San Vicente de Paúl (Renaudin). Capítulo 6

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

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Autor: Paul Renaudin · Traductor: Máximo Agustin, C.M.. · Año publicación original: 1929.
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Capítulo VI: El gran maestro de la Caridad

Esta es la imagen tradicional, la imagen popular, que nos ha quedado del santo. El apóstol de la piedad se inclina, silueta desgastada y querida; recoge a los niños abandonados,  alberga en los pliegues de su manto a estos pobres seres, símbolos de la miseria y del abandono. La imagen resulta incompleta, ya lo sabemos; pero el agradecimiento popular la ha impuesto, y por cierto que no es falsa; el corazón de Vicente de Paúl ha luchado por todas las miserias que ha encontrado, y ha puesto para aliviarlas un paciente, ingenioso, inagotable amor. En esta hermosa historia es donde debemos entrar ahora.

Conocemos al párroco de Clichy; hemos visto nacer las primeras Caridades. El apóstol no ha terminado aún el aprendizaje ni ha fijado su vida; él continúa en la casa de los Gondi observando y esperando las ocasiones. Aquí tenemos una que se presenta: oye al Sr. de Gondi hablar de sus galeotes; se informa, y pide ver a estos parias. Así va a nacer la obra de los Galeotes.

Entre los forzados.

Antes de ser enviados a los barcos del Rey, no eran aún más que «forzados»; repartidos en la Conciergerie y por diversas prisiones de París, donde figuraban en el último círculo de los criminales. La justicia humana era entonces sin humanidad. El régimen de los forzados no la honraba en absoluto. Cuando Vicente de Paúl visitó los sótanos de la Conciergerie, salió de ellas aturdido. ¿Qué hacer por estos desdichados? El excelente hombre que era el general de las Galeras debió decirle que no había nada que hacer. Hay cosas que forman parte del orden mismo del mundo… Vicente no se detiene. Ha visto el sufrimiento y el mal, tiene que darse prisa. Este prudente que consulta siempre la razón antes de actuar, a veces no escucha más que su corazón.

Obtiene la carta blanca de su señor y ya está en obra. Primero necesita reunir a todos sus condenados dispersos aquí y allá, tenerlos todos a su alcance, y tratarlos humanamente. Vicente alquila, en el barrio de Saint-Honoré, una casa. Obtiene del obispo Henri de Gondi que ordene  a los párrocos que encomienden la obra de los forzados  a los fieles. (Véase la confianza que se tiene en él, en 1618). Va todos los días a visitar a su ovejas sarnosas. Él las «alimenta bastante honradamente» y, una vez aliviados los cuerpos, se dirige a las almas. No necesita mucho tiempo para enternecerlos, llevarlos al arrepentimiento y, a falta de otra cosa mejor, a la resignación.

Consideremos que no eran todos tal vez grandes endurecidos, almas de piedra. En esos tiempos revueltos y violentos, pronto estaba el crimen, prontos también los «arrepentimientos»; se ve en todos las clases de la sociedad. La daga o el cuchillo entraban en funcionamiento fácilmente, sin que el corazón estuviera corrompido del todo. Vicente de Paúl ha podido encontrarse con algunas almas accesibles, felices con descargarse del crimen. Estos condenados de los hombres no eran todos condenados de Dios. y, ganados los menos malos, el contagio se extendió pronto. Pero el milagro de la caridad no está menos en eso. Para tomar con piedad a estos réprobos, para abordarlos, para abrirles los labios, tener en las suyas sus manos manchadas de sangre, para ganar su confianza y despertar en las tinieblas la luz que está en todo hombre que viene al mundo, se necesitaba el corazón de un Vicente de Paúl. Él los ha amado como ha amado a todos los pobres, y a los más decaídos, más que a los otros. No podía separarse de ellos; a veces se pasaba varios días en la casa del barrio de Saint-Honoré; había señalado a los Srs. Belin y Portail para quedarse con los forzados, pero sufría por no poder ocupara su lugar. Eso es lo que se llama el instinto, el impulso invencible; una caridad sobrenatural sin duda, pero que tiene su germen en un amor humano. Vicente hizo maravillas con sus forzados.

Estas maravillas se las conoce pronto por fuera. En esta sociedad pulida, la gaceta hablada era casi tan rápida como nuestra prensa. Y además, ¡qué curiosa maravilla que difundir! Este nuevo Daniel en la fosa de los leones resultaba bien pintoresco. Si la Sra. de Sévigné hubiera tenido ya su pluma, ¡qué hermosa carta habríamos tenido! Sea como fuere, la Corte fue advertida y, desde febrero de 1619, Luis XIII rubrica una bonita patente: «Su Majestad, compadeciéndose  de dichos forzados y deseando que se aprovechen espiritualmente de sus penas corporales, ha otorgado y hace gracia del cargo de capellán real de las galeras al Sr. Vicente de Paúl, sacerdote, bachiller en teología».

Esta patente, era para Vicente la posibilidad de continuar su obra. Los forzados, en efecto, eran candidatos a las galeras: al cabo de poco tiempo, iban a empuñar el remo y la cadena en las embarcaciones del Rey, en el puerto de Marsella. El pensamiento del apóstol los seguía allá abajo. Solamente tres años después, sin embargo, lo vemos con certeza en Marsella, visitando las mazmorras de las galeras. Extenuados, revolucionados por su duro empleo (menos duro probablemente que el de nuestros pañoleros, pero la crueldad de los hombres les añadía todo lo que podía), pervertidos los unos por los otros, debió encontrar a estos parias menos fáciles de enternecer que los forzados parisienes, «por oraciones y amonestaciones, un trato más humano». Con los propios galeotes, ¿cómo se desenvolvió? Entra en el secreto de su caridad. Obtuvo, se dice, arrepentimientos, confesiones; la conversión incluso de algunos Turcos. «Escuchaba sus quejas con gran paciencia», dice Abelly; «se compadecía de sus penas; los abrazaba y besaba sus cadenas». ¿Llegó como lo quiere una tradición hasta llevar las cadenas de un joven galeote que le había enternecido? El episodio, a pesar de que Abelly lo haya aceptado, tiene pocos visos de auténtico; y la inverosimilitud material, administrativa si se me permite decirlo, es definitiva. Pero la verdad moral y psicológica del gesto respondería con toda seguridad al carácter del apóstol, hasta tal punto que uno se siente tentado a creerlo. Si hay en ello una leyenda, es el momento de decir que la leyenda es con frecuencia más verdadera que la historia.

Habiendo preparado así los caminos, el pensó naturalmente en dar una misión en las galeras. Esta tuvo lugar al año siguiente, en Burdeos, donde se habían reunido diez galeras. El cardenal de Sourdis concedió veinte religiosos a Vicente de Paúl; el santo iba de uno a otro navío. La misión obtuvo grandes frutos. Se probó en adelante que la palabra de Dios podía dejarse oír por todas partes, tocar los corazones más salvajes. Nosotros no tenemos ya galeras; pero cuántas tristes prisiones en nuestros barrios, donde la luz del cielo no penetra ya La impiedad de nuestro tiempo ¿no es más profunda y más invencible? Y nuestras poblaciones trabajadas por el materialismo científico ¿no están más lejos de Dios que esta turba de criminales? Una misión de San Vicente hoy en Saint Denis o en Aubervillierrs, ¿qué daría de sí?

Quedaba por fijar, por asentar este nuevo apostolado de los forzados. La cosa no marchaba muy a prisa. Absorbido por otros cuidados, Vicente parece no haber olvidado ciertamente, sino descuidado un poco a los forzados. A partir de 1630, la Compañía del Santísimo Sacramento tomó a su cargo, con vigilancia, la mejora de su suerte. En 1632, muy apoyado por Luis XIII y los magistrados de París, estableció a sus forzados en la antigua Tour de Saint-Bernard, cerca de Saint Nicolas du Chardonnet. Encargó de la capellanía a los sacerdotes que residían en el colegio de Bons-Enfants, muy próximos. La Caridad de Saint-Nicolas, por entonces dirigida por la Señorita Le Gras, llevó a los forzados sus servicios y sus limosnas. Un legado caritativo aseguró casi del todo la vida del establecimiento.

En Marsella, el socorro a los forzados era más importante todavía, más pesado también. Vicente fue seriamente ayudado por la Compañía del Santísimo Sacramento. El grupo de Marsella, fundado en 1639, había comenzado inmediatamente a visitar a los galeotes, a preparar la fundación de un hospital. El Obispo Jean-Baptiste Gault, el caballero Simiane de la Coste se entregaron por entero a la obra. Durante este tiempo, Vicente de Paúl se dirigía a Richelieu, que se había atribuido las funciones de superintendente general de la navegación, y que había nombrado a sus sobrino, François du Pont-Courlay, general de las Galeras. Los galeotes eran de su dominio y de su cargo. Aceptó convertirse en su protector. La construcción del hospital se decidió. A la muerte del Cardenal, su sobrina la duquesa de Aiguillon había heredado de todos sus bienes. Viuda a los dieciocho años, piadosa con el pesar de no poder hacerse carmelita, entró de lleno en todas las fundaciones caritativas. La casa de los forzados, empujada por sus cuidados, fue acabada en 1643, dotada con una renta permanente. Luis XII, en 1646 la reconoció por letras patentes. Con la casa de la Misión de Marsella, ella se volvió en el centro de una actividad considerable. Misiones en las galeras, en el campo provenzal y, ya lo hemos visto, en Berbería. En veinticinco años, 1618 al 1643, Vicente de Paúl ha conducido hasta una institución regular y asegurada el gesto espontáneo de su corazón para con los forzados.

