Capítulo quinto: Primera estancia en la casa de Gondi.
I. La familia de Gondi.
La familia de Gondi era entonces una de las más ilustres por su nacimiento y por sus cargos. Salida de la casa de los Philippi, famosa, se dice, desde el tiempo de Carlomagno, había desempeñado durante siglos en Florencia, su patria, los primeros oficios del gobierno. Así dicen todos los historiadores y genealogistas, aparte de los detractores envidiosos que hizo su fortuna. El primer miembro de esta familia que se haya destacado en nuestra historia es Alberto de Gondi, más conocido por el nombre de duque de Retz. Título que había tomado de su mujer Claudia Catalina de Clermont, viuda de Juan d’Annebaut, barón de este nombre, que fue asesinado en la batalla de Dreux.
Nacido en Florencia el 4 de noviembre de 1522, había sido trasladado a Lyon por su padre Antonio de Gondi, que fue banquero antes de naturalizarse Francés y de ocupar la plaza de jefe de comedor bajo Enrique II, y también él debutó con las finanzas. Su madre, María Catalina de Pierre-Vive, habiendo obtenido de su compatriota Catalina de Médicis la plaza de aya de los hijos de Francia, fue introducido en la corte donde fue gentilhombre de la cámara y gran chambelán. Se le encargaron misiones importantes, acompañó al duque de Anjou en Polonia, y le trajo para reinar en Francia. Lo que ensombreció su historia es que tomó parte activa en la masacre de San Bartolomé. El valor que había demostrado en las batallas se Saint-Denis y de Moncontour le valió el bastón de mariscal. Fue uno de los primeros en abrazar la causa de Enrique IV, lo que culminó su fortuna y la de su familia. Falleció el 21 de abril de 1602.
Su hermano Pedro de Gondi, nacido en Lyon en 1533, debió a la protección de Catalina de Médicis un adelanto análogo en la Iglesia. Nombrado en 1565 al obispado de Sangres, que era un ducado con dignidad de par, fue transferido cinco años después a la sede de París. Canciller, gran limosnero de Catalina de Médicis y de Isabel de Austria, jefe del consejo de Carlos IX, condecorado bajo Enrique III con el collar de la orden del Espíritu Santo desde su institución, vio todos los asuntos de la Iglesia de Francia pasar por sus manos, y fue encargado de negociarlos ante los papas Pío V, Gregorio XIII, Sixto V y Clemente VIII. Sixto V le hizo cardenal en 1587. Murió el 17 de febrero de 1616 a sus ochenta y cuatro años. Fue él quien inauguró el nombre de Gondi en la sede de París, a partir de entonces hereditaria, de alguna manera, en esta familia. En 1598, dimitió a favor de s sobrino, Enrique de Gondi, nacido en 1572, hijo del mariscal, primer cardenal de Retz, y ya el segundo de la familia de Gondi que haya sido condecorado con la púrpura romana. Unido al cardenal de La Rochefoucault y al padre de Bérulle para defender los intereses de la Iglesia en el consejo del rey, Enrique de Gondi ocupó en él rango de primera clase con la única cualidad de maestro del oratorio real. Mezclando la política y la religión, entonces inseparables, impulsaba en la guerra más que los generales mismos, y acompañó a Luis XIII en su expedición por el Languedoc contra los Hugonotes, mandados por el duque de Rohan. Murió en campaña frente a Béziers, el 13 de agosto de 1622.
Tuvo por sucesor a su hermano Juan Francisco de Gondi, nacido en 1584, a quien una bula de Gregorio XV, del 20 de octubre de 1622, hizo primer arzobispo de París. En virtud de esta bula, París se separaba del arzobispado de Sens, y tenía por sufragáneas a Chartres, Meaux y Orleáns. Juan Francisco había comenzado por ser capuchino; era decano de Nuestra Señora cuando fue elevado a la sede de París.
A ejemplo de los primeros Capetos que hacían coronar a sus sucesores en vida para asegurarse la herencia de la corona, los Gondi parecían querer asegurarse de la sede de París, tomando entre ellos a un coadjutor. Así lo había hecho, acabamos de ver, Pedro de Gondi; así lo habría hecho sin duda Enrique, si no hubiera sido sorprendido por la muerte; así lo hizo Juan Francisco quien, en 1642, se buscó para este título a su sobrino Juan Francisco Paulo, quien será el famoso cardenal de Retz, el héroe de la Fronda y el autor de las Memorias.1)
Durante los doce años que pasó Vicente de Paúl en esta familia de 1613 a 1625, vio a dos miembros de ella en la sede de París: a Enrique a quien ya se encontró en ella, luego a Juan Francisco, a la espera de ver ascender a uno de sus alumnos, al célebre coadjutor. El miembro de la familia de Gondi en cuya casa entró era Felipe Manuel, hijo del mariscal, sobrino y hermano por consiguiente de los tres primeros prelados del nombre que acabamos de ver sucederse en la sede de París. Nacido en Lyon en 1581, su bella prestancia, su acierto en todos los ejercicios del cuerpo, la amabilidad de su carácter, le habían hecho distinguirse ante Enrique IV. Sin entrar en ningún detalle, Cirbinelli, el aliado e historiador de la casa de Gondi, dice que brilló en la escena y en el Parnaso, y que su pluma contribuyó tanto s su gloria como su propia espada. Habría heredado ese gusto y ese espíritu de su madre Claudia Catalina de Clermont, quien a su vez unía a una rara hermosura una inteligencia y un saber más raros todavía en una mujer. Ella podía conversar en latín con los embajadores polacos que traían la corona de Polonia al duque de Anjou, y servirles de intérprete. Antes de la Sra. Dacier, ella se sabía el griego como si hubiera tenido a un Lefèbre por padre, y componía indistintamente en verso y en prosa.
Los talentos literarios de Felipe Manuel se han perdido entre sus dignidades y sus funciones guerreras o, al menos, han estado cubiertos por ellas. Conde de Joigny, comandante de las órdenes del rey, él sucedió, en 1598, en el cargo de general de las galeras, a su padre, quien a su vez había reemplazado en este cargo a su hermano Carlos, muerto en 1574.2) Más tarde se distinguió en esta cualidad durante una expedición contra los Berberiscos, y en un combate naval contra los de La Rochelle.
