Un distinguido personaje
Por su ilustre pasado, por su presente digno de él, la casa de Gondi brillaba entre las más famosas. Originaria de Florencia, había dado a Enrique II un jefe del palacio, después un mariscal, sobrino y hermano de tres Gondi que se sucedieron de 1572 a 1622 en la sede episcopal de París, más tarde un diplomático célebre por su boato, dueño en Saint-Cloud de una residencia, donde se encontraba Enrique II cuando fue asesinado. Manuel, hijo del mariscal y esposo de doña Francisca Margarita de Silly, tenía entonces dos hijos varones, Pedro, más tarde duque de Retz; par de Francia y heredero de los cargos paternos, y Enrique, muerto en la flor de su juventud a consecuencias de una caída de caballo. En 1614 tuvieron un tercero y último hijo, más tarde cardenal de Retz, de talento genial y vida escandalosa. Manuel de Gondi se hallaba en aquel año de 1610 en el apogeo del brillo irresistible que prodiga la juventud y la fortuna a sus favorecidos.
Imposible enumerar los «por vida de… «que como balas de arcabuz escapaban de los labios de quienes por vez primera contemplaban al espléndido señor. He aquí al arrogante caballero, al sonriente personaje. Un birrete de blanco penacho, elegantemente inclinado hacia una oreja, oculta un ángulo de su espaciosa frente. El rostro, perfectamente oval, se recorta entre un oleaje de espesos cabellos. Cejas a la Ducerceau se extienden sobre los ojos meditabundos. La nariz aguileña se detiene sobre un bigote felino. La barba puntiaguda avanza sobre la gorguera almidonada, sobre pliegues de terciopelo bordado de oro y encajes en los cuales campea la cruz del Espíritu Santo. Con tales atavíos y paramentos nos lo trae un grabado de Duflos, a cuyo margen, orlada de cintas, se lee su divisa: «non sine labore» y se ve su escudo de armas : Dos mazos de sable en sotuer sobre campo de oro, ligados en su parte inferior por cinta de gules ; el blasón timbrado con corona condal, teniendo por cimera un mazo de armas, rodeado el todo por los collares de San Miguel y del Espíritu Santo. En la parte baja dos anclas en sotuer, recuerdan las funciones de Felipe Manuel de Gondi, general de las galeras a los treinta años.
Junto a esta solemne estampa pongamos la humilde imagen de Vicente, vestido de humilde sotana negra, emblanquecida en los codos y especialmente en las rodillas, sin duda menos brillante que el último de los lacayos de antecámara Contemplemos su actitud a la vez digna y humilde, no menos imponente bajo la modestia de sus vestidos que la del señor cubierto de fastuoso paño. El cuadro nos presenta la reunión de dos hombres que hechos el uno para el otro y llamados a completarse mutuamente, echarán más tarde los cimientos de una obra admirable y monumental.
Por de pronto se dedica a la educación de los dos pequeños Gondi, ocupación sencilla pero no carente de importancia. Educar en sus tiernos años, cuando han salido de la tutela de los ayos, dos pequeños grandes señores contentes de que lo son, enseñarles en qué consisten los deberes que de ello se derivan, atribuyendo a la palabra educar su sentido más elevado y estricto, es decir, obtener verdaderos hombres conscientes de las funciones a que Dios los ha destinado, imbuir en la obediencia a quienes han de mandar, enseñar el justo empleo de las riquezas a quienes han de ser el sostén de los pobres, encaminar dos personajes hacia las cumbres divinas y humanas honrando un glorioso apellido, tal fue la misión confiada a Vicente y por él resueltamente aceptada. Madame de Gondi fue su principal colaboradora, pues la opulencia de su casa lejos de menoscabar la religión, contribuía generosamente al esplendor de la misma. En ella, no estaba la piedad supeditada al lujo, sino el lujo al servicio de la piedad. Dios primero y el rey después Ambos señores y el resto de los hombres recibían, cada cual según su condición, su parte proporcional de fasto y munificencia. Todo ello sucedía, como se comprenderá, entre no poco estrépito y rumores profanos. El ex-capellán de Margarita de Valois, maltrecho aun de su paso por la Corte y temiendo iguales contratiempos, elaboró, para evitarlos una severa regla de conducta que nos revela uno de sus biógrafos: «Firmemente determinado a combatir la disipación con la prudencia y la sencillez, hizo propósito de no presentarse a M. y Mme. de Gondi sin ser por ellos llamado y de no entrometerse en lo que no atañese directamente a su cargo de preceptor. Fuera del tiempo consagrado a la educación de sus alumnos o a obras de caridad, jamás abandonaba su habitación. Era ésta para él una verdadera celda y a pesar de las idas y venidas supo hallar en ella el más absoluto retiro.
