San Vicente de Paúl, siervo de los pobres (17)

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Iginio GIordani · Traductor: A. O. León. · Año publicación original: 1964.
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XVII: El amor al hermano

El doble precepto

El fundador de la Misión, como campesino tenía los pies sobre la tierra, como apóstol rozaba el cielo. Contem­plativo, como los pastores de Belén, a la luz de las estrellas, buscó —y halló— a Jesús en un establo.

En la categoría de los santos, es gigante; y puesto que los santos, a ejemplo de Cristo, son revolucionarios de la caridad, Vicente fue un grandísimo revolucionario de Cris­to. Y con el método de Cristo. Elevando al plano del amor cierta sensibilidad campesina heredada de una estirpe de agricultores que se habían salvado de los piratas, feuda­tarios y agentes del fisco con la astucia y la fuga, trasto­có, hasta cambiarlo de arriba abajo, el orden —o el des­orden— hecho de orgullo, de castas, de maldad, y de vi­cio, arremetiendo contra él no de frente, sino desde aba­jo; no destruyéndolo fuera, sino rectificándolo dentro, logrando con humildad hacer de los ricos siervos de los pobres. No demolió, deshinchó: deshinchó hinchazones retóricas y baroniales, eclesiásticas y civiles, poniéndose de rodillas; y corrigió ideologías y herejías, egoísmos po­líticos y de casta. Prendió fuego en el mundo que munda­namente llegaba a negar a Cristo con la hipocresía de los fariseos y la desvergüenza de los simoníacos, un mundo donde la potencia política se vanagloriaba de atributos di­vinos y la soberbia de castas se sostenía con la intriga y el delito: pero un fuego de amor que, mientras reducía a cenizas el mal, alimentaba el bien.

Sumergido en el amor a Dios, con una contemplación interior constante, apareció y fue, en las relaciones hu­manas, un cerebro positivo, realista y realizador siempre, pues aun los fenómenos religiosos, a los que a veces sus mismos sacerdotes estaban sujetos en formas patológicas, los sometía a exámenes positivos, como quien nunca de­jaba que prevaleciera la fantasía.

Por esto es un santo de los tiempos modernos, que inspira su actividad en las necesidades actuales, que ejer­ce un influjo social, de rectificación e impulso; mien­tras que, porque usa de valores universales de la gracia y de la caridad y sobreponiéndose a pasiones políticas ideológicas contempóraneas se atiene a los valores eternos del Evangelio, apoyado en la Iglesia, iluminado por la ra­zón, es un santo de todos los tiempos.

Fue de los primeros que comprendieron la relación entre economía y religión; de los primeros que redescu­brieron que la miseria es atea y enemiga de la fe, que la degradación en el alojamiento, en la comida, en el traba­jo, en las epidemias llevaba consigo la degradación de la moral y de la religión.

Imitando de cerca a Nuestro Señor, buscó tanto la vida de la gracia cuanto sobrenaturalizó la vida de la naturaleza. Del Hombre-Dios reprodujo el amor a los hom­bres y el amor a Dios. También él podía decir que nada de cuanto era humano le resultaba extraño, porque con­templaba al prójimo con los ojos del Redentor, mientras que unía todas sus energías y sufrimientos a la pasión de Cristo para cooperar a la redención de los hermanos. Re­dención del mal, lo mismo del espíritu que del cuerpo. Así fue el verdadero santo del Evangelio: el Evangelio entendido como repulsa de la muerte, que es fruto del mal, por una recuperación de vida más abundante, que es fruto del bien.

La sangre de Cristo circula por el organismo social sacramentalmente y lo hace partícipe de la divinidad, ca­ritativamente y le da una humanidad más viva: con la Eucaristía y con la caridad, lo substrae a la muerte inmor­tal y lo ayuda a vencer las agresiones de la muerte te­rrena.

La caridad rompe los diafragmas puestos por los egoísmos: sectores, dentro de los cuales cada uno de los hijos de Eva se encierran, en prosternación idolátrica, a los pies del propio yo, olvidados de la madre común. La caridad quita estas separaciones y pone a las almas en contacto, de manera que vuelva a circular, con el afecto de los hombres, el amor a Dios. Realiza una comunión de espíritu, que después la Eucaristía concreta en el plano sobrenatural.

Y diafragmas calcificados por el orgullo y por la avaricia son las castas que, si la caridad no rasga las en­volturas, se endurecen en el exclusivismo, por un proce­so de esclerosis, con lo que la sangre no circula ya más que con limitación, por zonas; y frecuentemente, estancándo­se, se intoxica.

El amor cristiano allí dentro rompe las paredes re­secas y redistribuye a todos la vitalidad de cada uno; y hace que por los pasos abiertos de nuevo se difunda tam­bién la sangre de Cristo libremente.

Contra las barreras que detienen la vida, golpea con­tinuamente la caridad de aquellos animosos imitadores de Cristo que son los santos, cooperadores de él en esa suble­vación diaria contra la muerte que es la distribución vi­vificante de los dones del amor.

San Vicente de Paúl fue uno de aquellos que a un organismo, que empezaba a esclerotizarse en los compar­timientos de casta e impedía el paso a la corriente arte­rial de la solidaridad cristiana, abrió nuevos pasos e hi­zo de modo que la vida volviera a fluir aun, y sobre to­do, por los últimos vástagos caldeando, con la llama de la caridad de Cristo, un organismo entumecido —devol­viendo a un cuerpo, marchito y decadente, un corazón vivificante, el mismo corazón de Jesús—, devolvió una vida nueva, renovó y rejuveneció miembros anquilosados, reconstituyó la solidaridad humana y divina, demasiado olvidada, pidiendo al que mandaba que se acercara a quien servía, y a quien era rico que fuera a los que sufrían en la miseria, logrando que el poder de Richelieu se pu­siera al servicio de forzados y rechazados por la socie­dad; ayudando, con los recursos geniales de una fantasía inflamada por la caridad, a reconstruir, aun en el plano humanamente social, la eficiencia del Cuerpo místico. El egoísmo de casta, económico y racial, es un tóxico que separa y resquebraja los tejidos de la sociedad; el amor, sin reacciones violentas que provocan escisiones y lacera­ciones, rehace en las almas el deteriorado sentido de Cris­to y el sentido del hombre que fácilmente se extravía. Como Cristo, Vicente de Paúl alimentó los espíritus y los cuerpos, para regenerar la doble vida.