Había desposado a Francisca Margarita de Silla, dama de Commercy, hija mayor del conde de la Rochepot, gobernador del Anjou, y de María de Lannoy, dama de Folleville y de Paillart. Es la primera de estas mujeres ilustres por su nacimiento y su virtud a quien veremos formar grupo en tal cantidad en torno a Vicente y convertirse en las ministras y los instrumentos de su caridad. Ninguna época produjo más que esta primera mitad del siglo XVII; pero, mientras que la literatura nos ha revelado los nombres, los hechos y gestos de las Preciosas del hotel de Rambouillet y de los Sábados, de las grandes damas del barrio de Saint-Thomas-du-Louvre y de las burgueses del Marais; mientras que ha puesto bajo hermosa luz, en espléndidas galerías, a las mujeres célebres solamente por su humor galante y chismoso, ha dejado en la sombra a estas mujeres admirables, a las Acarie, las Miramion, las Pollalion, las Le Gras, las Goussault, verdaderas madres de la Iglesia y del pueblo, que han hecho más por el desarrollo de la sociedad francesa y por la preparación de los esplendores del reinado de Luis XIV, que los guerreros más famosos, que los poetas más sublimes. A nosotros nos toca sacarlas de esta sombra y destacar aquí estas fecundas tinieblas donde se produce cuanto es grande, cuanto tiene vida y duración en los pueblos cristianos.
Margarita de Silla era, en todos los aspectos, una de las mujeres más perfectas de su siglo; pero es su virtud la que debe atraer aquí nuestra atención, ya que fue el lazo que la unió tan estrechamente a Vicente de Paúl. Piadosa, complaciente, caritativa, verdadera madre de familia, solo pensaba en el honor de Dios en ella misma y en los suyos. Nada más ser madre, se inquietó por la educación cristiana de sus hijos. «Deseo mucho más, decía, hacer de los que me ha dado, y que puede darme aún, santos en el cielo que grandes señores en la tierra.» Tal era también el deseo de Felipe Manuel quien, mientras soñaba con la fortuna de sus hijos, ponía el cuidado de su salvación muy por encima de los sueños de la ambición paterna. Desde que tuvieron la edad de ser confiados a un maestro, los dos esposos trabajaron de común acuerdo «en procurarles lo más santo y lo más virtuoso que se pudiera encontrar. «Para ello se dirigieron al P. de Bérulle, cuya reputación de prudencia estaba por entonces en todo su esplendor, y ellos le pidieron a uno de los sacerdotes piadosos e instruidos que acababan de unirse a él. Ya, sin duda, Felipe Manuel, que se hará más tarde sacerdote del Oratorio, se había puesto bajo la dirección del P. de Bérulle, y era a él a quien debía naturalmente pedir el hombre de virtud y de ciencia sobre quien iba a descargar la educación de sus hijos.
II. Entrada y dirección de Vicente.
El P. de Bérulle, en lugar de aceptar para uno de sus sacerdotes un puesto tan honroso, y que parecía presentar tantas ventajas para su naciente congregación, le propuso al párroco de Clichy, de quien ya sabía que había llevado a cabo parecidas funciones desde que era joven, y más tarde en Buzet y en Toulouse. Vicente se negó primeramente: pero, apremiado por el P. de Bérulle, se decidió a entrar, al menos a modo de ensayo, en la casa de Gondi.
Aquí la irreflexión se admira y se pregunta cómo Bérulle, a quien Vicente se había abierto sobre su gusto por el ministerio de los campos, le arrancó de su trabajos de predilección, y cómo pudo Vicente llevar la obediencia hasta renunciar a su vocación y a sus queridos campesinos para entregarse a una obra de una utilidad a primera vista tan restringida. Pero, según una de las palabras familiares de nuestro santo, «es Dios quien lo ha hecho.» Cliché le hubiera absorbido sin provecho para Francia y para la Iglesia. Cliché, como más tarde Châtillon, no podía ser para él más que un lugar de estudios y de experiencias pasajeras, no la cuna de obras de un provecho universal, ni el centro del que su caridad pudiera irradiar sobre el mundo entero. La casa de Gondi, sin saberlo sus jefes que no buscaban más que un preceptor para sus hijos, sin saberlo Vicente mismo que no creía que obedecer a Bérulle iba a ser todo eso. De esta forma se hacen todas las cosas grandes, mediante un concurso de circunstancias, en apariencia fortuitas, cuyos agentes no están de ordinario en el secreto, por un impulso misterioso que, en el orden religioso, se llama la gracia, y en el orden de la naturaleza, el genio.
De la permanencia de Vicente en la casa de Gondi datan, si no sus su grandes obras mismas, al menos el pensamiento y el primer ensayo de sus principales obras, de la obra de las misiones de los campos y de la obra de los forzados. Es en la casa de Gondi, unida por lazos de parentesco o relaciones sociales a la más alta y rica aristocracia del tiempo, los Lesdiguières, los Schomberg, los Montmorency, donde comenzó a relacionarse con los banqueros y los cooperadores futuros de su caridad. Allí es finalmente donde aseguró a sus obras la protección y el concurso de la autoridad eclesiástica, haciendo admirar su virtud y la pureza de su celo a la familia que debía poseer el arzobispado de parís durante todo el curso de su larga vida.