Sólo un hombre de sus cualidades era capaz de llevar, dentro de la mayor perfección, esta vida múltiple de silencio y de clausura, de profundo estudio, de solícita dedicación a sus alumnos al par que de participación en las fiestas y recepciones, en las que M. de Gondi le juzgaba indispensable. Nada digamos de su vida exterior de caridad, de limosnas, de visitas a los hospitales y de su correspondencia, que empezaba ya entonces a absorber buena parte de su tiempo. Cuán difícil es, en medio de tantas ocupaciones, conservarse de continuo en la presencia de Dios! Felizmente encontró para ello un medio eficaz. Se impuso la obligación «de tener presente a N. S. Jesucristo y honrarlo en la persona de M. de Gondi, y a Nuestra Señora en la persona de Mme. de Gondi; y de ver en la de cada uno de los domésticos y siervos, cualesquiera fue sen, la muchedumbre de discípulos que seguían al Salvador». Declara candorosamente «que esta consideración lo conservó siempre en gran modestia y prudencia de todas sus palabras y le confirió el afecto de sus señores y de toda su servidumbre y el medio de hacer notable fruto en esta familia».
Y añade «que este medio tan sencillo le había sido de gran provecho para no ver sino a Dios bajo diversos aspectos en todas las personas con quienes trataba habitualmente y para no hacer nada ante los hombres que no fuera lícito a los ojos del Hijo de Dios, si hubiera tenido la dicha de vivir con él durante su vida mortal».
¡Declaración de excelsa sublimidad! Habla aun el pastor con la inocencia de los eriales y la frescura primaveral de su fe. ¡Ver a Dios en todos y en todo! «Medio sencillo» lo llama él, en el cual le bastaba solo pensar para tenerlo a mano. Quien se imagine a Vicente viendo en la enjoyada figura de Manuel de Gondi, deslumbrante de pedrería, de espada y daga a la cintura, al Señor de su señor, al Salvador inmaterial envuelto en sencilla túnica de pliegues paralelos hasta los pies desnudos; y en la persona de la generala solemnemente ataviada y cubierta de verdugados y canelones, a la Inmaculada cuyo único adorno son los lirios… y tenga presente la clave del sistema, estará tan lejos de sonreírse como de asombrarse, por poco que sea. Es que los santos son los más grandes visionarios y poetas. Sólo ellos son capaces de contemplar las cosas de este mundo a través de su apariencia terrena.
De esta manera nos revela, sin nombrarse a causa de su modestia, su manera de vencer los obstáculos y la política de su vida entera. Ver todo en Dios y Dios en todo, he aquí su programa habitual. Había penetrado el gran secreto: Dios no está únicamente en el cielo, lejos de nuestros ojos y de nuestro espíritu, sino también en la tierra, en medio de nosotros, «en lo de todos los días», encerrado y conteniendo todas las cosas. Lo supo descubrir en la humanidad y en cada uno de, sus miembros, aun en los injustos, los rastreros, los indignos. A la vista de un miserable, de un impuro, olvidaba la miseria y la impureza mara –no acordarse más que de la inocencia y de las grandezas ignoradas o perdidas, restableciéndolas al esplendor que hubieran podido o debido tener, reconstruyéndolas en Dios cuya imagen indeleble y majestuosa veía de tal manera en todos los hombres que llegaba a sustituírlos y aniquilarlos. El hombre quedaba entonces reducido a la nada y para Vicente todo se explica y se hace fácil. El infeliz, deshecho de la sociedad, el pobre, inmundo y repelente, la pecadora, llorosa o sonriente, el muchacho cruel, el bandido, el galeote, los monstruos reprobados de toda laya… allí está Dios. Dios está en ellos o muy cerca de ellos, asediándolos para convertirlos en su morada; tal vez ya lo son o lo serán muy pronto, quizás esta misma tarde. Más aun; son ellos su morada predilecta. «A través de sus males y de su cieno, lo veo y lo palpo. Acogiéndolos y amándolos, es a Él a quien saludo, amo y honro. Curando sus llagas, beso las suyas. Prodigándoles mis cuidados, obro mi salud».