Siempre se tiene miedo, cuando se escribe la vida de un santo a dejarse ganar en una atmósfera de maravillas, y a creer en el milagro permanente. Estas lágrimas de los forzados, estos abrazos, estas comuniones, ¿no está un poco embellecido? Esta prisión, «guarida de todos los vicios, cambiada en un templo en el que se oían sin cesar las alabanzas de Dios», oh piadosos biógrafos, ¿luego sentís envidia por hacernos escépticos? Vicente de Paúl no ha caído nunca en esos excesos; pensaba más bien, él, en las almas que no había podido impresionar. Por eso se  ha de creer a los contemporáneos cuando su testimonio nos ha llegado. Nada de nosotros dirá mejor lo que la Misión ha hecho en Marsella que el pueblo de Marsella mismo. Se ve, nos habla en la carta en que Vicente, en 1645, cuenta la muerte de uno de sus Misioneros, el Sr. Robiche: «La caridad que había ejercido con los pobres galeotes enfermos se había ganado se había ganado tan bien el corazón de los Marselleses que aunque no se tuviera el plan de celebrar solemnemente su entierro, y no se hubiera rogado más que a los amigos de la Misión, acudieron sin embargo en tanta afluencia que se temía que las tablas se quebraran  bajo sus pies de manera que fue necesario bajar el cuerpo de la habitación donde había muerto para colocarlo en la capilla de la gran sala de abajo, a fin de que todos tuvieran la satisfacción de verlo. Una vez visto, alzaban los ojos y las manos al cielo, diciendo: «¡Oh, qué hermosa alma, oh el bienaventurado! Y aun siendo bien espaciosa la sala y que más de cien personas pudieran verlo a la vez, no obstante unos trepaban por las ventanas. Los otros se subían por escaleras y trozos de leños que se encontraban. Ocurrió allí una cosa notable entre otras. Fue que un hombre de condición se apoderó de un cojín y le rompió con los dientes, para tener sangre que había caído encima. Los otros rascaban la silla sobre la que se había sentado, otras recogían la cera que caía de los candeleros; de manera que se les dejara, se habrían llevado y rasgado todo cuanto le pertenecía, hasta romper imágenes que había. Puesto que todo el mundo quería quedarse con algo suyo para guardarlo como reliquia. Al bajarlo de la habitación todo el mundo se arrodillaba y procuraba besarle los pies, y el rumor común de la ciudad es que es un beato (bienaventurado)».

La Señorita Le Gras. Las Hijas de la Caridad.

La obra popular entre todas, las Hijas de la Caridad: ya estamos pues ante la simple y maravillosa historia… Se querría poder contarla con una pluma humilde, ferviente –igual que el  pincel de los artistas que representaban con amor una Anunciación o una Natividad, algo grande y silencioso misterio, y luego, acabada la obra, se arrodillaban ellos mismos a un lado de su cuadro.

Hemos visto a las piadosas mujeres de un pueblo de los Dombes que, un día, a la llamada de su párroco, se reúnen para «hacer la olla» de los enfermos pobres por turno. Veamos estos «pequeños comienzos imprevistos» como los quiere Vicente de Paúl. Las Caridades, una vez montadas, funcionaban por sí solas a perfección. Pero las pequeñas rivalidades, los pequeños egoísmos humanos, desajustaban con facilidad los mejores mecanismos. Era bueno no dejar demasiado a las Caridades a su aire. Vicente no podía estar en todas partes. Un intendente, un visitador se echaba de menos. E incluso, las Caridades de mujeres, siendo con mucho las más numerosas, ¡qué bien les caería una visitadora!   Por una casualidad que se explica humanamente, pero que se ilumina mucho más de otro modo, se encontró con la Señorita Le Gras.

La Señorita Le Gras era la viuda de Antonio Le Gras, secretario de María de Médicis. Había nacido Luisa de Marillac, hija de Luis de Marillac, sobrina del Mariscal y del Ministro de justicia. Era una mujer de alto valor, cultivada, artista y muy pura de corazón, pero melancólica, hábil en torturarse y de una piedad inquieta. Había amado tiernamente a su marido; viuda a los treintaicuatro años, no tenía ya más que dos amores: a su hijo, el pequeño Michel, y a los pobres. Estas dos pasiones se la repartían, la desgarraban casi, porque ella habría querido, volviéndose a un pensamiento de su juventud, consagrarse por completo al servicio ce los pobres, pero ¿cómo hacerlo sin romper con su deber materno? Hombres, por otra parte, expiaban su viudez. Así ella esperaba, sin seguridad, escrupulosa, vacilante.

Tenía como director al obispo de Balley, Camus, el amigo de Francisco de Sales. Camus, al regresar a Saboya, legó a su penitente al Sr, Vicente. Hubo que insistir mucho: al Sr. Vicente no le gustaba dirigir a las mujeres del mundo, ni a las almas complicadas. Obligado a aceptar, por el recuerdo de san Francisco de Sales, se dedicó con todo a su penitente; y he aquí que reconoció en ella el instrumento que buscaba.  Pero, prudente como siempre, hizo durar cinco años  hasta 1629 esta probación, a la vez humana y mística.

Las cartas del santo a Luisa de Marillac, de 1625 a 1629, nos permiten entrever el trabajo que hizo sufrir a esta alma. La oven parece haber tenido una vocación difícil; ella se sintió atraída por diversas «religiones», atraída también por el simple servicio de los pobres. Vicente la inclina con suavidad por este camino. Pero ¿cómo librarse del mundo sin dejarlo? Ella multiplica los actos que la consagran a Dios y a los pobres, sin quedar satisfecha. ¡Qué penoso es este estado! «Tratad de vivir contenta entre vuestros motivos de descontento», responde su director, «y honrad siempre el no-hacer  y el estado desconocido del Hijo de Dios. No penséis demasiado en vuestro estado, en vuestro porvenir. Comunicádmelo a mí; yo ya lo pienso bastante por los dos».

Mientras tanto, la Señorita Le Gras visita a los enfermos y comienza a recibir en su casa a algunas jóvenes del pueblo a las que forma en la instrucción de los niños o en el cuidado de los pobres. En las cartas que Vicente cambia con ella se comienza a ver pasar a Germaine, y a Margarita, y a «esta buena joven» de Maisons y a esta otra de Suresnes, «y a la buena gordita joven señorita que lleva el duelo…» A un pequeño enjambre de postulantes, casi novicias ya. Pero no nos adelantemos, gruñe el Sr. Vicente. «En cuanto al resto (la idea de una fundación), os ruego de una vez por todas que no penséis en ello. Se desean muchas buenas cosas de un deseo que parece estar según Dios, y no obstante no lo está. Pero Dios permite estos buenos deseos para la preparación a ser según lo que quiere…  Tratáis en convertiros en la sirviente de estas pobres jóvenes, y Dios quiere que seáis la suya, y tal vez de más personas de las que seríais de esta forma; y aunque no lo seáis más que él, ¿no es bastante?»

De esta manera, emplea su propio método, a la espera del agrado divino, con esta mujer a quien ve que va a convertirse en su colaboradora, y que quiere que esté muy unida a su espíritu. En 1628, le permite hacer una consagración solemne de su vida a Dios y a los pobres. «Sí por fin, mi querida señorita, lo consiento. ¿Por qué no? Ya que Nuestro Señor os ha dado este santo sentimiento. Comenzad pues mañana y preparaos a la saludable revisión que os proponéis. Yo no podría expresaros qué ardientemente desea mi corazón ver el vuestro para saber cómo ha ocurrido esto en él…»

En 1629, de Montmirail donde misiona, le hace una señal: «¿Os ha dicho vuestro corazón que vinierais, Señorita? Si es eso, deberíais partir el miércoles en la diligencia de Châlons… y tendremos la suerte de veros en Montmirail». Por fin, le abre todas las barreras: en adelante va a enviarla, sin él, a visitar las Caridades. Id pues, Señorita, id en nombre de Nuestro Señor; ruego a su divina bondad que sea vuestro consuelo en vuestro camino, vuestra sombra contra al ardor del sol, vuestro albergue en la lluvia y en el frío, vuestro lecho blando en vuestro cansancio, vuestra fuerza en vuestro trabajo, y que al fin os recoja con buena salud y llena de buenas obras».

De 1629 al 1631, la Señorita Le Gras visita las Caridades establecidas en las tierras de los Gondi, en Picardía, en Champaña. Ella parte con algunas damas, llevando ropas y medicamentos. Enciende el celo de las damas de la Cofradía, les enseña a instruir a las jovencitas (preludiando a las escuelas de las Hijas de la Caridad). No deja de dar cuenta a Vicente; responde a todas sus preguntas, se ocupa de los menores detalles. «No conviene que una dama se dispense de mandar cocer la carne (de los enfermos). Si quitáis esto, nunca podréis arreglarlo… y vuestra Caridad fracasará». Él ha previsto todas las causas de fracaso. Entre todas, da importancia a apartar  las desconfianzas de las autoridades religiosas. El primer cuidado de la Señorita Le Gras debe ser ir a ver a los párrocos, asegurarse de su conformidad; si no la consigue, que se vaya de allí. Vicente sabe qué delicada es su empresa. Cuando el Obispo es susceptible, hay que ir hasta él. Así el Obispo de Châlons: hay que ir a saludarle lo primero, y seguir su dirección. Debéis tenerle como intérprete del Señor en el caso que se presenta. Que si ve que conviene cambiar algo de vuestra manera de hacer, conformaos  a lo que se diga… Si ve bien que os volváis, hacedlo tranquilamente y gozosamente». Así sucedió con todo lo demás; ¡y qué hermosa carta recibió la Señorita Le Gras para vendar su decepción!