De esta manera restauró almas para la Iglesia y súb­ditos para el Estado. Renovó una idea que descendía di­rectamente del corazón del Hijo de Dios: la de buscar al pobre y asistirle, como encarnación social de Cristo. Es la idea que ha hecho el heroísmo social de la santidad ca­tólica; la que hizo pobre a Francisco de Asís e indujo a Catalina de Siena a besar las llagas; aquella por la que en la antigüedad los monjes salían a buscar al pobre y al enfermo, a la entrada del monasterio y del hospital, can­tando las letanías, como si salieran al encuentro de nues­tro Señor.

Las Damas y las Hijas de la Caridad, para Vicente eran las siervas de los pobres; en una nueva oleada de la completa revolución cristiana, el orgullo era exterminado por el amor y, retirado su velario polvoriento, a los ojos de quien por estar en alto había terminado por estar fue­ra, se descubría el escenario de la miseria ajena, como efecto del egoísmo propio; y, pasado animosamente el lí­mite, se iba al encuentro de los hermanos perdidos e ig­norantes por el gozo de volverlos a encontrar y rehacer la familia hecha pedazos. Así una vez más la caridad se convirtió en una válvula económica prodigiosa; a través de manos inocentes y penitentes las bolsas demasiado hin­chadas se deshincharon, y el dinero —elemento maléfi­co— pasó a las deshinchadas escarcelas de los miserables. Aquel dinero era sangre infecta, por congestión; y puri­ficándose, filtrada por el corazón puro de la caridad —y caridad es Dios—, se convirtió de nuevo en sangre vital, volviendo a producir el beneficio, bajo forma de oracio­nes y méritos, es decir, de títulos contra el Banquero eterno. Incurables, viejos, niños, abandonados, mendigos, to­da la compleja plaga social, se curaba al contacto de aquel amor; se encontraba de nuevo para todos techo y pan, y con el pan, la esperanza; y de la semimuerte mucha gen­te renacía o nacía, en Cristo, por mediación de Vicente y de sus colaboradores y colaboradoras, a la doble vida, na­tural y sobrenatural.

Pero una vida nueva nacía también para el rey, pa­ra el regente, para los duques y las duquesas, para cuan­tos aristócratas bostezaban o se aburrían sobre la ilimi­tada vacuidad del propio fausto, pues el orgullo es la más­cara del aburrimiento: en la caridad, descubierta a sus ojos por Vicente —este humilde e infatigable descubri­dor de tesoros celestiales y terrenos—, vuelven a encon­trar un fin, un paréntesis de inocencia, un afán construc­tivo, como artistas que de repente hubieran hallado la fuente de la inspiración: pues también ellos colaboraban en crear nueva vida y en esto está la mayor satisfacción del hombre, nacido para ser padre, espiritual o físicamen­te, y de la mujer, engendrada para la maternidad. La gue­rra había secado los corazones y agotado las arcas; la de­solación había volcado horrores sobre los campos y las ciudades; y sobre el exterminio, donde parecía que la muerte se había asentado para siempre, la caridad hacía florecer nueva semilla con nueva esperanza,

Y porque en él la caridad era plena, exuberante, ca­tólica, Vicente no conoció los confines ni siquiera de sus propias instituciones o de su nación; pues donde quiera que hay un hombre que sufre o pena, allí converge, por impulso necesario, la caridad de Cristo. Así atendió a la conversión de los herejes, a la reforma de las órdenes religiosas antiguas, a la fundación de seminarios, a la asistencia y a las misiones en todas las regiones de Euro­pa y más allá de Europa, en todas partes a donde pudo enviar hombres, cartas y dinero.

El pobre Lázaro había encontrado a su Samaritano: un poeta servidor de Dios y servidor de la humanidad. Y el Lázaro muerto —muerto porque Cristo estaba lejos de las conciencias de los ricos—, había encontrado a quien con el poder de Cristo, le resucitaba, En el organismo, en trance ya de putrefacción, entraba una ola de la sangre inmortal, por los vasos arteriales de la caridad.

La santidad de Vicente fue, pues, una donación com­pleta, como de imitador de Aquel que pasó por este mun­do haciendo bien. No dio más que amor. Nunca jamás, en sus cartas y discursos, una palabra que deje traslucir desprecio o malevolencia: se compadece siempre de todos y sufre siempre por todos, Por su parte no admite que se interrumpa aquella comunión con las almas, en las que cir­cula la vida de Dios. Y perdona a todos, sin fin, y pide perdón a todos, poniéndose de rodillas a los pies de todos.

Amó con amor particular a sus primeros colaborado­res: a Marillac y sus Hijas, y a la Congregación de sus sa­cerdotes. Los seguía a cada uno en las misiones, enferme­dades y todos los sucesos de la jornada y daba consejos y ayudas con la práctica de quien está en contacto con las miserias innumerables de la existencia diaria. Daba conse­jos, amoroso y prudente, sobre las necesidades más dispa­res: una fiebre, un enfriamiento, un escrúpulo, un des­aliento; así como se ocupaba del vestido, del alquiler, de las compras, de los transportes, de los gastos, del jardín y de los animales del corral. Visitaba a sus enfermos y echaba mano de todos los recursos para curarlos; y los consolaba, creyendo que los enfermos mismos debían ser para la Congregación no un peso sino una bendición. Si un sacer­dote caía enfermo, se preocupaba hasta del caldo de po­llo que había que darle para que se restableciera cuanto antes.

