúl no podía excluir de su caridad universal, dilatada todavía en el seno del Dios de amor, a la doble familia a la que tanto había amado en la tierra. En efecto, sus hijos y sus hijas continuaron siendo los objetos privilegiados de su poderoso afecto.
En enero de 1689, tres Hijas de la Caridad, Jeanne Gobin, Margarita Mille y Margarita Thomas, se habían embarcado en Burdeos para ir a Langon, de donde se debían dirigir a Pau, con el fin de comenzar allí una fundación. Súbitamente la embarcación es agitada por una violenta tempestad. Los pasajeros piensan en tirarse al agua para salvarse a nado. En medio de la desesperación de todos, las hermanas de dirigieron a Dios, por los méritos de Vicente y de la señorita Le Gras. Enseguida, la barca. Ya muy entrada en el mar, es arrojada por el viento sobre la arena, y todos pueden ganar la orilla a pie enjuto.
En 1667, Radegunda Lanfantin fue así salvada en el Sena. En 1670, Jeanne Luis fue curada repentinamente, al cabo de una novena, de un tumor desesperado que no le permitía arrodillarse; en 1661, había salido sana y salva, después de invocar a su venerado Padre, de debajo de una puerta cochera que, caída sobre ella, la habría debido aplastar. Otra Hija de la Caridad fue curada, en el hospital de Saint-Germain, por el crédito del siervo de Dios, de una parálisis incurable, que le quitaba el uso de la palabra y de sus miembros.
Cuántas más fueron devueltas de la misma manera al servicio de los pobres!.Y, al mismo tiempo, cuántos Misioneros, en Francia, en Italia y hasta en China, fueron tratados por su Padre como hijos mayores! Testigo Jean de Croisilles quien, partido para Toul en julio de 1660, incapacitado de brazos y de piernas, nada más llegar, pidió a quien le había enviado, y obtuvo inmediatamente la fuerza para desempeñar su misión. Testigo Claude Gérault quien, enfermo de peligro en Notre-Dame de la Rose se sintió curado por la aparición del santo, al tocarle con una mano la espalda y el pecho con la otra. Testigo Jean Le Hal quien se vio libre de una fiebre pertinaz, de un violento dolor de cabeza y de varias incomodidades, aplicándose un trocito del doble de un bonete de Vicente. Testigo el joven clérigo Roger Houssaye, a quien una fiebre intermitente lo dejó al comenzar una novena sobre su tumba. Testigo Jean-Baptiste Le Vacher, quien antes de una novena parecida se vio curado de un hidrocele que los más hábiles médicos habían agravado con sus esfuerzos, y desesperaban de curar ni siquiera al precio de operaciones peligrosas. Testigo por último otro clérigo de San Lázaro, René Abot, quien atormentado por toda clase penas interiores que amenazaban a la vez su vida y su razón, y hallado en este estado, en una carrera insensata, por el hermano sacristán fue conducido ante el corazón de Vicente; y allí, después de una oración acompañada de lágrimas, recobró una paz desde entonces imperturbable, y pudo durante dieciocho años, servir de apóstol en la Isla de Bourbon..
Manifiestos que fueran todos estos milagros, no son sin embargo los que se presentaron en el examen de la Congregación por los postuladores de la causa. De éstos y de varios más, en número de cincuenta y seis, escogidos entre mil parecidos, se contentaron con elaborar un sumario que unieron, en forma de suplemento, a los ocho siguientes considerados como los más resonantes, más incontestables, o de un control más fácil.
El primero se realizó en Claude-Joseph Compoin, joven del barrio de Saint-Marceau quien, privado por completo de la vista desde hacía dieciocho meses a consecuencia de una amaurosis, y llevado a San Lázaro por su madre por consejo de la piadosa Julie Henault, interrumpió, el primer día de una novena la oración materna con estas palabras: «Madre, veo a una dama delante de mí. -¿De qué color es su vestido? –Rojo.» En efecto, una mujer así vestida rezaba entonces en la tumba. El joven Compoin regresó solo a su casa y anunció él mismo a su padre y a todo el barrio su curación maravillosa.
Marie-Anne l’Huillier, joven de ocho años, era muda y paralítica de nacimiento. Su madre, sin recurrir nunca a la medicina, la había dedicado a todos los santos honrados en París, pero inútilmente. Su fe empezaba perderse, cuando Margarita Cuculle, mujer de Alexandre Gallois, jardinero florista, , le indicó la iglesia de San Lázaro y la comprometió a hacer una novena allí. El noveno día solamente, la joven se encontró mejor. Se comienza una segunda novena, durante la cual Marie-Anne camina y habla por primera vez.
Antoine Greffier, seis semanas después de nacer, se volvía, a causa de ataques diarios de epilepsia, sordo y ciego. Su madre le presentó en la Escuela de medicina, donde le respondieron: «Éste es un niño que necesita más de oraciones que de remedios.» Ella recurrió en efecto a Dios y a todos los santos, que se quedaron sordos a sus plegarias. Su hermana, la madre del joven Compoin, le insiste entonces que se dirija a quien había curado a su hijo. Sin tardar vuela a San Lázaro y, desde el primer día de la novena, los prodigios del evangelio se renuevan: el ciego ve, el sordo oye, el epiléptico vuelve a la salud y a la vida.