Todo marchaba bastante bien, de ordinario, en las Caridades de los burgos o de las pequeñas ciudades. Pero en París, se planteaban nuevos problemas. Las Caridades parisinas estaban compuestas en gran parte por mujeres de calidad cuya vida mundana y costumbres delicadas se acomodaban mal a los cuidados asiduos, desagradables, que exigen los enfermos. Y después volvía a aparecer la peste en 1631, infectaba los hospitales; los maridos temían por sus mujeres el contagio, y tal vez pos ellos mismos. El celo se enfriaba, las Caridades se echaron de menos y no precisamente por falta de dinero, sino de brazos. La necesidad se hizo sentir de verdaderas siervas de los pobres, profesionales, si se puede decir.

Los misioneros las encontraban en los campos a estas valientes jóvenes que no ponían ni condiciones ni límites a su dedicación. Y la Señorita Le Gras las veía llegar, cuyo corazón limpio no ponía condiciones al sacrificio. Margarita Naseau ¿no fue una Hija de la Caridad antes de la carta?  «Margarita Naseau, de Suresnes, es la primera hermana que haya tenido la suerte de mostrar el camino a las otras tanto para enseñar a las jóvenes como para asistir a los enfermos, aunque no haya tenido apenas otro maestro o maestra que a Dios. No era más que una pobre vaquera… Tuvo la idea de instruir a la juventud, compró un alfabeto y, al no poder ir a la escuela, iba a pedir al Sr. párroco o al vicario qué letras eran las cuatro primeras. Otra vez preguntaba por las cuatro siguientes, y así sucesivamente. Después, mientras guardaba las vacas, ella estudiaba su lección. Que veía pasar a alguien que tenía cara de saber leer, le preguntaba: Señor, ¿cómo se debe pronunciar esta palabra?» Así paso a paso aprendió a leer. Luego instruyó a las demás jóvenes de su pueblo. Y luego resolvió ir de pueblo en pueblo, para enseñar a la juventud, con otras dos o tres jóvenes a quienes ella había formado… Ella ayunó con frecuencia días enteros. Habitó en lugares donde no había más que paredes. Dedicaba a veces día y noche a la instrucción y ello sin otro deseo que la gloria de Dios, que proveía a sus necesidades sin que ella lo pensara… Los campesinos se burlaban de ella y la calumniaban. Pero su celo ardía más y más…

«Por fin, una vez que ella supo que había en París una cofradía de la Caridad para los pobres enfermos, allá fue, llevada del deseo de ser empleada en ella… Llevó consigo a otras jóvenes, a quienes había ayudado a apartarse de todas las vanidades… En las parroquias se mostró siempre tan caritativa como en el campo, dando todo lo que podía tener; no podía negar nada, y habría querido retirar a todo el mundo en su casa. Hemos de notar que no había habido comunidad formada en absoluto.

«Su caridad ha sido tan grande que murió que murió por haber hecho acostarse con ella a una pobre joven enferma de la peste. Contagiada de este mal… se fue a San Luis, con el corazón lleno de regocijo y de conformidad con la voluntad de Dios.»

La Señorita Le Gras urgía siempre a Vicente que reuniera a estas jóvenes con un lazo más fuerte y le permitiera ser la sirvienta de estas siervas de los pobres. Él daba largas, maduraba su deseo común. Hacia finales de 1633, eligió por fin a unas cuantas, a quienes reunió en la casa de la Señorita Le Gras, para una especie de noviciado. Otras las remplazaron al cabo de unos meses. Permitió entonces a las Señorita Le Gras entregarse a esta nueva obra por un voto irrevocable, el 25 de marzo de 1634. Hoy todavía, en la fiesta de la Anunciación, todas las Hijas de la Caridad renuevan el gesto de su fundadora y la entrega que las une al servicio de Dios.

La Compañía, que se fundaba así, era una creación tan original como lo había sido, algunos años antes, la de los sacerdotes de la Misión. Razón de más para someterla a la prueba del tiempo. Durante diez años, las «buenas jóvenes» que llegan de todas las Caridades campesinas no estarán unidas más que por un pequeño reglamento y por una devoción común a su padre y a su madre espirituales. Por otro lado, sus empleos se van a multiplicar, por eso se necesitarán un día reglamentos particulares para las que instruyen a los niños, las que sirven a los forzados, los prisioneros, los alienados, los niños expósitos, para aquellas en fin que se hacen guarda enfermos en el Hôtel-Dieu. Y como ellas sirven a todo, las reclaman por todas partes y el instrumento cread es tan suave que se muestra capaz de oponer, a las mil formas de la miseria, los mil remedios de la caridad. Vicente de Paúl, no obstante, observa y reflexiona. Se dedica a desarrollar en sus hijas un puro espíritu de desprendimiento, de humildad, que va a ser al alma del futuro Instituto, cualquiera que deba ser. Luego, cuando está seguro de que la fórmula es buena y que los servicios ya prestados hará que se acepte, solo entonces cede a las insistencias de la Señorita Le Gras, pide al arzobispo de París, en 1646, la erección de las Hijas de la Caridad en cofradía. El Arzobispo hizo justicia a petición, y el Rey otorgó sus letras patentes.

Pero Vicente de Paúl, con gran desagrado de la Señorita Le Gras, había omitido una cosa: de pedir que la nueva cofradía fuera puesta bajo la dependencia de los sacerdotes de la Misión. Había dejado este punto a la decisión del Arzobispo. La Señorita Le Gras acabó por convencer a esta humildad, bien imprudente humanamente. Ella logró que Vicente presentara, en 1651, una nueva petición; pidió al Cardenal de Retz que diera, a é y a los Superiores de la Misión después de él, la autoridad sobre la Cofradía de las siervas de los pobres enfermos. Lo que fue concedido el 18 de enero de 1655.

En el mes de agosto, Vicente de Paúl hizo un «acta de fundación». Convocó en asamblea general a todas las Hijas que se hallaban en París: pequeño rebaño cuyos humildes nombres se hallaban al pie del acta oficial, cuando no es una cruz la que remplaza a la firma… Se nombró a las oficialas; la superiora fue la Señorita Le Gras. Vicente, demasiado sobrecargado, les dio por director a Antonio Portail. Les recordó que en asamblea para un común proyecto, ellas no habían tenido aún estatutos. «Y en esto la divina Providencia os ha conducido como condujo a su pueblo, que desde la creación han sido más de mil años sin él.» Les explicó también que su fundación no venía de los hombres, sino de Dios. «¿Quién habría pensado que debiera haber Hijas de la Caridad, cuando llegaron las primeras para servir a los pobres en algunas parroquias de París?… Y ¿quién habría podido formar este proyecto de procurar a la Iglesia una compañía de Hijas en hábito secular? Eso no hubiera parecido posible. Oh hijas mías, yo no pensaba en ello, vuestra Hermana sirviente no pensaba en ello, tampoco el Sr. Portail; es pues Dios quien pensaba en ello para vosotras, es pues Él de quien podemos decir que es el autor de vuestra Compañía».

No sé cómo se habían agrupado en torno él; pero nada programado, me imagino; un círculo estrecho, apresurado, de buenas figuras campesinas, unas todavía nuevas, otras gastadas ya por el trabajo; con los labios entreabiertos, las miradas dirigidas hacia el Padre que les habla:

«Y ahora, hijas mías, Dios quiere que seáis un cuerpo particular que, sin separarse del de las Damas (de la Caridad), no deje de tener sus ejercicios y sus funciones particulares… Ahora, Dios quiere uniros más estrechamente, mediante la aprobación que ha permitido que se haga de vuestro modo de vivir y de vuestras reglas…»

Entonces les hizo la lectura  de estas reglas: obra de paciencia, en la que había puesto todo su corazón. Luego les preguntó de una manera a la vez solemne y familiar. ¿No estaban todas en la disposición de amar y de practicar sus reglas? ¿No querían vivir y morir en su observancia? ¿No tenían que pedir perdón por haber pecado ya contra estas reglas? ¨El mismo, él se acusó de las faltas que había cometido en lo que se refería a esta obra. Y, arrodillándose, besaba el suelo. Quisieron su bendición, él la negaba, indigno, decía. Al fin se dejó vencer. «Así lo queréis, hijas. Pedid pues a Dios que no mire mi indignidad… sino que por su misericordia, quiera derramar sus santas bendiciones sobre vosotras al mismo tiempo que yo pronuncie las palabras. Benedictio Dei omnipotentis, Patris…»

De estas reglas, yo no podría dar detalles; todo lo más trataré de recordar su espíritu. Es tal como era de esperar del fundador de la Misión. El fin del Instituto es de honrar a Nuestro Señor Jesucristo como la fuente y el modelo de toda caridad, sirviéndole espiritual y corporalmente en la persona de los pobres. «Oh, qué suerte la vuestra, hijas mías, que Dios os haya destinado a un empleo tan grande y tan santo… Sirvientas de los pobres, ¡oh! es tanto como decir sirvientas de Jesucristo, ya que él tiene como hecho a sí mismo lo que se hace  a sus miembros. Conservad pues, hijas, el hermoso título que os da; es el más hermoso y más glorioso que podáis tener».