Cuando un misionero partía o volvía de una misión le abrazaba de rodillas: y era su gesto, un gesto de humil­dad, que expresaba agradecimiento y ponía al inferior en el plano de la fraternidad, mientras elevaba aquel afecto a un nivel de religión: de santidad. Iluminaba y conso­laba, su alma ardiente, aunque tan moderada en las ma­nifestaciones y prudente, reanimaba los corazones, solta­ba energías, suscitaba en todos una necesidad de prodigar­se. Cierto día, estuvo de rodillas, durante casi dos horas, suplicando a uno de sus sacerdotes, que no cediera a una tentación. Y para con los espíritus vacilantes y que se ha­llaban en peligro era de una solicitud paternal, capaz de intervenciones geniales y, cuando era necesario, aun de cortes enérgicos. Pero ni aun en el castigo abandonaba la caridad y la esperanza: aun el castigo en sus manos era caridad. Y siempre daba sus represiones desde abajo, des­de el plano de uno que suplicaba; y aun cuando daba ór­denes quitaba a sus palabras todo tono de mandato, apa­reciendo más bien como uno que hace una súplica.

«¿Os disgustaríais si os hiciera una advertencia?»: era esta una de las fórmulas con que se introducía en el corazón del misionero, a quien debía hacer alguna ob­servación.

Un trato semejante suscitaba un aire de familia, pe­ro de familia sagrada, sobre la que se inclinaba continua­mente vigilante la mirada de Jesús y de María; y se veía favorecido por una pobreza, que no era nunca mezquin­dad o tacañería; pues, si faltaba lo superfluo, disponía de lo necesario; mientras que la seriedad se templaba con la casta alegría y la fraternidad no dejaba de ir acompaña­da de aquellas maneras de corrección y educación, de que tanto se pagaba entonces la buena sociedad.

Para dar una idea de la manera cómo Vicente repren­día a sus sacerdotes, transcribamos cuanto refiere Coste1 sobre el señor de la Fosse, profesor doctísimo en el se­minario de San Carlos y escritor de tragedias.

«Habiendo sabido cierto día que una de sus tragedias debía ser representada en el Colegio de Clermont, fue allá y, para ver bien, escogió uno de los mejores sitios. Apenas se había sentado cuando uno de los criados vino, de parte del rector, a invitarle a sentarse en otro sitio. «Me hallo bien donde estoy, respondió en latín, no es preciso que me mueva».

«Habla en latín, pensó el rector; debe ser, pues, un irlandés». Y le envió un profesor joven que le repitiera la invitación en latín. El señor de la Fosse hizo como que no entendía y replicó con algunas palabras en griego.

«Es sin duda un eclesiástico que acaba de llegar del Líbano», refirió el joven profesor. El rector se dirigió al profesor de retórica: «Id y habladle en griego; tal vez comprenda al fin lo que se le dice».

«El resultado fue idéntico. Después de una respues­ta en hebreo, el señor de la Fosse se quedó tranquilamen­te sentado en su butaca.

«Aquel ir y venir no había dejado de atraer la aten­ción. Todos los ojos se fijaron en él. Un Padre lo recono­ció y la burla terminó. Le ofrecieron un buen puesto que él aceptó dando las gracias.

«De vuelta a San Lázaro, refirió el incidente a sus hermanos en religión y rió con ellos. Pero Vicente no lo entendió de esta manera. Le mandó llamar, le reprendió por haber cedido al orgullo y a la vanidad y le ordenó que fuera a ponerse de rodillas ante el rector y los profesores a quienes había podido escandalizar. El docto políglota se resignó de buena gana. La historia no dice si, para pedir perdón, se sirvió de las tres lenguas que había usado para cometer la culpa».

Dios en el prójimo

En París hacía furor todavía el poema de Marino, Adone, espejo del mundo elegante, de peluca y cosméti­cos, que hablaba, sin cesar, de amor, en prosa y en verso. El tema formaba parte de la galantería, consumiendo el tiempo en el galanteo complicado de las damas preciosas: preciosas ridículas, como se dijo, que ardían en deseos de florecer a la orilla de los madrigales. Razón por la cual aquel amor degeneró rápidamente de juego literario en lascivias desconcertantes: ejemplar típico fue de su salón aquella Ana de Lenclos, llamada Ninon, a quien la rei­na hubiera querido confinar entre las Hijas arrepenti­das (Filles-Repenties), pero no lo logró porque, como ad­virtió Bautru, Ninon no era ni hija ni arrepentida: era una joven impenitente, madre célibe de numerosa prole. Moliére le leyó el Tartuffe; y ella legó una herencia al joven Voltaire.

El individualismo que había pululado de la Reforma y del Humanismo, la avidez de poder y de riquezas, el gusto por el fausto y la exterioridad, bajo el naciente absolutismo político, estaban gastando los veneros espiritua­les del amor cristiano y desintegrando la comunidad ecle­sial. Vicente se valió de la caridad para recobrar almas para la Iglesia y devolver un alma a la sociedad; y dio así también una respuesta de obras y de sentimientos al jan­senismo, que introducía en el cristianismo la inercia, con la pasividad fatalista del calvinismo y del mahometismo. Para Vicente, en cambio, la caridad significaba actividad responsable y comunión con Dios a través del hermano. Contra el predestinacionismo del Augustinus, Vicente no cesaba de repetir que donde está la caridad está Dios: por consiguiente bastaba amar al prójimo para tener al Señor en sí y estar en el Señor y en la acción de servicio ahu­yentar la pesadilla de aquel doctrinalismo lúgubre.