Geneviève-Catherine Marquette, de cuatro años de edad, no podía andar más que un niño de un día. Un soldado de la guardia francesa aconseja a su madre que la lleve a la tumba de Vicente. La lleva y encarga a una persona de piedad que haga una novena en su nombre. Desde el primer día Geneviève se tiene de pie; un mes después camina como cualquier niña de su edad.
Mathurine Guérin, superiora de las Hijas de la Caridad, ya de edad, tenía la pierna devorada por una úlcera cancerosa. Hacía tres años ya que había renunciado a todos los remedios, cuando se acordó de su Padre. Comienza una novena con sus hermanas. El noveno día, su pierna estaba más sana que nunca.
Con Jacques Grou, de treinta y nueve años, , a escupir sangre había seguido un flujo hemorroide acompañado de fiebre y de una inflamación generalizada. Un sabio médico logró detener la fiebre y disminuir la inflamación, pero no el flujo, que reducía pronto al enfermo a un estado crítico. A este desdichado, abandonado de todos, , le aconseja una Hija de la Caridad una novena en San Lázaro. Se hace llevar más que conducir por su mujer. Pronto se siente aliviado y, al final de una segunda novena, ha recobrado una salud perfecta.
Michel Lépiné, comerciante de París, tenía un tumor en el hígado y en las glándulas del mesenterio. Había recibido los últimos sacramentos y los médicos le habían abandonado. «Nunca, dijo uno de ellos en su declaración, quedé más sorprendido que al oír unos meses después el tal Lépiné estaba curado. Quise asegurarme por mí mismo. Le visité, le encontré perfectamente restablecido, y me enteré por él que una Hija de la Caridad que sirve a los pobres de la parroquia de Saint-Nicolas des Champs, me había ya contado a saber que después de una novena hecha en la tumba del siervo de Dios, había vuelto al estado en que yo le veía.» Tal fue también la declaración de Michelle du Change, la Hermana de la Caridad que había aconsejado la novena, que había sido acogida más allá de sus deseos, ya que él no había pedido más que una curación de un año para terminar ciertos asuntos que interesaban a su conciencia..
La última curación presentada al examen de la congregación de los ritos fue la de Alexandre-Philippe le Grand, niño expósito, que había perdido por completo, a la edad de siete años, el uso de los brazos y de las piernas. Los cuidados de las hijas de la Caridad y de los cirujanos más hábiles, habían sido inútiles, se le iba a trasladar a la sala del Hospital General destinada a los incurables de su edad. El tierno interés que inspiraba este pobre niño a las Hijas de la Caridad llevó a su superiora a confiárselo a la protección de Vicente de Paúl. Ella le puso pues en casa de una jardinero llamado Gervais, vecino de San Lázaro, con orden de llevarlo allí durante nueve días. En el curso de la novena, el niño recobró el movimiento, y recordaba muy bien, cuando declaró a los comisarios que, el noveno día había hecho a pie y sin bastón una media legua para volver a su antiguo domicilio.
De estas ocho curaciones, entre las cuales la posteridad no sabría cuál escoger, tan naturales parecen todas, la congregación no admitió como milagrosas la primera, la segunda, la quinta y la octava, y los postuladores de la causa abandonaron ellos mismos las cuatro restantes. Es porque a menos que se estudie a fondo los documentos de un proceso de canonización, no se podría formar una idea del examen severo, infatigable, infinito al que son sometidos en Roma los hechos presentados como milagrosos. Cuando los postuladores han establecido la realidad sobre las declaraciones jurídicas, y han confiado su defensa a los médicos más famosos de la universidad romana, el promotor de la fe, armado él mismo de lo que la ciencia médica, desde Hipócrates a nuestros días, ha dicho de todas las enfermedades imaginables, de lo que la historia refiere de una multitud de curaciones extraordinarias, se esfuerza en demostrar en cada una la acción de la naturaleza antes que una operación divina. Por su parte, él nombra a un experto de una ciencia consumada, cuya única duda es decisiva contra lo sobrenatural del hecho. Si el experto reconociera en ello la mano de Dios, su voto es combatido todavía, y se encarga aun segundo de un nuevo examen. En los interrogatorios, los informes de los expertos y los debates de la congregación, se examina, según los testimonio de la gente del arte, el comienzo, la causa, la naturaleza, la duración de la enfermedad, la naturaleza también y la duración de los remedios, su efecto o su inutilidad constatada por el abandono de los médicos, el tiempo y el modo del recurso al siervo de Dios, el modo de la curación gradual o instantánea, entera o parcial, acompañada o no de crisis, provisional o duradera, etc. La instantaneidad y la persistencia de la curación son las dos condiciones más rigurosamente requeridas. Sobre todo eso, se interroga también al enfermo y la opinión, y se exige que su declaración sea uniforme, constante y duradera.