Para responder a esta santa vocación, las Hijas de la Caridad trabajarán con el mayor cuidado en su propia perfección. Vivirán pobremente, poniendo todo en común, no pidiendo ni reusando nada para ellas. Tendrán horror a las máximas del mundo, para abrazar mejor las máximas de Jesucristo: amarán la modestia, la pureza, la sobriedad, la mortificación, los empleos  bajos y repugnantes; practicarán el desprendimiento absoluto de los bienes, de los empleos y de las personas, y la sumisión perfecta de su juicio en toda circunstancia. Tendrán entre ellas una caridad perfecta, que evitará toda aversión o simpatía particular. Ellas serán rigurosamente fieles a sus ejercicios espirituales, omitiéndolos sin embargo, si es preciso, para el servicio de los pobres. Se abandonarán por último  a la dirección de la Providencia, como el niño a su nodriza. «Que la nodriza ponga al niño en su braza derecho, allí está contento; que le cambie al lado derecho, no le importa…  Oh, yo sé que las hay entre vosotras  que no piden otra cosa, y que dicen: Dios es mi padre: que me ponga al lado derecho, es decir cómodamente, o al lado izquierdo, que significa la cruz, no me importa; él me fortalecerá, eso espero…»

Vicente de Paúl no ha cesado de explicar, de comentar, de hacer amar  sus reglas a sus hijas. «Sin duda que habéis oído hablar de la conducta que observan los náuticos cuando están en alta mar… Pues bien, ellos están en perfecta seguridad mientras observan las reglas de la navegación; pero si se equivocan, corren riesgo de perderse. Igualmente, hijas mías, en todas las comunidades, y en particular en la vuestra. Es una pequeña embarcación que boga en alta mar, pero un mar muy peligroso, y donde los peligros son múltiples. Vuestra fidelidad a vuestra vocación, vuestra buena conducta y la práctica continua de vuestras reglas constituyen toda vuestra seguridad». Otra vez, buscando otra imagen, comparará a sus hijas con pájaros y sus reglas con las alas de las que se sirven para volar a Dios; y encuentra estas palabras deliciosas, dignas de Francisco de Sales: «Las reglas son dulces y suaves y las hijas que las aman no sienten más carga que los pájaros en sus alas».

Se comprende, por lo demás, su insistencia. Ya que no obligaba a sus hijas a pronunciar ninguna clase de votos, solemnes o simples. Debían tan solo renovar cada año un compromiso solo interior,  que comprendía los tres votos ordinarios de religión y el voto de estabilidad. «Hijas mías, vosotras no sois religiosas, y si se hallara entre vosotras algún espíritu chismoso que dijera: «Deberíamos ser religiosas, que es más hermoso», ¡ah, hermanas mías, la Compañía estaría en la extremaunción. Temed, hijas mías, y mientras viváis, no permitáis este cambio… No lo consintáis de ninguna forma, ya que quien dice religiosas dice un claustro, y las Hijas de la Caridad deben ir a todos partes. Pero aunque no seáis religiosas, debéis ser tanto o más perfectas que ellas. Y ¿Cómo es eso?… Es que siendo claustradas, no tienen ocasiones de portarse mal, y aunque quisieran obrar mal, la verja que está siempre cerrada se lo impediría; mientras que no hay nadie que no vaya al mundo como las Hijas de la Caridad, ni que tenga tantas ocasiones de perderse; de manera que si no hay más que un grado de perfección para las religiosas, se necesitan dos para las Hijas de la  Caridad».

Era una gran osadía. Francisco de Sales, quien había tenido la idea para las Hijas de la Visitación, había renunciado a ello. Vicente de Paúl logró implantarla, por la virtud de un admirable reglamento, por el éxito mismo de su creación, que se impuso; por fin por la fuerza del espíritu interior que supo dar a sus hijas. Hoy tres siglos después muy pronto, nosotros las vemos mantener por el mundo la pureza de este espíritu, la fecundidad de su apostolado, el brillo de mujeres que pasan haciendo el bien. El Instituto de las Hijas de la Caridad no es solamente un organismo maravilloso en el que no se ve ningún signo de deterioro; es también y sobre todo una gran creación espiritual.

Otras obras más.

Al mismo tiempo que se entrega a las humildes hijas de la Señorita Le Gras, vemos a Vicente de Paúl arrastrado a pesar suyo a la más alta sociedad parisiense.

No se ha empujado, ciertamente, entre los grandes. Entre ellos, él ocupa su lugar, con un atisbo de obsequiosidad que no perjudica su autoridad creciente. Se le respeta, porque él no busca claramente más que la gloria de Dios; se le escucha porque sus consejos son luminosos y prudentes; le quieren, por este fuego de caridad que sale de su corazón y que se hace sensible incluso a los mundanos. Y además, este sacerdote campesino es, bajo su pobre hábito, un espíritu muy fino; es hombre honrado. Ahí lo vemos en adelante rodeado de la admiración, de la devoción de toda una pléyade de mujeres de calidad, a quienes arrebata a su vida frívola para hacer de ellas, también de ellas, nobles sirvientas de los pobres, santas de muchos quilates.

La sociedad pulida del tiempo de Luis XIII llevaba una vida bien agitada y fútil. Biznietos que, salidos de las violencias de la guerra, se ejercitaban, como los pastores de la Astrea, en los hermosos pasatiempos de la paz (aunque muchas de sus diversiones no fueran muy refinadas). Pero la «fina galantería», por haber venido de los poetas y de los hombres cultos, no seguía siempre platónica: abrigaba bien los reglamentos, y la sociedad pulida apenas era moral.

Todas estas mujeres, sin embargo, no eran Montbazon o Chevreuse. Algunas eran fieles al honor conyugal, al deber materno, preparadas a escuchar una palabra que las llamara a hacer de su vida un empleo generoso. Algunas incluso que, por razones diversas, no habían podido entrar en el claustro, buscaban un alimento a su inquietud divina. Recordad cómo junto al Sr. Vicente, la condesa de Joigny se había cambiado dócilmente en apóstol, como la Señorita Le Gras había encontrado su camino, la duquesa de Aiguillon su revancha por no ser Carmelita. Muchas otras eran atraídas.

Las primeras caridades de parroquias, en París, se llenaron de mujeres de calidad. Vicente de Paúl tendrá en adelante, en torno a sus obras, una aureola mundana de grandes nombres –lo que apenas le impresiona- pero también para sus necesidades crecientes, recursos, apoyos, y dedicaciones  verdaderas. Va de este modo a agrupar a todas las clases de la sociedad en la lucha contra las miserias del tiempo. Y habrá realizado una obra de aproximación que no existía ni siquiera en las «religiones» (ciertos conventos eran totalmente aristocráticos, otros de baja condición), y que él solo podía hacer, en una sociedad cuyos medios había recorrido, cuyos prejuicios ignoraba de buena gana, donde por último aparecía como el puro servidor de Cristo, en quien todos los hombres son hermanos.

El Hôtel-Dieu de París recibía en sus vastos pabellones a más de veinte mil enfermos pobres por año. En 1634, era, al mismo tiempo que un hospital, una especie de convento, en el que  vivían bajo la regla de san Agustín cien religiosas profesas y unas cincuenta novicias. Había sido reformado, hacía unos quince años, por Marguerite Bouquet, que había mejorado mucho su espíritu y sus servicios. Le administraba una comisión laica, y veinticuatro sacerdotes, bajo la dirección del capítulo de Nuestra Señora, aseguraban la capellanía.

Esta organización, excelente en sí, funcionaba mediocremente. La asistencia a los enfermos estaba mal asegurada, por diversos títulos. La Presidenta Gousault, sin duda a instigación de los miembros de la Compañía del Santo Sacramento, vino a hablar a Vicente de Paúl y a pedirle que tomara cartas en el asunto. ¡Grave asunto! Había Hermanas Agustinas; había Canónigos. «No le gustaba meter la hoz en cosecha de otro». Se negó. Ninguna insistencia le decidía, aunque él conviniera en el interés de la cosa.  La Sra. Goussaullt hizo intervenir al Arzobispo, quien rogó a Vicente que estableciera una Compañía de damas que se tomaran un cuidado particular del Hôtel-Dieu.

Entonces él aceptó. Hubo, en 1634, dos o tres asambleas en casa de la Presidenta Goussault, en las que se vio figurar a lo más notorio de las damas de la Robe, mezcladas con las mujeres de la aristocracia. La Compañía fue fundada; comprendió a cien o ciento veinte damas de alta calidad». Les dieron un reglamento espiritual, y su servicio en el Hôtel-Dieu estuvo minuciosamente reglado. Todas las dificultades que se podían temer cayeron allí. Las Damas debían  desaparecer antes de los Agustinos. Guardarse bien de «querer quedarse con ello», pusieron mucho tacto, y fueron bien acogidas. De la una a las cuatro de la tarde, de cuatro en cuatro, ellas pudieron acercarse a los enfermos y hablarles. Habían suprimido la obligación brutal, para los enfermos, de confesarse al entrar en el hospital.  Los interrogaban, los instruían siguiendo el método dulce y cordial del Sr. Vicente. Cuando estaban preparados, se llamaba a los confesores. Se necesitó bien pronto añadir a los canónigos de Notre Dame a seis sacerdotes seculares que se preparaban para su misión con un retiro en San Lázaro. La asistencia corporal no se vio menos felizmente llevada a cabo. Las Damas pensaron en los dulces, que gustan tanto: hubo grandes distribuciones de helados, consomés, confituras, que debían parecer un lujo de Paraíso. No se necesita más, con una sonrisa, para ganarse el corazón de un pueblo1.

Pronto, Vicente de Paúl podía decir a sus colaboradoras: «No sentiréis consuelo, Señoras, cuando me oigáis decir lo que sabéis tal vez mejor que yo: que las religiosas parecen muy satisfechas con la Compañía;… que muchos centenares de pobres enfermos han hecho su confesión general; que muchos hugonotes se han convertido;  que varias jóvenes han sido apartadas del pecado… en fin que todas las cosas mejoran en el Hôtel-Dieu».