Siguiendo las conjeturas más probables, fue hacia finales de 1613 cuando entró en la casa de Gondi.3 En esta época el general de las galeras tenía tres hijos: Pedro de Gondi, su hijo mayor, que será duque de Retz y sucederá en todos los cargos paternos; Enrique, a quien llamaban el marqués de las Islas de Hyères, y Francisco Pablo, el futuro coadjutor, que nacía o acababa de nacer.4 Tal y como convenía siempre en esta familia un candidato a las grandes dignidades eclesiásticas, Enrique estaba destinado a la Iglesia. Ambicioso, el niño se prestaba a este papel, y decía con orgullo que quería ser cardenal para pasar por delante de su hermano. Pero se murió tristemente en la caza. Al caerse del caballo, se le enredó la pierna con el estribo, y murió de una coz que recibió en le cabeza.5)
Francisco Pablo, destinado en un principio a ser caballero de Malta, hecho caballero el día de su nacimiento, que había coincidido con un capítulo de la orden, debió suceder al marqués de las Islas de Hyères en las pretensiones eclesiásticas de su familia. Desde la edad de los trece años, era canónigo de Nuestra Señora de París. Y no obstante daba ya señales de este humor altanero, pendenciero y galante que le llevará un papel tan contrario a la vocación que se le imponía. Ilusión de los más piadosos si se dejan cegar por una ambición mundana. Felipe Manuel creía servir los intereses religiosos de sus hijos cuando cedía a cálculos de elevación para si familia. «No creo, ha escrito el cardenal de Retz en sus Memorias, que hubiera en el mundo un corazón mejor que el de mi padre, y puedo decir que su temple era el de la virtud. Sin embargo mis duelos y galanterías no le impidieron hacer todos los esfuerzos para unir a la Iglesia a un alma tal vez le menos eclesiástica que hubiera en el universo: la predilección por su hijo mayor y la vista del arzobispado de París, que estaba en su casa, produjeron este efecto. Él no se lo creyó ni tampoco lo sintió; yo juraría que él mismo hubiera jurado en lo más íntimo de su corazón que no tenía en ello otro movimiento que el que le era inspirado por el temor de los peligros a los que la profesión contraria expondría a su alma.»6)
Volveremos a ver a Retz en medio de los disturbios de la Fronda, por ahora, que nos sea suficiente con advertir que la parte de Vicente de Paúl en su educación fue mucho menor de lo que se ha dicho. Se le ha alabado o criticado a la medida que se han visto las grandes cualidades de espíritu o los errores de su alumno. Pero no se podría hacerle más responsable de una cosa que atribuirle los méritos de la otra. Consumió unos doce meses, de dos veces, en la casa de Gondi. Juan Francisco Pablo nacía cuando entró hacia finales de 1613, y cuando salió la primera vez, en 1617, el niño no tenía más que cuatro años. Volvió al año siguiente para salir definitivamente en 1625, dejando a su alumno a la edad de doce años. Pero, en este segundo periodo, se ocupó mucho más de la dirección de la Generala, de la dirección religiosa de su casa, de las misiones en sus tierras, que de la educación de sus hijos. Así fueron también las cosas, creemos nosotros, durante la primera estancia misma. Al menos, los historiadores de Vicente de Paúl hablan del sacerdote, y no del preceptor, al contarnos esta parte de su vida. Y Vicente mismo, al recordarlo más tarde, no menciona apenas más que los detalles de su ministerio apostólico porque se trata de sus propios recuerdos, conservados por Abelly, mucho más que los relatos de sus biógrafos, que vamos a seguir en la exposición de su conducta en la casa de Gondi.
En esta casa tan piadosa, a pesar de su riqueza y su fasto, vio en primer lugar una especie de templo, por eso se propone honrar a Jesucristo en la persona de su cabeza, a la santísima Virgen en la de la Sra. de Gondi, y a los discípulos del Salvador en la de los hijos, de los oficiales y de los criados. Dios por todas partes y en todo, Jesucristo que sigue viviendo en sus miembros, ¿no constituye todo ello el cristianismo? Y como lo decía en una conferencia eclesiástica de S. Lázaro el santo mismo, ¡con qué modestia y circunspección en todos los actos, en todas las palabras debe mantener esta visión continua! Qué respeto inspira, qué afecto recíproco y sagrado en todos los deberes. Por ello aconsejó dos veces la práctica: primero, el 29 de setiembre de 1636, a un sacerdote de su congregación llamado Sergis, que se hospedaba en casa del canciller Seguiré para hacer el oficio de capellán; luego a un abogado de París, llamado Husson, a quien había hecho entrar en 1650 en la casa del duque de Retz, el mayor de sus alumnos, en calidad de intendente y que le pedía que le trazara las reglas para mantenerse piadoso en el tumulto de los afanes. En estas dos circunstancias no temió citar su propio ejemplo y recordar lo que había hecho en la casa de Gondi.7
A pesar del prestigio religioso con que envolvía a sus ilustres patronos, creyó tener que sustraerse al lujo tumultuoso de su vida y de su entorno, con tal frecuencia que no se acudía a sus servicios o que se veía libre de sus funciones. Como más tarde Bossuet, quien supo aislarse de tal forma en medio de las pompas de Versalles, para entregarse a sus estudios o a sus doctas conversaciones con los filósofos, que se hizo en esta casa una especie de Tebaida para conversar a solas con Dios. pero la caridad le sacaba de allí siempre que hizo falta bien establecer la paz y la concordia, bien visitar, consolar, servir a los criados enfermos, bien para reunirlos a todos para prepararlos a la celebración de las fiestas solemnes y a la recepción de los sacramentos. Cundo acompañaba a la familia al campo, en Joigny, en Montmirail, en Villepreux, en lugar de tomarse un descanso, veía una carrera más extensa a su celo. Todos os campesinos diseminados por estos vastos dominios eran a los ojos del caritativo sacerdote una prolongación, una extensión de la familia. Era para él la familia de los ancianos, pero en el sentido superior de la fraternidad cristiana. De esta forma se repartía entre ellos y sus alumnos y, si había que luchar contra algún sentimiento de preferencia, se puede pensar que se trataba de los pobres y de los pequeños.8
III. Los duelos en el siglo XVII; esfuerzos de Vicente por hacerlos abolir.
Su celo alcanzaba no obstante en todo ocasión hasta los jefes de la casa de Gondi. Con aquella prudencia y discreción que sierre le caracterizaron, sabía conciliar el respeto con una santa audacia, como templar los firme y rudos consejos con la dulzura y la caridad. He aquí un ejemplo glorioso para él y para el general de las galeras.