En la causa de Vicente de Paúl, el examen de los milagros duró dos años. Se necesitaron también ahora nuevas instancias. En su circular del 1º de enero de 1729, Bonnet, superior de la Misión, anunciaba que había ido a Fontainebleau para pedir la intervención del cardenal de Fleury. En efecto, el ministro de justicia, ministro de asuntos exteriores, escribió al Papa una carta urgente, a la que todos los cardenales franceses unieron sus peticiones. El rey de Cerdeña escribió también. Algunos días después, el 1º de febrero, se celebraba la congregación antepreparatoria sobre la duda de los milagros, y Vieillescases, en su audiencia del 11, conseguía del Papa la preparatoria para el 5 de abril, día de san Vicente Ferrier (Ferrer). Se reservaba estos dos meses para preparar sus repuestas a las animadversiones del promotor de la fe contra los cuatro milagros admitidos. La congregación preparatoria tuvo lugar en efecto el 5 de abril y la general, ante el Papa, el 12 de julio. En esta última congregación, Benedicto XIII, después de oír a los consultores y a los cardenales sobre la duda planteada por el cardenal de Polignac: si constaba de los milagros, y de qué milagros, en el caso y para el efecto de que se trataba, juzgó a propósito no determinar nada por entonces, y diferir la resolución de esta duda con el fin de poder en adelante implorar, según la costumbre, el socorro del cielo. En efecto, él celebró la misa en la capilla de san Pío V, el día de la fiesta de san Buenaventura, doctor de la Iglesia, el 14 de julio, y declaró que constaba de los cuatro milagros contados anteriormente, como milagros del tercer orden, y ordenó expedir y publicar el decreto de la beatificación del siervo de Dios Vicente de Paúl para ser hecha sin demora en virtud de cartas apostólicas que serían expedidas en forma de breve con las gracias ordinarias.
VIII. Breve y solemnidad de la beatificación en Roma.
El breve no apareció hasta un mes después, el 13 de agosto. Esta es su traducción: Benedicto XIII, papa. Para perpetua memoria.
«El Señor, justo y misericordioso, después de haber adornado con los diversos dones de su gracia a algunos de sus siervos más particulares y elegidos, a los que él ha predestinado desde el comienzo del mundo al cumplimiento de su obra, manifiesta alguna vez su santidad con milagros y prodigios en la tierra, a fin de que, coronados en los cielos con una gloria inmortal, reciban de los fieles el culto de una legítima veneración. Entre estos hombres, por todo el mundo, ha brillado Vicente de Paúl, sacerdote francés, fundador de la congregación de los sacerdotes seculares de la Misión y de la compañía de las Hijas llamadas de la Caridad. Abrasado, en su corazón dilatado por el Espíritu Santo, de una admirable caridad por Dios y el prójimo, ocupado constantemente en las obras de una verdadera piedad y sobre todo de la ganancia de las almas, se comprometió con un voto, él y los sacerdotes de su congregación a instruir en los misterios de la fe católica, en los mandamientos y en el camino de la salvación, a los pobres del campo, a quienes veía con dolor sumidos miserablemente en su mayor parte en las tinieblas de la ignorancia; también se entregó y sobre todo a formar bien al clero; y, en posesión de la ayuda de todas las demás virtudes y de la fuerza de lo alto, en todo el curso de su peregrinación, se mostró ministro fiel, operario valeroso e infatigable en el cultivo de la viña del Señor; no sólo ha llenado a toda la Iglesia del olor muy suave de sus perfumes espirituales, sino también la ha enriquecido por la fecundidad de los frutos más abundantes; y, lleno de días y de méritos, querido de Dios y de los hombres, ha concluido dichosamente el curso de esta vida mortal. El deber del cargo pastoral que el Altísimo ha querido que nos desempeñáramos exige que no dejemos una luz tan espléndida oculta por más tiempo bajo el celemín, sino que sea colocada por nuestro ministerio sobre el candelero, desde el cual ilumina a todos los que están en la casa para la gloria del Dios todopoderoso, el honor de la Iglesia católica, el consuelo y la edificación espiritual del pueblo cristiano. Razón por la cual la congregación de nuestros venerables hermanos los cardenales de la santa Iglesia romana, propuestos a los sagrados ritos, después de examinar y discutir con madurez y con cuidado los procesos hechos con el permiso de la Sede apostólica, y sobre la santidad de vida y las virtudes heroicas de todo género, que se decían haber brillado en el siervo de Dios Vicente de Paúl, y sobre los milagros que se aseguraba haberse operado por Dios por su intercesión, y para manifestar su santidad a los hombres; después de escuchar también, en la congregación de cardenales celebrada ante nos, los sufragios de los consultores, habiendo juzgado, con un consentimiento y una voz unánime que dicho siervo de Dios