El santo no dejaba de asistir a las asambleas de las Damas. Se ve cómo les habla; con más preparación, con un tono menos familiar, pero siempre con la mayor sencillez. Con frecuencia él desaparece ante su sentimiento. Y como sabe que, con las mujeres del mundo, emprender es fácil, pero perseverar es difícil, él se dedica a no dejar que se enfríe su celo. Disponemos, entre otros, de un largo informe del año 1657. Allí vemos que la Compañía recluta ya menos. «El número de la Compañía llegaba, al principio, a doscientos y a trescientos; en la actualidad ha quedado reducido a ciento cincuenta». Vicente ha puesto a la vista de las Damas el cuadro de sus buenas obras; ha recordado que su Compañía es una obra de Dios y no de los hombres: «Dios ha intervenido»; les ha mostrado de nuevo la excelencia de su vocación. ¿Van a dejar ellas que su obra desaparezca de entre sus manos? «Sería una gran desdicha, Señoras, y tanto mayor que la gracia que Dios os ha concedido de emplearos en ella es más rara y más extraordinaria. Hace ochocientos años, más o menos,  que las mujeres no han tenido empleo público de la Iglesia… Y vemos que la Providencia se dirige hoy a algunas de vosotras… Ellas responden a su deseo, y pronto después, otras habiéndose asociado a las primeras, Dios las declara madres de los niños expósitos, las directoras de su hospital y las dispensadoras de las limosnas de París para las provincias… ¡Ah, Señoras, si todos estos bienes acabaran perdiéndose en vuestras manos, sería un motivo de gran dolor! ¡Oh, qué desolación, qué vergüenza! Pero ¿qué se podría pensar de un desconcierto así? Y ¿de dónde podría provenir? Que cada una de vosotras se haga esta pregunta ya: ¿Soy yo la que contribuye a hacer fracasar esta obra? ¿Qué hay en mí que me hace indigna de sostenerla? ¿Soy yo la causa de que Dios cierre su mano a estas gracias?»

A un entrenador así, ¿cómo resistirse? Pero mirad sobre todo cómo las lleva. Les dice: Dad más dinero, sostened vuestra reputación. «El primer medio que os propongo, Señoras, es tener un afecto interior y continuo a trabajar en vuestro adelanto espiritual y de vivir en toda la perfección que os sea posible; tener siempre la lámpara encendida dentro de vosotras; quiera decir un deseo cordial, ardiente y perseverante de agradar a Dios y de obedecerle, en una palabra de vivir como verdaderas siervas de Dios…    Viviendo así, obtendréis la perseverancia en las buenas obras, porque el Señor de las misericordias habitará en vosotras. Y así como las máximas del mundo no se acomodan con estas y que nada nos priva del espíritu de Dios más que vivir mundanamente en el siglo, … las Damas de la Caridad se deben alejar de este espíritu del mundo como de un aire infecto; necesitan declararse del partido de Dios y de la caridad; y lo digo por entero ya que quien querría adherirse por poco que sea al partido contrario lo echaría a perder todo, porque Dios no puede permitir un corazón compartido: él lo quiere todo; sí, él lo quiere todo».

Yo no digo que no se había predicado esto nunca; sino de lo alto del púlpito, y como de los hermosos lugares comunes a la vida de los cristianos; no con este acento, esta emoción, este ejemplo; no de tan cerca, y hablando de las mujeres cada una de las cuales sabía lo que quería decir para ella.

Muchas fueron santas, al decir de Vicente mismo. Saludemos estas mujeres que, en un siglo de grandes vanidades, de ambiciones feroces, de pasiones enmascaradas bajo la cortesía mundana, hicieron florecen la modestia, la cordialidad, la caridad, puras virtudes cristianas. Ellas nos recuperan de las de la Fronda, de las Preciosas, de las desvergonzadas y de las locas.  Ellas distancian, de esta sociedad del siglo XVII, el anatema que Bossuet lanzaba a la cara maquillada de las mujeres, cuando las llamaba «lodos coloreados…»

El agua llega del río: el trabajo viene en lo sucesivo por sí mismo a las Damas y a las Hijas de la Caridad. En 1638, se van a encargar de, los niños expósitos.

Es cierto que la miseria de estos pequeños restos gritaba socorro; abren sobre las taras de la época, algunas ideas siniestras. De cuatrocientos a quinientos niños eran expuestos, aquí y allá, en las esquinas de las calles. Recogidos por la policía o por buenas almas, eran llevados al Hôtel-Dieu, y de allí a la Casa de la Cuna (Couche), en el barrio Saint-Landry. Una pobre casa, una viuda y dos sirvientas, mercenarias en la empresa: se imagina lo que eran sus pensionistas. La mayor parte se morían al cabo de unos días. Eran los dichosos. Los otros eran vendidos, oh, no muy caros, «a ocho sueldos la pieza», a diversos empresarios de comercios innobles. A mendigos que los mutilaban para mejor excitar la piedad de los transeúntes; a profesionales del chantaje jurídico, que se servían de ellos como de niños «supuestos» para intervenir en las sucesiones y captar partes de herencia (¡qué pena que Molière no haya buscado alguna comedia hiriente en todo esto!) entre los adeptos de la magia negra, que decían sobre el cuerpo de estos pequeños sus misas sacrílegas. En una palabra, sin hablar de estas torpezas, toda esta pobre simiente de humanidad estaba perdida para la sociedad; perdida también para el cielo, ya que no se disponía de tiempo de pensar en el bautismo en la hospitalaria casa… En verdad, detrás de la escena brillante del siglo, se ven algunas trasteras infernales.

Es en una carta de Vicente de Paúl a la Señorita Le Gras, fechada el 1 de enero de 1638, donde vemos la primera mención de los Niños expósitos. «Hubo acuerdo, en la última asamblea de las Damas, para pediros que hicierais un ensayo con los niños abandonados, si habrá modo de alimentarlos con leche de vaca, y hacerlo con dos o tres a este efecto… Yo sé bien que hay varias cosas que discutir. Ya volveremos a habar…» Dos o tres: estos son los «pequeños comienzos» como a él le gusta. Otra carta: «Hablemos… de los niños expósitos. Me agobian de una forma que no es imaginable, por parte del Sr. Hardy. Me hace culpable de todo el retraso. ¿Qué inconveniente que mandéis comprar una cabra y continuéis haciendo una más amplia experiencia?» El retraso, ¡yo creo que él es el culpable! Se quiere que él envíe a las Damas a la Couche para reformarlo todo, no quiere rendir «tantas cuentas ni tantas dificultades que vencer»;  ¡prefiere una nodriza y algunas cabras en vuestra casa, vaya!»   Su idea prevalece. Pronto doce niños son trasladados a una casa cerca de la puerta Saint-Victor; se les buscan nodrizas del campo. Durante dos años, sin prisas, la prueba se prosigue. En marzo de 1640, Vicente permite que las Damas se encarguen decididamente de todos los niños abandonados. Logra interesar para su suerte a Ana de Austria, que acaba por fin de ser madre; Luis XIII da una renta de cuatro mil libras sobre el dominio de Gonesse y la dobla dos años después. Pero las cargas aumentan, las Damnas se verán obligadas a buscar hasta cuarenta mil libras. Y llega el tiempo en el que las guerras, las revueltas políticas, agotan o inquietan todas las fortunas. El gasto recae en parte sobre la Señorita Le Gras y sus Hijas, que llegan hasta las privaciones, hasta el heroísmo, para que sus pequeños no se mueran de hambre. En varias ocasiones se trata de abandonar la obra. Vicente conjura a las Damas  a ayudarle a continuar. «Si vosotras los abandonáis, ¿qué dirá Dios, que os ha llamado para esto? ¿Qué dirá el Rey y el magistrado, quien, por letras patentes verificadas, os atribuye el cuidado de estos pequeños niños? ¿Qué dirá el público que ha estallado en aclamaciones por las bendiciones de ver el cuidado que os tomáis por ellos? ¿Qué dirán estas pobres criaturas? «Ah! mis queridas madres, vosotras nos abandonáis! Que nuestras propias madres nos hayan abandonado, ¡bueno! ellas son malas; pero que lo hagáis vosotras, que sois buenas, es tanto como decir que Dios nos ha abandonado y que él no es nuestro Dios». Todo eso, Señoras, parece requerir que os esforcéis».

En 1567, en el momento más crítico, reunió de nuevo a las Damas, y esta vez tenemos un pasaje de elocuencia al que el santo no estaba acostumbrado: «Pues bien, Señoras, la compasión y la caridad os han hecho adoptar a estas pequeñas criaturas como a niños vuestros… Dejad de ser sus madres para convertiros ahora en sus jueces; su vida y su muerte están en vuestras manos; ahora os voy a pedir los votos y los sufragios; llegada es la hora de pronunciar su destino y de saber si no queréis ya tener misericordia para ellos. Vivirán, si continuáis teniendo de ellos un cuidado caritativo; y por el contrario morirán y perecerán infaliblemente si los abandonáis; la experiencia no permite tener la menor duda».

La obra continuó pues. Los niños estaban cuidados en una casa del barrio Saint-Denis por doce hijas de la Caridad. Nodrizas rurales llegaban a buscarlos; la visita y el control de estas mujeres estaban organizados. Después de su destete, los niños volvían a París; se los ponía en situación poco a poco de escoger un oficio. En 1657, había unos cuatrocientos, en los campos o en la ciudad. En 1670, Luis XIV tomó la obra a su cargo, mandó construir el hospital de los Niños expósitos, y lo unió al Hospital Genera.

De esta manera, una de las creaciones de Vicente de Paúl se convertía en uno de los mecanismos oficiales de la Asistencia pública.

¿Habrá que decir que otro de estos mecanismos, y más importante, el Hospital General, fue también su obra? Sí y no. Sí, porque él tomó en ello una parte activa; además, en esta fecha, se puede afirmar que ninguna obra grande podía hacerse enteramente sin él. No, porque ha sido llevado por otros, y la realización no fue del todo la que él hubiera escogido.