Se sabe a qué excesos llegó el furor por los duelos hacia finales del siglo XVI. Durante las guerras religiosas que eran al propio tiempo guerras civiles, las leyes se callaban impotentes, t cada uno se hacía justicia a su modo. Incluso la moral y la religión eran vencidas por el contagio y el ejemplo y la tiranía de un modo sanguinario. Enterado por los miedos y los gritos de las familias, Enrique IV había emitido en Blois, en 1602, un edicto contra los duelos, pero los jueces o bien rehusaban aplicarles la penalidad excesiva o accedían a las solicitaciones de los príncipes y de los grandes a favor de los culpables de alta cualidad. Por otra parte el rey, que se había pasado la vida en el campo, conservaba demasiado aún sus costumbres y sus ideas, y destruía el efecto de su edicto con elogios o insultos indiscretos; además, otorgaba a los duelistas, con extrema facilidad, cartas de gracia. El desorden no hizo sino aumentar. En 1607, dieciocho años después del advenimiento de Enrique IV, Loménie contaba ya cuatro mil gentileshombres que habían perecido en combates singulares. Al comenzar 1609, ni un solo día que no estuviera señalado con uno o varios duelos. Se escogí indiferentemente para batirse un puente o una plaza pública, y los testigos, con frecuencia numerosos, se cortaban la garganta como los verdaderos adversarios. El duelo era tan desastroso para Francia como las fatales batallas de Crécy, de Poitiers y de Azincourt, pues segaba tan cruelmente a su nobleza y la privaba por igual de sus más heroicos defensores. Enrique IV abrió por fin los ojos y, el mes de junio de 1609 dio un edicto más eficaz: si, cediendo a un prejuicio demasiado arraigado, dejaba todavía subsistir el duelo, le hacía infinitamente raro con hábiles medidas, y sobre todo con la institución de un tribunal del honor, sin la decisión del cual nadie se podía batir sin incurrir en la pena capital. Los duelos cesaron de repente. Pero volvieron a tenerse con nueva rabia con el favor de dos débiles regencias de mujeres y de los alborotos públicos, y se necesitó el cadalso de Bouteville piadosas intervenciones y las severas ordenanzas de Luis XIV para volverla a frenar.9
En la época a la que hemos llegado, algunos años tan sólo de la muerte de Enrique IV y durante la regencia de María de Médicis, reaccionaron con violencia contra la compresión del edicto de 1609. Felipe Manuel acababa de sentirse ultrajado por un señor de la corte y, a pesar de su piedad, creyó que el recuerdo del mariscal su padre, a quien el honor de su casa y de su sangre le imponían el deber de lavar esta afrenta en la sangre de su enemigo. Pero, con esta inconsecuencia de carácter y de principios que ya tempos observado en su conducta para con su hijo más joven, se fue e su capilla antes de dirigirse al terreno, oyó devotamente la misa y se quedó más tiempo que de costumbre en oración para encomendar a Dios el resultado de su duelo y la salvación de su alma. La misa la había dicho Vicente quien, instruido de la intención del general, y teniendo también el suyo, había pedido a Dios que destruyera el uno con el éxito del otro. Cuando se ve solo en la capilla con el Sr. de Gondi, se le acerca y, echándose a sus pies: «Permitid, Mi Señor, le dice, que os diga unas palabras con toda humildad. Sé de buena parte que tenéis el plan de ir a batiros en duelo. Pero yo os declaro de parte de mi Salvador, a quien acabo de mostraros y vos habéis adorado, que si no abandonáis este mal propósito, él ejercerá su justicia en vos y en toda vuestra posteridad.» A su vez, el general cae a los pies de Vicente y, volviéndose hacia Dios, le deja la venganza que le está reservada. Muchas veces a partir de entonces se complacía en contar esta escena, y de él es de quien nosotros la tenemos, ya que el humilde capellán, según su costumbre, no habló de ella más que como de tercera persona, en una conferencia de S. Lázaro.10
El celo de san Vicente de Paúl contra los duelos no se limitó a este hecho particular. ¡Cuántas veces, en sus correrías caritativas, saltó del coche, se metió con peligro de su vida entre las espadas desenvainadas y logró con su coraje y sus piadosas insistencias desarmar a los adversarios.11 Acabamos de decir que con el favor de dos regencias de mujeres, los duelos se habían reanudado con una recrudescencia violenta. Sin embargo, desde el comienzo de la regencia de Ana de Austria, en 1646, el príncipe de Condé, el cardenal Mazarino y los demás miembros del consejo habían prometido no interesarse nunca por quien se batiera en duelo, y el rey y la reina se habían comprometido a no sellar ninguna carta de gracia a favor de los duelistas. No se dudaría que estas resoluciones no se hayan provocado por Vicente que acababa de entrar en el consejo de conciencia. Tenemos, por lo demás, una prueba auténtica en el recuerdo de una conferencia que tuvo, por este tiempo, en Orsigny con los obispos de Sarlat y de Pamiers, los doctores Coqueret y Ferret, párroco de Saint-Nicolas. Esta conferencia tenía varios objetos, entre otros la extirpación del protestantismo en Francia; pero la deliberación se dirigía en particular hacia las medidas que se tomarían contra los duelos. Pues bien, es cierto que Vicente actuaba en asunto de acuerdo con la reina, que quiso correr con los gastos de la reunión. Él no aceptó este concurso de la munificencia real, pero usó de la autoridad de la Ana de Austria para lograr pasar resoluciones que debió trasladar enseguida al consejo de conciencia.12 No obstante la costumbre y el falso punto de honor prevalecieron otra vez. Memorias hablan de gentileshombres que no querían siquiera renunciar a la muerte, por ejemplo del mariscal de La Roque-Saint-Chamarant quien, intimado en su agonía a prometer no batirse nunca, añadió esta cláusula: «Mientras que tal señor, mi amigo, no me emplee como segundo»; y quien, interrogado sobre la causa de los suspiros que mezclaba con el último aliento, respondió: «¡Ay, conviene que la Roque-Saint-Chamarant muera de esta forma en su lecho después da dar pruebas de su valor en tantas ocasiones!» Fue su última palabra y su último pesar.13
Olier, párroco de san Sulpicio, que había visto hasta diecisiete gentileshombres morir así en su parroquia en una semana, resolvió, ante la impotencia de las leyes, oponer la fe al honor, o más bien el honor al honor mismo. Dirigía a varios señores bien conocidos por su bravura, entre otros al mariscal Fabert y al marqués Antoine de Fénelon, tío del arzobispo de Cambrai. Se propuso reunirlos en asociación, y les conminó a comprometerse bajo la religión del juramento, en un registro firmado con su propia mano, a nunca dar ni aceptar ninguna cita, y a no servir de segundos en los duelos que les propusieran . el marqués de Fénelon aceptó este proyecto y se convirtió en su propagador. Vicente con quien se había puesto en relación por intermedio de Olier que profesaba hacia nuestro santo sacerdote tanto respeto y afecto, le animó con todas sus fuerzas. La asociación se formó en seguida. Se propuso no admitir más que a militares conocidos por acciones brillantes en el ejército, y muchos, como Fabert y Fénelon, por su valor frenético en los combates singulares. Para dar a su compromiso la mayor solemnidad posible, e imprimirle una consagración religiosa, estos señores se dirigieron, el día de Pentecostés de 1651, en medio de una gran asistencia de testigos distinguidos, a la capilla del seminario de San Sulpicio, y allí, pusieron en manos de Olier esta acta firmada de su propio puño: «Los suscritos hacen, por el presente escrito, declaración pública y protesta solemne de rechazar toda clase de desafío y de no batirse nunca en duelo, por cualquier causa que pueda ser, y de rendir toda clase de testimonios del rechazo que hacen del duelo, como de algo del todo contrario a la razón, al bien y a las leyes del Estado, e incompatible con la salvación de la religión cristiana; sin no obstante renunciar al derecho de rechazar, por todas las vías legítimas, las injurias que les sean hechas, así como su profesión y su nacimiento a ellos los obligan; estando siempre preparados, por su parte, a aclarar de buena fe a aquellos que crean tener resentimiento contra ellos, y no dar motivos de ello a nadie.»