Jesús era el «Señor de la Caridad»; y su imagen es­taba instalada en sus casas. En el cuadro de Saint-Ger­main-en-Laye, bajo la figura del Salvador hay estas pa­labras de la Sagrada Escritura: «La caridad de Cristo nos urge» y más abajo: «Dios es caridad, y quien está en la caridad está en Dios y Dios en él».

Con la caridad, Vicente se aplicó a reconstruir a los disminuidos de toda clase y lugar; a enseñar un oficio a los niños, a transformar en buenos ciudadanos a los traba­jadores, a poner fin al ocio de los ricos, reclutándolos, con el resto del pueblo, para servir. Caridad hasta el fondo, hasta exponer la vida, además de los bienes. Y donde los ejércitos habían sembrado escombros, él por la caridad emprendía siempre la reconstrucción.

Estableció aquella unión entre el pobre y Cristo y, en un círculo más vasto, entre el hombre y Dios, que, san Ambrosio había formulado en otro tiempo así: «La mi­sericordia se siembra en la tierra y se abre en el cielo; se planta en el pobre y florece en Dios»2. Esta unión recu­rre en toda la obra y en todo el magisterio de san Vicen­te de Paúl. Una vez que en el hospital un pobre pidió un trozo de pan a la hija de la caridad Juana Dalmagne, és­ta pidió a la superiora que le diera un pedazo de pan du­ro. Esta respetuosamente lo rehusó diciendo: «No, her­mana mía, éste lo comeré yo: a Dios hay que dar cosa buena».

Vista así la relación, servir a un enfermo o a un po­bre era lo mismo que hacer oración. Y esta concepción realzaba inmensamente la obra de asistencia: la diviniza­ba. Y poniendo así a circular lo divino en el hecho huma­no, resucitaba la esperanza y la alegría.

Entre el amor a Dios y el amor al prójimo por Dios —este es el pensamiento del Santo—, se há de preferir el segundo. Entre el místico perdido en Dios y el siervo de los pobres por amor a Dios, el segundo está más cerca del Señor. Aquél ama a Dios solo; este ama a Dios y al pró­jimo en Dios: ama a Dios dos veces.

Comprenderemos mejor el genio de san Vicente si lo comparamos con un pensador genial, de su época, Blas Pascal (1623-1662).

Pascal, alma grande, cristiana, en su breve existencia tuvo que sufrir mucho, pero supo valorizar su mal.

Oraba: «Hacedme, Señor, la gracia de unir vuestros consuelos a mis sufrimientos, para que sufra como cris­tiano. No pido estar sin dolores, pues esta es la recompen­sa de los santos: sino que pido no ser abandonado a los dolores de la naturaleza sin los consuelos de vuestro es­píritu: pues es la maldición de judíos y paganos… Haced que, enfermo como estoy, os glorifique en mis sufrimien­tos. Sin ellos no puedo llegar a la gloria y vos mis­mo, Señor, no habéis querido llegar a ella sino por ellos»3.

La diferencia con nuestro Santo, que también se vio afligido durante gran parte de su vida por achaques y en­fermedades, está en esto: nuestro Santo no se limitaba a unir sus sufrimientos con los de Cristo, sino que, inme­diatamente después de este acto de unión y de adoración a Dios, pasaba a mitigar y aliviar los sufrimientos de los hermanos: y se prodigaba en este servicio con tal entre­ga de sus energías que se olvidaba de sus enfermedades. De ellas, efectivamente, hablaba lo menos posible y solo por motivos de caridad.

El amor a los hermanos por Dios determina concep­ciones y obras del Santo.

Toda familia religiosa tiene su modo de amar al Se­ñor: los cartujos con la soledad, los capuchinos con la po­breza, otros con el canto de las alabanzas. La familia de Vicente lo hace llevando la gente a amar a Dios y al pró­jimo a amar a los hermanos por Dios y a Dios por los her­manos. Por esto, su acción no se limita a una parroquia o a una diócesis; se extiende a toda la tierra como Jesús, «que vino a poner fuego en el mundo con el fin de in­cendiarlo con su amor. Y ¿qué debemos querer nosotros sino que lo queme y consuma todo?»

No basta, pues, amar a Dios: hay que hacer que tam­bién el prójimo le ame. Y Vicente se complace en que otras familias religiosas cultiven las obras de misericordia para suscitar el amor a Dios: como en los hospitales las de los Fatebenefratelli (llamados así por él según el modo co­mo se llama en Italia a los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios), de los Camilos, de las Hermanas Hospita­larias de la Caridad de Nuestra Señora, y tantas otras.

Las 30.000 cartas

Instrumento poderoso para la exposición de sus ideas, la creación y desarrollo de su comunidad y la construc­ción y mantenimiento de sus obras, fue la corresponden­cia. Escribió incansablemente a personas de todo rango, por las cuestiones más dispares, con la única intención del apóstol que quiere servir a los pobres, curar las al­mas y dar gloria a Dios. La escritura de cartas era un tra­bajo añadido a todos los otros. A veces escribió sus cartas por la calle: a veces cayó rendido por el sueño escribién­dolas.

Escribió —se ha dicho— por lo menos treinta mil cartas. De ellas gran parte se destruyeron con el tiempo. Quedan unas dos mil quinientas; pocas, y sin embargo preciosas para revelarnos las energías, la sencillez y la rec­titud del hombre. Escribió sobre todo a los colaboradores: a la Marillac más que a ninguna otra persona, después a los superiores de las misiones de Marsella, Turín, Roma, Varsovia y Génova, a los cuales enviaba una carta por se­mana, convencido como estaba de que una de las fuentes de energía para la comunidad estaba en este intercambio de noticias, que era circulación de vida. Así pasaba a los hijos el espíritu de su padre y circulaba la vida de la úni­ca familia, como corriente íntima de la vida de la única Iglesia.