La idea de acabar de una vez con la mendicidad, de separar a los falsos pobres de los verdaderos, de internar y hacer trabajar a los indigentes válidos, había nacido hacía tiempo, había constituido el objeto de varios edictos; es una tarea de policía y de gobierno así como de asistencia. Para atenernos al tiempo de Vicente de Paúl, un ensayo tuvo lugar en Lyon en 1614; Luis XIII, de 1612 a 1629, había intentado fundar «depósitos de mendicidad», «casas de trabajo»; había nombrado a Teofrasto Renaudot, este original pleno de ideas, «Comisario general de los pobres del reino». Pero el proyecto que acabó por tomar cuerpo es, se sabe hoy, la obra de la compañía del Santo Sacramento. Fue ella la que estudió la idea, que le conquistó apoyos en altas esferas, en el Parlamento, en la burguesía, en las «esferas oficiales». Vicente de Paúl formaba parte, desde 1636 probablemente, de la Compañía; ha conocido pues el proyecto con toda probabilidad, se le solicitó colaboración. La idea podía satisfacerle por lo demás; la había tanteado, en grado menor, en Mâcon y en Beauvais. Pero en París es otra cosa. Vicente sabe muy bien que desde hace cincuenta años todos los mandatos reales, todas las Ordenanzas del Parlamento han fracasado frente a la poderosa corporación de los mendicantes parisienses. Lo pone en duda pues durante largo tiempo y, después de la Compañía del Santo Sacramento, es preciso que la Asamblea de las Damas le obligue. Cuando por fin se ha decidido a pedir al Rey, en 1653, la casa y el vasto terreno de la Salpêtrière y cuando los ha recibido, las Damas creen que ya no hay más que invitar a los mendigos a entrar: él las desengaña: «Señoras, las obras de Dios van poco a poco; tienen sus comienzos y sus progresos… Según eso, no es conveniente querer hacerlo todo a la vez y ya, ni pensar que todo se perderá si todos y cada uno no se apresuran con nosotras para cooperar  un poco con la  buena voluntad que tenemos nosotras. ¿Qué hay que hacer entonces? Andar despacio, rogar mucho a Dios, y obrar de mutuo acuerdo. Según mi modo de pensar, no se ha de hacer lo primero más que un  ensayo, y recibir tan solo a cien o doscientos pobres, y también tan solo a aquellos que vengan de buen grado, sin obligar a nadie. Al verse bien tratados y bien contentos servirán de llamada a los demás; y así se aumentará el número a medida que la Providencia nos vaya mandando fondos. Podemos estar seguros de no estropear nada si lo hacemos así… Si la obra es de Dios, saldrá flote y subsistirá; pero si es tan solo industria humana, no llegará demasiado bien, ni demasiado lejos».

Ese es todo su método, a la vez prudente y místico. La obra no fue llevada sobre estas bases. Interesaba de cerca, además, a un servicio de policía general, que provenía de los poderes públicos, para verse totalmente bajo la influencia del santo. No tuvo él toda la responsabilidad, no le imprimió su marca.

El edicto del Rey que instituía el Hospital General es de 1656. Un primer chasco tuvo lugar cuando, en las magníficas edificaciones que acababan de terminarse, se dio la orden a todos los pobres a son de trompeta por las calles, desde lo alto de los púlpitos en las iglesias, de reunirse en el patio de la Pitié, desde donde se los debía dirigir a la Salpêtrière, Bicêtre o los demás lugares de internamiento. De los cuarenta mil mendigos –un ejército- cinco mil apenas se dejaron internar: muchos más que los doscientos  de Vicente de Paúl, pero muchos menos de los que se hubiera esperado. Los otros se ocultaron o desaparecieron: los de las muletas arrojándolas, los lisiados recuperando sus miembros:

Nunca se ha visto en París a tanta gente tan pronto curados allí… 

Además, pronto, las Cortes de los milagros volvieron a encontrar a sus huéspedes, París fue infestado igual que anteriormente, y las disposiciones, y las condenas, los arqueros funcionaron  sin cesar durante todo el reinado, contra los recalcitrantes. Vicente de Paúl habría obrado más dulcemente, pero más eficazmente, el Compelle intrare (Hazles pasar).

A todo esto la obra era grandiosa: dotada regiamente, ayudada con gigantescas limosnas, pregonada por todas las voces de la época, en un concierto hiperbólico como «la más maravillosa obra del siglo». Todo eso suena a su Luis XIV, mucho más que a nuestro Vicente de Paúl. Ella prestó incontestables servicios. Una declaración del Parlamento, de 1663, constataba que en seis años más de sesenta mil pobres habían hallado alimentación, ropas, medicamentos; se comenzaba a darles trabajo.

El edicto del Rey había confiado la dirección espiritual del Hospital General a los sacerdotes de la Misión. El Rey y el Parlamento, sin hacerme hablar de ello, han destinado a los sacerdotes de nuestra congregación y a las Hijas de la Caridad  para el servicio de los pobres. No hemos resuelto todavía sin embargo a comprometernos en estos empleos, por no conocer lo suficiente si el buen Dios lo quiere». Habiendo reunido a sus sacerdotes, les consultó; y la respuesta fue negativa. Hay una prueba  que Vicente de Paúl no reconocía el Hospital General como obra suya: atribuírsela, para engrosar el cuadro de sus creaciones me parece bien ligero. El rector nombrado fue Luis Abelly, miembro de la Compañía del Santo Sacramento, de la Conferencia de los Martes, discípulo pues de Vicente, cuya vida escribirá por otra parte; pero no se quedó allí más que varios meses. Y las relaciones de Vicente de Paúl con el Hospital General cesaron.

Y siempre Beneficios.

Como había tomado por piedad a los niños, Vicente se preocupó de los ancianos.

En 1653, un burgués de la ciudad viene a verle, poniendo a su disposición una suma de cien mil libras. Vicente compró una casa, en ella instaló a cuarenta ancianos de uno y otro sexo. Les dio oficios, útiles para ocupar sus últimos espacios libres y el resto de sus fuerzas. Trabajo, oración, orden y decencia perfectos, graciosas visitas de las Damas: la casa del Nombre de Jesús no fue un tristón asilo, sino un amable retiro, donde muchos artesanos, incluso burgueses desearon acabar sus vidas. Sus plazas eran disputadas.

Quedaba todavía otra miseria: la de las mujeres caídas en el pecado. La ancianidad, la muerte que se acercaba impidieron a Vicente ocuparse de ellas personalmente; pero todas las obras de las mujeres arrepentidas tuvieron sus solicitud. La que se llamaba la Magdalena se había establecido por la marquesa de Maignelay, una de las discípulas del santo; puso a la cabeza de la casa a cuatro Hijas de la Visitación, y las mantuvo por medio de cartas o visitas. La comunidad de Hijas de la Providencia, establecida por la Srta.  Poulaillon, conoció igualmente todos los cuidados del santo. Fue superior de la casa; formó con la Señorita Poulaillon la idea de la Unión cristiana,  asociación de mujeres misioneras que trabajaban en la conversión de los protestantes o en su perseverancia en la fe católica; a la muerte de la fundadora, él salvó la casa a punto de caer con la ayuda de la duquesa de Liancourt. Cuántas obras más convendría citar todavía, que no nacieron o no se sostuvieron sino con los consejos de Vicente de Paúl: las Hijas de Santa Genoveva, de la Srta. de Blosset; Hijas de la Cruz, de la Sra. de Villeneuve. Apenas existe fundación, en esta época, en la que no se encuentre su paso o su influencia; el bien que se hace al lado de él se hace raramente sin que haya tomado parte él.

Por otra parte, entre las Damas de la Caridad y el santo, hay cada vez más un intercambio de ideas generosas y de atrevidos proyectos. Ha sido en primer lugar su animador; ahora se siente obligado a hacer de moderador de estos celos demasiado ardientes. Las Damas quieren emprenderlo todo; piensan que con el Sr. Vicente no se puede fracasar. Les deja trabajar, hábil en servirse de ellas para medir las dificultades, para probar a la Providencia. Cuando van demasiado a prisa, acalla suavemente su impaciencia; cuando su celo decae, las exalta mostrándoles lo que han hecho ya. «Bueno, Señoras, el relato de estas cosas, ¿es que no os enternece el corazón? ¿No sentís gratitud por la bondad de Dios con vosotras…? La historia no dice que algo parecido les haya pasado a las damas de España, de Italia o de algunos países más. Eso os estaba reservado a vosotras, Señoras, que os halláis aquí…» ¡Qué bien las dirige, y siempre hacia los fines más altos! Pero así es como ellas responden bien a su dirección, y que hay, entre estas grandes damas, pocas rivalidades, pocas vanidades, un meritorio desprendimiento del espíritu del mundo. Es verdaderamente un hermoso espectáculo, y satisface ver a esta flor de la sociedad francesa, que no era más que un adorno, convertirse, en las manos del santo, en una gran fuerza moral.

Por lo demás, es para él una especie de publicidad que no ha buscado, sino que aumenta singularmente la irradiación de su acción. Vicente de Paúl es en adelante, a los ojos de todos los Parisienses, de Francia incluso, el gran intendente de los pobres, el hombre que puede combatir la miseria en todos sus dominios, y casi expulsar el mal de la tierra. Regalos, legados, remordimientos de los moribundos, pensamientos generosos de los vivos, afluyen a él. Nunca se echaran cuentas del dinero que ha pasado por sus manos; mucho menos todavía de los bienes espirituales cuya dispensa por decirlo así él tenía. Ya que, al renovar la caridad, él despertaba la piedad y, entre los que reciben como entre los que dan, lo hace de tal suerte que el beneficio llega a Dios. Esto es lo que no se ha de olvidar para comprender la obra caritativa de Vicente. Humanamente, fue una filantropía precisa y eficaz; se ha adelantado en varios puntos a las ideas de nuestras sociedades modernas sobre la asistencia. Pero este filántropo era sobre todo un apóstol. La mirada que se posaba tan claro sobre las realidades  eternas. Los servicios que ha prestado a las almas no se miden como los que ha prestado a los cuerpos; pero se puede afirmar que los sobrepasan infinitamente.