Llamó primero la atención. El gran Condé dijo al marqués de Fénelon: «Conviene, señor estar tan seguro como yo lo estoy de vos sobre el valor, para no asustarse de haberos visto romper el primero un hielo así.» Pronto hubo admiración. Los mariscales de Francia, jueces del honor, comprometieron a todos los gentileshombres a suscribir la declaración, a redactar memorias, «con el fin, decían ellos, de que al leerlas y examinarlas, podamos informar a Su Majestad, para ser, si así lo juzga, confirmados por un nuevo edicto para bien de la religión y del Estado.» Este juicio fue firmado por los mariscales de Estrées, de Schomberg, Plessis-Praslin y Villeroy. Personajes ilustres formalizaron la misma protesta y fueron felicitados por Condé, quien fue felicitado a su vez por un breve del papa. Su hermano, el príncipe de Conti, hizo entrar en la asociación a la nobleza de su provincia del Languedoc. Otras provincias siguieron, entre otras el Quercy, gracias al celo de Alain de Solminihac. Los estados del Languedoc y de Bretaña privaron del derecho de sesión a los gentileshombres que se batieran en duelo. . finalmente el rey, a la espera de otras medidas, exigió la adhesión de los oficiales de su casa.
La Iglesia unió su autoridad a la del rey y de los gentileshombres. Doctores en teología, en numero de cincuenta de los más célebres, redactaron un aviso en el que hablaban con elogios de la declaración de los asociados y del juicio de los mariscales y recordaban las reglas eclesiásticas (18 de agosto de 1651). Veintitrés obispos reunidos al mismo tiempo en París se expresaron todavía con más fuerza.
No faltaba ya más a estas medidas que la sanción expresa de la autoridad del rey y de la Santa Sede. Vicente y Olier actuaron ante Ana de Austria quien inspiró a su hijo el horror de los duelos y el deseo de reprimirlos. Se aprovechó la ocasión solemne de la declaración de la mayoría del rey. El 7 de setiembre de 1651, el joven Luis XIV acudió al Parlamento donde, después de declarar que tomaba la dirección de su Estado, mandó leer dos edictos que se registraron al punto. Uno era contra las blasfemias, el otro contra los duelos. En éste, mandaba expresamente a los mariscales de Francia ser rigurosos en su observancia, y se comprometía en persona, por su fe y palabra de rey, a no eximir en adelante a nadie de las medidas más rigurosas: fe y palabra que se guardaron inviolablemente durante todo el reinado. Finalmente, prometió jurar expresa y solemnemente su observancia el día próximo de su consagración y coronación, «para que, decía él, fuera más auténtica y más inviolable una ley tan cristiana, tan justa y tan necesaria.» En efecto, tres años después, algunos días antes de su consagración, y en esta ocasión, escribió también a los obispos reunidos en París intimándolos a concurrir con él a reprimir el furor de los duelos. Éstos, en número de veintiséis, redactaron una declaración por la que renovaban las penas espirituales lanzadas ya contra los duelistas, y ordenaron a los párrocos publicar un reglamento que enviaban sobre el asunto. El día de su consagración, Luis XIV hizo el juramento prometido, y ordenó incluir su fórmula en la consagración de los reyes de Francia.
Quedaba por obtener la consagración de la autoridad apostólica. San Vicente de Paúl, gozando a la sazón de gran crédito en Roma,, y que mantenía allí a varios de sus sacerdotes, escribió a Jolly su superior, el 19 de mayo de 1656, enviándole una memoria sobre este asunto y un modelo de breve: «Antes de responder a su última carta, le hablaré de un asunto de los más importantes que se puedan presentar, y cuyo mérito me servirá de excusa con usted, por la sobrecarga que le doy al enviárselo; además de no poder evitarlo a causa de los que me han pedido vuestra ayuda. Se trata de poner remedio a los duelos, que so tan frecuentes en Francia, y por los cuales se han producido males infinitos. El señor marqués de la Mothe-Fénelon es de quien se ha servido Dios para suscitar los medios de destruir su uso. Fue anteriormente un famoso duelista; pero Dios le tocó y se convirtió de tal manera que juró no batirse más. Era del señor duque de Orleáns, como lo es todavía; y habiendo hablado a otro gentilhombre, le hizo tomar la misma resolución; y los dos se ganaron a otros para su parido comprometiéndoles de palabra y hasta por escrito. Estos comienzos han visto los progresos que veréis en la memoria incluida, y otras que se han omitido. El rey ha hecho enrolarse a sus casa en esta resolución. Los estados de Languedoc y de Bretaña han privado del derecho de sesión en sus asambleas a los gentileshombres que en adelante se batan en sus provincias. Finalmente se han empleado todas las precauciones posibles para detener este torrente que ha causado tantos estragos en los cuerpos y en las almas. Ya no queda, para la conclusión de esta buena obra, más que tenga a bien nuestro santo Padre el Papa coronarla con su bendición mediante el breve que se le pide. Le envío el proyecto, que ha sido convenido por nuestra parte con tanto cuidado que no es posible cambiar nada sin arruinar el plan que nos hemos trazado. Tómese la molestia de estar al corriente de todo, por si algún cardenal puede o quiere presentar a Su Santidad la importancia del asunto. Monseñor el Nuncio hace el mismo encargo y envía el mismo mensaje a su agente…Tendrá usted que correr con los gastos, se lo suplico. Le devolveremos lo que haya adelantado. Escríbame al detalle todo lo que ocurra.»