De este modo desaparecían y caían ante Vicente las carnes corrompidas de la humanidad para dejar al descubierto tan sólo el alma invisible. Y cuando los harapos del dolor, del vicio o del odio se estremecían con la sonrisa del agradecimiento o se iluminaban con la mirada del amor, el santo sentía el corazón rebosante de júbilo. Era el reflejo de Dios que le decía: «En ellos estoy yo, y tu lo has comprendido».
La reserva con que el capellán se mantenía en el lugar de su humildad voluntaria, no le impedía hacer sal vedades cuando lo juzgaba necesario. M. de Gondi recibió o creyó haber recibido una grave afrenta de parte de un señor de la corte. En aquellos tiempos un asunto de honor se anteponía a todos los demás y ni siquiera se discutía. Los duelos, aunque recientemente prohibidos por Enrique IV so pena de incurrir en crimen de lesa majestad, se practicaban frecuentemente y sin ningún escrúpulo, se imponían, llegado el caso, con la fuerza y el respeto de una segunda religión, tan potente en su especie como la que los prohibía. Hasta se creyó que mutuamente se completaban. Lejos de ver un crimen en un acto condenado por la Iglesia, se lo consideraba como un ejercicio de virtud permitido; los contendientes conjuraban al cielo para que estuviese de su parte y erguida la cabeza, entraban al templo para encomendar a Dios su lance, acompañados de la espada que pronto habrían de desenvainar. Más de uno, si hubiera podido, la hubiera hecho bendecir.
M. de Gondi siguió este plan. La mañana del día en que debía cruzar el acero oyó misa como acostumbraba y después de ella permaneció, en la capilla más de lo ordinario. Rezadas sus oraciones se disponía a salir, cuando Vicente que lo esperaba como emboscado, cierra la puerta y cae a sus pies: «Permitid, señor, que os diga humildemente una palabra. Sé de buena fuente que habéis determinado batiros a duelo, pero yo os digo de parte de mi Salvador al que acabáis de adorar que si no abandonáis ese siniestro propósito, descargará su justicia sobre vos y sobre vuestra descendencia».
Suspendido y excitado por aquellas palabras, quizá Gondi hubiera contestado aunque respetuosamente, exponiendo todos sus motivos: «Veamos, ¿qué me echáis en cara? ¡Y a mí? ¿Olvidáis quien soy y a lo que me obliga la honra de mi casa y la gloria de mis antepasados, el recuerdo de mi padre, el mariscal de Retz, mi cargo en el reino y en fin mi honor y el de mis hijos? Pero si el general pensó todo esto, no llegó a decirlo, pues el capellán, hecha su exhortación, había desaparecido, dejándole presa del más completo asombro. Por alterado que se sintiese ante el estrépito de las razones que se entrechocaban en su alma, no estaba menos turbado ante la prohibición y advertencia del sacerdote. ¡La ira de Dios! ¡La amenaza de su justicia suspendida sobre él y sobre toda su posteridad!
¡Cuán grandes motivos de reflexión! Y por primera vez la espada lista a pecar se detuvo en la vaina.
La señora de Gondi
Vicente no se contentó con esta feliz victoria. Podemos fijar este suceso como principio de la celosa campaña que llevó a cabo contra la manía de los duelos y que más tarde intensificó mediante sus consejos al rey.
Sin intentar disminuir su mérito, debió participar en este primer éxito la señora de Gondi, la cual ejercía sobre su esposo una gran autoridad y cuyos sentimientos referentes al falso concepto del honor no podían discrepar de los del religioso. En materia de educación, en toda familia ordenada, quien tenga a su cargo la educación de los hijos tendrá también que entrar en contacto con la madre y ocuparse de ella; y si el educador es capaz y prudente, no es raro que obtenga tanto o más provecho que sus alumnos, de sus mismas lecciones. No era este el caso de la generala, mujer de inteligencia y saber parejos con su virtud. No necesitaba por lo tanto mayor instrucción. Pero de frecuentar al preceptor, de asistir a su diminuta clase, de verlo y oírlo a cada paso, aun fuera de las horas de estudio, de sentirlo hablar, pensar, obrar, aprendió lo que no se enseña en los libros ni en el mundo, y por encima de todo comprendió a Vicente, aprendió su bondad, su piedad, su inalterable sabiduría y la profundidad de sus miras que sin desdeñar nada del hombre, traspasaban los horizontes de lo humano Parecía que por permisión especial, se elevaba al cielo y descendía a la tierra, subiendo y bajando a voluntad y sin esfuerzo alguno. No hacía todavía un año que vivía en su casa, cuando la generala resolvió tomarlo por director espiritual. Tuvo para ello que recurrir a medios ajenos, por valederos que fuesen los suyos, pues conocía la humildad del ejemplar sacerdote. Se dirigió al P. de Bérulle rogándole se interpusiese para vencer la resistencia que preveía.