El Auxilio nacional…

A sus males inevitables, la pobre humanidad añade, ay, los que se inflige a sí misma. La indigencia, la enfermedad, la ancianidad no era suficiente: fue preciso hacer cara a las miserias de la guerra.

La asistencia a las «provincias desoladas», es decir saqueadas al paso y por la hibernación de los ejércitos, fue una de las tareas más pesadas de Vicente de Paúl y sus colaboradoras, de 1625 a 1660. Ya que, en el brillante cuadro del gran siglo, hubo, durante estos veinticinco años, un revés espantoso: sangre lágrimas, el hambre, la peste, esto es lo que una buena parte de Francia ha conocido, mientras que la historia inscribe victorias y tratados gloriosos, grandes fechas literarias, la aurora de un reinado resplandeciente.

Todo comenzó por la Lorena. A Richelieu le apetecía; el duque Carlos IV, turbulento, imprudente, le ofrecía una tras otra las ocasiones de intervenciones provechosas. En 1633, Luis XIII entraba en Nancy, forzaba a Carlos IV a abdicar, se apropiaba la Lorena ya en gran parte ocupada. Dos años después, el duque volvía de Alemania para reconquistar sus estados. La Lorena fue pisoteada por siete cuerpos de ejército, tres de Franceses y cuatro de Imperiales. ¡Y qué soldados! Suecos, Alemanes, Checos, Croatas; Luteranos que saciaban su odio religioso en las iglesias y los monasterios, Franceses que destruían los castillos para dar caza a los bandidos, pero también castigar a la nobleza lorenesa demasiado fiel a su duque; conjunto de criados, mujeres, bandidos que seguían a los ejércitos y acababan  el pillaje; y la peste que dejaba los campos despoblados como un desierto.

Fue en 1637, en Toul, donde se había fundado una casa de la Misión, cuando Vicente de Paúl comenzó a enviar socorros. Las Damas se habían conmovido; ellas habían conmovido a Ana de Austria, al Rey. Se habían reunido fondos. Doce misioneros fueron enviados a Lorena, más algunos hermanos de la Compañía. En las ciudades establecían la lista de los pobres, con el consentimiento del obispo, de los párrocos, de los magistrados; luego compraban trigo, hacían cocer pan para una semana, y comenzaban sus distribuciones, lo que llamaríamos sopas populares. Para los enfermos, había carne, medicinas, y cuidados, algunos hermanos eran médicos o cirujanos. Después de Toul, fue Metz, donde un obispo indigno y el Parlamento, habían abandonado la ciudad; luego Verdun, Nancy, Bar-le-Duc, Saint-Mihiel, Pont-á-Mousson, Lunéville. Y pronto los campos, donde los desdichados se morían en sus campo devastado. «Si Nuestro Señor no me diera fuerzas, no me atrevería a mirarlos», escribe un misionero. «Tienen la piel como mármol bronceado y de tal forma arrugada que los dientes se les ven muy secos y al descubierto…» Pobres esqueletos ambulantes, que comen hierba, culebras, carroñas, hasta el día en que se acuestan para morirse en un poco de paja podrida. El misionero reanima los ánimos, lleva lo más urgente; enseña a los hombres que siguen válidos a sacar el arado para trabajar todavía; remplaza al sacerdote desaparecido, enseña a los laicos a dar el bautismo, entierra a los muertos. Hace ver, sobre todo, que hay en Francia un pensamiento de piedad por las miserias de los loreneses; el valor de vivir renace en ellos que no se sienten ya abandonados.

La despensa, que se construye enseguida, la hacen las Damas. Vicente pone en ella gran cuidado de orden y de empleo; hay visitantes que recorren las parroquias socorridas y vigilan para que el dinero se emplee bien. Todas las semanas las hermanas se reúnen, votan y controlan la despensa. Nunca el socorro nacional fue más directa y estrictamente repartido.

Si no se pierde dinero en burocracia, ¿cómo no se pierde por las rutas en un país infestado de soldados y de salteadores? Eso es el milagro. Tenemos un relato de Mathieu Regnard, el principal correo de Vicente en las regiones devastadas, que es muy curioso y divertido. La bolsa del hermano Regnard contenía diez, veinte mil libras y una vez hasta cincuenta. Se necesitaba un hombre intrépido y un tío astuto para escapar de los malos encuentros (pues acababa por ser conocido y cacheado de todos los atracadores), arrojar su tesoro tras un espino o en una charca, hacerse el tonto cuando le registraban, salir por fin de todos los peligros, hasta el punto  de creerle invulnerable y hasta invisible. Era un hombre que no había pensado en servir a Dios de una manera tan pintoresca.

Sin embargo la asistencia se extendía con las necesidades. Los Monasterios de mujeres, en particular, se morían de hambre careciendo ya de rentas y de limosnas. Vicente las mandó socorrer ampliamente. Las jóvenes de los campos estaban expuestas a perder su honor. Vicente les hizo proponer su venida a París. Una multitud se presentó, hubo que hacer una elección. La Srta. Le Gras recibió a la colonia, llegó a colocar a estas jóvenes. Al fin la nobleza lorenesa, expulsada de sus castillos demolidos venía en gran número a buscar refugio en París. Allí vivía en miseria; el Lorenés es silencioso y orgulloso. Advertido de este desamparo mudo, Vicente quiso aliviarla. No podía ya pedir nada a las Damas sobrecargadas. Con el barón de Renty trazó el plan de una asociación de hombres de la nobleza que ayudarían a sus pares sin causarles daño. Renty, desde hacía tiempo, practicaba en la Compañía del Santo Sacramento la caridad oculta e ingeniosa. Él se encargó de la delicada encuesta  sobre las familias que socorrer. Los miembros de la asociación se cotizaron, primeramente por un mes, luego de mes en mes, renovando sin cansarse su gesto  durante cerca de ocho años.

El socorro de la Lorena disminuyó a partir de 1642, pero duró largo tiempo todavía. Diez años no fueron demasiado para vendar profundas heridas, y reparar lo que era reparable. Innumerables testimonios de gratitud llegaron a la Misión por parte de los magistrados municipales, de los Obispos, de los Religiosos. Vicente de Paúl fue el único salvador de este infeliz país: el Rey y su ministro tenían demasiados asuntos y ejércitos que atender, demasiada poca piedad también. Algunos misioneros y algunas pobres jóvenes fueron solos a representar,  por los Loreneses, el rostro humano de Francia.

Después de la Lorena, todo el norte de nuestro país, hasta el Orleanesado, debía conocer las mismas calamidades, o peores. Richelieu había declarado la guerra a los Habsburgos de Madrid, en 1635; los Españoles respondían al año siguiente invadiendo Francia hasta Corbie. Durante más de veinte años, la guerra extranjera, después de los juegos crueles de la Fronda, iban a tener el Artois, la Picardía, la Champaña, la Brie, la Isla-de-Francia, el Orleanesado, bajo la violencia de los soldados de todos los uniformes. Las operaciones propiamente dichas no eran peores que los «pasos y los alojamientos»; los enemigos no peores que los Franceses. Richelieu mantenía a cuatro o cinco ejércitos, cuyos soldados por lo común no recibían sueldo, cuyos generales veían muy raramente que les pagaran sus servicios: había que vivir a costa del país. Ninguna disciplina podía impedir a las tropas el pillaje para comer; ninguna indemnización podía venir de un tesoro a secas. Las victorias cuestan siempre caras; pero nos imaginamos mal lo que costaban cuando ningún derecho de las gentes, ninguna organización excluían de la guerra a los no combatientes, y cuando la hibernación de las tropas se hacía a expensas del habitante.

La iniciativa de los socorros no vino de Vicente de Paúl. Parece que no se haya hecho gran cosa hasta la paz de Westphalia. Pero en 1649, cundo la Fronda vino a renovar los males que se daban por terminados, un jefe de pesquisas en el Parlamento de Rouen, Charles Maignart de Bernières, presentó su dimisión para hacerse el «procurador de nuestras provincias  desoladas». Constituyó un grupo de Parlamentarios y de Jansenistas, con el concurso de la Madre Angélica, y admitió afiliados. Tuvo también la idea de un boletín, de una Relato de las miserias constadas en nuestras provincias, para mover la piedad de París y del resto de Francia. De 1649 a 1655, los Relatos tuvieron todo el éxito deseado: hasta los pobres dieron para los más pobres. Saludemos a este hombre de bien; Vicente de Paúl le debe quizás mucho.