En 1645 la correspondencia había llegado a ser tan importante, que el Santo tuvo que valerse de un secreta­rio, el fiel y hábil hermano Bertrán Ducournau, a quien, un año después, añadió otro: el hermano Luis Robi­neau.

En toda carta hay una mención, una llamada, una idea de Dios: y se comprende que todo lo que dice y hace proviene de aquel fondo ardiente de fe. La firma es: De­paul o Vice.nt Depaul o V. D. P.

En cuanto al estilo, es el estilo de uno que tiene cosas que decir y no tiene tiempo que perder. Expresa, pues, su franqueza evangélica y campesina, con el garbo de la persona educada y caritativa. No cede al lenguaje ligero del siglo, sino que, sobre todo cuando se dirige a perso­nas de consideración o respeto, no se abandona a inconve­niencias o familiaridades; y hace uso de las formalidades admitidas entonces por todos en el lenguaje señoril. Así llama Monsieur aun al último de sus sacerdotes, llama siempre Mademoiselle a la Marillac, a quien escribe al me­nos una vez por semana y le habla de «Monsieur votre fils», tratando de su hijo cuya vida había que solucionar. Así, la sobreabundancia estilística del siglo aflora hasta cierto punto en la prosa de Vicente —que es quizás la prosa de algún secretario suyo o de alguien, que al citar­le más tarde, como Abelly, corregirá, embelleciendo con la curialidad de moda, sus líneas—, y esto en las cartas dirigidas a algún poderoso del Estado o de la Iglesia: en­tonces, para hacerse uno con él, hasta exagera sus decla­raciones de servidumbre, según la moda de la época. «Te­mo —escribe a la Madre Trinidad, en 1639—, que mi mi­seria haya dado argumento de mucha pena a nuestro bo­nísimo y amabilísimo señor comendador (de Sillery). Pero, ¿qué puede salir de un miserable pecador sino faltas y culpas de todo género…? Y puesto que no tengo otro medio de darle satisfacción que recurrir a su bondad, lo hago, mi querida Madre, por vuestro medio, y humildísi­mamente le pido perdón, postrado en espíritu a sus pies y a los vuestros, y ciertamente con abundantes lágrimas que mi corazón, inflamado y enternecido, envía a mis ojos». Concesiones a la moda, dictadas ciertamente por la ca­ridad.

Por caridad, acudiendo a llamadas de todo género, respondía a cuantos le escribían: y eran muchos y le pe­día las cosas más dispares. Y así dirigía almas, dirimía cuestiones, reprendía a los avaros, amonestaba a los pró­digos, hacía cuentas, procuraba ropas, redactaba contra­tos… sin cansarse nunca, sin pensar nunca en sí mismo, dándose con humildad, salvando el amor en medio de dis­putas sin fin, rivalidades espinosas, inmovilismo de vie­jos feudatarios, entre los embrollos de privilegios y decre­tos: y esto todos los días; siempre tenaz y firme y sin em­bargo siempre pronto a dejarse pisotear por salvar el amor.

Reconstrucción de la dignidad humana

Si todo fundador imprime en su Regla una espiritua­lidad, la de san Vicente se identifica con la caridad. La ca­ridad es su ideal y su instrumento: origen, medio y fin de su acción; de tal manera que la vida se convierta en un perpetuo acto de amor, como en una creciente combus­tión a gloria de Dios. Y el amor determina la regla y sus­cita y justifica los actos de todos los días, desde los sufrimientos físicos a las calumnias e incomprensiones de todo género.

Como se ha visto, en la práctica, la caridad vicenciana es servicio: y rasgo original y vigoroso de esta santidad es precisamente el ideal de servir. Aceptar la misión vicen­ciana y querer llamarse siervos, considerarse siervos de los pobres, era una misma cosa, tanto para el señor Portail co­mo para Madame Goussault. «Esta vida quí —decía san Vicente aludiendo a las damas del Hótel-Dieu de París—, es la vida de los santos que sirven al Señor en sus miem­bros y del mejor modo posible»4.

Y eran damas de la alta sociedad, en el siglo de los salones; también ellas vivían la vida de los santos, sir­viendo. Y así el pobre arrancaba, aun a las señoras, del mundo y las unía íntimamente con Dios, con el vínculo del servicio.

«¿Quién cuida a los pobres criminales, abandonados de todos? Las pobres Hijas de la caridad. Y esto es hacer cuanto se ha dicho: honrar la gran caridad de Nuestro Señor, que atendía a los pecadores más miserables, sin fijarse en sus crímenes». Esto afirmaba el santo hablan­do con las religiosas5. Y no cesaba de considerar la equivalencia práctica que se hacía entre las personas de los miserables y la persona de Jesús: Jesús servido en los pobres, en los niños, en los forzados, en los refugiados, y esto en todas las circunstancias y lugares: aun en los ejér­citos, aun en los manicomios, aun en los hospicios de los apestados, en Africa, en India, donde quiera que Dios lla­me. A las hermanas y a los misioneros, que sucumbían bajo trabajos inhumanos, los llamaba «mártires de la cari­dad»: y a sus ojos, en aquella situación histórica difícil, era el martirio (el testimonio) más provechoso para real­zar a la Iglesia. Pues amar, frecuentemente, quiere decir sufrir, hasta dar la vida: y esto hicieron los suyos desde Lorena a Berbería.