podía, cuando nos pareciera bien, ser declarado beato con los indultos acostumbrados: Nos, en consecuencia, atendiendo a las piadosas e insistentes súplicas presentadas humildemente a nos y a esta Santa Sede sobre ello por nuestro muy querido hijo en Jesucristo, Luis, rey de Francia cristianísimo, y por nuestra muy querida hija en Jesucristo, María, reina también de Francia cristianísima, su esposa, por muchos otros muy altos príncipes católicos, por nuestros venerables hermanos los arzobispos y obispos y nuestros queridos hijos del clero del reino de Francia, y a demás por toda la dicha congregación de los sacerdotes seculares de la Misión; con el consejo y consentimiento de los dichos cardenales, y con nuestra autoridad apostólica, nos otorgamos, a tenor de las presentes, que el siervo de Dios Vicente de Paúl sea llamado en adelante con el nombre de Beato; que su cuerpo y sus reliquias sean expuestas a la veneración e los fieles, no con todo llevadas en procesión; que sus imágenes sean adornadas con rayos o gloria; y que cada año el día aniversario de su feliz deceso se diga su oficio y se celebre la misa como de un confesor no pontífice, siguiendo las rúbricas del breviario y del misal romano. Deseemos no obstante que la recitación del oficio y la celebración de la misa no se hagan más que en los lugares aquí descritos, a saber el pueblo de Pouy, diócesis de Acqs, provincia de Auch, donde nació dicho siervo de Dios; el burgo de Clichy, diócesis de París y la ciudad de Châtillon-les-Dombes, diócesis de Lyon, donde ejerció el cuidado de almas, y la ciudad de París, de donde voló a los cielos, y donde reposa su venerable cuerpo. Allí podrán hacer el susodicho oficio todos los fieles de uno y otro sexo, tanto seculares como regulares que están obligados a las horas canónicas, lo que nos extendemos a toda la susodicha congregación de la Misión, tanto para los sacerdotes y clérigos de la misma congregación como para los pensionistas y alumnos que viven en sus casas, y por fin a todas las iglesias, capillas u oratorios de dicha compañía de Hijas, que el siervo de Dios ha instituido con el nombre de Caridad, por todos los sacerdotes agregados a estas iglesias, capillas u oratorios. Y, por lo que se refiere a las misas podrán decirse por todos los sacerdotes que lleguen a las iglesias donde se tendrá la fiesta. Además, solamente el primer año de la fecha de estas presentes, y en las Indias el día que lleguen, permitimos en estas iglesias de Pouy, de Clichy, de Châtillon, de París, de la misión y de las hijas de la Caridad, celebrar la solemnidad de la beatificación del siervo de Dios con oficio y misa del rito doble mayor, el día respectivamente fijado por los ordinarios, después no obstante que la misma solemnidad haya sido celebrada en la basílica del Príncipe de los Apóstoles de esta ciudad, para lo cual asignamos el día veintiuno del mes de agosto corriente, no obstante las constituciones y ordenanzas apostólicas, los decretos que prohíben el culto y todo lo demás contrario, Pues bien, queremos que a las copias o ejemplares incluso impresos de estas presentes firmadas por la mano del secretario de la susodicha congregación de los cardenales y selladas con el sello del prefecto o del vice prefecto de la misma congregación, todos añadiendo la misma fe, en juicio y fuera de él, que a estas presentes mismas si fueren mostradas y producidas. Dado en Roma, en San Pedro, bajo el anillo del pescador, el décimo tercer día del mes de agosto de 1729, y de nuestro pontificado el sexto. Fr. card. Olivieri».
El 21 de agosto, día fijado por el Papa, fue efectivamente celebrada en Roma la solemnidad de la beatificación. La vasta basílica vaticana estaba adornada de una parte a otra con damasco rojo, guarnecido con galones de oro. Todos los altares, en número tan prodigioso, estaban cargados de cirios de un peso más que ordinario. La tumba de los santos apóstoles estaba cubierta de antorchas cuyo resplandor, unido a los de los cientos de lámparas que arden sin cesar, hacía como una capilla ardiente. Sobre el altar de la cátedra de san Pedro, donde se celebraba la ceremonia, no se podían contar las antorchas de oro y de plata, mucho menos las que lo rodeaban, dispuestas en forma de arbustos cubiertos de rosas y hojas de oro. Los ornamentos del altar eran magníficos, y el cáliz solo fue estimado en 100 000 libras.
Los tres cuadros del beato eran gigantescos, pero su elevación los reducía a proporciones naturales. El primero colocado en el exterior sobre la puerta principal, representaba a Vicente en una nube y sostenido por ángeles que se lo llevaban al cielo. En las dos puntas de la cornisa estaban seres alados que publicaban sus virtudes y su gloria. Debajo, se veían las armas del Papa y las del rey cristianísimo y, sobre las dos puertas colaterales, las del capítulo de la basílica y de la congregación.