En cuanto a él, él no entró en acción hasta 1650. Después de la triste campaña de Turena aliado a los Españoles y, como siempre, debido a una «ocasión bastante fortuita». Le habían advertido que, terminado el sitio de Guisa, soldados heridos o enfermos se quedaban sin socorro alrededor de la ciudad. Envió a dos misioneros con algunos víveres. Los dos hombres se encontraron no con algunos soldados, sino toda una provincia que socorrer. Lanzaron un grito de alarma. «Hemos visitado a los pobres de este lugar y demás pueblos del valle, donde la aflicción que hemos presenciado sobrepasa todo lo que os han contado. Ya que, para comenzar por las iglesias, han sido profanadas, el Santísimo Sacramento pisoteado, los cálices y los copones robados, las pilas bautismales rotas, los ornamentos robados… La mayor parte de los habitantes se han muerto en los bosques, mientras que el enemigo ocupaba sus casas. Los demás han regresado para terminar su vida, pues no vemos por todas partes más que enfermos. Tenemos más de mil doscientos, aparte de seiscientos que languidecen, dispersos por más de treinta pueblos arruinados… Encontramos a los vivos con los muertos…» En otra ocasión: «El hambre es tal que vemos a los hombres comer tierra, pastar hierba, arrancar la corteza de los árboles, desgarrando los harapos sucios que los cubren para comerlos. Pero lo que no nos atreveríamos a decir, si no lo hubiéramos visto, ellos se comen los brazos y las manos, y se mueren en la desesperación». Cien cartas parecidas; los misioneros han encontrado por todas partes los mismos horrores, un infierno del Dante. En nuestros hermosos campos franceses, se ve a los hombres regresar al estado salvaje: las víctimas por un lado, los verdugos por otra. No son tan solo las bandas del Barón de Erlach, son los soldados de Turenne los que se portan como demonios: «El pueblo de Bièvre ha sido tratado con una crueldad inaudita por algunos regimientos de los ejércitos del Rey… como lo ha sido también el pueblo de Saint-Julien, que han sido asaltados y saqueados por dichos regimientos que los han incendiado, y hasta en las iglesias de dichos lugares, adonde los habitantes se habían retirado. Los soldados, después de abrasar el pueblo, incendiaron la iglesia y redujeron a la pobre gente refugiada en el campanario a precipitarse desde lo alto al vacío». Más de una provincia de Francia se convirtió en un Palatinado2.

Vicente no duda ya; propone la inmensa empresa a las Damas ya sobrecargadas. Obtiene una orden del Arzobispo, leída en todos los púlpitos de París; manda imprimir en los Relatos las cartas de sus misioneros; se encarga, multiplicándolos por la fuerza que tenía en mano, todo los medios de Bernières. Muy pronto envía a dieciséis misioneros, y a Hijas de la Caridad, al Vermandois, al Soissonais, a la Thiérache, al Laonnois. Hace descombrar los campos de batalla de los cadáveres que envenenan al aire y las aguas, despacha montones de paños y ropas para vestir a la gente; en las regiones en que se puede esperar un poco, una cosecha, envía semillas, cebada, habas, guisantes; aperos de trabajo, hachas, podaderas, tornos; no se olvida del clero y del culto, envía ornamentos, vasos sagrados: en una palabra, todo lo que hemos visto el Estado por una parte, innumerables obras por otra, hacer en nuestras provincias devastadas después de la guerra. Lamentablemente, en ese tiempo, la guerra volvía una y otra vez. A partir de 1652, son los alrededores de París, las afueras inmediatas las que son saqueadas por los ejércitos de los Príncipes y los del rey. Esta vez los socorros los organiza el Arzobispo de París, que asigna a cada uno su cantón; pero «la dirección de los misioneros del Sr. Vicente, quien tiene mucha experiencia ha servido de modelo para casi todas las estaciones». Y no es tan solo en Étampes o en Palaiseau donde trabajan, sino que sucumben en una entrega sin límites. En todas partes, también, se piden Hijas de la Caridad. Y la miseria es tal que, a pesar de los esfuerzos de un ejército de caridad y de gastos que ningún historiador ha podido tan solo evaluar, nuestras más bellas regiones se despueblan: «allí se mueren  a montones, se entierra a los muertos de tres en tres, de cuatro en cuatro».

En París también, hubo una «importuna borrasca». Todo el mundo conoce el aspecto pintoresco, el cañonazo de la Gran Señorita, la agradable jornada del barrio Saint-Antoine. Son los bellos cuadros, pero que cuestan caros al pobre pueblo. Las Cartas de la madre Angélica Arnauld nos lo revelan como lo más triste. París fue invadido por las gentes de los barrios despojados y enloquecidos. La casa de San Lázaro fue asediada por desgraciados que pedían un abrigo, un pedazo de pan. «Tenemos a cien jóvenes refugiadas en una casa… Nos mandan a los pobres párrocos, vicarios y demás sacerdotes de los campos que han abandonado su parroquia para refugiarse en esta ciudad; nos llegan todos los días. Así es como Dios quiere que participemos en tantas santas empresas. Las Hijas de la Caridad tienen mayor participación que nosotros… Ellas hacen y distribuyen potajes todos los días a mil trescientos pobres vergonzantes, y en el barrio de Saint-Denis a ochocientos refugiados, y en la sola parroquia de Saint-Paul, cuatro o cinco de esas jóvenes se los dan a cinco mil pobres… Hay otros que hacen lo mismo en otras partes…»

En esta calamidad, el apóstol encontró después de todo su ventaja. «Yo me he ofrecido a darles misiones, según esta máxima del derecho que quiere que se tome su bien donde se lo encuentra». «Hemos comenzado hoy en nuestra propia iglesia con ochocientos de esta pobre gente alojada en este barrio; y luego iremos a los otros».

Este papel de san Vicente en las desgracias de Francia, menos conocido todavía de lo que debía ser, ha quedado por largo tiempo en el silencio. Los contemporáneos parecen haber hablado poco; muchas historias lo han rehusado, ocupados en seguir los juegos de la política, o deslumbrados por el resplandor creciente de las victorias. Queda claro sin embargo en documentos auténticos, y ante todo en la gratitud de las poblaciones. Que se lean tan solo las cartas dirigidas a Vicente por los magistrados de Rethel de 1650 a 1653; se verá que el Rethélois vivió por sus sola asistencia durante años; y muchas más regiones igualmente. La carencia absoluta del Estado, una unión nacional aún muy imperfecta, y nuestra idea moderna del deber social casi desconocida, pusieron por así decirlo en las manos de Vicente este papel nacional3. Le hizo frente con su maestría habitual de las realidades, y gracias a este instrumento siempre listo  se encontraron ser su Misión, sus Hijas, su grupo de Damas. Si no hubiera sido así, ¡cuánto más  grande habría sido la desolación de nuestras provincias! Francia le debe un inmenso reconocimiento, y que no se haya contado lo suficiente.

Pero esta coronación de la acción caritativa de Vicente de Paúl no es no obstante más que un episodio de su historia. Muestra la calidad de sus métodos, la flexibilidad de sus creaciones, no es ahí donde se ha de buscar el espíritu que le animaba. La obra caritativa de Vicente de Paúl, en su conjunto, se inspira en dos principios: honrar y servir en la persona de los pobres a la persona misma de Jesucristo; luego sanar las almas por los cuerpos, y emprender aquí abajo la misión que el Padre ha dado al Hijo: Evangelizare pauperibus misit me. Esto es lo que se renueva en el origen de todas sus iniciativas, en el fondo de todos sus reglamentos, en el curso de sus dos creaciones esenciales. La maravilla está en que estas ideas tan espirituales hayan tomado un cuerpo tan firme en la realidad; que este místico, este hombre únicamente  ocupado de Dios, completamente perdido en la «santa indiferencia», haya renovado la asistencia privada y pública de su tiempo, y creado obras o métodos que valen aún para el nuestro. La inmensidad de la obra cumplida por Vicente de Paúl nos sorprende, y con razón. Se explica sin embargo. Si este hombre ha hecho tantas cosas es primeramente por haber venido en una época en que todo estaba por hacer. Cuando se ve por ejemplo le programa  que se dio la Compañía del Santo Sacramento, la prodigiosa variedad de sus ideas, sus proyectos, sus iniciativas, se comprende que había que retocarlo todo. Pensad en la miseria endémica de los campos desde el siglo XVI, en desorganización de las ciudades, en los estragos de las guerras, en el agotamiento de los impuestos, en el abandono espiritual de los campesinos. –Por otra parte, Vicente de Paúl ha sido sostenido y llevado por una corriente de opinión. Los católicos deseaban una reforma del clero y de sus abusos; esperaban reconstructores para su culto, su piedad, su caridad. Cuando se ve con qué rapidez se extendieron las Caridades,  los Grupos provinciales de la Compañía del Santo Sacramento, la organización de la caridad jansenista, se comprende que la idea de asociar  a los laicos al restablecimiento religioso estaba en el ambiente, y aceptada por la Iglesia oficial. No es disminuir Vicente de Paúl si decimos que ha encontrado para su obra un momento favorable, y una colaboración eficaz del sentimiento cristiano.

Por último, sin querer quitarle nada, tal vez la tradición ha reunido bajo su nombre, por una simplificación que le es habitual, todo lo que se ha hecho en el orden caritativo en el siglo XVII. Era justicia, porque sigue siendo el gran nombre de la época, el incontestable maestro de obra. Pero no hay que exagerar, y decir que lo ha creado todo, por sí solo.  Se actuaba en torno a él. Se han tomado prestadas muchas de sus ideas. Al realizarlas, las ha señalado con una huella extremadamente fuerte –pero es sobre todo la huella la que es suya. Ningún hombre, por grande que sea  su genio, es un fenómeno, nadie está aislado. Vicente de Paúl es por cierto de su tiempo; ha percibido las necesidades, reunido y dirigido las energías, espiritualizado todos los buenos instintos. De muchos esfuerzos convergentes, ha seguido el mejor, ha hecho de él una obra marcada con su sentido práctico y con su humildad cristiana, y que, con toda la razón, honra su gran memoria.

  1. La Señorita Le Gras  se entregaba también en el Hôtel-Dieu. «Estar siempre ahí, no es recomendable», le escribía Vicente de Paúl, «pero ir y venir sienta bien». Y, en una casa vecina, varias hijas de la Caridad confeccionaban estos buenos helados, estos suculentos caldos que las Damas distribuían a continuación.
  2. Si se quiere conocer estas miserias que se lea el Journal de un notario de Marles, Lehault, los Relatos  de Bernières, el trabajo de E. Fleury sobre la región de Laon, el libro de Feuillet sobre la Miseria durante la Fronda.
  3. Fue reconocido en un documento importante, una ordenanza real del 14 de febrero de 1651, que descubrió el Sr Feillet felizmente y publicó en su Miseria durante la Fronda.

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