Collet cree que la peste que estalló por entonces en Roma y dejó vacantes a todos los tribunales impidió la publicación de este breve; al menos no ha encontrado nada en las cartas de san Vicente que pruebe lo contrario. Sin embargo las Memorias de Du Ferrier parecen suponer una intervención pontifical ya que dicen que fue suprimido el duelo en Francia y en la Iglesia por los cuidados del nuevo pontífice y la autoridad del rey cristianísimo.14
IV. La Señora de Gondi y la misión de Folleville.
Del desempeño de Vicente en el asunto del duelo del Sr. de Gondi llegó sin duda a oídos de la generala, y aumentó más todavía la estima profunda que sentía por el santo sacerdote. para participar más directamente de la virtud que salía de él y se difundía por todos los suyos, quiso entonces ponerse bajo su dirección. Pero temiendo con razón las resistencias de su humildad, se dirigió al P. de Berulle y le suplicó con insistencia que impusiera a quien nunca había sabido desobedecer la obligación de encargarse de su alma.
Apenas respuesta en una dirección tan sabia, esta mujer ya de por sí virtuosa se entregó al bien con nuevo ardor. Corrió más bien que caminó por este camino de caridad cristiana que Vicente abría a todas las mujeres sobre quienes ejercía alguna acción. Multiplicó las limosnas, entre las que reservaba una parte privilegiada para los pobres de sus tierras. La visita y el servicio de los enfermos eran para esta sierva del Dios vivo en los pobres un gozo y un honor. No colocaba al frente de los oficios de su casa más que a personas de una probidad y de una religión reconocidas, y no proponía a los justicias de sus tierras más que a oficiales inaccesibles a la seducción y a los regalos. Además, gracias a su benevolente intervención, los procesos y las diferencias eran cosa rara entre sus vasallos, de tal manera sabía adelantarse y ahogarlos en sus gérmenes. Las viudas y los huérfanos tenían en ella a una madre y un apoyo, los intereses de la religión, a una protectora, y el honor de dios, a una especie de apóstol.
Vicente era el alma y el consejo de estas santas empresas y el verdadero jefe espiritual de la noble casa. ya que el general de las galeras, llamado por su rango y sus funciones, bien a la corte, bien a los confines del reino, hacía descansar sobre él el ministerio de las buenas obras. Vicente sucumbió al fin bajo el peso que su caridad añadía a su cargo oficial, y en pocos días se sintió exhausto. Pero Dios se rindió a os votos de la casa de Gondi, o mejor se guardo para sí a este siervo fiel. Sus piernas, no obstante, ya debilitadas por la cautividad de Túnez, y que lo estarán más en adelante por una cautividad nueva, conservaron de la enfermedad aquella hinchazón dolorosa de la que sufrió hasta el último suspiro. Fue para siempre, según su propia expresión, el reloj de su vida de dolor y entregada.
Nos encontramos en una de las circunstancias más decisivas de su historia, a principios de 1617, se hallaba con el general de Gondi en el vastillo de Folleville, diócesis de Amiens, cuando le llamó al pueblo vecino de Gannes para confesar a un campesino enfermo que reclamaba su ayuda para morirse en paz, al decir de todos, el campesino era un hombre de bien: delante de Dios era un alma a quien una falsa vergüenza había unido sólidamente al mal desde hacía tiempo. Vicente se acerca, sondea las heridas con su prudencia y su dulzura ordinarias y, llegado al lugar sensible, propone al enfermo la operación de una confesión general. éste acepta y, liberado al mismo tiempo del mal y de su causa, curado de sus remordimientos y de su vergüenza funesta, no cesa, durante los tres días que sobrevive, de hacer su confesión pública. «¡Ah!, Señora, dice una vez dirigiéndose delante de toda la gente del pueblo a la condesa de Joigny, yo estaba condenado, si no hubiera hecho una confesión general, a causa de varios pecados grandes, ce los que no me había atrevido a confesarme.» Todos estaban edificados y alababan a Dios; sola, la condesa de Joigny seguía triste y silenciosa. Luego, de repente, volviéndose hacia Vicente de Paúl: «¡Ah!, Señor, exclamó, ¿qué es todo esto, y qué acabamos de oír? ¿Qué miedo de que les pase lo mismo a la mayor parte de esta pobre gente! Y si este hombre que pasaba por un hombre de bien se hallaba en estado de condenación, ¿qué será de los demás que viven peor? ¡Ay, señor Vicente, cuántas almas se pierden! ¿Qué remedio para ello?»
Para aliviar su dolor y sus inquietudes religiosas, la Sra. de Gondi rogó a Vicente que predicara en la iglesia de Folleville sobre la confesión general, sobre su importancia y la manera de hacerla bien, y ella eligió con fortuna el 25 de enero, día en que la Iglesia celebra la conversión de san Pablo. Vicente obedeció con prontitud una invitación tan conforme a su celo, y tuvo un maravilloso éxito. No atreviéndose atribuírselo a sí mismo, dijo más tarde al referirlo: «Dios tuvo tanta consideración con la confianza y buena fe de esta dama (ya que el gran número y la enormidad de mis pecados habría impedido el fruto de esta acción), que dio la bendición a mi discurso.» Él continuó instruyendo a los habitantes de Folleville, que acudieron a él con tal rapidez y en tan gran número que, por invitación de la generala, primero el Padre Rector, después otro Padre de los Jesuitas de Amiens, tuvieron que venir a echarle una mano.. de Folleville, los dos pasaron a los pueblos vecinos que pertenecían a la casa de Gondi, y realizaron maravillas también. «Ése fue, decía Vicente al final de su narración, el primer sermón de la Misión, y el éxito que Dios le dio el día de la conversión de san Pablo: lo que Dios no hizo sin ningún plan en un día semejante.»15
De manera que, cada año, el 25 de enero, celebraba su memoria con los sentimientos del más vivo agradecimiento, y ha querido que sus hijos conservaran después de él este memorable aniversario. Es este día, en efecto, cuando la congregación de la Misión, no digamos que nació, sino que por lo menos fue concebida: concepción oscura, sin duda, y cuya prodigiosa fecundidad no preveía Vicente ni aquel día ni siquiera ocho años después; pero, una vez más, ¿no es así como se hacen todas las obras cristianas?