En el segundo cuadro, situado sobre la puerta de bronce, al otro lado del vestíbulo, se mostraba al beato en alba y en casulla, en la actitud de un hombre que desciende del cielo para curar a los ciegos, a los mudos y a los cojos, con este leyenda: Curavit multos qui vexabantur variis languoribus (Marc. I, 34)
El tercer cuadro, apoyado contra la silla de San Pedro y como sostenido por los cuatro principales doctores de la Iglesia, dejaba ver a Vicente en la gloria de los santos, rodeado de ángeles que portaban los atributos de su sacerdocio y de sus virtudes.
La ceremonia comenzó hacia las trece horas de Italia, es decir hacia las ocho horas y media de Francia. Se hallaban presentes dieciocho cardenales de la congregación de los ritos, que son los únicos que tienen derecho de asistir y veintiocho eclesiásticos tanto prelados como consultores de la misma congregación. el numeroso capítulo y clero de la basílica estaba allí al completo, con un gran número de obispos, de prelados, de religiosos y una fluencia infinita de pueblo.
El cardenal camarlengo, en calidad de arcipreste, permitió la lectura del breve de beatificación y, acabada esta lectura, el arzobispo celebrante entonó el Te Deum. Enseguida las imágenes del beato se descubrieron, y todos cayeron de rodillas para honrarlas. El himno del triunfo se entonó al son de los tambores y de las trompetas, de las baterías y de los cañones del castillo Sant-Angelo, y acabó con el estribillo Ora pro nobis, beate Vincenti, y la colecta siguiente, en la que el Papa había trabajado, la misma que con algunos cambios se recita todavía hoy: «Deus, qui, ad evangelizandum pauperibus, derelictorum infirmorumque miserias sublevandas, et ecclesiastici ordinis decorem promovendum, Filii tui spiritum in apostolicâ beati Vicentii a Paulo charitate et humilitate suscitasti; ejus nobis intercessione concede, ut, a peccatorum miseriis sublevati, eâdem tibi semper charitate et humilitate placeamus. Per eundem, etc.,…»
Luego se ofreció incienso a la imagen, y la ceremonia de la mañana se terminó con la celebración de la misa. Por la tarde, después de vísperas, el Papa se dirigió a la basílica. Fue recibido en la puerta por el superior de una de las casas de la Misión de Roma y por el postulador de la causa. Su Santidad, después de adorar al Santo Sacramento, fue a arrodillarse ante la imagen del beato y recitó allí su oración.
Tal fue esta gloriosa solemnidad tan capaz de conmover la imaginación y el corazón, sobre todo cuando se piensa que se refería al más humilde los hombres. Exaltavit humiles!
Benedicto XIII quiso honrarle también en su sucesor, a quien dirigió, ocho días después, el breve siguiente:
«Nuestro querido hijo, salud y bendición apostólica. Si el hijo recibe su gloria del honor de su padre, la vuestra es ciertamente mucho más resplandeciente y más sólida que la de los demás, ya que viene de un ilustre Padre a quien se ha otorgado y rendido esta clase de honor que es debido no a las acciones grandes y brillantes según el mundo, sino a esta victoria por la cual es vencido el mundo, es decir a las virtudes heroicas, realzadas y confirmadas por milagros. Es pues por esta gloria verdadera y que debe colmarnos de alegría, por la que os congratulamos y con vos a todos los hijos de este dignísimo fundador el beato Vicente de Paúl, y no dudamos que sea para todos ellos un nuevo y poderoso aguijón imitar a un tal padre. Pues, en medio de los deberes religiosos que le tributáis solemnemente y de las alabanzas que escucháis por sus virtudes, le recordaréis, con la veneración conveniente de su ardiente caridad; pensaréis que la felicidad eterna debe ser la recompensa de las santas funciones de vuestro instituto y, por los pasos de bienaventurado padre, aspiraréis con más fervor y alegría a la misma corona por la imitación de su caridad y de las demás virtudes de las que tan gran ejemplo os ha dejado. En cuanto a vos, nuestro querido hijo, comprendéis que es vuestro deber entregar todos vuestros cuidados a fin de que, en la congregación que él ha instituido y que vos gobernáis con tanta vigilancia y prudencia, el ardor de la caridad y el espíritu apostólico de su bienaventurado fundador se mantengan siempre vivos y activos, para que la sabiduría y buena dirección de los hijos aumente la carona y el gozo de su padre. Es lo que nos y la Santa Sede tenemos motivos para esperar de las pruebas que hemos recibido hasta el presente de vuestro celo y de vuestra piedad , los mismo que de las seguridades que nos habéis dado en vuestras cartas de la obediencia más sumisa y de la entrega más perfecta y más respetuosa. En esta esperanza, suplicamos a Dios, autor de todo bien, que por la efusión de su espíritu, revista con la fuerza de lo alto a los obreros que él ha enviado a su viña, y que conceda a sus píos trabajos y a sus solicitudes por la salvación de las almas la abundancia de los frutos que desean. Por último os damos con mucho afecto, nuestro querido hijo, y a vuestra muy digna congregación, nuestra bendición apostólica. Dado en Roma, en San Pedro, bajo el anillo del pescador, el 29 de agosto de 1729, y de nuestro pontificado el sexto.»