En una concepción semejante no podían tener lugar ni resentimientos ni venganzas. Toda alma era sagrada: aun la del bellaco más criminal. Una vez, un joven lute­rano, que había llegado a Alemania, fingiéndose converti­do, se introdujo entre los ejercitantes de San Lázaro. Allí habiendo entrado en la habitación de un sacerdote duran­te el retiro se apoderó de una sotana y de un manto, y vistiéndose de sacerdote, se presentó a un ministro pro­testante, haciéndose pasar por un sacerdote católico dis­puesto a hacerse luterano.

El hecho produjo júbilo entre los luteranos, con pre­sentaciones, fiestas y recibimientos: la figura de un sacer­dote deseoso de abjurar de la fe papal encendía entusias­mos entre los acatólicos. Descubierto y denunciado, fue en­carcelado. Entonces se pidió a Vicente que hiciera las di­ligencias necesarias para que el reo fuera castigado ejem­plarmente y lavara la deshonra arrojada sobre el hábito misionero. Vicente, en cambio, hizo todo lo posible para que el desgraciado fuera perdonado y puesto en libertad.

El que ama suscita la paz, y vuelve a implantarla don­de ha desaparecido: ejercita continuamente el ministerio de la reconciliación: y esto es lo que inculca sobre todo, Vicente a sus sacerdotes, llamados a una función de paci­ficadores, con el deber de ahogar en sus principios «las enemistades, las lides y los procesos».

«No hay caridad que no vaya acompañada de justicia», decía al du Coudray6, invitándole a valerse de las sumas puestas a su disposición en los fines para los que se le habían dado, y no en otros, aunque fueran bue­nos.

Si se quisiera recoger en una expresión la serie de ini­ciativas de san Vicente, podría ser esta: «reconstrucción del hombre»: devolución de su dignidad. Hoy se diría: su desproletarización. Todos aquellos analfabetos, embru­tecidos, hambrientos, criminales, apestados, dolientes, eran, cada uno, un hermano, un hijo de Dios, la equiva­lencia de Cristo: por consiguiente una dignidad inmensa; y por tanto la bajeza en que habían sido arrojados, la mi­seria por la que habían sido asaltados, las injusticias de que eran víctimas, los males, las epidemias, las supers­ticiones, las deudas, las usuras, las guerras y los asesina­tos, eran atentados contra la familia de Dios, contra Dios mismo en la persona de los suyos. El apóstol debía com­batir contra toda esta coalición de males.

Comunidad y comunión

Como se ha visto, Vicente había dado a sus forma­ciones familiares nombres, o al menos solía mencionarlas con nombres, que hoy llamaríamos comunitarios: confra­ternidad, compañía, congregación, conferencia… locucio­nes todas ellas que designaban el reunirse para comuni­carse el amor y el pan, los sacrificios y las alegrías, y sacar fuerza para servir en los hermanos al Eterno Padre.

El nombre de compañía gustó mucho a san Vicente. Era un nombre que se había hecho famoso por la funda­ción de San Ignacio de Loyola. En la mente de Vicente no se presentaba en su estructura jurídica, canónica: se presentaba solamente en el sentido comunitario, eclesial, de una fusión de almas que, de su unión en Cristo, es decir, de su fusión al calor de la caridad de Cristo, recibían una fuerza divinizadora, para sí y para los otros, actuando en la sociedad humana con una llama divina. Era el modo de hacer de los seglares, aun de las señoras aristocráticas, una comunidad religiosa, sin abandonar la familia ni sus de­beres privados, realizando una íntima y lejana aspira­ción de los cristianos, que están en el mundo, a vivir la vida de perfección permaneciendo en casa.

Al dar, pues, a toda su familia religiosa el nombre de compañía, Vicente quería significar una convivencia comunitaria, de concomitancia con Cristo. Cuando dio a las primeras formaciones seglares el nombre de confrater­nidades, pretendió reavivar la conciencia de su comuni­dad de origen y de vida y de sus deberes de colaboración.

Pierre Coste ha reunido cuatro volúmenes de entre­tiens, es decir, de conversaciones tenidas por el Santo, si era posible cada semana, con sus religiosas y con sus sa­cerdotes con carácter de coloquio: todas las conversacio­nes se nos han conservado. En ellas, el Santo ponía un te­ma y lo desarrollaba; pero sobre el tema mismo le gusta oír el parecer de los oyentes y aun de las oyentes; y las es­cuchaba. Estas, que casi siempre eran de origen campesino, decían su parecer, hasta temblando; y, como eran parece­res que procedían de almas religiosas, gozaba con ellos. Aquel coloquio servía para fundir las almas, y hacer de ellas una sola familia; haciendo circular la caridad, ponía en circulación la vida de Dios en ellas, y con esto llegaba casi a suscitar la presencia de Cristo en medio de ellas.

Más tarde, alguna, más capaz, bajo la vigilancia de la madre Marillac y ayudada por los apuntes tomados por Vicente, trataba de reproducir con la mayor fidelidad posible aquellas conversaciones.

Análogamente procedían los sacerdotes de la Misión con las llamadas conferencias, que eran reuniones para explicar alguna virtud o algún punto de la regla y poner en común inspiraciones religiosas y meditaciones.

En la caridad estos encuentros (entretiens, conf éren­ces) parecían realizar el contacto de dos polos, de lo hu­mano con lo divino, del hermano con el hermano, ha­ciendo saltar la chispa de la sabiduría.

Estaba convencido de la utilidad —más aún, de la necesidad— de este conferir las diversas aspiraciones, inspiraciones y experiencias: y hacía consistir en esa co­munión de almas la fuente de energías de sus obras, por­que en esa comunión actuaba el Señor.

«La Iglesia —dijo en uno de los encuentros— es com­parada a una gran mies que necesita obreros, pero obre­ros que trabajen.