Más que Vicente, parece la Sra. de Gondi haber tenido el presentimiento de los frutos que debían salir de la misión de Folleville, y pensaba en difundirlos y perpetuarlos, cuando el hombre con quien contaba para el éxito de sus planes se disponía a huir de su casa.
V. Salida de la casa de Gondi, y sus causas.
La virtud de Vicente, la bendición concedida a sus trabajos, le merecían en la casa de Gondi, de parte de los extraños como de la familia, un respeto, distinciones que le eran una tortura. Le trataban como a un santo, ¡a él que no se llamaba más que este miserable! Era demasiado honor y éxito: había que arrancarse de este infierno. Porque, según su máxima, el infierno en la tierra, el signo manifiesto de la maldición divina es vivir sin cruces y sin humillaciones Como la grande santa que decía: «Me muero porque no muero» y era humillado y sufría por no serlo y por no tener nada que sufrir.
Además, le parecía que la caridad conspiraba con la humildad para sacarle de la casa de los Gondi. La generala era presa de unos escrúpulos y de unas penas interiores que, según ella, sólo Vicente podía tranquilizar y curar. En el campo, en la ciudad, se había hecho necesario, y debía como único médico acompañar en todo a esta dama enferma. Cuando él hablaba de un viaje, ella le decía: «¡Ay, señor, os marcháis! ¿a quién acudiré en mis penas?» –»Señora, respondía él, Dios proveerá.» Sin embargo, él le indicaba a un confesor ordinario, luego a un director excepcional, y añadía: «Si no encontráis el descanso ni con uno ni con el otro, os aconsejo que lo busquéis al pie de vuestro crucifijo, donde descubriréis amorosamente vuestras penas al Hijo de Dios, y haréis actos de confianza y de resignación a su buena voluntad; honraréis sus propios abandonos, cuando fue abandonado de sus más queridos amigos y hasta de su Padre eterno; y, en ello estudiaréis el uso que hizo de sus sufrimientos, y espero que, con la gracia de Dios, encontraréis en ello paz y consuelo.»16 Más de una vez la Sra. de Gondi debió confesar que el crucifijo le había servido de un excelente refugio; pero también se había sostenido por la esperanza del regreso de Vicente. Pues, si se lo quitaran para siempre, ¿qué sería de ella? Con él ella perdería la paz y la seguridad de su salvación.
Además de que Vicente sufría por un tal apego y confianza, descubría en ello una imperfección y un peligro para un alma que le era tan querida. Acaba de decirnos cómo trató poco a poco de de que se desprendiera y de calmar sus temores excesivos forzándola a dirigirse a un confesor distinto, de quien le hacía confesar que se había sentido contenta; pero viéndola siempre convencida de la necesidad de su dirección, él resolvió imponerle un sacrificio total; y a ejemplo del Salvador que decía a sus discípulos: Expedit vobis ut ego vadam, Os conviene que me vaya, creyó prestarle servicio dejándola.
Por otro lado, al cabo de cuatro años, sus alumnos habían crecido; el mayor tenía ya quince años, y el escolar de cuarto se preguntaba si tenía los talentos y la ciencia necesarios para darles una educación proporcionada a la grandeza de su nacimiento y de los oficios a los que eran llamados.
Por fin, París, su residencia más habitual, era entonces presa de un alboroto y de las agitaciones cuyo eco y contragolpe alcanzaban a la familia de Gondi. La corte y la ciudad, los grandes y los magistrados, so color de bien público, se disputaban el poder y los tesoros del país. A la muerte de Enrique IV, los señores gritaron: «Se acabó el tiempo de los reyes, llegó el de los grandes»; y habían entrado en revueltas contra la regente bajo la dirección de Condé y de los príncipes. Los estados generales de 1614, reclamados por ellos, no habían producido nada: todo no había sido más que un medio de colorear su toma de armas. Satisfechos por las sumas enormes con las que les habían pagado su primera revuelta, empezaron una segunda, a la que Condé arrastró a los protestantes. La corte tuvo que tratar con ellos y pagar otra vez. Richelieu, que acababa de llegar a su primer ministerio, aconsejó las medidas de rigor, y Condé acabó en la Bastilla. Los príncipes y sus secuaces fueron declarados criminales de lesa majestad, depuestos de sus dignidades, y tres ejércitos se dirigieron contra ellos. La corte iba a triunfar, cuando el rey en persona, deseoso de salir de tutela, se unió a los descontentos para derrocar a sus ministros. El 24 de abril de ese año de 1617, el mariscal de Ancre había caído herido de muerte de tres pistoletazos en el puente del Louvre, y sus restos, sepultados a escondidas en Saint-Germain l’Auxerrois, fueron entregados bien pronto a la brutalidad del populacho. El 7 de julio siguiente, su mujer Léonora Galligaï, acusada de malversación, de complots contra el Estado y sobre todo de brujería, expiaba, en realidad, en la plaza de Grève, «el ascendiente de su espíritu superior sobre el alma débil de María de Médicis.» María por su parte, dos meses antes, había tenido que retirarse a Blois en una especie de exilio, incluso de prisión, tras un adiós dictado y frío de su hijo.
De origen florentino y deudor de sus honores y de su fortuna a las dos reinas llegadas ellas también de Florencia, Catalina y María de Médicis, la familia de Gondi no se podía quedar insensible ante los últimos sucesos, menos aún ante la desgracia de la reina madre. A este partido es al que se sentía inclinada por naturaleza. Y, en efecto, si el duque de Retz, nieto del mariscal, entró al principio en la primera revuelta de Condé contra la regente, volverá a tomar las armas en 1620, para defenderla contra el ejército real. Jugará, es verdad, un triste papel en los Ponts-de-Cé, donde abandonará la partida al primer cañonazo; pero se esforzará por tomarse la revancha durante la Fronda, y con su primo y yerno, Pedro de Gondi, hijo mayor de Felipe Manuel, favorecerá la evasión de Nantes del famoso coadjutor.