Al fin el Papa puso el colmo a sus favores con su breve del 6 de setiembre, concediendo, con las condiciones ordinarias, una indulgencia plenaria y perpetua a los que comulgaran en alguna de las iglesias en las que se solemnizara la beatificación del siervo de Dios.
IX. Solemnidad de la beatificación en Francia.
El decreto y las gracias del Soberano Pontífice fueron recibidos en todo el mundo con un aplauso universal. Ya, apenas se supo que se había dado el paso decisivo de la heroicidad de las virtudes, una nube de cartas de felicitaciones había caído en San Lázaro. Mucho más aún después del decreto de beatificación. Todo lo mejor que había en la Iglesia y en el Estado se desplegó para testimoniar una santa alegría a los hijos de Vicente de Paúl. Nombremos tan sólo a los cardenales Lambertini, de Rohan, de Bissy, du Fleury, de Polignac, Pipia, Ottoboni, Salviati y Lescari; y, entre los obispos los de Cavaillon, de Cahors, d’Embrun, de Pamiers, d’Halicarnasse, de Séez, d’Arles, d’Euteropolis, d’Apamée, de Périgueux, de Poitiers y de Soissons. El arzobispo de París resumió en dos palabras todos los servicios prestados por el santo sacerdote a la Iglesia y al Estado, escribiendo que su beatificación «debía interesar a todo buen Francés y a todo buen católico».
Las Damas de la Asamblea, las Damas de la Visitación, de la Providencia, de la Cruz y todas las comunidades de las que Vicente había sido director o consejero, escribieron por su parte en términos llenos d respeto, de gratitud y de regocijo. Duquesas, militares, magistrados, laicos piadosos, todos los órdenes del Estado se unieron en este concierto al honor de aquél que había pasado haciendo bien a todos.
Mientras tanto, se disponían a celebrar en Francia la solemnidad de la beatificación, y era naturalmente en la casa de San Lázaro adonde pertenecía comenzar. El primer paso fue doloroso. El domingo 25 de setiembre, de Ventimille du Lac, arzobispo de París, se trasladó a San Lázaro hacia las dos y media de la tarde. Después de revestirse en la sacristía con los ornamentos pontificales, se dirigió, precedido de sus oficiales y de todos los sacerdotes de la casa, y seguido de un ilustre cortejo, al pie del altar, donde oró, y de allá a la timba donde, habiéndose sentado en un sillón , se hizo leer el breve de beatificación, después de lo cual preguntó dónde estaba la tumba del beato. Bonnet, superior general, y Couty, antiguo procurador de la causa, respondieron, con la mano sobre el pecho, que ellos dos habían estado presentes en la primera apertura del 19 de febrero de 1712, y que el cuerpo, después de la visita, había sido colocado en el mismo lugar donde había sido inhumado el 28 de setiembre de 1660. El arzobispo ordenó entonces que se abriera la tumba; mandó entonces que le trajeran el ataúd de plomo, que fue colocado ante él cubierto de una sábana blanca. En la primera apertura del féretro y después de la visita hecha por Boucot, maestro cirujano mayor del Hôtel real de los Inválidos y uno de sus cofrades, el santo cuerpo, hallado entero y muy reconocible diecisiete años antes, apareció en un estado de triste descomposición. Aparecía hundido y desfigurado; Uno de los huesos de la pierna estaba despojado totalmente de las carnes, y la cabeza, aunque menos despojada, no conservaba ya sus rasgos; las ropas nuevas todavía, las vimos, cincuenta años después, habían perdido su color. Por lo demás, ni las ropas ni el cuerpo santo no exhalaban ningún olor desagradable. Se atribuyó esta alteración a la impresión del aire, en la primera exhumación, y sobre todo a dos inundaciones que, doce años atrás, habían inundado el patio, el corredor de entrada y la iglesia de San Lázaro. La sotana en efecto llevaba en ciertas partes el rastro de barro dejado por las aguas. La infiltración había sido fácil a través de un féretro abierto por varios sitios, en particular por la cabeza, y además tan menudo, que el mariscal de Noailles hizo pasar un plancha por debajo para impedirle que se rompiera antes de ser sacado de la tumba.
El arzobispo de París tomó para sí la mano izquierda del beato de la que distribuyó algunas falanges a los más ilustres personajes de la asamblea, al duque de Noailles, a la princesa de Armagnac, a la mariscala de Gramont y a la señorita de Beauveau.. El superior general, después de sacar un hueso destinado al papa15, rogó al arzobispo que mandara cerrar el féretro, y ponerle su sello hasta que se pudiera poner el cuerpo santo en estado de ser expuesto a la vista de y a la veneración de los fieles. Hecho esto, el sagrado depósito fue llevado , acompañado del arzobispo y del clero, por seis sacerdotes de la Misión, revestidos de sobrepelliz y de estola, al altar de la capilla de los Ángeles, donde permaneció encerrado hasta la noche del lunes al martes 27. el martes fue llevado al centro del coro y puesto en un estrado de seis pies de alto, sostenido por cuatro pilastras coronadas de querubines en bronce.