«Nada es más conforme con el Evangelio que reunir por una parte, luces y fuerzas, para la propia alma, en la oración, en la lectura, en la soledad, y después ir a co­municar a los hombres ese alimento espiritual. Así hizo el Señor. Así los apóstoles. De esta manera se une el oficio Je Marta con el de María».

«Vosotras sabéis, hermanas mías —decía—, que las conferencias han servido a Nuestro Señor para establecer su Iglesia». El conferenciaba con los apóstoles, y después con los apóstoles y discípulos. «Los apóstoles le propo­nían sus dificultades en aquellas conferencias y Nuestro Señor respondía. Trataba del progreso de la Iglesia…, Por consiguiente es cierto que Jesucristo mismo ha instituido las conferencias».

La Iglesia primitiva continuó la práctica de estas conferencias. Reavivándola hoy, después de siglos de des­uso, se obtiene que «Nuestro Señor esté en medio de no­sotros»7.

Reuniéndose en conferencias, se repite, pues, la ins­titución con el fruto obtenido por Jesús con los apóstoles: y ésta parece al imitador de Jesús, que es Vicente, la pri­mera «gran gracia».

La segunda gran gracia es «que Nuestro Señor está en medio de nosotros cuando estamos reunidos para su gloria».

«Puestos estos fundamentos, ¿por qué debemos, her­manas, aprovecharnos de las conferencias y de las instruc­ciones que se nos dan? Lo habéis dicho vosotras: porque Dios habla por boca de aquellos que son preguntados. Dios ha prometido comunicarse a los pequeños y a los humildes y manifestarles sus secretos».

Reunir… comunicar… conferir…: todos vocablos para recoger aquel proceso de comunión, en que vive el Cuerpo místico: en el hermano que da, con desinterés y amor, sus inspiraciones por humildes que sean, es el Se­ñor el que habla, pues donde está el amor está El presen­te. Y ya en el intercambio de las ideas, en la confesión, se nos trata con verdad, y además con caridad: y nos ayudamos mútuamente a perfeccionarnos, El heresiarca se atrinchera, el santo se comunica. Y así hermanas y sa­cerdotes traducen o traen a la tierra la vida de la Santísima Trinidad que es un intercambio continuo entre Padre e Hijo, de donde procede el Espíritu Santo; y el Espíritu Santo entra en los reunidos, si halla el vacío de los espíritus, que en el amor a los hermanos se han per­dido a sí mismos.

Por esto Vicente esperaba mucho y obtenía muchí­simo de aquellos encuentros de las damas, de las siervas de los pobres y de los sacerdotes de la Misión, para unir sus almas y ocuparse de obras de bien y escuchar buenas exhortaciones, bajo la presencia suya o de un sacerdote delegado suyo, El enseñaba la caridad ya con su sonrisa, con su humildad y con aquella su rápida renuncia a su propio punto de vista para aceptar el parecer ajeno. Y si debía reprender de los defectos a algún alma y hasta in­fhngir una penitencia, lo hacía desde un plano de humil­dad y de compasión, por lo que la reprensión y la peni­tencia parecían dones.

Para que las experiencias fueran puestas en común aún mejor y en la comunicación de las noticias de la Com­pañía se reforzara la comunión de las almas, san Vicente hacia circular relaciones sobre lo que se hacía en cada una de las casas, de tal manera que lo de uno se convir­tiera en patrimonio de todos y se practicara la convita­lidad en la solidaridad.

A algunos no les agrada aquella distribución de noti­cias. Psicólogo agudo, que conocía los últimos rincones del alma humana, replicaba que se trataba de oposiciones que provenían de personas que, porque hacían poco, lle­vaban a mal que otros hicieran mucho: los asertores del no hacer, los celosos del quieta non movere. ¿Debemos, quizás —se preguntaba el Santo—, por la debilidad de estos ojos legañosos, que no pueden mirar fijamente a la luz, dejar de iluminar a los otros con los ejemplos de los más fervorosos y privar a la Compañía del consuelo de conocer los frutos que se recogen en otra parte por la gra­cia de Dios, al único a quien se debe la gloria, y a quien agrada muchísimo esta práctica de hablar entre nosotros de sus misericordias? Esta práctica es conforme al uso de la Iglesia, que quiere que las obras buenas y los hechos gloriosos de los mártires, de los confesores y de los otros santos se refieran públicamente para la edificación de los fieles, como se hacía en tiempo de los primeros cris­tianos…»8.

«¡Que todos sean uno!»

La comunión hace la comunidad; la comunidad cul­mina en la unidad.

«¡Oh, qué beneficio —había dicho el Santo desde los principios de la obra—, estar en una comunidad, donde cada persona particular participa del bien hecho por todo el cuerpo!» Y había citado las palabras de Jesús: «Cuando estéis reunidos dos en mi nombre yo estaré en medio de vosotros. Con mucha más razón cuando es­téis varios». Y afirmaba esta idea con la oración de Jesús al Padre: «Que todos sean uno, como tú y yo somos uno»9.

Vicente había comprendido la economía de la Reden­ción, que es una restauración de la unidad en Cristo, y una necesidad urgente en una sociedad que, herejías disol­ventes, filosofías individualistas e ideologías políticas y económicas, estaban dividiendo cada vez más. Y puesto que la economía de la Redención converge hacia la unidad de todos en Cristo, hasta hacernos todos el único Cristo, todo el apostolado de san Vicente, rompiendo los diafrag­mas entre castas y clases, entre clero y laicado, tiende a hacer de todos uno. El testamento de Jesús es el cul­men de la santidad. Aquel conferir que él promueve entre las Hijas de la caridad, los Sacerdotes de la misión, los ejercitantes y los sacerdotes de las conferencias del martes, es un esfuerzo para restablecer la comunión de las almas, sabiendo que en la circulación del amor divino circula la sangre de Cristo, circula la vida: y su fruto es la concordia.