Este intercedió, y aunque tan gloriosa y grave responsabilidad como la de dirigir a Mme. de Gondi atemorizase a Vicente, la aceptó como aceptaba todo lo que le era costoso y sus superiores le prohibían rechazar.
Estaba habituado a ser «el que no se pertenece a sí propio».
Desde aquel día perteneció más aún a la casa de Gondi representada en la generala, y a la Santísima Virgen que le inspirara la idea, como él pensaba, de escogerlo por director espiritual.
Por virtuosa que hubiera sido antes la generala, podemos hacernos una idea de la perfección que llegó a alcanzar después de haber confiado a Vicente el cuidado de dirigirla. Unidas por el nuevo y sagrado vínculo que los fortificaba, estas dos almas compenetradas en el amor de Dios comenzaron a cumplir una obra magnífica. Los Gondi poseían dominios tan vastos que ni siquiera una mujer de la inteligencia y del orden de la condesa de Joigny parecía capacitada ejercer en ellos la dirección moral como ella lo deseaba. Ocuparse de su mantenimiento, de su cultivo y de sus rentas no la contentaba. Su principal preocupación consistió en poner al frente de sus tierras magistrados de probidad reconocida, en prevenir los procesos, en dirimir justicieramente las diferencias, en hacer a sus vasallos pronta y sana justicia, en asegurarles su bienestar y sus buenas costumbres y en fin en que Dios fuese conocido y honrado en todas las dependencias de sus dominios. Pero además de éstas, ¡cuántas otras preocupaciones! Los ancianos, los recién nacidos, los enfermos las viudas, los huérfanos, todo un pueblo que juzgar, calmar, conducir, esparcido a veces por lugares remotos y distantes a donde era a veces necesario trasladarse para inspeccionar y decidir personalmente; y todo esto en medio de los deberes cotidianos que imponían a la generala, en París, el mundo, la Corte, los príncipes, la Iglesia, el rey… su marido y sus hijos. Sin embargo los satisfacía, pero gracias Vicente, su hermano en celo y en caridad, quien tomando sobre sus hombros la mitad de la carga, dejaba a su dirigida tan solo la otra mitad.
De este modo en su doble ministerio lograron de común acuerdo instruir, cultivar, bautizar, casar y sepultar centenares de servidores, humildes gentes de la plebe, súbditos de su blasón y que bajo otros señores hubieran sido equiparados a una manada de bestias, como dije más tarde el poeta:
Útiles para el manejo de la azada, del hacha, del arado y de la espada.
Notable por su belleza y su finura como por sus virtudes angelicales, noble y sencilla a la vez, pura y suave en su exterior, alma ardiente continuamente atormentada por crecientes ansias de perfección, tal nos describen a Mme de Gondi cuantos han escrito sobre ella.
Al dedicarse, bajo la dirección de Vicente, a las obras que acabamos de enumerar, no cambió por ello su carácter piadoso y apasionado. Su delicada salud no pudo soportar tantos esfuerzos y cayó enferma de peligro.
Y como si estos dos inseparables compañeros del buen obrar lo fuesen también en el sufrimiento del mal que a veces no perdona a los bienhechores, Vicente, que se había prodigado no menos que su penitente, abrumado a su vez por la fatiga, se vió obligado a hacer una pausa.
La confesión general
Algo más tarde tuvo lugar un hecho imprevisto y accidental que debía señalar el rumbo definitivo de su carrera y orientarlo hacía los fines fijados por la providencia.
Apenas restablecido, encontrándose con los Gondi en sus dominios de Folleville cerca de Amiens, fue llamado por un campesino gravemente enfermo que reclamaba sus auxilios Se traslada al lugar a toda prisa. El enfermo había sido tenido siempre por piadoso y buen cristiano. Sin embargo por una especie de intuición se le ocurre aconsejarlo a que haga una confesión general ya que sus fuerzas aún se lo permiten. A pesar de apoyar sus exhortaciones con su habitual fervor, triunfador de todos los obstáculos, no se debió a él sólo la victoria, pues Mme. Gondi que había acudido a la cabecera del enfermo en busca de noticias, acabó de doblegar con su intervención la voluntad de éste, quien descubre a Vicente su conciencia manchada de pecados mortales que la vergüenza le había impedido confesar hasta aquel momento. Los tres días que sobrevivió no cesaba de publicar, llevado de impulso irresistible, sus miserias y alegrías. Acercándose los últimos momentos y habiendo vuelto Mme. de Gondi a su lado, la reconoció y reuniendo sus fuerzas exclamó ante los vecinos de la aldea congregados en torno al lecho : «¡Sí, señora, si no fuera por vos y por esta confesión estaría condenado!».