Fue este martes 27 de setiembre, día del fallecimiento, o más bien, en términos de la santa liturgia, día del nacimiento de Vicente de Paúl, cuando comenzó en San Lázaro el triduo de costumbre para honrar a los bienaventurados. Por la mañana, el arzobispo, subido al trono que le habían dispuesto, mandó leer en cátedra y en voz alta, el breve de beatificación; luego, mandando quitar el velo que envolvía el relicario, entonó el Te Deum durante el cual él incensó tres veces el santo cuerpo, Permaneció luego de pie en medio del altar, mientras el coro alternativamente cantaba el resto del himno. Los coristas cantaron entonces el versículo: Ora pro nobis, beate Vincenti a Paulo, al que todo el coro respondió: Ut digni efficiamur promissionibus Christi. El arzobispo recitó luego en alta voz la oración propia y mandó distribuir a toda la asamblea el decreto, el breve y un compendio de la vida del beato. Siguió la misa pontifical solemnemente celebrada por el arzobispo, en presencia de los obispos de Limoges, de Beauvais, de Bethléem y de Saintes. Después de un ágape cristiano en el refectorio de la comunidad, en el que tomaron parte los prelados y el lugarteniente de policía, el Padre Tournemine, el célebre jesuita, hizo el primer discurso en alabanza de Vicente de Paúl. Las vísperas y el saludo fueron cantados a continuación pontificalmente por el obispo de Limoges.
La iglesia de San Lázaro engalanada debidamente, pero sin esta magnificencia que hubiera contrastado demasiado con la sencillez de Vicente de Paúl y de sus hijos. Diez cartones y diez divisas, que representaban y comentaban las escenas principales de la vida del beato, eran su principal ornamento. Aquí, apacentaba las ovejas: sustulit eum de gregibus; allá, evangelizaba a los pobres de Folleville: Pauperes evangelizantur: más allá , se le veía en las galeras: Praedicavit captivis remissionem ; a un lado, san Francisco de Sales presentándole a la señora de Chantal, parecía decir: Pascet vos in scientiâ et doctrinâ ; él mismo estableciendo de una parte las Hijas y de otra a las Damas de la Caridad, les dirigía sucesivamente estas palabras: Curate infirmos. –Beatus qui intelligit super egenum et pauperem; venían luego las diversas fundaciones de la conferencia de los eclesiásticos; Zelus domus tuae comedit me, de los Niños Expósitos: Liberavit pupillum cui non esset adjutor, del Nombre de Jesús: Manum suam aperuit inopi; y por último, la distribución de la reglas a la Compañía: Dedit illis legem vitae et disciplinae.
El 28, la misa mayor fue cantada por el arzobispo de Bourges, en presencia de muchos prelados y personas de calidad, y a falta de un párroco de Paría impedido, el segundo panegírico fue predicado por el superior general Bonnet. El obispo de Saintes cantó las vísperas y el saludo.
El obispo de Bayeux hizo toda la ceremonia del tercer día, en medio de una asistencia no menos numerosa e ilustre, en la que se distinguía al lugarteniente t al procurador del Gran Consejo, Por la noche, Hiriard predicó sobre la humildad del beato.
Los tres días, la policía estuvo representada en San Lázaro por una treintena de soldados inválidos, conducidos por un oficial, quienes tomaron parte en la fiesta a su modo, disparando al cañón, las baterías y demás piezas de artillería. Todo salió a maravilla, menos la iluminación de la terraza de San Lázaro, que fue impedida por el viento y la lluvia.
Hubo pocas diócesis en Francia, en Italia y en Polonia que no se pusieran en movimiento para celebrar la beatificación de Vicente de Paúl. Los promotores mismos, en particular Joachim Colbert, obispo de Montpellier, se vieron arrastrados por el impulso general. En todos partes, los cardenales, los patriarcas, los arzobispos y obispos tuvieron a gala abrir la solemnidad de su culto, y con frecuencia pronunciar ellos mismos su panegírico. Los reyes y los príncipes llegaron humildemente a doblar la rodilla ante las reliquias o la imágenes de este pobre sacerdote, quien tantas veces las había doblado no sólo delante de ellos, sino delante los más pequeños de sus súbditos.
Como el culto aniversario de un beato es tan sólo local, muchos prelados pidieron a la Santa Sede y lo consiguieron el permiso de celebrar en sus diócesis la fiesta de Vicente de Paúl. En esta ocasión, Vieillescases, el postulador de la causa, hizo aprobar de la congregación de los ritos las lecciones del segundo nocturno de su oficio, y obtuvo de la Santa Sede, y obtuvo de la Santa Sede la inserción de su nombre en el martirologio romano, con esta breve leyenda: Parisiis obiit B. Vincentius a Paulo, fundator congregationis Missionis et Puellarum Charitatis, vir apostolicus, ad omne opus bonum paratus, eximia in pauperes miserirordia, humilitate, prudentia et zelo celeberrimus.
- Declaración autógrafa de Cuissot con fecha del 27 de marzo de 1678. Archivos de la Misión.