El encabezamiento de alguna de sus cartas más ín­timas suena: «El espíritu de unión, con el que el Hijo de Dios ha unido a los hombres con su Padre, esté siempre con vosotros»10.

Es un unificador, un conciliador: emprendió sus mi­siones para pacificar los ánimos y unificarlos en Dios y con Dios, En esto, teniendo los ojos puestos en la iglesia como vivencia que realiza el milagro teándrico del Hom­bre-Dios, combate el individualismo de origen protestan­te, en el que la convivencia y la concordia y por esto la ortodoxia están deshechas; y a ello opone la vida comunitaria; y ésta cultiva entre los suyos, oponiéndose, aun con fuerza, a tentativas de evasión retirándose bajo la concha del propio yo, aun so capa de modestia; y en­seña a utilizar al hermano como camino para ir al Padre. «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre…»: y Vicente invita con la caridad y la elocuencia del ejemplo a todos, pequeños y grandes, a que se unan en Jesucristo para realizar una convivencia con él.

Por esto no ofende, por esto no rechaza: no rechaza ni siquiera a los herejes. Unifica voluntad y afectos; y asigna a los superiores, como tarea final, «hacer un solo corazón y una sola alma» de todos sus súbditos11.

Y la unidad es la cima de la caridad: su resultado. «La caridad —decía— es la argamasa que une a las comu­nidades con Dios y a las personas entre sí; de esta manera todo el que contribuye a la unión de los corazones de una campiña, la une indisolublemente con Dios».

Donde hay unidad, hay paraíso: donde hay división, hay infierno. Y con esta idea, resucita una antigua con­cepción patrística. La unidad de muchas personas re­presenta a sus ojos la unidad de la Santísima Trinidad, en la que el amor hace de tres uno: «y esto es lo que hace el paraíso. No habría paraíso sin aquella divina unión». Esta es producida por el amor y se hace posible por la igualdad perfecta de las tres Personas divinas12.

Con este espíritu suscitó empresas de asistencia y expediciones misioneras. Cuando sus primeros sacerdotes destinados a Irlanda iban a partir, los abrazó y les dió como primero y último legado el precepto de la unidad.

«Estad unidos… —dijo—, y Dios os bendecirá: pero que esto sea por la caridad de Jesucristo… Ninguna unión, que no esté realizada por la sangre de este divino Salva­dor, puede subsistir. En Jesucristo, por medio de Jesu­cristo y para Jesucristo, tenéis que estar unidos unos con otros. El espíritu de Jesucristo es un espíritu de unión y de paz. ¿Cómo podríais atraer las almas a Jesucristo si no estuvierais unidos entre vosotros con él? No sería posible. Tened, pues, un solo sentimiento y una sola vo­luntad»13.

Si el modelo de la vida personal es Cristo, el de la vida asociada es la Trinidad, cuyo primer atributo es la unidad. «La unidad en la Santísima Trinidad es que lo que el Padre quiere lo quiere el Hijo; lo que el Espíritu Santo hace, lo hacen el Padre y el Hijo… Este es el origen de la perfección y nuestro modelo».

Como de Dios, así también de la Iglesia la primera nota es la unidad: y Vicente muestra a los suyos la her­mosura de la unidad litúrgica con el rito único y la lengua única, por lo que pueblos de diverso origen hablan con una misma voz.

Este es el arquetipo: nuestro deber es copiarlo, uni­formando nuestras exigencias, hasta hacernos uno. Y la conclusión es esta: «Hagámonos uniformes: y, aun siendo muchos, será como si fuéramos uno; y tendremos la santa unidad en la pluralidad… La semejanza y la igualdad engendran el amor y el amor tiende a la unidad».

Entre inferiores y superiores parece que no existe igualdad: y en cambio precisamente el ejercicio evan­gélico de la autoridad y de la obediencia, que son dos modos de la única caridad, es lo que permite al superior hacerse uno con el inferior y al inferior hacerse uno con el superibr, encontrándose; perfectamente en el plano común de la única voluntad de Dios.

Así, y sólo así, se entiende la uniformidad de la que habla el Santo: convergencia de voluntad en el espíritu, y no mera uniformidad exterior. Efectivamente, en vez de uniformidad, él habla de unanimidad: y ésta es el testamento que deja a sus hijas y a sus hijos.

«Hagámonos unánimes —dice el último año de su vida14—, y seremos un paraíso. No conozco otro paraí­so sobre la tierra que el que existe entre los que se adaptan entre sí para ser todos iguales; no conozco nada en el mundo que pueda completar nuestra felicidad sino la unidad (él dice: uniformidad) entre nosotros, que nos hace semejantes a Nuestro Señor y nos une a Dios… Es una bienaventuranza empezada. Hagamos lo contrario, y es un infierno anticipado, donde no hay más que odio y división»15.

  1. Il Signor Vincenzo, vol. II, p, 61.
  2. Nabuth, 12, 53.
  3. Priére pour clemancler á Dieu le bon usage des malaclies, XI y XV.
  4. t. IV, p. 85 (carta del 20 de septiembre 1650 al hermano Cor­naire).
  5. t. X, p. 114 (conferencia del 29 septiembre 1655).
  6. t. II, p. 54.
  7. t. IX, pp. 395-396 y 400 (1 mayo 1648).
  8. t. IV, P. 614.
  9. t. IX, pp. 2 y 121.
  10. A la Madre de la Trinidad, 28 de agosto 1639 (t. I, p. 577).
  11. t. II. p. 374 (carta a Juan Guerin, superior de Annecy, 10 marzo 1643).
  12. t. X, p. 383.
  13. Cit. de Abelly, p. 145.
  14. 23 mayo 1659
  15. t. XII, pp. 25-257.

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