Toda este familia, ya se ve, era más o menos frondosa. Vicente tenía, verdad es, sus opiniones y sus afectos políticos, análogos en algunos puntos a los de la familia de Gondi. Pero detestaba los disturbios y las facciones, y por eso se apresuró a salir de un medio en el que no le era ya posible guardar la paz, y hasta a abandonar la capital para sustraerse a la vez a los líos políticos y a las instancias que sus patronos no iban a dejar de emplear para retenerle.
Como había entrado en la casa de Gondi por la persuasión del P. de Bérulle, no quiso salir de ella sin su permiso. Sin embargo, no le detalló los motivos de su resolución. se contentó con decirle que se sentía interiormente presionado por Dios a ir a alguna provincia alejada, para emplearse allí por entero en la instrucción y servicio de los pobres del campo. Bérulle, quien respetaba su virtud y se lo oía hacía nueve años, no dudó de que hubiera en este plan algo divino y, a pesar de su afecto por la familia Gondi, le facilitó su realización. Tenía entonces a su disposición un puesto a plena satisfacción del santo sacerdote, la parroquia de Châtillon-les-Dombes. Era mejor que Clichy, porque era más pobre y abandonada.
- Histoire généalogique de la maison de Gondi, por Corbinelli, (2 vol. in-4, París, 1705.
- Alberto de Gondi había obtenido la supervivencia de este cargo del duque de Vendôme por la dimisión que dio en su favor del estado de capitán y gobernador de la ciudad y castillo de Nantes y de la lugartenencia general de dichos ciudad, castillo, condado y obispado de Nantes (Histoire généalogique, etc., tom. II, pp. 30 y 570.
- Está probado por un registro de la antigua colegial de Écouis, en la diócesis de Évreux, fundada a principios del siglo XVI por el superintendente Enguerrand de Marigny, que Vicente fue provisto de un canonicato en esta iglesia. Como barón de Plessis, próximo de Écouis, el general de las galeras tenía derecho a conferir a su vez la tesorería y una canonjía de la colegial. Pues bien, Jean de Roux, en posesión de este cargo, habiendo muerto en 1615, Felipe Manuel se lo otorgó al preceptor de sus hijos. El miércoles, 27 de mayo, Vicente tomó posesión del cargo por procurador, cuya acta fue levantada por el capítulo y enviada a París, con esta carta al general de las galeras: «Monseñor, hemos recibido vuestras cartas y hemos ejecutado contenido de las mismas. Enviamos al Sr. Vicente, preceptor dr los señores vuestros hijos, un extracto de nuestro registro de capítulo que le servirá de acta en su toma de posesión en la tesorería y canonjía, de las cuales habéis querido proveerle. Quiera Dios concederle la gracia de cumplir lo que esperamos de él para el bien y decoro de vuestra iglesia. La presencia de los beneficiarios hace que el servicio divino se desarrolle con más honor en vuestra iglesia en la que continuaremos pidiendo a la divina Bondad que os asista con su gracia, junto con la Señora y los Señores vuestros hijos, siendo siempre, Monseñor, vuestros muy humildes orantes y servidores. El decano, canónigos y capítulo. de Écouis. Del susodicho capítulo de Écouis, el 27 de mayo de 1615.» –El 16 de setiembre siguiente, «el maestro Vicente de Paúl, sacerdote, bachiller en teología» se presentó en persona para prestar el juramento de fidelidad y recibir el osculum pacis, lo que se debía por necesidad antes de que un canónigo, habiendo tomado posesión por procurador, pudiera portar el hábito en el coro. En consecuencia, Vicente prestó juramento, firmó la promesa de cumplir sus cargos; pero, obligado a permanecer en París, pidió y obtuvo tener un suplente; tras lo cual recibió el beso de paz e invitó a la compañía a cenar al día siguiente, día de la dedicación de la iglesia de Écouis, «por su fecuna llegada, siguiendo la costumbre de este capítulo.»
- Todos los historiadores y biógrafos hacen nacer al coadjutor en el mes de octubre de 1614; pero de un acta recuperada recientemente resulta que fue bautizado el 20 de setiembre de 1613. (Hist. de Montmirail, por el Sr. abate de Boilet, p. 88.) Fecha esta última que corrobora Simone Bertière La vie… ed. Fallois, Paris,1990, c. I, p. 45 .-De la traducción.
- Les Historiettes de Tallement des Réaux; 2ª edic., t. VII, p. 19, (in-12, Paris, 1840.
- Mémoires du cardinal de Retz, colección Michaud y Poujoulat, serie, t. I, p. 16. (Gr. in-8, París, 1850.
- Extracto de una carta de san Vicente, y de una carta de Husson mismo, Sum., p.292.
- En Montmirail, no se contentaba con predicar al pueblo desde un púlpito que existe todavía; sino que siguiendo la tradición le convocaba, como san Francisco Javier, por medio de una campanilla que paseaba por las calles, lo reunía en una plaza y hablaba subido a una piedra desde la que el magistrado hacía justicia y publicaba sus ordenanzas. (Hist. de Montmirail, p. 60).
- Poirson, Histoire du règne d’Henri IV, t. II, p. 381-387.
- Conf. del final de 1642.
- Mémoires mss. de Du Ferrier, citadas por el Sr. Faillon, Vie de M. Olier, t. II, p. 110.
- Summ., p. 242.
- Deposición de De Paux quien, con el Hermano Du Courneau, había realizado, en la conferencia de Orsigny, las funciones de secretario. Summ., nº 58, p. III.
- P. 190; citado por el Sr. Faillon. –Véase en este punto la Vie de M. Olier, t. II, p. 109-122 y 132-134, la que sigue los relatos de Picot: Essai sur l’influence, etc., t.I, p. 355-361 y 349-360; del cardenal de Bausset: Histoire de Fénelon, t. I, p. 9 y ss, y de Fénelon mismo, en su carta a Clemente XI para la canonización de Vicente de Paúl del 20 de abril de 1706: Correspondance, t. III, p. 104.
- Conf. de los 23 de enero de 1655 y 17 de mayo de 1658.
- Conf. a las Hijas de la Caridad del 19 de abril de 1650.