- DE LA MEMORIA IMPERECEDERA
del varón piísimo Vicente de Paúl, presbítero, fundador de la congregación de la Misión
y primer superior general;
DE LOS POBRES
Cuyas mentes con el alimento de la verdadera doctrina, enviados operarios a casi todas
las plagas del mundo, los cuerpos con donativos recogidos de todas partes, construidos manicomios, institución de la Hijas de la Caridad, el mejor padre de los pobres recreó.
DE CLERO
Cuya dignidad e integración, con los ejercicios de los ordenandos, seminarios, piadosas conferencias, y singular reverencia hacia
El orden episcopal y sacerdotal, celoso y constante de la disciplina eclesiástica con todo ardor promovió;
DE LA IGLESIA
A la que con los retiros espirituales, con admirable esplendor de las virtudes, y sobre todo con el instituto de aquella nueva congregación (cuya alabanza es mayor cuanto más alejada del engaño de la humana gloria), como verdadero varón apostólico ilustró:
CARGADO DE MÉRITOS
Difundida la caridad con todos cuantos pudo; en honores que tuvo y rechazó, en la humildad;
Con la prudencia en todos los asuntos que emprendió; con sencillez en las palabras y costumbres; paciencia en los trabajos
y dolores que soportó hasta la muerte; observancia total de las virtudes cristianas
y también de los consejos evangélicos;
DISTINGUIDÍSIMO. - El original se quedó en los archivos del arzobispado de París, de donde ha sido extraído después sin que se haya podido seguir su rastro.
- Couty ha dejado un relato manuscrito, lamentablemente inacabado, de su conducta en este asunto, con este título: Relation de ce que j’ai fait pou la béatification et canonisation du vénérable serviteur de Dieu, Vincent de Paul, instituteur et fondateur de notre congrégation. Este es el relato que vamos a seguir. (Archivos de la Misión).
- Humbert Ancelin, después de dimitir de su sede, se retiró a San Lázaro, hizo construir al fondo del cercado un bonito apartamento en el que permaneció hasta su muerte.
- El obispo de Rosalie no los pudo acompañar, porque se hallaba de funciones ese día ante los cuerpos del delfín y de la delfina.
- Los procesos verbales una vez cerrados, los testigos se ven libres de su juramento. Por eso, uno de ellos, el Misionero Dusaray, pudo escribir en una carta este relato de la apertura de la tumba: «Cuando se abrió el ataúd del Sr. Vicente, le encontraron entero, con su sotana y medias. Sólo los ojos y la nariz estaban consumidos. Yo le conté dieciocho dientes, nueve arriba y otros tantos abajo. Como no quisieron colocarle fuera del ataúd, por miedo a que los huesos se dislocasen, y que no se tocó la sotana, no se pudieron ver bien todas las partes del cuerpo, que parecían estar aún con carne y hueso. Se levantó solamente una paleta del estómago , que habían abierto cuando se sacó el corazón y las entrañas. Los que se aproximaron más, veían mejor que yo aseguran que vieron el hígado todo bermejo. En cuanto a mí, yo palpé su brazo y su mano derecha, que tiene carne y hueso, pero desecada y con las uñas. Lo que es cierto es que los gusanos no han estado nunca en su ataúd, ya que la sotana parecía húmeda y untuosa , sin tener ningún olor, y era tan fuerte como cuando se le puso en el ataúd de plomo. El médico y el cirujano que realizaron su proceso verbal del estado del cuerpo, y lo examinaron cuidadosamente todo que no se podía conservar en este estado naturalmente, desde hacía cincuenta años.» (Hist. générale mss. de la congrégation de la Mission, p. 646.)
- El cardenal de Polignac, arzobispo de Auch, se gloriaba de ser el metropolitano de Vicente de Paúl y de haber permanecido en otro tiempo en los Bons-Enfants, de donde había sido enviado como embajador a Polonia.
- Summ., p. 372.
- Summ., p. 370.
- Memoria de Alix, párroco de Saint-Ouen-l’Aumône, editor del Hortus pastorum.
- Carta de Wateblé del 6 de noviembre de 1697.
- Carta de Hébert, obispo de Agen a Clemente XI.
- Carta de Chabre, del 17 de febrero de 1699.
- Ya, el 24 de marzo de 1727, Vieillescases había ofrecido a Benedicto XIII un corazón pintado con la sangre del beato, que el papa había recibido con respeto y puesto en su breviario. Después de la beatificación, se le envió una camisa teñida con la misma sangre, encerrada en un bonito relicario. Su Santidad la recibió con un gozo más grande todavía y la envió a Bénévent, del que él había sido arzobispo, para ser expuesta en la catedral. En 1730, un corazón parecido fue donado a la reina de Inglaterra, y otro con un hueso fue enviado , en 1731, a Clemente XII.
1 Comments on “San Vicente de Paúl. Su vida, su tiempo; sus obras, su influencia. Libro 10, capítulo 1”
!Excelente! ¡ Gloria a Dios!