Abelly nos refiere así la escena: «Lo cual hizo que esta virtuosa persona, asombrada al extremo, exclamase, tomando por testigo al capellán: «¡Ah, señor, qué es lo que vemos y oímos! Si éste, tenido por hombre de bien, le hallaba en estado de condenación, qué sucederá con otros que viven en peores costumbres! ¡Ah, P. Vicente, cuántas almas se pierden! ¿Qué nos queda por hacer?». Al expresar su angustia, imploraba el remedio sólo por él conocido y que sólo él podía administrar. Se expresaba con tal vehemencia y con tal confianza en el hombre de Dios que los presentes conmovidos la acompañaban extendiendo las manos. Y ante el resonar de lloros y lamentos el anciano agonizante entrega a Dios su alma iluminada, en brazos de un santo y de una de las damas más ilustres de Francia.
El suceso fue de incalculables consecuencias. La impresión de aquella muerte y de las circunstancias particulares en que se produjo causó tal sensación en todos que Mme. de Gondi considerando el creciente peligro que amenazaba a tantas pobres almas propuso a su capellán hiciera un breve discurso a los habitantes de Folleville sobre la utilidad de las confesiones generales.
Vicente habló el 25 de enero de 1617, día en que la Iglesia honra la conversión de San Pablo y elegido a propósito. Debió hacerlo con su acostumbrada sencillez, amistad persuasiva e impulsiva que penetraban los corazones de los oyentes y los sojuzgaba. Todos se apresuraban a indagar los más íntimos repliegues de sus conciencias para exhumar los antiguos pecados y confesarlos, avergonzados y orgullosos a la vez, pareciéndoles ahora fácil lo que hasta ayer creyeran un imposible sacrificio. La población entera invadió la iglesia y asedió al confesionario. También los habitantes de las villas cercanas quisieron escuchar al santo. Por toda la provincia cundió la sed de gracia. Vicente que siempre pensó ser una débil antorcha, se encontraba espantado como ante un resplandor inmenso y enceguecedor o ante un repentino incendio. Todos sentían su ardor, y se creían condenados. El horror de morir sin ser absueltos les convulsionaba el espíritu. Nadie quería aguardar un sólo instante. La confesión general hasta ahora desconocida, o no practicada, se había convertido en una necesidad inmediata. La multitud se apretujaba en la capilla y cada cual pugnaba para ser el primero en arrodillarse junto al santo y liberarse de sus culpas.
—¡Me toca a mí! —¡No, a mí! —¡Yo estaba antes que él! ¡Rebaño turbulento y más difícil de contener que el de otros tiempos, aun en los momentos en que el hambre o el pánico enfurecían las ovejas! ¡Menos mal si las confesiones hubieran sido de las rápidas! ¡Pero estas eran de las que duran! Cada uno de los que empezaba parecía no tener fin. Y para colmo, la fila de los penitentes aumentaba y se impacientaba. El gentío se tomó tan ingente, que Vicente se encontró anonadado y Mme. de Gondi se vió obligada a enviar desde Amiens dos jesuitas de refuerzo para acabar de purificar aquellas buenas gentes.
¡Acontecimiento prodigioso! ¡Fecha memorable, no sólo en la historia de Vicente, sino también en los anales de la religión! ¿Tuvo el santo conciencia de ello? Sus biógrafos aseguran que no. Nosotros lo ponemos en duda. Nos parece difícil de creer que este visionario del bien, con la clarividencia que le era tan propia en todo, no abarcase en toda su plenitud el largo itinerario, del cual los sucesos de Folleville no eran más que la etapa inicial. Vicente jamás olvidaría aquel 25 de enero, que sería para él un sagrado aniversario. Lo celebrará todos los años.
Más de un cuarto de siglo después, invitará a sus sacerdotes de San Lázaro a recordar el sermón de Folleville, el mismo día en que fundó su compañía en espíritu y en acción. La gran hora había sonado. La Misión discurría ya en el mundo, plena de vitalidad.